El pasado 15 de octubre comenzó el Festival de música polaca de Barcelona, en el Palau de la música de Barcelona. Este festival, del que les hablamos aquí, ofrece la oportunidad de abrir las orejas a otras músicas. En especial, a la música de Karol Szymanowski, uno de los compositores más injustamente olvidados del siglo XX. Por primera vez en mucho tiempo, la programación me parece absolutamente bien montada, pues se muestran tres imágenes de un siglo XX que ya comenzó dañado, con la caída de los sistemas metafísicos y religiosos, que dejaron al frágil ser humano lleno de preguntas sin respuesta (como aquella Unanswered question de Charles Ives), punto desde el que compone Mahler, la búsqueda incesante de algo perdido que quizá no existió nunca, por el tiempo perdido de Balzac o lo onírico de Szymanowski y, por último -aunque en la programación abría el concierto- una música compuesta por Gorécki que, como Arvö Part, se negaron a componer siguiendo ningún precepto, viniendo de Alemania o de Francia, sino a buscar formas simples, minimalistas, construcciones repetitivas pero sólidas que permitiesen abrir la luz robada por tanta oscuridad provocada por la contaminación, las bombas de Hiroshima y Nagasaki los gases donde se asesinan cuerpos y cielos llenos de luces cegadoras de neón, gps y satélites artificiales. Todo eso se contaba en apenas 85 minutos. El peligro del concierto redundaba en pasar de un lado a otro sin romper su lógica. A eso se enfrentó la Orquesta sinfónica del Vallés y el director invitado, Víctor Pablo Pérez.
Las tres piezas en estilo antiguo de Gorecki, están marcadas por la repetición motórica, es decir, constructiva, que va hacia adelante, dinámica, en la que no meramente se repite, sino que cada repetición es consciente de su carácter temporal. De esto fueron conscientes los intérpretes sólo de forma parcial, y a veces esta fuerza dinámica se confundió de forma acrítica con lo estático: esa es la forma más sencilla de pensar esta pieza de Gorécki. A diferencia de lo que pueda parecer, no se trata de un ostinato pesante, sino que lo interesante se encuentra en la superposición de planos que dirigen el tiempo. Esto se escucha bastante bien en la primera de las piezas, que comienza con un piano donde una suerte de acorde por capas va constituyéndose en una melodía simplísima, pero que no necesita más. El carácter constructivo, pese a ser mejorable en lo rítmico, fue excelente en lo armónico, con un trabajo delicadísimo de las transiciones.
Las canciones de una princesa de cuento de hadas Op. 31, de Szymanowski, están basadas en textos de la hermana del compositor. Aunque no había ni siquiera una transcripción del texto ni, evidentemente, ninguna traducción en el programa, algo que considero un fallo importante, la interpretación de Iwona Sobotka nos invitaba a meternos en el mundo entre oscuro e ingenuo del compositor polaco. Él juega aún con el rasgo mahleriano fundamental: rodear la esperanza del mudno de los niños con las sombras de lo nocturno, no dar ninguna promesa por cumplida, estar siempre a la espera de que la felicidad se desvanezca. Estas obras, que hablan de la luna y de la noche, hablan de eso. Iwona Sobotka destacó sobre todo por su control del carácter suspirante y de sula belleza del trabajo dinámico. Estuvo, simplemente, soberbia.
La segunda parte se llenaba con la Cuarta sinfonía de Mahler, anunciada en el programa de mano como “la más corta del compositor” (?!) -información que, además de ser irrelevante, salvo para el público con más hambre, aparece en Wikipedia…-. El primer movimiento, que comienza con música que parece sacada de algunos de los recuerdos musicales de las calles que andaba el compositor en su juventud, conjuga la música de orquestas de pueblo con campanillas. El tema, que va apareciendo cada vez más desfigurado, comienza a romperse definitivamente cuando aparece la trompeta de la Primera sinfonía, donde le dice al oyente más atento que aquella presunta felicidad construida hasta entonces era un espejismo. Víctor Pablo Pérez mostró su buena afinidad con la orquesta construyendo un movimiento impecable, lleno de matices y jugando con la dinámica de una forma magistral. Es de agradecer la entrega absoluta de los músicos: si no estaban disfrutando mucho con aquello, pueden considerar que disimulaban muy bien. Y eso se trasmitió. Su fuerza invadía el patio de butacas. Un primer movimiento tan bueno sólo podía abrir dos caminos: seguir creciendo o caer poco a poco. Aunque ninguno llegó a ser como el primero, supieron manejar la situación y mantener la tensión y el desarrollo compositivo de la sinfonía hasta el final, con una nueva aparición de Iwona Sobotka que puso la guinda al pastel de un concierto para recordar.