El pasado 4 de diciembre se estrenó en España Langosta (The Lobster), el primer largometraje con elenco internacional de Yorgos Lanthimos. La película supone, en muchos sentidos, un cambio sustancial respecto a la filmografía anterior del griego y no eran pocos quienes temían que esta internacionalización implicaría una apuesta menos arriesgada y una cierta pérdida de identidad. Nada más lejos de la realidad: Langosta es una de las películas más extrañas y valientes del año.
A David (un bigotudo y miope Colin Farrell) lo acaba de dejar su mujer por otro. Para su desgracia, la realidad en la que opera la película no considera la soltería como una opción, así que es enviado a un hotel en medio del bosque con la misión de encontrar pareja en un plazo de 45 días. Si no lo consigue, será convertido en el animal que elija. Lo que sigue tras esta absurda premisa es una despiadada metáfora del modo en que la sociedad actual enfoca las relaciones.
Que Yorgos Lanthimos tiene una forma de escribir y dirigir muy particular ya había quedado claro con su celebrada Canino (Kynodontas, 2009). En esa distopía a pequeña escala, los personajes se destripaban verbalmente unos a otros a base de discursos monocordes, como si los actores recitaran la lista de la compra en vez de estar apuñalándose con palabras. Sorprendentemente, este mismo estilo de interpretación no se pierde con el paso del griego al inglés (con pizcas de francés): los personajes suenan mecánicos, se mueven como si tuvieran engranajes en vez de articulaciones y pelean como autómatas torpes. A esta deshumanización voluntaria contribuye el excelente libreto, escrito a cuatro manos por Lanthimos y su coguionista habitual, Efthymis Filippou. En él vuelven a abundar los diálogos repletos de enumeraciones, listas y datos tan absurdos como concretos (el peso de las pelotas utilizadas en distintos deportes). Así, como ocurría con las anteriores películas de su director, nos encontramos ante lo que parece una tragedia humana protagonizada por robots.
Hay otro rasgo identitario del cine de Lanthimos que se vuelve a repetir aquí y que podría resumirse en una sola palabra: caspa. Todo en el hotel de Langosta, desde las moquetas de los pasillos hasta la sala de actos, pasando por sus empleados y huéspedes, desprende un inconfundible aire rancio, como si el paso del tiempo se hubiera detenido en aquel rincón del mundo un día particularmente desafortunado de 1973. La escena del baile, con una cochambrosa versión de la ya de por sí casposa Something’s Gotten Hold of My Heart, contrasta con el resto de una excelente banda sonora que mezcla melodías griegas con piezas de Stravinski y Shostakóvich.
El apartado visual de Langosta también presenta, en algunos aspectos, una continuidad respecto a los otros largometrajes de Lanthimos. Las caras y los cuerpos fuera de plano vuelven a hacer acto de presencia, al igual que los planos generales fijos. Sin embargo, la fotografía de Thimios Bakatakis (que ya había trabajado para Lanthimos en Canino, 2009) toma aquí una ruta diferente y se acerca mucho, quizás demasiado, a los trabajos de Robert D. Yeoman para Wes Anderson. Los pasillos del hotel de Langosta y del Gran Hotel Budapest se funden en los planos simétricos de algunas escenas y lo mismo ocurre con los bosques de Nueva Inglaterra de Moonrise Kingdom y este bosque anónimo (que las notas de producción sitúan en Irlanda). A la similitud entre la fotografía de Bakatakis y la de Yeoman contribuye, sin duda, la corrección de color de tonos claramente setenteros.
Si hay algo que no acaba de funcionar en Langosta es su estructura argumental. El arco que empieza a configurarse ya al principio del filme parece pedir a gritos que la práctica totalidad de la película transcurra en el hotel. Sin embargo, la decisión de Lanthimos y Filippou de dividir el libreto en dos actos simétricos deja al espectador desorientado en medio del camino, perdido en la arboleda de un segundo arco argumental que no esperaba. Aunque esta decisión cobra todo el sentido del mundo si se entiende la película como una oscura metáfora de la brecha entre el mundo de las parejas y el de los solteros, lastra el ritmo del conjunto y puede provocar que el cuñado de turno la tache de ‘lenta y larga’.
Profundizando en el simbolismo de Langosta, cabe destacar la originalidad con la que Lanthimos y Filippou enfocan una cuestión tan manida como las relaciones (y su ausencia). Recurrir a la ciencia ficción para abordar este tema no es algo nuevo: ya se había hecho, con excelentes resultados, en películas como la indispensable (y terriblemente titulada a este lado del mundo) ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004). La alegoría se presenta aquí con unos recursos tan geniales como marcianos (las escenas de caza, las representaciones teatrales, el papel de los niños) que denotan un colosal talento creativo tras las cámaras.
He mencionado más arriba el regusto robótico que dejan las interpretaciones en Langosta. Sin embargo, no quisiera que se entendiera esto como una crítica. Los protagonistas de las tragedias de Lanthimos no tienen vocación de parecer reales: su forma de hablar, de actuar y de reaccionar se encuentra en las antípodas de lo que muchos consideraríamos humano. Sin embargo, que los actores se conviertan en marionetas es precisamente la gran baza del cine de Lanthimos: al quedar libres del peso del realismo, pueden reflejar mejor los aspectos más oscuros e incómodos de nuestra propia humanidad. La obsesión enfermiza y mecánica con la que los personajes de Langosta buscan a su media naranja a través de las taras físicas compartidas es un espejo invertido de los absurdos criterios de selección que llevamos, a veces sin darnos cuenta, en la mochila. Con Langosta, Yorgos Lanthimos nos ofrece una película catártica y absurda, una tragedia disfrazada de comedia que hará las delicias de los ávidos de rarezas y de quienes busquen una reflexión inteligente y cruel sobre el amor.