Las mónadas no tienen ventanas, como nos recuerda Leibniz, el filósofo barroco. Y, además, atrapan en sí el mundo entero. Sin ventanas es la sala de conciertos (la sala industrial del Radialsystem) o, al menos, sus ventanas viejas, que fueron cegadas para alcanzar la oscuridad, que poco a poco se iluminaba con linternas. Su luz se descomponía a través de prismas y cristal de colores. En ese ambiente crepuscular, aparecen primero de forma tímida, titubeante, aunque cada vez más nítida: sonidos. Del conjunto del cembalo, de las cuerdas, que paladeaban aquella semioscuridad, resonando entre aquellas paredes quasi abaldosadas. El eco se tropezaba con el poliestireno, recorriendo los muros bruñidos, produciendo un ruido que bien podría ser un mero chirrido o una completa estridencia pero que, de realidad, es resonido, resonancia, y una respuesta.
Cuanto más escueta era la luz, más exactamente brillaban aquellos sonidos. No sólo aumentaba su multiplicidad, producido por el creciente número de instrumentos, sino que iban penetrando al oído cada vez de forma más precisa. El oído está todavía más desamparado que el ojo, que se puede [al menos] acostumbrar a la oscuridad. Lo que penetra al oído es, particularmente, la lucha resistente de sonidos que se filtraban en aquella habitación sin ventanas, golpeando, arrastrando, restregando, la exigencia de la conciencia. Son originarios de un tiempo lejano -¿realmente provienen de un tiempo lejano?
Reconozcámoslo: los sonidos son extraños en el aquí y el ahora. En realidad no son ellos los extranjeros: mucho más rara es la habitación, el tiempo, el estado de la conciencia en los que caen. [Estos elementos] se comportan a la inversa de la experiencia, la cual procura un paseo a través de las calles barrocas y [sus] arquitecturas: [recreando] el asombro que suponían esas construcciones más bien ostentosas y, de algún modo, demasiado contemporáneas como figuras contrahechas del bienestar, la fuerza y la posición – de alguna forma tranquilizadora e irrisoria al mismo tiempo. Por el contrario, los sonidos, que se unían en reconocibles composiciones de música antigua, pasan revista al mismo tiempo divertidos y casi un tanto compasivos al público (nosotros, yo), que está sorprendidos de que aquellos oídos sepan captar alguna cosa. El espacio, el tiempo, en los que caen, tienen algo de enigmático y de improbable: ¿no se forma [acaso] la música burguesa para emancipar a todo ser humano, no se escapan los sonidos y tonos de la aristocracia para alcanzar cada alma humana –incluyendo la última en el más solitario y deplorable patio de atrás-, para ennoblecer y para liberarnos de la miseria? ¿Qué ha devenido de esta promesa?
A pesar o debido a este asombro, a esta duda, se despliega la elegancia los sonidos del cembalo y del cello, de la viola y del violín, de los fragmentos de poliestireno, totalmente independiente de si resultan de unas reglas del juego previamente dadas o de una ortodoxia inesperada. Es más: la insistencia de los sonidos de aquella música antigua de ser cada uno una única voz, luchaba contra la cosa misma –aquí fue, [sin embargo,] consecuente: grandioso, como el surgimiento de un coro en las sonatas para cello de Bach para instrumento solo, incluso cuatro coros, que cantaban hacia todos los puntos cardinales. Y, realmente, los sonidos antiguos y los nuevos cantan, o más bien hablan –aún sin palabras, y tienen mucho más que decir que aquellos embelesados, encaprichados, mudos (el público, yo). Así encuentra esta música, que no es ni antigua ni nueva, un refugio en esa habitación sobria– lo sobrio dura desde hace mucho, ya que las posibilidades disponibles fueron desperdiciadas, las promesas fueron incumplidas – asilo, al menos, por un poco de tiempo.
Tiempo, que en la composición 4 Rooms (for/four Rooms – por/cuatro habitaciones) se transforma repentinamente en por-cuatro tiempos que son algo completamente diferente al tiempo ordinario estipulado: el primero es pasado o recuerdo, cuya música puede tener varios siglos de antigüedad; el tercero es el futuro o la espera, que se dirige hacia adelante, avanzará eternamente y cumplirá sus promesas. El segundo es evidentemente el presente, aquí y ahora, donde la música suena, para perderse al mismo tiempo que aparece. El cuarto es, sin embargo, el tiempo atemporal, su detención, nunc stans, la interrupción sin entumecimiento, ya que lo temporal se desarrolla de manera infinita en el espacio (él mismo descompuesto) expandiéndose hacia dentro de forma imprevisible y sinuosa: y en algunos –pocos- momentos de éxito, que son más un suspenso que una parálisis, como lo que pasa cuando se cierran los ojos, y es aquí donde se consigue: la música.
Igual que un trenzado fino de inmunerables hilos frágiles y fuertes al mismo tiempo se tensan las voces de cuerdas y arcos, de la nostalgia, de atriles y los cuerpos de los instrumentos en cada uno de sus registros a través del espacio, el transcurrir y el tiempo atrapan cuidadosamente a una araña en su red de nylon. Sin palabras cantan los coros de todas las tribunas, sin palabras canta un coro de una sola voz, que se dibujan el uno al otro. Como sólo puede ser en un ensamble de solistas (los cuatro solistas son, en el mejor sentido, stars arriesgadas cuando se trata de la música y no tanto de gestos virtuosos).
Al principio los sonidos y las notas bajo la luz de las linternas en esa suerte de sala de cámara industrial penetraban distanciadamente, será apreciable algún día antiguo para oídos taponados : la diferencia interna o, mejor dicho, más interna de una música que es mucho más que la suma de voces.
Tomando cada uno de los pasos de su transcurso por separado se abre una anatomía sonora, igual que en el brazo disecado de la pintura de Rembrandt, diseccionada meticulosamente, inspeccionada de manera prometedora. Consonancias superponen y rompen, contrariamente [a lo esperado], el sonido. No son disonantes debido al asco, tampoco al escalofrío o al espanto. Si no porque los sonidos individuales así lo quieren, y este comportamiento intransigente y profundamente deseoso de libertad es –sencillamente- conmovedor.
La resonancias de precisamente aquellos movimientos musicales alcanzaba al oído en lo más profundo, la puñalada del pizzicato se introducía a través del tímpano en regiones recónditas olvidadas de la conciencia, provoca un retumbar profundo
Sensi! Lo he reconocido y lo he sentido: ella, la música sin palabras nos recuerda que no se pierda el lenguaje. Cuanta fuerza va a costar todavía poder dar palabras suficientes a la constante fragmentación de cualquier pensamiento terminado. Eco, resonando en el oído de Narciso petrificado, para el conocimiento posterior significa hundimiento, y así terminó el concierto –¿duró sólo algunos segundos o una eternidad muy dichosa? – ¿se ha desintegrado todo esto en los acordes finales, o no?
Texto original en alemán de Martin Mettin,
Phd y profesor asistente en la Universidad Carl von Ossietzky
de Oldenburg, Alemania
Traducción de Marina Hervás Muñoz