El pasado 21 de octubre en L’Auditori se dio un mix de esos que tanto me disgustan y me ponen la mosca detrás de la oreja -como explicaré más adelante-. Escuchamos, por este orden, la tercera versión de la Obertura Leonore de Beethoven, el Concierto de violín de Alban Berg, la Obertura Alphonse et Leonore ou l’amant peintre de Ferrán Sor y la Séptima Sinfonía de Beethoven, con Constantin Trinks a cargo de la dirección de la OBC (han creado una lista con las audiciones que se puede escuchar aquí).
¿Por qué me disgustan los mixes? Porque se nota que hay una programación artificialmente construida para poder programar el Berg -y más aprovechando la presencia de Shaham, qyue es un gran conocedor de la música «contemporánea» (suponiendo que el concierto de Berg, que tiene ya ochenta y un años, lo siga siendo-) , algo que se corrobora con la publicidad de L’Auditori, que anunciaba a Gil Shaham y la Séptima, como dejando pasar desapercibido que habría música «rara» en medio. No hubo diálogo entre las obras y se vio -o más bien escuchó-, sobre todo en el Sor, falta de concentración, motivada seguro por el mix. Eso sí: valoro que se haya programado el Berg y no, por enésima vez, el concierto de violín de Brahms, Beethoven, Sibelius o Tchaikovsky. Como si no hubiera tantos otros en el repertorio violinístico de excelente factura.
Constantin Trinks trató de salvar distancias y abordó los Beethoven(s) remarcando su modernidad, trabajando al detalle la deconstrucción de los temas -procedimiento que tímidamente se asoma en Beethoven-, los silencios y las dinámicas, que mejoraron a lo largo del concierto. Mientras que en Leonore aún faltaba sacar sonido y dejar brillar la cuerda, que se escondía detrás de los vientos, que tenían un sonido más redondo y compacto; en la Séptima pudimos escuchar todo el sonido que se había condensado a lo largo del concierto. A veces, Trinks mostró un poco de ansiedad por culminar, algo que especialmente afectó al delicadísimo allegretto de la Séptima, uno de los movimientos más difíciles de mantener de toda la escritura orquestal. El viento madera estuvo excelente, en especial las trompas y el oboe solista, y agradecí enormemente la claridad y limpieza de los pasajes más cargados, que a veces se tocan con mucha suciedad.
El Sor, por su parte, pasó sin pena ni gloria, pese al esforzado intento de hacer dialogar las dos Leonoras y destacar al músico orquestal más allá del especializado en música para guitarra. La obra se hizo repetitiva y un tanto facilona, desde luego considerada como mero aperitivo para la Séptima. Creo que, simplemente, estaba fuera de lugar y que no pudo brillar por su situación en un programa montado, como dije, artificialmente.
No puedo negarlo. El Concierto de violín de Alban Berg me parece uno de los más fascinantes y frágiles de la historia de la música. Sólo el comienzo merecería desarrollar un método para fijar la música más allá de la partitura, un formato que permitiese que sonase para siempre. Lo que sucedió en L’Auditori me hizo corroborar una triste sospecha: que nos gusta escuchar lo cómodo, lo bonito, lo que no nos cause demasiado desasosiego, nos gusta creer que entendemos Beethoven pero que Berg es demasiado raro. Esa actitud me parece antimelómana. No quiero alardear de superioridad estética, ni nada parecido. Pero entiendo que a alguien que se toma muy en serio esto de la música, no se queda sin aplaudir ante el Berg que interpretó Gil Shaham la pasada noche. No fue la mejor versión del concierto, sobre todo por una falta de nivelación sonora que había que muchas veces el violín de Shaham, en general con un sonido muy redondo y cuidado, aunque con poca proyección, que quedaba sepultado por los vientos metales, pero desde luego tuvo momentos muy destacables, en especial aquellos en los que Berg se ocupó de un sonido más intimista, como si contase un secreto muy importante en pequeños fragmentos, usando diferentes colores de la orquesta. Es decir, el sonido fue mucho mejor y más cercano a lo que parece que se esconde detrás de este concierto en lo pequeño. Los tuttis eran puro exceso y se alejaban de los momentos de creación de magia. Como bis, Shaham nos regaló la Gavotte en rondeau de la Partita n. 3 de Bach, todo un hit en el mundo violinístico. Y ahí sí. Ahí sí que estallaron los vítores: habíamos vuelto a casa, a lo conocido, a lo -supuestamente- aproblemático. Me apena profundamente lo que aún nos queda por hacer para invitar a los -también supuestamente- melómanos a que abran las orejas. No hace falta que les guste. No se trata de eso, esto no se mide por los likes de Facebook. Se trata de que se acerquen a la música como algo distinto a una «cosa ahí» que entretiene.