El debate sangrante que se produce en los ámbitos musicológicos y algunos de la crítica musical es cómo poder acercar la música clásica (sea lo que sea eso) a la gente normal. Yo, hace ya algún tiempo, hablé de más (pero sobre todo, mejor) pedagogía musical. Hay otros que optan (además) por pensar qué es lo que lleva gustando a la gente unos cuantos años sin caer en la mediocridad. Desde esta postura se ha concebido el montaje de la obra eterna La flauta mágica de Mozart de la Komische Oper de Berlín, que está en cartel con un «Ausverkauft» (todo vendido) desde el 25 de noviembre de 2012, que comenzó a estar en cartelera. Yo no había sido de esas afortunadas que la pudo disfrutar ni en la capital alemana ni en la española, donde estuvo en el pasado mes de enero, hasta el día 2 de abril, en que celebrara su segunda reposición del año presente. Este montaje, idea original de los miembros del colectivo 1927 Paul Barritt y Suzanne Andrade en colaboración con Barrie Kosky, puede ser o más o menos criticado (aunque toda la crítica lo elogia sobremanera) pero da una lección importante: que con imaginación (y mucho trabajo, eso sí) se pueden seguir siendo original en la ópera. Lo más gracioso es que, en este caso, en realidad no se ha sido original en absoluto, sino que el lenguaje teatral de la ópera se ha adaptado al del cine, que es una industria que de manera reiterada confirma su éxito entre el público. Es irónico: el cine en el que se han fijado es el mudo, algo paradójico, al menos, si de lo que se trata es de música.
Pero esto tiene varias caras: por un lado, que se puede tratar la música de Mozart como la del organista que hacía efectos y ponía música de fondo. Por lo tanto, el público poco habituado a la ópera se convencerá de que «no es tan aburrida» (porque, al fin y al cabo, la música está en un segundo plano, es casi decorativa). Esto fue una auténtica lástima, porque la partitura no tiene desperdicio. Admirada por compositores posteriores, como Beethoven, en ésta se adelantan muchas cosas que aparecerán en el siglo XX (como el famoso quinteto «Hm, hm, hm», que avanza el trabajo vocal no significativo) y también es una muestra evidente de la genialidad del músico austriaco, que combina en este singspiel, escrito unos meses antes de morir, lo mejor de su técnica. Si bien no comparto algunas de las decisiones de Alexander Joel, el director al frente de la orquesta titular de la Komische Oper), que fue demasiado brusco en los forte y estiraba demasiado los silencios dramáticos, la orquesta reclamaba con su calidad sonora un espacio más importante que el mero acompañamiento. Y esto, me temo, en este montaje es inconcebible.
Por otro, porque aparecen los personajes que pertenecen al mundo pop vienen garantizando ventas de camisetas, tazas, y otros artículos de merchandising. Vemos un Papageno (Tom Erik Lie) que habla de Buster Keaton más joven, tan tierno como Chaplin. Monóstatos (Peter Renz) es una versión poco estilizada de Nosferatu. Pamina (Sidney Mancasola) se parece a las bailarinas de variedades cuyo interés fue renovado recientemente en The artist. Tamino (Adrian Strooper) era una mezcla de varios galanes de Hollywood. Y Sarastro (Stefan Cerny) en una versión seria de Max Linder. Todos ellos representaban sus papeles en La Flauta mágica como si hubiesen sido sacados de un plató directamente: Tamino elegante -a veces tanto que resultaba sosísimo-, Pamina representando la delicadeza y la calidez, algo que hacía perder fuerza al personaje, Papageno, torpe y valiente y, contradiciendo la presentación que él hace de él mismo, en la que dice que siempre está alegre, encarnaba esa sonrisa tristísima del mejor Chaplin, que en cierto modo se reía por no llorar. Los más fans de La Flauta mágica -o quizá de su archiconocida Der hölle Rache- se preguntarán porqué no he nombrado aún a La Reina de la Noche (Beate Ritter). Ella no era ningún personaje de ficción cinematográfica, sino una araña gigante. Pese a las pocas posibilidades de movilidad -y por tanto, de actuación- que tenía, fue sin duda uno de las mejores de la noche y sus dos arias principales fueron sobresalientes.
La siguiente cara de este montaje tiene que ver con otro debate sangrante de la musicología, el que se pregunta por el hasta donde se respetan las obras de arte. La producción de la Komische Oper, desde luego, se ha ganado un puesto de honor en el certamen de hacer lo que les da la gana con las obras, algunas veces con gran éxito y otras con grandes fracasos, como en el caso de Puccini/Bartok del que les hablé una vez. La transgresión de esta vez consiste en la adaptación de las partes habladas de la ópera a cartelas como en el cine mudo con un fondo de música de Mozart ajena a la de La Flauta mágica, ya que pertenece a la Fantasía en do menor K. 475.
Llegamos a la última cara. El mundo de la proyección sugería uno distinto al simbolismo masónico que parece que se trasluce en el libreto original. Aparecen personajes que podrían hacer sido sacados de Disney, los sacerdotes son autómatas de los que vemos su forma animal y la maquinaria, la flauta mágica y las campanillas no son tales, sino mujeres (algo que explota la búsqueda del amor que guía a los dos protagonistas masculinos), etc. Es decir, la proyección -que hacía las veces de escenografía- consiguió algo que a mí me parece esencial siempre que esté bien hecho, como en este caso (no como en la versión en la misma casa en 2007): contar historias paralelas que se trasluzcan del texto original. Esta es la única forma, por ejemplo, de no escandalizarse con lo que en el mundo de hoy nos parece un texto profundamente machista y maniqueo como el de La Flauta mágica.
Creo que no me equivoco si me arriesgo a vaticinar que este montaje no será pasado por alto. Pone entre las cuerdas los montajes más tradicionales y habla de la necesaria actualización a los medios actuales de la ópera. Como todo lo arriesgado tiene errores, incluso imperdonables, como la adaptación libre de los textos de Mozart y la inclusión de otra música que rompe con la lógica de la principal. Pero precisamente aquello que ha sido más cuestionado en este montaje, la primacía de la escenografía sobre todo lo demás, me parece que tiene un momento de verdad: que la ópera, que se ha convertido de un tiempo a esta parte, gracias a muchos montajes, en una mera sucesión de momentos virtuosísticos de stars, debe recordar con qué otra arte se emparenta: el teatro y nos las galas de lieder de los salones de la burguesía. Considero que algo vale la pena si motiva el pensamiento y cuestiona su tradición: es el caos de esta versión de La Fñauta mágica que, desde luego, no dejará a nadie indiferente.