Foto: Vicent Stefan/Promo
El Festival Infektion nos ha traído una obra muy rara en las salas de concierto, y lo hemos recibido con gran alegría. Se trata de la pieza Originale, de K. Stockhausen, que compuso en 1961 junto a la artista Mary Bauermeister, muy conocida pos sus trabajos de pintura geométrica e inspirada en los efectos lumínicos de lentes circulares o bolas de cristal. En este caso, sin embargo, el proyecto de Originale poco tenía que ver con este marco artístico. La idea era poner sobre el escenario, bajo el hilo conductor de Kontakte y otras obras de Stockhausen, a «persona reales», que hiciesen lo que espontáneamente les apetecía hacer. Esto, ya de por sí, resulta un elemento curioso: se trata de relacionar la meticulosa construcción de Kontakte con la esencia del fluxus y el happening. Entre otras cosas , el proyecto de Originale pretendía romper con la idea de representación, ya que buscaba que los personajes que intervenían actuasen espontáneamente, como hemos dicho; pero, al mismo tiempo, también bajo ciertas pautas. Una vez más, la indeterminación no implica arbitrariedad. Por eso, la obra está dividida en 18 escenas que a su vez se dividen en 7 partes, aunque esto es inapreciable para el espectador que se enfrenta por primera vez a la obra y los actores representan literalmente al personaje que les ha sigo asignado: por ejemplo, el poeta hace de poeta (en sus años, fue representado por A. Ginsberg) o el compositor hace de compositor (asumido por Nam June Paik), con una literalidad que llega al absurdo -absurdo en sentido beckettiano-.
La versión de la Staatsoper de Berlín, dirigida por Georg Schütky, dejó un poco que desear, aunque tuvo momentos muy interesantes. Los personajes eran demasiado estrambóticos y no permitían realmente ese juego entre espontaneidad y control. Irm Hermann se disculpaba incesantemente por no poder estar allí y, de vez n cuando, lloraba (estuvo magistral); Günter Schanz, en una actuación excelente, incluía momentos entre la escatología y la realidad más cruda -cuando hablaba sin la dentadura postiza o hacía discursos sobre la religión o la muerte-. La soprano Friederike Harmsen tenía el papel más extraño para mí, ya que consistía básicamente en cantar un fragmento del Pierrot Lunaire, de Schönberg. La actriz Nora-Lee Sanwald iba con una muñeca que era ella misma y, aunque al principio me pareció la más interesante por el doble juego que sugería entre representación y espontaneidad que hemos dibujado al principio, terminó siendo cargante y bastante superflua, todo motivado presumiblemente por una actuación más que mejorable. Abduk Traoré, en el papel del actor, sólo hablo francés y no pude entender lo que decía. El mismo director estaba incluido en la escena y decía de vez en cuando «Akukulu» a grito. ¿Por qué? Nadie lo sabe, y tampoco se sabrá. Pasó de un disfraz entre infantil y tirolés a un mono imitando los músculos. No tenían la fuerza que la obra permite, sino que su estramboticiad estaba tan forzada que evidenciaba la estrucutra secuencial subyacente. Es decir, aquello, de espontáneo, tenía muy poco. Si, como sugiere Mark Bloch, los «actores» deben «actuar» bajo las pautas que se marcan en esas 18 secciones como si se tratasen de los instrumentos tradicionales de la orquesta, debería cumplirse la petición que lanzamos: que no se note. Pese a ello, a diferencia de las Europeras 3&4 de John Cage, al menos los personajes tenían algo de chicha. Al final de los 94 minutos que dura la pieza, los personajes aún seguían siendo interesantes y lo que pasaba en el Werkstaat de la Staatsoper no era un mero batiburrillo de «cosas puestas juntas». Esa literalidad en la representación de que hablábamos más arriba, en la que los actores eran el personaje mismo, fue quizá lo más logrado. Tanto, que la repetición de sus roles derivaba casi en una suerte de micro obras minimalistas, ya que la intervención de los actores se concentraba en unas pocas frases que se repetían hasta la saciedad en diferentes contextos.
No obstante, es verdad que la puesta en esecena fue un constante «sí pero no» y tuvo algunas lagunas. La sensación que tuve con los personajes de esa falsa espontaneidad me pasó con otros elementos, como el «empezamos de nuevo» que dice el falso director de la pieza después de algunos minutos. Eso pasó también con la irrupción del grupo Antinational embassy, que tocaron dos temas sobre la inmigración en Alemania en medio de Originale. Parece que esto quería ser un homenaje a lo que pasó en 1964, en la representación de la obra en Nueva York, en la que interrumpieron u grupo de Fluxus liderado por Gorige Maciunas, el «Action Against Cultural Imperialism». Esto hubiese sido un gran golpe de efecto (ya que además de la irrupción, los miembros de Antinational embassy iban con máscaras y con una actitud de pocos amigos, potenciada por las armas que portaban) sino hubiese sido porque los componentes del grupo habían estado previamente en el escenario y los técnicos de sonidos corrieron a darles micrófonos y amplificar el ukelele. Fue un momento, de nuevo, sí pero no. Fue una irrupción sin más, que parecía más querer eliminar el tedio que podía producirle la obra a algún espectador despistado que aportar algo interesante a la obra. El colmo fue la unión entre ese momento y la continuación de la obra con el baile de un robotcillo (creado por Roboter FUmanoids) cuya estabilidad era bastante precaria. Además, había muchas cosas que, si bien podrían haber sido muy potentes, no se entendían en modo alguno. Se trata, por ejemplo, de la inclusión en el escenario de un cuarto oscuro donde se revelaban fotografías en directo. Me faltó la fuerza de la que hablan las críticas del momento; el atreverse, si es que de eso se trata en el happening, de enfrentarse realmente al absurdo, de asumir las anotaciones como tal y desprenderse del concepto de partitura, que ha dejado de funcionar en estas obras.
Por si yo no he conseguido transmitirles qué es Originale, si es que de alguna forma se puede, les dejo aquí un vídeo de la versión de 1964: