Canarias, donde yo nací, es un territorio periférico en todos los sentidos. Pertenece políticamente al territorio español pero geográficamente sufre las inclemencias del africano. Culturalmente ha nacido de la mezcla de invasores, navegantes perdidos, migrantes, colonos, comerciantes y una sinfín variopinto de personajes, y siente un pie al otro lado del charco, en América latina, y otro en esta maltrecha Europa que tantas veces se olvida de sus esquinas. De esa mezcla, surgen otros olvidados, los escritores de las islas. Hoy, que es el día de Canarias, lo trastoco en el día de los que escriben desde Canarias. Aparte de canarios, son buenos escritores. Y no: no hablaré ni de Benito Pérez Galdós ni de Angel Guimerá.  Y sí, sólo he escogido dos, pero porque espero que haya otra ocasión no muy lejana en la que pueda seguir dándole un hueco a escritores por conocer. El día de Canarias yo celebro otra Canarias, la otra que no se conoce, la que va más allá del mojo picón, de la corrupción en sus costas, de la que cierra fronteras al Sáhara, de las prospecciones y la especulación medioambiental.

Uno de mis favoritos es el que las buenas lenguas llaman el Rimbaud canario: Félix Francisco Casanova de Ayala. Desaparecido a los 19 años, dejo a su paso poemas excelentes recogidos en diferentes antologías y colecciones, como Cuarenta contra el agua (Demipage) o La memoria olvidada (Hiperión)  y algunas digresiones de su diario de 1974 (Yo hubiera o hubiese amado).

«Descansa la vieja reina
y su acerva mirada
penetra en la visera
de su efebo colonial.
En la crismera
jugo de uva turulú
el olor a balausta y
el tierno orujo de mandarina
en su boca cuquera.
En su celdilla de panal
con la láurea entre rizos
y su cadera de necrópolis
agoniza ante el áulico séquito,
riente ahora.

(12-4-4, en Yo hubiera o hubiese amado, Madrid, Demipage, 2010, 5).

Otro ejemplo de sus letras lo pueden ver en el siguiente ejemplo, en el que Jabier Muguruza le puso música a su poema «A veces…»:

Su obra más importante, quizá, fue su única novela, escrita a trompicones, cargada de «alegría creativa», en palabras de Fernando Aramburu. Llama a su cita a Boris Vian, Bukowski, a Kafka  y la generación beat: así surge El don de Vorace. Es un texto asombroso para una mano de 17 años, un tratado alucinante y alucinador sobre la inmortalidad que, pese a todas las voces que se cruzan, resulta fresco, novedoso, sin deudas literarias evidentes.  Félix Francisco Casanova tenía una escritura que hablaba desde el desgarro cultural de los 70 y los 80, años que daban por inaugurada la ruptura con las formas preestablecidas de expresión, entre casetes, guitarras y confesiones. En su diario explica sobre El invernadero que «todos dicen cosas raras de él, que si espontaneidad y frescura, al par que profundidad y dominio del estilo. Me gusta, sí pero lo que realmente me convence es lo que hago ahora». Su padre, en un intento de explicación de ese fragmento, dice que «escribía a borbotones, manaba como una fuente, y, de pronto, se cerraba». En enero de 1976 se cerró para siempre. Pero la fuerza de lo que nos dejó habla de la promesa de su pluma. Juzguen ustedes mismos.

Hace pocos años tuve la ocasión de leer a Mercedes Pinto. Ella es un signo de valentía. Una mujer extraordinaria. Mientras que conocemos a otros traseuntes del Ateneo de Madrid y algunos de los miembros de la Residencia de estudiantes, así como a María ZambranoCarmen de Burgos en el círculo intelectual del Madrid de principios de siglo XX, Mercedes Pinto ha pasado desapercibida. Su escritura no asombra tanto por su forma, sino por su contenido y su radical cercanía. Tiene dos libros que van de la mano: Ella  (1934, Escalera, 2011) y Él (1926, Escalera, 2011). El primero es un diario de juventud y de hipocresía, de valores que Pinto trató de confrontar durante toda su vida (algo que la condenó al destierro después de hablar de El divorcio como medida higiénica en 1923):

«[…] Además, yo amaba a Pilatos. Pilatos me atraía con su turbación encantadora, cediendo a la inquietud de su mujer, que «sueña con el Nazareno»y le pide su vida… Le encontraba valiente enfrentándose con el pueblo enfurecido y gritando desde el balcón su temor a una equivocación, «matando a un justo»… Y, sobre todo, me agradaba con un gesto que encontraba interesante. Quería limpiarse de aquel posible error… Si él sólo no podía evitarlo, su conciencia al menos quedaría libre.. Mi madre no me pasaba esto […] lloraba mi madre mis ideas liberales y, sentándome a su lado, insistía en que no éramos dueños de pensar lo que queríamos, sino lo que debíamos…Le prometía yo enmendarme, pero seguía pensando en muchas cosas, atormentándome a veces como dos fuerzas contrarias: el temor a condenarme y mi rebeldía triunfadora…» (Ella, Madrid, Escalera, 2011,  pp. 59-60)

Él es un relato real de una desgracia radicalmente actual, la de casarse con el hombre equivocado: el que insulta, el que humilla, el que anula, el que pega. Es un libro en primera persona sobre el dolor, sobre los silencios que aguantan tantas mujeres. Es u nlibro valiente, en la que se pone sobre el papel el miedo, las dudas y la paulatina pérdida de fuerza para resistir.

«De mis tristes ideas me despierta la música de un organillo callejero. Me asomo a los cristales del balcón y miro hacia la calle. un viejo húngaro de blancas barbas hace sonar el organillo, mientras levanta de tiempo en tiempo un platillo dorado pidiendo una limosna… Toca una música antigua como él mismo y como el organillo, y sin embargo mis ojos e llenan de lágrimas y envidio al viejo húngaro que, tal vez, a través de penas y dolores muy hondos, tremola al viento su barba blanca como una bandera de independencia y va por el mundo pobre y errante, pero libre…

Yo en cambio interrumpo  hasta mis pensamiento al contestar: -¡Voy enseguida»- a una  voz que desde el fondo de la casa me llama impetuosa…» (Él, Escalera, 2011,  p. 36).