Yo-Yo Ma, © Fotografía: Todd Rosenberg
Soy poco dada a plegarme ante grandes nombres, pues ya se reseñan suficientemente en medios más grandes. Si ustedes son lectores habituales de Cultural Resuena, habrán visto que centramos la atención en artistas o artes más minoritarios. Pero decidí hacer una excepción el pasado 24 de marzo con el segundo concierto de la temporada de conciertos estelares, los Festtage de la Philharmonie de Berlín, que se abría unos días antes con Jonas Kaufmann cantando Lieder enines fahrenden Gesellen de Mahler. En esta ocasión, le tocaba el turno a Yo-yo Ma y el archiinterpretado Concierto de cello Op. 104 de Dvorak. La segunda parte, siguiendo con la sesión protagonizada por Kaufmann, consistía en la Segunda sinfonía Op. 63 de Elgar (en aquel concierto habían tocado la primera).
Contra todo pronóstico, Yo-yo Ma comenzó con un sonido sucio y demasiado duro. Cuando le tocó a él trabajar sobre el tema ya presentado por la orquesta, su interpretación se situó en las antípodas de lo que la orquesta ya había contado con él. Esto puede obedecer a dos motivos: o falta de estudio conjunta o la repetición acrítica del concierto (de hecho, su forma de tocarlo se asemeja bastante a esta versión). Quizá, incluso, se dieron ambos motivos. Es una lastima que presentase un comienzo así: la orquesta, por su parte, mostró un sonido rotundo y delicadísimo, especialmente en la preparación del solo de trompa que es respondido por el clarinete. Afortunadamente, el diálogo entre orquesta y solista fue convergiendo según avanzó el concierto. De este modo, Yo-yo Ma pudo demostrar las dotes por las que es tan aclamado: es una sabia conjugación entre buena técnica y mejor gusto. No obstante, hubo algunos pasajes rápidos en los que no estuvo a la altura de lo que se espera de un virtuoso. No fue limpio y eso fue en retrimento de lo que la música puede decir. Compensó estos problemas, desde luego, en los pasajes más lentos. El dúo con el violín del tercer movimiento fue, simplemente delicioso.
La Segunda sinfonía Op. 63 de Elgar muestra, como en casi todas sus obras, la complejidad armónica y, al mismo tiempo, la belleza constructiva característica de sus obras. Baremboim, posiblemente consciente de estos aspectos, fue extremadamente delicado en la preparación de los momentos de derrumbe, que marcan esta sinfonía. Pese al carácter triunfante de sus fanfarrias, los decrescendi que los prosiguen hablan de la falsedad de esas fanfarrias, de la flaca fuerza de los fortissimos precedentes. Esta obra, de 1910, está compuesta un año antes de la muerte de Mahler y comparte con él muchos elementos: el fundamental, la expresión musical de un mundo que se derrumba, de una música que sigue a ese derrumbe. Esto lo evidencia su comienzo ‘in media res’, al igual que la única pieza que tiene Mahler para cámara o un rondó que ya no es rondó (me refiero al tercer movimiento) y a una especie de danza que abre el cuarto movimiento, aunque pronto su entusiasmo es ensombrecido, al igual que sucede en la mayoría de los ‘temas alegres’ que Mahler presenta duras penas. De todos estos elementos habló la interpretación de Barenboim y, en especial, el buen hacer de la sección de vientos de la Staatskapelle. Si, normalmente, el plato estrella lo da el solista, y la segunda parte de los conciertos suele operar como complemento al programa para seguir con la lógica de que los conciertos sinfónicos deben ofrecer un tiempo suficiente de música para que los abonados y los abonadores de granddes cantidades de dinero se vayan satisfechos hasta la próxima semana, en este caos la música de Elgar se hizo cargo de ese lugar de complemento, sino que brilló con luz propia.