Foto de Cultural Resuena de la proyección del 17 de enero en los cines Phenomena Experience de Barcelona.
La casualidad – o los designios de las distribuidoras – ha querido que este 2016 empiece con dos importantes estrenos situados, al menos de entrada, en el terreno del western. Hablamos de Los odiosos ocho (The Hateful Eight, de Quentin Tarantino) y de El renacido (The Revenant, de Alejandro González Iñárritu). En el caso de Tarantino, se trata de su segunda incursión en el género tras la memorable Django desencadenado (Django Unchained, 2012). El cineasta de Tennessee rescata parte del elenco de su película anterior y esta vez devuelve el protagonismo a un Samuel L. Jackson en estado de gracia. Además, saca del baúl cinematográfico a Michael Madsen y a Tim Roth, que no veíamos compartiendo escena desde que dejaran hecho un cristo el garaje de Reservoir dogs. Por si esto fuera poco, la banda sonora corre a cargo de un peso pesado del género como Ennio Morricone. Muchos buenos presagios que se ven, en parte, truncados por culpa de un lamentable tramo final.
El octavo filme del director de Pulp Fiction transcurre casi en su totalidad en el interior de una mercería perdida en las montañas de Wyoming, donde un grupo variopinto de personajes debe refugiarse de la ventisca. La premisa no podía ser más teatral y por eso sorprende el formato elegido por Tarantino a la hora de filmar la película. Amante del celuloide no sólo en su sentido figurado sino también en el literal, esta vez ha optado por rodar con el vetusto formato Ultra Panavision 70, un mastodonte que no se usaba desde 1965 y que ha obligado a cambiar la lente del proyector al único cine de España que proyecta la película tal y como lo querría Tarantino (la sala Phenomena, de Barcelona). Si rodar una película de interiores en 70 milímetros es, hoy por hoy, el equivalente cinematográfico a grabar un discurso de Mariano Rajoy en 3D, el formato ultrapanorámico sí se revela como un gran recurso que Tarantino usa con maestría. Cuando no opta por el travelling circular al que nos tiene acostumbrados, el cineasta convierte los planos fijos en una larga rendija por la que vemos desfilar (y conspirar) a los personajes.
Hablando de personajes, la gran sorpresa del film es Walton Goggins, que termina metiéndose al público en el bolsillo con su interpretación del ¿sheriff? Chris Mannix. Es él quien se encarga de ponerle el ‘spaghetti’ al western, con unos manierismos propios de un bandido de Sergio Leone y la cara aceitosa y morena a la que nos tenían acostumbrados los americanos postizos que vaciaban su revolver en el desierto de Almería. Por lo que respecta al resto de personajes, la mayoría de los actores que les dan vida están a la altura de las circunstancias. Samuel L. Jackson tiene algunas de las mejores frases de la película y sabe cómo entregarlas; Kurt Russell llena de matices a su caza-recompensas otoñal; Bruce Dern refina el personaje de viejo desorientado que ya había interpretado en la celebrada Nebraska y hasta el mexicano estereotípico de Demián Bichir parece esconder un mundo cuando nos mira de reojo. Da más o menos la talla Tim Roth, aunque su personaje parece una versión descafeinada del que interpretaba Christoph Waltz en Django desencadenado. En el otro extremo, en términos de calidad interpretativa, encontramos a Michael Madsen y a Jennifer Jason Leigh. El primero ofrece una interpretación tan acartonada como su cara y parece que esté allí haciendo un cameo. Jennifer Jason Leigh, por su parte, convierte a su maltratado personaje en una caricatura, ofreciéndonos un lamentable ejercicio de expresiones faciales que parecen sacadas de una película de dibujos animada por un cocainómano.
A pesar de tratarse de la segunda incursión de Tarantino en el western, estamos ante un film muy distinto de Django desencadenado. Lo penúltimo del cineasta era básicamente una película de acción, mientras que aquí nos encontramos ante un thriller psicológico mucho más centrado en los diálogos. Si añadimos el protagonismo de la ventisca, la presencia de Kurt Russell y la sospecha continua de que alguno de los personajes no es quien dice ser, Los odiosos ocho se revela como lo que realmente es: un magistral remake en clave western de La Cosa (The Thing, John Carpenter, 1982). Plano tras plano, diálogo tras diálogo, Tarantino exhibe un incuestionable dominio del suspense y consigue dejarnos pegados en la butaca, preguntándonos una y otra vez quien es el malo de la película, buscando matices en las miradas y en los gestos. Quizás ésta sea la razón por la que las revelaciones del último tramo del film saben a tan poco: la película va alimentando unas expectativas que terminan jugando en su contra, abriendo unas puertas que luego no sabe cerrar. También se produce en este tramo final un inexplicable y brusco descenso de la calidad fílmica, con extenuantes e interminables cámaras lentas propias del John Woo más desfasado, un uso sorprendentemente amateur del gore y unos diálogos que parecen escritos por el becario.
El bajón cualitativo a nivel técnico tiene difícil explicación, pero habrá quien achaque los problemas con el desenlace de la trama a las reescrituras que llevó a cabo un muy enojado Tarantino después de que se filtrara el primer borrador de su guion. En mi opinión, el principal sospechoso de este desastre es el método de escritura que sigue el cineasta americano. En una entrevista reciente para el podcast de The Nerdist, Tarantino revelaba que nunca tiene una estructura en mente antes de empezar a escribir y que confía en su destreza para llevar la trama por buen camino. Este método no está exento de riesgos (como bien recordarán los fans de Perdidos) y es una lástima que en esta ocasión el cineasta haya perdido el rumbo en el último tramo. Dicho en pocas palabras, Los odiosos ocho es una película muy buena con un final muy malo. Si esto es una contradicción o no, es algo que deberá decidir el espectador.