Foto: Sandra Setzkorn
Hace unos días que se inició una discusión sobre en el Facebook de «El compositor habla» con motivo de una entrevista realizada por Ruth Prieto a Luis Ángel de Benito en la que se pusieron sobre la mesa temas que tienen ya cierta antigüedad pero que siguen sin resolverse. Básicamente, la pregunta por si la música contemporánea tiene interés más allá de los aficionados, los concursos y las subvenciones; por si parecería que hay un rechazo de lo «atonal» (entendido, simplemente, como no-tomal) y por el modelo de concierto actual, que, en términos de Luis Ángel de Benito,
«…ofrece[n] la música en fórmulas pensadas para épocas pretéritas. Entonces nos acuden públicos pretéritos. Me refiero a nuestros conciertos híper-serios e híper-litúrgicos, que parece que cuando estamos escuchando la Pastoral de Beethoven estamos viendo el Via Crucis o algo así. Ni siquiera en tiempos de Beethoven, ni de Liszt, ni de Brahms, las cosas eran tan estrictas. […] El concierto era un asunto lúdico, y no sacrosanto. La gente vitoreaba y aplaudía cuando quería (hasta cuando Brahms estrenó su Cuarta Sinfonía, el público le hizo repetir el Scherzo). Nosotros aquí hemos decidido que el público pague y calle, y miramos mal a un neófito que aplaude inocentemente después del primer movimiento (¡¡¡Chsssst!!!… ¡¡¡Chssst!!! enfurecidos…). Claro, ése no vuelve más. Pagar para que le riñan las multitudes… Tenemos saborcillo de secta esotérica».
El Modern Art Ensemble ofrece su propia opción para esto, metiéndose sin querer con todos los puntos de la disputa. En un concierto que trataba de explorar, a través de cinco obras rencientísimas de compositores vivos que trataban de explorar lo espacial en música, se plantearon como objetivo era facilitar la «difícil escucha» de estas obras a través de una explicación previa a cada pieza. Esto, desde las gafas de algunos diletantes, sería poco más que un sacrilegio pero, desde mi punto de vista, es algo que urge comenzar a hacer en todos los conciertos, al menos, de música contemporánea. Una pedagogía seria y crítica, claro, pero pedagogía, que dé algunas claves para seguir la construcción de la obra. Además, la pregunta por el espacio musical es uno de los puntos fundamentales hoy en la teoría de la música, lo que hace de esta propuesta áun más atractiva, en la medida en que nos introduce directamente en el problema a través de los oídos.
El concierto comenzó con Diskant (2009), para piccolo, Clarinete en mi, carrillón y piano. Es una pieza de Michael Hirsch (1958- ), el cual, a parte de ser un compositor formado con Lachemann o Schnebel, se dedica a dirigir obras de teatro. Esta pieza se sustenta en el tritono de mi a si, pasando programáticamente desde una música que pretende ser algo que el presentador de esta pieza, Matias de Oliveira Pinto, clasificó como el paso de la mera retórica vacía a lugares cercanos a lo celestial. Como podemos apreciar, la obra se fundamenta en planos hiperagudos y el diálogo del resto de insturmentos sobre una suerte deostinato del piano, que contrasta radicalmente con el tenuto del clarinete. Es una pieza que exige una precisión ritmica extrema, ya que se construye a través de pequeños fragmentos enmarcados por cesuras que devienen temáticas. Parecería que la melodía no puede desarrollarse: lo intenta y siempre cae, le adviene una y otra vez ese ostinato, la fórmula mínima que forma la pieza. Los sonidos que aparecen más allá del ostinato parece que caen y rebotan, como una especie de piedras en un charco El diálogo, la construcción tímbrica, se establece de la siguiente manera: piano-piccolo/clarinete -carrillón. Lo mejor: la tensión acumulada que explota en el fortíssimo del clarinete y la flauta e inicia la contracción de la pieza hacia el momento de su origen, al que ya no puede regresar sin desaparecer.
La siguiente pieza del programa fue Zedekhias’s Tears (2013) para flauta, trío de cuerdas y piano, compuesta por Pèter Köszeghy (1971- ). Está inspirada en el personaje bíblico de Sedequias. Su relación con el espacio se trata a través de un viaje virtual al infierno. Su propuesta se basa en la creación de un eco del sonido mismo a través de una melodía de la nada, que Klaus Schöpp, el presentador de esta pieza, clasificó como un experimento «fino, sensible y minimalista» de lo sonoro. El violín partía de lo mínimo, con un sonido mejorable para conseguir a ese efecto, más ambiental que constructivo. Precisamente, las irregularidades de lo ambiental hace que, en este caso, lo que abogan por la música electrónica para perfeccionar lo que no pueden alcanzar los instrumentos tradicionales parezca que tienen razón. Pero, el problema, me parece, en este caso está en intentar tocar con técnica clásica obras contemporáneas y lo que aparece, por tanto, es el retraso que existe entre los conservatorios (ya sólo el nombre me da grima) y la producción real. Los instrumentos se van incluyendo con meras notas, con pura individualidad (segun Schöpp, son las lágrimas de Sedequias) que, después, terminan construyendo una línea melódica dilatadísima. Nuevamente la construcción es dual: vemos que el plano sonoro se construye por oposición del violín-flauta con el cello-piano. El clarinete, por su parte, va cambiando de uno a otro. La armonía es también anchísima, Cada instrumento incorpora no exactamente un lugar en la armonía, una función, sino un color al sonido mínimo que presentó el violín, un sonido mínimo que cada vez es menos mínimo y más protagonista, que va creciendo a la vez que destruye su esencia: precisamente esa menudencia. El cello aporta su color a través de efectos (sobre todo sul tasto y glissandi) que destacan sobre los lugares comunes a los que llega l plano violín-flauta, cuyo discurso se agota relativamente pronto y deja de ser interesante, de contar cosas. Igual que en la pieza anterior, después de un momento climático, regresan a la construcción inicial. Eso confirma las tesis de principio de siglo de Bartok, en las que señalaba que la música tenía que buscar oras formas de generas tensiones y distensiones -al estilo de la música tradicional-, aunque éstas ya no se construyeran sobre elementos tonales. Básicamente, venía a decir que había disonancias más disonantes que otras y que sólo un buen tratamiento de los momentos tensionales podrían resultar en una buena pieza.
Tempor (1991), de Gérard Zinstag (1941-), para clarinete, flauta, trío de cuerdas y piano, resultó ser la mejor pieza de la noche a mi parecer, dada la coherencia de su construcción. Es una obra muy estructurada, cntruida en base a tres partes que representan tres formas de comprender el tiempo. Como podemos apreciar, el staccatto inicial marca la pauta de la pieza completa. Se podría decir, que trata de explorar las diferentes maneras de aparecer de una estructura mínima, que se va deformando en su exposición. Esa estructura mínima que se deforma, lo hace de forma diferente en cada instrumento, y se va solapando, hasta perder la robustez del inicio. De esta manera, se introducían los efectos sonoros, que aportaban una gran riqueza tímbrica. Recupera, en cierto momento, la estructura mínima inicial, pero la propia obra le advierte que ha dejado de tener sentido tras su deformación, de tal modo que estos conatos de reexposición se queda en una suerte de ironía de sí misma.
Tras la pausa, el concierto se retomó con Sandschleifen (2003), de Isabel Mundry (1963- ), para trío de cuerdas percusión y piano. A mi parecer, es la obra más débil del programa, con un principio constructivo sólo atractivo al principio, con una melodía jugetona que contrasta con elementos percutivos, pero que consigue a duras penas su propósito, descrito aparentemente por su autora: descubrir bucles de arena y de elementos pictóricos como una casa, un estanque o un árbol según la descripción que hace Karsten Feldman de un cuadro de Sigrid Klemm. La propuesta, que trata de poner en juego lo visual y lo sonoro, se queda en un barullo donde no se entienden los principios constructivos y comienza a pensar muy pronto. La pieza tiene dos partes: la primera era un todo, un caos, la multiplicidad. La segunda arranca del impulso de la primera en el piano, pero el resto de instrumentos se vuelven más efectistas que tradicionalmente melódicos. Lo interesante es justo lo contrario de lo que pretendía la autora: no se visualiza nada, sino que la obra habla en el sentido sonoro inicial del lenguaje, como puro phonos: así es como describe. Se descrbe, en realidad, a sí misma.
Por último, escuchamos Chergui (2012), para flauta, clarinete, violín, violoncello, vibráfono, arpa y piano, de Johannes Boris Borowski (1979- ). Esta obra comparte con la de Mundry su carácter programático. El Chergui o el Sherqui es un viento de Marruecos, por lo que el tratamiento espacial de Borowski se basa en el movimiento del desierto motivado por aquél. Lo que le interesa, es el aparente estatismo del desierto, que en realidad es puro movimiento, puro cambio constante. Los granos de arena son estructuras mínimas que van modificando, poco a poco, el paisaje. Desde este punto de vista, coonstruye la obra sustentándola en el trino, que deriva en una melodía, al ampliarse; o en elemento percutivo al desintegrarse. El trino se construye a partir del semitono con que se inicia la pieza entre el violín y la flauta. Los pseudoretornos al motivo del semitono es como una suerte de marco, de anclaje, de respiración. Los planos nuevamente se dividen en parejas: violín-flauta/vibráfono-clarinete y arpa-piano. El momento más fascinante aparece cuando el arpa se queda en un ostinato de semicorcheas y se solapan notas tenuto con momentos percutivos del resto de instrumentos que contrastan con la repetición incesante del arpa.
El Modern art ensemble demostró que la música contemporánea goza de buena salud. Las obras dialogaban entre ellas: en lo constructivo casi todas eran tripartitas y usaban recursos similares, lo cual situa muy bien el horizonte de la pregunta de lo espacial en la música. Es algo complejísimo, ya que parece que contradice lo que constituye a la música esencialmente: no tener más espacio que el que ocupa la onda sonora, que es más bien puro tiempo. La calidad interpretativa fue excelente, salvo en el violín, y las explicaciones previas un acierto que deberían incorporar más conciertos de esta música que aún nos resulta hostil. Debemos eliminar el via crucis y también a los curas de la música, liberarla de los dogmas y de la institución y sus normas.
El Modern Art Ensemble lo forman;
Matías de Olivera – Director y violoncello
Klaus Schöpp – Flauta
Unolf Wäntig – Clarinete
Theodor Flindell – Violín
Jean- Claude Velin – Viola
Anna Carewe – Violincello
Yoriko Ikeya – Piano
Katharina Hanstedt – Arpa
Alexandros Giovanos – Percusión
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