El pasado 9 de mayo, el siempre agudo El Roto publicó la viñeta que ven más arriba en El País. Sencilla y clara, dirán algunos (e incluso añadirán: ¡y muy cierta!). Otros, los musicólogos sobre todo, se lanzaron a las redes sociales a dedicar grandes párrafos incendiarios contra su autor y el contenido. A mí, como me parece que algo que agita discusiones ya merece tener en cuenta (siempre que no sean las aventuras de la vida privada de nadie) y, porqué no decirlo, en esta revista nos va la polémica, me he decidido a lanzarme con este texto.
Bien. Comencemos por la sencilla frase. Tiene dos lecturas evidentes. Por un lado, la que se comprende inmediatamente, en la que podríamos seguir aquel diagnóstico de Th. W. Adorno que señalaba que, en los últimos tiempos, la sociedad sufría de una “regresión de la escucha”. Ésta implica un retroceso de la capacidad de escuchar y reconocer estructuras complejas en relación al desarrollo de las posibilidades musicales. El pobre Schönberg pensaba que su música se tararearía, según dicen las malas lenguas, cien años después de su composición. Algunas ya los han pasado y todavía mucha gente ni siquiera sabe quién fue ese tipo. Y tampoco les cambia demasiado su vida saberlo. Muchos, incluso músicos profesionales, siguen considerando a este hombre como creador de basuras musicales y otras lindezas que he escuchado entre los pasillos de conservatorios. En cualquier caso, sí que parece que hay un elemento regresivo en la escucha, no tanto por capacidad sino por lo permitido u ofrecido por las instituciones. La música que más triunfa en España sigue siendo el reggaetón (que, más allá de que musicalmente es nefasta, su contenido político es todo lo contrario a lo que desearíamos como sociedad no barbárica) y la música es cada vez más retirada a un elemento de entretenimiento o de bien cultural, como una especie de bien museístico más. Cuando algunos colegas de profesión quieren defender la música, sus argumentos suelen dirigirse a señalar que es buena para el cerebro, que los niños que estudian música son más inteligentes y organizados, etc. Pocos defienden la música en sí misma, mucho menos -doy fe que somos realmente pocos- como una forma de conocimiento alternativa, como un conocimiento no proposicional. Pero esto es harina de otro costal y no puedo alargarme demasiado por motivos de formato y por la paciencia que atribuyo a mis lectores.
Por otro lado, y aquí es donde los colegas musicólogos se encendieron, parece que El Roto desprecia, de alguna forma, la aparente simplicidad del tambor. Eso le pone contra las cuerdas. Fue considerado como elitista, anticuado, conservador, etc. En la misma línea que parecía estar El Roto estaba la interpretación, por ejemplo, de Ernst Bloch, que consideraba que la música comienza a emanciparse de su función ritual cuando aparece la flauta. Para él, el tambor no ofrecía música en sí, sino para sí. El tambor, según esta segunda línea, sería lo más básico y arcaico para la escucha. Los percusionistas, claro, se sintieron atacados, y denunciaron -con razón si seguimos este argumento- todas las posibilidades de los tambores, que exigen de una altísima (por seguir en los términos del dibujante) sensibilidad musical. Por no decir, aunque quizá sea una exageración un poco oportunista por mi parte, que el piano es, en esencia, también una especie de tambor: al menos hereda de él la lógica de su mecanismo.
¿Qué significa esta viñeta en abstracto? Encontramos otras dos posibilidades. Por una parte, la constatación de que no saber de música y demostrarlo no se condena ni social ni culturalmente. De hecho, eso es lo normal. Dudo que El Roto se hubiese atrevido a poner eso en términos, por ejemplo, de pintura o literatura, donde se espera que la persona media (sea lo que sea), tenga otros conocimientos. Es decir, El Roto ha caído en su propia trampa. Él mismo ha caído en su propia asensibilidad musical y se ha puesto, a sí mismo, entre la espada y la pared. Con esta frase, hace un flaco favor a los que intentamos desestabilizar el statu quo, también existente en la música (con la fijación del repertorio, la repetición hasta la saciedad de los mismos hits musicales, el desarrollo de una industria cultural cada vez más alejada de la creación contemporánea de ámbitos menos comerciales…). Y, por otra -y por último-, El Roto abre una pregunta que me parece esencial para comprender el mundo que nos toca vivir. ¿Qué significa sensibilidad? No es momento aquí de ponernos con reflexiones sobre el asunto. Simplemente, dejo apuntada la cuestión bajo la luz de que parece que, desde hace unos cuantos años, sensibilidad se ha opuesto a razón y ésta se ha asociado tanto a elementos objetivos (como capacidad de percibir, aisthesis) como a subjetivos (como el gusto o como cualidad: “esta persona es muy sensible, se emociona siempre que ve perritos” -o lo que sea-). También, como defiende el filósofo francés J. Rancière, a estructuras políticas que posibilitan percibir, o no, la realidad, algo que él llama “la división de lo sensible”. J. Attali, por ejemplo, decía que la música era una organización política del ruido, esto es, algo que en determinado momento, bajo determinadas circunstancias, se ha denominado como música y que la oponía -como algo rechazable- al ruido. En los últimos años, nos encontramos con que se ha despertado la conciencia de que somos seres ruidosos, y así se ha puesto en marcha el mecanismo que comienza a interpretar las estructuras que condicionan nuestra escucha en términos biopolíticos. Piénsenlo: en nuestra cultura, la de esta esquina del mundo, no se debe eructar en público, ni sorber la sopa, ni cantar por la calle. Hay un control de nosotros como seres ruidosos. En todo esto participa cierto concepto de la sensibilidad. Me parece a mí que El Roto no sabía lo que se escondía detrás de su tan aparente sencilla viñeta…