Ayer se abrió el Festival Sónar en L’Auditori, en colaboración con el Sampler Sèries, con un doble concierto. El primero consistió en la interpretación de Become Ocean (2014) de John Luther Adams Dice Adorno que «ninguna frase de ocho compases puede sincronizarse realmente con un beso filmado». Algo similar sucedió ayer con el intento de John Luther Adams de poner en música el océano. De hecho, desde el principio el tictictic de metrónomo de pinganillo que llevaba el director, Brad Lubman, hacía complicada la inmersión en la construcción sonora que propone esta obra, por no decir la contradicción de base de medir en un tempo estricto lo orgánico y cambiante del agua. Galardonada con el Premio Pulitzer 2014 y con un Grammy en 2015, además de vanagloriada por críticos como el ya conocidísimo Alex Ross, Become Ocean promete, como explicó el compositor, hacer que el oyente no escuche el agua, sino que se convierta en el agua: de ahí el título de la pieza. Sin embargo, y quizá porque soy poco amiga de las explicaciones cercanas a la mística musical y creo que la pieza tiene que ser capaz de contar cosas por sí misma, me sobró el vídeo inicial en la que se explicaba, de alguna forma, el posicionamiento más adecuando para escucharla y no herramientas de escucha que permitan al oyente entender -y no tanto ratificar lo que se supone que aparece en la obra-. A nivel musical, Become ocean no la dividiría, como sugiere Serafín Álvarez en las notas al programa, por su dinámica (crescendo, clímax, diminuendo), sino por las dos grandes capas sonoras con las que articula el discurso musical: el del ostinato de la percusión (y en concreto, de las marimbas) y las melodías exiguas que se iban pasando los diferentes instrumentos. La complejidad de la melodía era mínima no sólo por su construcción, sino también porque en la cuerda se limita a los tremolo, a los trinos medidos y a variolaje, mientras que los vientos tomaban las notas de la melodía de la cuerda en tenuto, formando así el colchón armónico de la obra. Se trata, entonces, de un trabajo de unión entre un lenguaje minimalista más cercano a Glas que a Reich, por ejemplo, y de una especie de espectralismo que termina diluyéndose en acordes pseudotonales. La interpretación, por parte de la OBC, fue lacónica y algo descafeinada.
Serafín Álvarez señala que «no sería desacertado asociar la idea romántica de sublime con Become Ocean, en un espacio suspendido en el tiempo […] y que nos provoca emociones placenteras y aterradoras al mismo tiempo». Incluso lo compara con el mar de El monje de Caspar Friedrich. A diferencia de La mer de Debussy, que deja que la música hable de lo desconocido del mar, de todo lo que esconde a las limitaciones del ser humano, Luther Adams repite en su música algunos estereotipos sobre el mar, algo que hacía que después de algunos minutos ya nada aterrase, sino que la música se convirtiera en un bálsamo. El resultado recordaba a lugares comunes del concepto de mar, con una herencia muy acentuada de la música de cine. Lo que el título y la explicación del compositor sugerían aparecía sin sorpresas, sin novedad, en la pieza: correspondía exactamente a la expectativa que se creaba de encontrar puesta en música cierta idea de mar. Si es cierto que la obra surge con ánimo de hablar en música del cambio climático, y que se podría considerar, como dice Alex Ross, el “apocalipsis más bello de la historia de la música”, creo que se impone el concepto de océano de los de aquí, para los que el mar es algo relajante y que ofrece preguntas para meditar con el sonido del agua (quizá así se justifica su cercanía con Caspar Friedrich), pero no se debe confundir con un supuesto “activismo ecológico” del autor -al menos eso no aparece en la pieza, que tiene tendencia a ser bonita, a mostrar lo reconciliado, como si así estuviera nuestra naturaleza maltrecha y maltratada- y mucho menos a hablar de otras realidades sobre otros océanos, el de los de allá, los que se mueren en pateras y encuentran en el agua su tumba.
Mientras otros conciertos de Sampler Sèries se celebran en las salas pequeñas de L’Auditori, el casi lleno de la sala 1, repleta de abonados al Sónar, demuestra que el hecho que muchos lamentan de que los conciertos de música contemporánea siempre están vacíos y sin gente joven tiene que más que ver con la campaña de markéting que hay detrás y el empaque del concierto. Algo similar sucedió con el que venía a continuación, el de Down in midi, en la pérgola y con cerveza gratis: lo de menos era la música, lo importante era la actividad social y supongo que el postureo en las redes sociales. A las próximas sesiones de conciertos de contemporánea fuera del Sónar, volveremos los mismos de siempre, mirándonos con complicidad, como se miran los raros del cole al salir al patio.
Por cierto: según el autor, la obra está pensada para ser escuchada desde una grabación. Aquí se las dejo
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