Continuamos el comentario sobre el ímpetu materialista que se puede apreciar en el cine de ciencia ficción de Hollywood más reciente al representar el espacio, ahora centrándonos en The Martian. En el anterior artículo comentamos cómo Gravity (Alfonso Cuarón, 2013) abrió una línea de exploración narrativa marcada por la idea de que mostrar de forma radicalmente realista la extrañez e imprevisibilidad de los movimientos en el espacio, lejos de la gravedad terrestre, proporcionaba ya un nudo argumental suficiente como para urdir una trama, si bien en aquel caso esto se reducía a un survival bastante plano. Por su parte, Interstellar (Christopher Nolan, 2014) quiso recuperar las grandes preguntas de la ciencia ficción asumiendo el reto de la representación realista del movimiento en el espacio. De esta manera, se reducía en definitiva la idea materialista (tan presente en el imaginario contemporáneo) de que el control del universo es algo que nos excede: nos venía a decir implícitamente que, aunque sea muy difícil y nos tengamos que enfrentar a realidades totalmente ajenas a nuestro entendimiento intuitivo (terrestre), en definitiva, sí que es una cuestión de tiempo que podamos someter el universo a los intereses (y conflictos) humanos. Hay materialismo, pero domesticado: recordemos que el materialismo es, en este sentido, el hecho de que la representación realista de algo típicamente ignorado tenga consecuencias insoslayables.
The Martian (Ridley Scott, 2015) marca distancias claras con esta postura al volver a poner el foco en la indigencia en la que la especie humana se encuentra respecto al universo. Una idea tan sencilla como el haber dejado olvidado a un astronauta en Marte y tener que regresar a rescatarlo, resulta proporcionar una trama lo suficientemente interesante bajo la condición de ser tratada de forma consecuentemente realista. Podríamos hacer el experimento mental de considerar lo que representaría un caso así en un universo dominado como el de la saga Star Wars (donde no deja de ser curioso que los planetas habitables abunden por doquier): aquí no supondría apenas complicación el ir a buscar a un astronauta abandonado, pues los viajes interplanetarios se despachan en minutos de cinta y apenas se problematizan. The Martian, en la línea de las dos cintas antes comentadas, nos enfrenta a problemas invisibles para la cosmovisión que subyace a la esta ciencia ficción corriente, pero que resultan ser fundamentales: la duración de estos viajes, la escasez de recursos (combustible, alimentos, etc.), la naturaleza inhóspita que impera fuera de nuestro planeta, la fragilidad de los hábitats artificiales que los astronautas son capaces de construir fuera de la Tierra, etc. Cuando también vemos a Mark Watney (Matt Damon) tener que lidiar con problemas de botánica, cirugía, geología, programación, física, etc., nos damos cuenta del grado de dificultad que conlleva el mero hecho de aspirar a mantenerse con vida en entornos no terrestres.
Otra gran aportación de The Martian es la de tematizar los condicionantes políticos del asalto al espacio de una forma igualmente materialista. Y es materialista porque pone de relieve hasta qué punto la politización de las expediciones al espacio, lejos de ser un apoyo e impulso para unos astronautas que casi se confunden con héroes clásicos (como era el caso con el apoyo de la NASA en Interstellar), impone las mayores limitaciones con las que pueden encontrarse las expediciones espaciales. Problemas como el presupuesto de la NASA y la necesidad de aprobar nuevas ayudas en el congreso de los EEUU, acaban siendo decisivos. De la misma manera, la cinta sabe ver muy bien el rol que el asalto al espacio tiene en las relaciones internacionales de los países terrícolas: la NASA debe apurarse para que Rusia no tome la delantera y se aproveche de sus debilidades para acabar mostrándose como un país más capaz que EEUU. ¿Y cómo se consigue esto? Con la ayuda del eterno aliado silencioso del capitalismo estadounidense: China, que aporta todo el material y capital, pero nunca tomaría la iniciativa.
A pesar de esto, la película acaba cayendo en la pseudo-crítica política. Y el problema radica en la trama misma, dado que se acaba abriendo un espacio interpretativo que fuerza una lectura maniqueísta demasiado evidente: se contraponen los politiqueos ideológicos y el ruido mediático en la Tierra, por un lado, y la constancia, inteligencia y capacidad de Watney en Marte, por otro (a pesar de ese sentido del humor tan facilón). Esta lectura acaba ensalzando el individualismo como antídoto ideológico: podemos verlo claramente en el final apoteósico a gravedad cero (¡retransmitido en directo por radio para el público en Times Square!), en el que al final será Watney quien tendrá que improvisar ante la incapacidad técnica de sus compañeros, y en el epílogo, en el que Scott se permite incluso el lujo de recoger la moraleja de toda la película en una frase que habla de «resolver pequeños problemas».
No obstante, esta lectura acaba redundando mucho más en un punto de vista ideológico, pues nos permite abstraer de las condiciones sociales que permiten el rescate de Watney y nos invita a salir del cine habiéndole colgado la medalla a todos los méritos. La razón de ello son determinadas decisiones de guion: muchos de los giros de la trama que, cierto es, aportan interés y problematizan la historia, redundan de facto en la vanagloria del propio astronauta al superarlos (que él mismo se encarga de verbalizar explícitamente con sus chistes malos) y parecen querer darnos la falsa lección de que sobrevivir en entornos hostiles, a fin de cuentas, es solo cosa de uno mismo. En este sentido, Scott parece decirnos aquí que el universo indómito puede volver a ser domeñado y, como los libros de autoayuda, nos dice ingenuamente que «la respuesta está en nosotros mismos». El materialismo vuelve a ser domesticado, pero ahora parece ser «tarea de uno mismo». Este hecho también aporta a la película un carácter fundamentalmente terapéutico: nos insta a relativizar nuestros problemas diarios al verlos a la luz de los de Watney, pero sobre todo, al ver cómo es capaz de resolverlos él solo.
A pesar este último punto, el ejercicio narrativo que supone usar planteamientos materialistas en una cinta como The Martian merece un claro reconocimiento. Especialmente cuando uno cae en la inevitable comparación con la recién salida del horno Star Wars: The Force Awakens (J. J. Abrams, 2015) en la que todo rastro de materialismo representacional brilla por su ausencia y se vuelve a modelos de ciencia ficción propios de los ochenta (destruir planetas con rayos láser, viajar a la velocidad de la luz, explosiones de fuego en el vacío, malos muy malos que quieren dominar el universo, etc.), aunque con efectos especiales y envergadura propios de la segunda década del siglo XXI. Uno podría contraargumentar que esta saga no solo no tiene la necesidad de incluir representaciones realistas del espacio que afecten a la trama, sino que su atractivo consiste en no incluirlas. Abrams ha llegado a decir en una entrevista que esta saga es, básicamente, «fantasía». Si nos lo tomamos en serio, quizás la comparación misma sea ya injusta. Pero no por ello menos inevitable.
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