This War of Mine: un videojuego que nos sitúa en el lado más desfavorecido

This War of Mine: un videojuego que nos sitúa en el lado más desfavorecido

Aquellos lectores más gamers se andarán preguntando el motivo que me ha llevado a escribir una crítica sobre This War of Mine, un videojuego publicado en 2014. Es natural la pregunta y la responderé por honestidad con vosotros y porqué creo importantes mis motivos.

La primera de las causas es mi voluntad de tratar un tema de actualidad a través de los videojuegos. Las situaciones generadas en el caso de una ciudad asediada militarmente (escenario de This War of Mine) guardan un importante paralelismo con el actual trato denigrante dado a los refugiados del conflicto de Siria. Mensajes tan humanos como el de This War of Mine se me antoja necesario que trasciendan a grandes grupos de población contrarios a la solidaridad con los perjudicados por un conflicto bélico que ya lleva años causando estragos.

this_war_of_mine_concept_art_-_summer.1000x564

La segunda causa es la reciente noticia de la publicación de This War of Mine: The Little Ones para ordenadores y dispositivos móviles. Por si no fuera suficientemente duro el juego original, en la versión de consolas se recrudece en añadir a aquellos más frágiles en una situación de tales características: los niños.

La última de las causas mi interés por destacar los mensajes en los videojuegos, el conjunto de valores éticos y políticos transpirados por el resultado final de un duro trabajo. Ser exigente en este aspecto nos ayuda a promover o frenar la fácil transmisión de comportamientos sociales, ya sean éstos de nuestro agrado o no. Explicados ya mis motivos, sumerjámonos en This War of Mine.

Este videojuego lo podemos definir en dos palabras: directo y potente. Apenas acabamos de ejecutarlo por primera vez y ya tenemos una primera demostración de intenciones. Un menú de inicio gris, con muchos matices pero runas grises, al fin y al cabo. Destrozos por todas partes y dos mensajes. Una pintada en un muro: “Fuck the war” y un blanco “Survive” seguido de una flecha para indicarnos como empezar a jugar. Y en ese momento entramos en la guerra. Una guerra sin épica, sin héroes sacrificándose por abstractos conceptos como la “patria”, el “deber” o el “honor”. Pasamos a formar parte de un grupo de ciudadanos cuya única lucha es la supervivencia. Ya fuimos avisados en el menú de inicio.
Nuestra guarida, una casa derruida y llena de escombros. Agujeros en las paredes que cobran en importancia cuando al fijarnos que, cómo jugadores, una de las informaciones vitales proporcionadas por el menú es la temperatura. La combinación de estos elementos llena de miedo, especialmente a quienes conocen las sensaciones del frío en sus casas. La hostilidad del ambiente la seguimos percibiendo más allá de estos dos elementos. Los distintos matices del gris siguen estando presentes, todo el juego está compuesto en un color muy lejano a darnos esperanzas. En este juego, los colores existen. Los podemos ver en la ropa o en los muebles, pero su falta de brillo les hace entrar en sintonía con un gris deprimente.

this_war_of_mine-2659454
Los personajes nos lo cuentan en sus biografías: “No creí que la guerra pudiera suceder aquí, eso es algo más propio del tercer mundo”. Ese pensamiento tan moderno de diferencia, ese clamor de “Yo soy distinto, a mí no me puede pasar”. En definitiva, unas ideas reforzadoras de la humanidad que el juego busca que las sintamos como propias.

La guerra que aquí nos ocupa es una guerra cualquiera, una ciudad asediada más en un conflicto bélico dónde no importan las motivaciones que llevaron los bandos al conflicto. Aún así está muy presente la referencia del Sarajevo de 1992, durante la guerra de Bosnia, cómo se reivindicaba en uno de los primeros tráiler que se hicieron del videojuego.

El videojuego está dividido en dos fases: el día y la noche. Durante el día estamos cerrados en nuestro refugio, mejorándolo y equipándolo para poder sobrevivir tanto tiempo cómo nos sea necesario. Durante la noche nuestros personajes descansara, harán guardia o saldrán de incursión. Es en estas incursiones dónde, cómo jugador, tenemos un papel activo. Deberemos visitar distintas zonas para buscar materiales, alimentos o armas. En resumen, todo aquello necesario para poder garantizar nuestra supervivencia un día más.

La música compuesta por Piotr Musiał genera el efecto esperado en este videojuego. Predomina el sonido de instrumentos acompañados por explosiones de mortero o ráfagas de fusiles. Una música efectista, en la que su mayor virtud reside en no romper la atmósfera del videojuego. Esta elección por parte del estudio reconocida con el Premio Polaco a la Mejor Música de Videojuego del año 2014, a pesar de no destacar especialmente en ningún otro aspecto al ya mencionado.

2014-09-11_000021

Potente es, también, el desarrollo de los personajes. Todos ellos vienen acompañados de una pequeña biografía y su foto. Una foto cualquiera, ya sea de Pavle o de Anton nos da la sensación que podríamos ser nosotros. Los personajes desarrollan estados de ánimo según satisfagamos sus necesidades básicas y, según las decisiones tomadas. Y he aquí uno de los dilemas: ¿cómo nos aproximamos a este videojuego?
Este desarrollo de los personajes me ha hecho plantear si, en This War of Mine, estamos para encontrar una verdad o para aprender. Mi primera impresión fue la de un trabajo que nos iba a contar una verdad incómoda, como si se tratara de un reportaje periodístico. A base de jugar, he empezado a dudar de si ese era su objetivo.

Ahora mismo pienso que este es un juego para aprender, para explorar. Los creadores saben aprovechar la ventaja de la interactividad (aquello que hace únicos a los videojuegos frente a, por ejemplo, un libro o una película) para obligarnos a explorar los límites de nuestros personajes.
Es inevitable en la primera partida el tomar decisiones según nuestros criterios morales y éticos, pero a medida que sumamos partidas empezamos a intentar conocer a nuestros personajes. ¿Cómo reaccionará Katia si robo comida a los vecinos? ¿Estará contento Bruno si decido quitar su ración de comida diaria para dársela a unos pobres huérfanos?

En decisiones como éstas es donde empezamos a conocer las personalidades de los protagonistas de This War of Mine. Formas de ser y pensar que ahondan en la dimensión humana de estos personajes; llevándonos, una vez más, a ver su lado más humano. Ahí es dónde creo que reside este “aprender” del videojuego. Como jugadores se nos pide conocer los distintos personajes, explorar sus límites tomando decisiones distintas en varias partidas y analizando sus reacciones. En resumen, debemos aprender cómo son las distintas personas atrapadas en el infierno de la guerra.

Ahí es donde reside la belleza de este videojuego: en su mensaje. Las dinámicas son correctas, las partidas aleatorias permiten volver a jugar, el cambio entre fases (día y noche) nos dan un ritmo interesante; pero todo esto no deja de ser componentes de un juego correcto, sin pena ni gloria. Sin embargo el tratar de una forma tan humana un tema cómo el sufrimiento de los civiles en un conflicto bélico es un hecho diferencial, aquel que puede dotar de trascendencia a esta creación de 11 bit studios.

REIS: La discreción de la no violencia

REIS: La discreción de la no violencia

Llevamos unos años que los videojuegos están reivindicándose cómo algo más allá del simple entretenimiento. Parte del debate va encaminado a entender los videojuegos como arte y, no sólo elevar su categoría y respeto social, mas poder ser más exigentes con aquello producido y ofrecido. Una de las formas más usadas por los estudios para reivindicar la importancia de los videojuegos ha sido tratar temas más “serios” o más “adultos” (personalmente me cuesta usar estos adjetivos, pero los he leído varias veces y en esa acepción los uso).

Descrito de forma simple, esto viene a ser dejar los tradicionales plataformas y juegos de acción de soldado-bueno-mata-soldado-malo para pasar a transmitir mensajes cómo la superación del duelo tras una pérdida o las múltiples dudas aparecidas durante la adolescencia. Son un buen ejemplo de este tipo de videojuego “serio” This War of Mine, That Dragon Cancer, Life is Strange o The Stanley Parable.

Las estéticas de estos videojuegos suelen ir acomapañadas de patrones de colores con poco brillo, recordándonos que se trata de un videojuego serio.Suele ir también acompañados de una serie de temáticas muy «profundas» para inducir a la reflexión. La muerte de los padres, ser víctima de «bullying» en el colegio o padecer una enfermedad terminal son temas habituales para inducir al jugador a la reflexión y apreciar el videojuego. No me parece mal tratar esos temas mediante el videojuego, pero me parece que un abuso acabará generando un efecto parecido a la estenografía en el periodismo. Es decir, acabaremos sin profundizar más allá de lo presentado.

Es dentro de este contexto dónde Renowned Explorers: International Society, (REIS, usado en el propio juego) entra de forma refrescante. Es importante destacar que REIS y The Curious Expedition se parecen en la idea, pero sus dinámicas són totalmente contrapuestas. Este videojuego nos llama a dejarnos llevar por su interesante historia (aunque pueda llegar a ser repetitiva a pesar de las distintas líneas argumentales) y disfrutar por el mero hecho de hacerlo. Sin más.

REIS consigue esto con sus gráficos: un diseño de líneas suaves y una paleta de colores muy vivos y alegres. Rápidamente nos hace pensar en cuentos infantiles ilustrados, con sus personajes caracterizados estéticamente y con unas actitudes muy acordes a unos estereotipos visuales.

Esta estética envuelve un videojuego consistente y con múltiples líneas argumentales escondidas detrás de una simple mecánica: guiar a nuestro trío de exploradores a través de seis aventuras con el objetivo de derrotar al petulante Rivaleux. Jugar una y otra vez nos conduce al inmediato  placer de poder derrotar al típico Uberman (guapo, fuerte, inteligente, egocéntrico  y jactancioso) encarnado en un francés.

Pero se esconde más detrás de eso. Múltiples de los enigmas que nos vamos encontrando a lo largo de nuestras aventuras exploradoras se resuelven con pistas de metajuego, las cuales deben buscarse en previas exploraciones y que nos obligan a andar con cierta atención a los detalles más allá de maximizar las estadísticas, el equipamiento y la composición de nuestros personajes.

También es muy gratificante ver que la mitad de los personajes son mujeres. No sólo los hombres podemos tener aventuras, ellas también pueden. Y los roles de estos personaje no se circunscriben al de personajes de apoyo, estrategia altamente abusada por otros videojuegos.

Finalmente está aquello que hace brillar a este videojuego: dinámica de los “combates”. Éstos no solo se solucionan a base de golpes y intercambio de espadazos. Su sistema de combate incluye tres formas de solucionar los conflictos: los tradicionales golpes, la amabilidad y la burla. Solucionar el conflicto de una forma es una decisión que tomamos teniendo en cuenta la composición de nuestro equipo y, sobretodo, de los resultados que esperamos tras ese conflicto.

En REIS no sólo debemos preocuparnos por la actitud generada por nuestras acciones, también hay que tener presente la actitud del grupo de rivales y la de nuestro propio grupo. Es esta constante presencia de las emociones lo que aporta la mayor originalidad al juego.

Además nos permite ver que, en nuestro mundo, se pueden solucionar los conflictos con algo más que con mamporros y coscorrones. Es un juego destinado a llenar de análisis las redes sociales y ser jugado por gente alrededor de todo el mundo. Desafortunadamente, no ha tenido todo el éxito merecido.  Quizás sea la importancia de las soluciones no violentas lo que no ha permitido a REIS conseguir llegar a su potencial público.

Y no quiero acabar este artículo sin romper una última lanza a favor de este videojuego. En un mercado dónde las compañías apuestan por productos triple A que reporten grandes beneficios y dónde el rol del jugador queda relegado al de un sujeto consumista (aunque a veces, tras una falsa magnanimidad,  las compañías interaccionan con sus comunidades de jugadores a través del fan art y clubes de jugadores); que aparezca un juego como REIS da esperanzas.

REIS

Por un lado, porque Abbey Games sigue cuidando su videojuego y mejorándolo, incluso publicando expansiones (los ahora llamados DLC) de forma gratuïta (salvo la última). Por otro lado, porque sirve para recordarnos que la crítica a un modelo no sólo se hace a través de poner de manifiesto sus mecánicas o mediante análisis de las malas praxis.

Si queremos cambiar algo que no nos gusta debemos empezar por evitar reproducir esas mecánicas a las que nos oponemos. Las dinámicas del sistema son una agregación de todas las prácticas individuales, por eso la mejor forma de cambiar algo que no nos gusta es actuar y comportarnos de forma distinta. Es una postura muy idealista, pero creo que éste videojuego hace una pequeña aportación en esta dirección. Y lo más importante, reivindicando esa diversión despreocupada y renunciando a la violencia.

Del espectáculo en tiempos de pandemia: la cancelación de Eurovisión 2020

Del espectáculo en tiempos de pandemia: la cancelación de Eurovisión 2020

Dima Krasilov, bailarín del conjunto Little Big (Rusia 2020). © EUROVISION.TV

 

El poeta José Miguel Ullán, comentarista de Eurovisión 1983, profería lo siguiente al inicio de la gala que culminaría con los célebres 0 puntos de Remedios Amaya: “Por favor, procuren ustedes tomárselo con parecida tranquilidad, sin dramatismos ni ataques al corazón. Es un festival más, (…) una cita con la música europea de consumo (…). Entre ese espectáculo y su mirada, usted es libre de apasionarse, permanecer indiferente, bostezar o soñar”.

Hoy, casi cuarenta años después nos hacemos eco de sus palabras en una retransmisión insólita del Festival para tratar de dialogar con lo que Eurovisión es en estos momentos y a la vez coincidiendo con su histórica cancelación en este 2020 debido a la crisis del Coronavirus. Conocidas son las turbulencias de un concurso que ha estado en riesgo de ser cancelado en múltiples ocasiones debido a desacuerdos en su organización o conflictos entre los países que debían acogerlo. Esto no hace más que demostrar el cariz político del concurso en tanto reflejo de la sociedad y de los deseos de la sociedad de su momento (en este caso, en el ámbito europeo). En este sentido, es un deseo que se construye simbólicamente de manera continuada: hemos de recordar que el proyecto Eurovisión no se vive solo una semana al año, sino durante todo el año a través de las preselecciones nacionales, las apuestas, los salseos, las pre-parties y promociones, los ensayos y finalmente las galas televisadas.

Por tanto, el inminente cierre al Festival en una de las sedes más amables, primaverales y asequibles de Europa, Róterdam, ha dejado desprovistas a 41 canciones que llevaban meses gestándose (puesto que van incorporando revamp conforme son testadas frente al público, lo cual rompe cierta ingenuidad) y que el mismo día 12 de marzo eran reveladas en su totalidad. Tan solo seis días más tarde se indicaría que ya no concursarían más. Eurodrama. La desangelada posición en la que ahora quedan estas canciones las coloca en un lugar insólito en la historia del certamen, ininterrumpido en sus (hasta ahora) 64 años, afirma el historiador Dean Vuletic. Por ello, no nos gustaría dejar de aportar una impresión acerca de las propuestas de este año retornando al espíritu crítico, irónico y rocambolesco de Ullán quien pronunciaba acerca de los intérpretes de los años en que fue comentarista lindezas como “la emprende con una canción que tiene la equívoca virtud de parecer que ya la hemos escuchado”, o “son tres mozalbetes rubiales con caparazón de saltamontes, inmóviles pestañas y sonrisa ecológica. Su habilidad suprema, cruzar las piernas” (sí, se refería a los pizpiretos Herreys).

Eso sí, sin compartir su tono misógino por mucho que suscribamos la primera parte de este comentario: “Silencio y tanta gente [título de la canción portuguesa de 1984] define a la perfección el drama de temas como este en un concurso donde predomina el ruido. Para colmo, la canción está servida de manera fúnebre por una mujer de su casa, sacada de sus casillas y visiblemente deseosa de esconderse bajo el piano”. Tono reprobable y del que comentaristas célebres como José María Íñigo e incluso José Luis Uribarri han pecado, este último en la edición de 2008 (min. 01:30:18, entre muchos otros momentos). Aclarado esto, y en línea con todos los festivales paralelos para rendir tributo a las canciones que se están celebrando en estas semanas, no debemos librar a todas estas propuestas de su merecido comentario, que es al final por lo que Eurovisión merece la pena y lo que le da razón de ser: la generación de narrativas alrededor del despliegue de la imagen en movimiento en el marco espectacular de la cultura televisiva de consumo.

Una vez lanzada semejante diatriba, podríamos comenzar con Rusia, favoritos, como siempre. Europa precisa de un antagonista para dar sentido a un certamen que trata efectivamente de construir una cierta idea de Europeidad (al menos en sus inicios) a través del audiovisual y los hitos técnicos del momento. Rusia es a menudo interpretado como un enemigo astuto a batir, por lo de que las exrepúblicas soviéticas le votan, porque suele publicar su propuesta eurovisiva casi al final de plazo (haciéndose desear), además de evidentemente sus políticas gubernamentales anti-LGBTQ+ y los paradójicos mensajes a menudo pacíficos de sus canciones. Este año concursaban con un conjunto, Little Big, que según ellos mismos, eran una propuesta estética que parodia de los estereotipos rusos a partir de una música rave de referencias eclécticas. El resultado una canción que, sorprendentemente, lleva un título en castellano, “Uno” y parece una especie de instrucciones cantadas de Zumba para aprender a bailar, aunque con moralina de por medio: pues se tienta al espectador a reírse de la figura del bailarín obeso que copa todo el protagonismo de la escena, además de este tema “apropiarse culturalmente” de “otros ritmos” como el chachachá y adoptar una estética muy setentera (la de los vecinos del Oeste en tiempos de la URSS), con pantalones de campana y camisas de cuello de pico… Juzguen ustedes mismos.

El Este iba fuerte. No contentos con la paradoja de un grupo que se hace llamar Pequeño Grande (pensemos en las comunes denominaciones grandilocuentes de Madre Rusia, el Gigante con Pies de Barro, o el Oso como símbolo nacional), Lituania también nos tienta a otro dilema identitario. Si aún teníamos dudas con el ser en sí y el ser para sí sartreano, “Soy un humano, no una piedra” sentencia el cantante de The Roop al inicio de su tema. Incapaces de llegar a una buena posición desde su debut, este año partían como favoritos. Captar, capta la atención del espectador además de hacer gala de un baile en el que parece hacernos muecas pero no, no se trata de una tomadura de pelo: el ritmo de la canción es tan easy going que entra al primer segundo y pese a ser radiofórmula incorpora una melodía electrónica no tan común por, siguiendo a Ullán, estos “pagos”. A una estética que pone de relieve un debate sobre la masculinidad en gestos y vestimenta le sumamos el estribillo: “El calor está incrementando, creo que estoy a tope (on fire)”. Probablemente nada resuma mejor este tiempo que nos ha tocado vivir que una oda al calentamiento.

Pasemos ahora a Ucrania ya, por favor. Es la primera vez en su historia que este país interpreta su canción enteramente en ucraniano. Una críptica banda de folk, Go_A (que no nos regala sonrisas forzadas así como así como suelen hacer los conjuntos folclóricos en el Festival para hacerlo más fácil) de vocalista impasible e hierática que cualquier eurofan tendría como objetivo llevar a su fiesta para adorarla e incluso sacarla a bailar para ver si es real. En honor a la verdad, seguimos asombrados con su reacción tras ganar la final nacional, definición de entereza y estoicismo que no pasotismo como el de Salvador Sobral. Hartos de Shady ladies, Anti-crisis girls y demás divas afectadas que no hacen más que reforzar unos estereotipos de género heterocentrados poco halagüeños, encontramos aquí una propuesta que parece sacada de un encuentro de bailes regionales, que no ha intentado traducir su estribillo. Y que, todo sea dicho, resulta complicada de tararear: precisamente por eso nos parece que está aportando una autenticidad e independencia a costa de no pasar a la final (evidentemente no ha sido de los gustos del gran público).

Aunque lo queramos, no podemos irnos del este. Por Letonia tenemos a la todopoderosa Samanta Tina, otra diva que a lo Shady lady hace gala con orgullo de una feminidad exultante y que comete la osadía de hablar de liberación femenina rodeada de un grupo de bailarinas que también siguen todos los chichés del deseo masculino blanco y heterosexual. Ellas proféticas, con mamparas y guantes en su vestuario ¡además nos disparan fru-frú! (real) y aportan una propuesta electrónica, con un estribillo instrumental sobreproducido que nos recuerda aquello del tecktonik e incluso el dubstep. No obstante, acaba derivando en una de las propuestas más coherentes en tanto a que la estética está concienzudamente definida y planteada (no se han puesto lo primero que han visto). En este sentido es de justicia destacar a Efendi, la abanderada por Azerbaiyán, que en un tema autooriental titulado Cleopatra (sacrilegio a Dana International) con mantra budista incluido es capaz de juntar a Marc Anthony y Marco Antonio en una misma letra donde a lo Rosalía entona para el estribillo un trapero “tra” (pero de Cleopla“tra”). Era otra de las grandes favoritas, y además con un guiño a la libertad sexual insólito en su geografía: “Cleopatra was a queen like me (…) Straight or gay or in between, In between, yeah, in between”.

Rumanía y Bulgaria. Parecen hermanas. Además ambos nombres se escriben con mayúsculas tal vez para destacar entre los motores de búsqueda. Son dos jovencitas (ROXEN, por Rumanía y VICTORIA, por Bulgaria) con sendas alusiones al alcohol en la letra de sus canciones, sí… La primera con el irreverente juego de palabras Alcohol you (I will call you) a lo que sigue “when I am drunk” (te llamaré cuando esté borracha) y la segunda que habla de Tears getting sober (lágrimas que se vuelven sobrias) y una herida que aunque “le duele” dice que es “dulce” y “con el tiempo se convertirá en cicatriz”. Pese a lo truculento del mensaje de ambas estamos ante dos intérpretes muy capaces, con temas apenas prefabricados y sin abalorios sino más bien minimalistas y van al centro de lo que se supone que es este concurso (la canción en sí) y que sin duda iban a colmar el top 10, adoradas por el público juvenil que ahora se derrite con Billie Eilish y encuentra que no hay que volverse una SUPERG!RL para molar… (esa es la canción “teen” griega que apenas nos limitaremos a nombrar en tanto intento de helenizar a Britney Spears, ahora es la canción la que se escribe en mayúsculas). Pero por favor, sigan juzgando por ustedes mismos.

Es el momento de acudir al otro gran “bloque” (si es que seguirse refiriendo a los países en bloques no es adherirse a cierto lugar común para los que impugnan el certamen), el de los nórdicos. Siguiendo la estela de la brillante propuesta artística del año pasado que realizó Islandia, burlando la “censura” con el proyecto Hatari, este país ahora nos enviaba una banda indie llamada Daði og Gagnamagnið (a la que han estilizado como Dadi para que sea más traducible e incluso risible) que parodian a la diva de ventilador (cliché eurovisivo) con sentimentalismo en un determinado momento de la canción (el minuto 02:00) y tocan instrumentos de mentira (otro cliché eurovisivo) y ataviados en una estética vaporwave, todo con unas notas muy funky que hacen las delicias incluso de los eurofans más capillitas (Nos sigue sorprendiendo como una banda tan aparentemente “alternativa” ha encandilado a fans de divas helénicas virtuosas y Biebers de Petrogrado, al fin y al cabo la mayoría de los fans del Festival). Esto nos sorprende y nos gusta, porque de hecho este concurso sigue teniendo genuinidad y actualidad por apuestas tan sofisticadas como esta: reírse de uno mismo haciéndolo con clase es toda una virtud.

En cuanto al resto del bloque nórdico, poco más que declarar. Las coristas del año pasado de Suecia este año han pasado a ser las cantantes principales –The Mamas– con una canción genérica de superación personal, la noruega Ulrikke con la típica balada dramática de diosa afectada pero que nos lo dice honestamente: “solo quiero tu atención”, los daneses con una apuesta tan machacona como improvisada (porque eso de elegir un cantante hombre y una cantante mujer y hacerlos cantar como si fueran un matrimonio consolidado no es nada nuevo) que parecen suplicarnos pasar a la final conscientes de que ese sería su techo y un señor por Finlandia, Aksel que, pese a resultar muy válido, ha sido el elegido en una tormentosa final nacional en la que iba a ganar Erika Vikman y no sabemos qué pudo ir mal. Bueno sí, su tema Cicciolina era una apuesta polémica que rozaba un tema tabú (el porno), y enteramente en finés (ya apenas se saborean canciones en idiomas distintos al inglés en un festival post-Brexit) que tenía todo cuanto deseamos: un vestido rosa chillón, un trono para ella sola y dos osos custodiándola (además de fuego a su alrededor). Pero ganó una canción de probador de tienda de ropa, y no pasa nada.

Culminando, nuestro recorrido hemos que recalar en la isla de Chipre con Sandro, un chico fit que es coherente con su cuerpo. Running, se llama la canción. Parece que estaban haciendo precisamente eso: corriendo porque no llegaban al plazo los chipriotas para escoger representante de entre los reservas de la discográfica y se quedaron con este señor que al menos en su nombre da el pego (pero es alemán). Poco que destacar en una canción hecha a destiempo. Y para destiempo, o incluso contratiempos, Francia. En el videoclip del tema este galán de anuncio de colonias aparecía encaramado a la torre Eiffel para parecer que la canción sonaba más francesa que inglesa, ya que gran parte de ella la interpretaba en inglés y esta sí, “tiene la equívoca virtud de parecer que ya la hemos escuchado”, citando de nuevo a Ullán. Como se ha comentado anteriormente con el tema de los revamp, luego recularon y la afrancesaron para no incomodar mucho al ministro de cultura (aquí hasta la RAE se encaramó con Barei). No nos podemos olvidar de nuestro estimado Blas Cantó, uno de los cantantes del momento en España del que hubiéramos esperado alguna propuesta menos “internacional” en la que sus posibilidades vocales no quedaran supeditadas ante el deseo de agradar a las masas, o peor aún al “uni-universo”.

En conclusión, nos quedamos con un año lleno de propuestas escénicas trufadas de rasgos identitarios (o incluso postidentitarios) que nos dan que pensar acerca de cómo estas naciones desean construir/negociar su imagen en la arena internacional que es Eurovisión. Nos quedaremos con las ganas a medias. Dada la cancelación y el hecho de que no se van a poder reciclar estas canciones para la edición de 2021 (que tendrá lugar “de nuevo” en Róterdam) muchas de las televisiones participantes han decidido “llevar” a estos mismos representantes a la edición del año que viene (entre ellos la RTVE). Así, cerramos este 2020 no tanto con un adiós sino con un Hasta la vista, baby, tomando evidentemente las palabras de Schwarzenegger en Terminator 2, y como decía otra de las canciones de este 2020, Serbia, en su estribillo (e incluso otras dos canciones más de Eurovisión, en 2003 Ucrania, y en 2008 Bielorrusia).

 

Eurovisión 2019: ¿El odio prevalecerá?

Eurovisión 2019: ¿El odio prevalecerá?

Como cada año (y ya van 64), mayo es el mes de los eurodramas. Una de las preguntas míticas de los comentaristas improvisados y aficionados –o no tanto– es: “¿por qué Israel participa en Eurovisión si no está en Europa?”. En este sentido, resulta encomiable la ritualidad tan cómica con la que afrontamos el Festival, o al menos cómo a menudo lo vivimos en España, con suerte en un ambiente distendido, familiar, primaveral, donde –de repente– se dan cita juicios geopolíticos de todo signo.

Lugares comunes

Si cada año a los interesados –e incluso estudiosos– del asunto nos toca tragar saliva y volver a repetir a los mismos de siempre (porque al final son los mismos –familiares, amigos, que aunque nos les gusta al final se han acoplado–, y a fin de cuentas el que no escucha, no retiene y siempre opina, volviendo al punto de inicio) porqué ocurre esto… este año, además de las aclaraciones de siempre (como, entre otras, aquello de “los países del este se votan entre ellos”), al celebrarse en Tel Aviv, la cuestión política ha sido más evidente que de costumbre (o al menos, más que el año pasado en la amable, asequible y en principio segura ciudad de Lisboa).

El Toy de Netta

El triunfo de Netta por parte de la televisión israelí (KAN) en 2018 con su tema Toy fue aplaudido por la mayoría del público eurofan, si bien finalmente Fuego de Eleni Foureira (la albanesa, nacionalizada griega, representando a Chipre con un tema en inglés y título en castellano) arrasó en las terrazas (siguiendo aquello que Brisa Fenoy pronosticaba con Lo Malo –que también–). Por ahí todo bien, la multi-inter-culturalidad ama Eurovisión y viceversa. La cuestión es la comprometida regla del concurso que dice que el ganador ha de organizar/hospedar el concurso al año siguiente. “Next time in Jerusalem” fue el statement  (¿diatriba?) de la cantante al recibir el micrófono de cristal. Algo inquietante, por un lado, cuando solo cinco meses antes precisamente Trump reconocía Jerusalén como la capital de Israel. Y por otro, dado que esta es una expresión típica de la Pascua Hebrea. “L’Shana Haba’ah B’Yerushalayim” o “Next Year in Jerusalem” evoca/invoca el deseo de encontrarse de nuevo en la ciudad santa, lo que a su vez alude a la diáspora y el exilio del pueblo judío.

Elegir una sede

Tras las complicaciones que esto supuso, se decidió, por mediación de la EBU (el ente organizador del certamen) que finalmente fuera Tel Aviv la sede para evitar mayores conflictos, y dado que Eurovisión es un festival predominantemente gay la ciudad mediterránea era la más apropiada para acogerlo.

A esto respondió el gobierno –partidario de Jerusalén– negándose a apoyar económicamente el certamen, y de ahí los altos precios de las entradas. Esto redujo de forma considerable la asistencia al evento, lo cual por un lado era positivo: menos costes en seguridad, y por otro negativo: se hacía inaccesible para la mayoría de eurofans. Por tanto, la imagen de Israel quedó irremediablemente empañada por estos dilemas a diferencia, por ejemplo, del enorme embolso y promoción turística que supuso Lisboa 2018 para las arcas portuguesas.

Recordemos que solo unos años antes, en 2015, el representante Nadav Guedj en su canción Golden Boy entonaba “And before I leave let me show you Tel Aviv”, logrando un gran éxito y reafirmando esta, si se quiere, marca ciudad, con constantes alusiones a la “tolerancia” y el clima “liberal” (aquí nos vale en todas sus acepciones) de la misma. ¿Profecía, o simplemente casualidad?

La historia de Israel en el Festival

Repasemos la historia. Las otras tres veces que Israel ganó el concurso fue en 1978, 1979 y 1998. La victoria de 2018 resultaba significativa ya que a excepción del 79 (el año que participó Betty Missiego e iba en cabeza hasta la última votación, que era precisamente la de España), la televisión israelí (por aquel entonces la IBA), desde que participa (1973) ha ganado cada veinte años. Si a esto le sumamos que la creación de dicho Estado por la ONU se forjó en 1948, la numerología aquí resulta tentadora: parece que hay una especial fijación con el 8.

También tenemos otro no menos curioso ejemplo con Portugal. El 13 de mayo de 1917 tuvo lugar supuestamente la famosa aparición de la Virgen ante los pastorcitos Lucía, Jacinta y Francisco en Cova de Iria (cerca de la ciudad de Fátima). Cien años después, el 13 de mayo de 2017, y después de que Portugal llevara participando en Eurovisión la friolera de casi cincuenta años (el concurso comenzó en 1956) con pésimas clasificaciones, nuestro vecino ganaba por primera vez en su historia, con un récord de puntos. Además, ese mismo día, el Papa viajaba a Fátima para canonizar a los famosos pastorcillos con motivo del centenario del Milagro, y en Lisboa el Benfica ganaba la Liga.

A esto había que sumar la débil salud del cantante Salvador Sobral –por no dejarnos atrás su nombre: Salvador–, que ni siquiera pudo ir a los ensayos en Kiev hasta dos días antes, cuando lo habitual es hacerlo con una semana de antelación. A la espera de un trasplante de corazón, en este sentido su canción tenía un matiz siniestro en la última estrofa al pronunciar “O meu coraço pode amar pelos dois” (Mi corazón puede amar por los dos).

Esoterismo y numerología

Podemos seguir nuestra arqueología eurovisiva y encontraríamos numerosas relaciones entre lo religioso, lo profético e incluso lo apocalíptico con canciones que se refieren a las plegarias y rezos (aquella apoteósica Oraçao, de António Calvário en 1964, y muy posterioemnte Kinek mondjam el vétkeimet de Friderika por Hungría en 1994, Modlitba por Eslovaquia 1998, o las célebres Molitva, ganadora por Serbia en 2007, y Believe, ídem por Rusia en 2008), los aleluyas y las alabanzas (las triunfadoras Hallelujah de Gali Atari junto a Milk & Honey, y Hard Rock Hallelujah de Lordi, o por supuesto el Congratulations de Cliff Richard y el La la la de Massiel, pero también el Happy Birthday de aquella improvisada bobyband Eden en 1999, este lamentable Celebrate de 2004, este otro desangelado Celebrate de 2011, el Let’s get happy de Lou por Alemania 2003, y también este otro creepy Congratulations del 2006), las encomiendas o los mundos mejores (muchas candidaturas alemanas, como la clásica Ein Bißchen Frieden de Nicole en 1982, Für Alle del grupo Wind, en 1985, o Diese Welt, el clásico canto ecologista de Katja Ebstein en 1971; y en la historia más reciente Notre Planète de Mónaco 2006, Da Da Dam de Finlandia 2011, y el ahora más que nunca “memorable” por lo radicalmente diferente de la temática de este año, Our Choice de los islandeses en 2018).

Por tanto, en tanto ritual, Eurovisión se convierte en la arena perfecta para el despliegue de mensajes más o menos ideológicos cuyo análisis es un territorio fértil en investigaciones relacionadas con los estudios culturales, como ha manifestado, por ejemplo, Philip V. Bohlman en su artículo “Tempus edax rerum. Time and the Making of the Eurovision Song” (2013). En este sentido, al ser el certamen el espacio por excelencia para el despliegue de afinidades internacionales, los temas explícitamente políticos están vetados, de ahí que a menudo las canciones jueguen con esta regla para crear piezas de un contenido simbólico ambiguo y evocador, donde estética y política dialogan a unos niveles muy sensibles.

Una politización inevitable

Tratándose de Israel, era inevitable que el concurso se polarizara con más vehemencia que en otras ediciones. Lo que hacía presagiar que probablemente algunas de las televisiones participantes se retiraran. Sin embargo, las dos únicas ausentes, Bulgaria y Ucrania, lo fueron por motivos internos.

La cadena islandesa comenzó un aparente boicot a través de una recogida de firmas para impugnar el festival, aunque finalmente el director de la cadena RÚV Skarphéðinn Guðmundsson, confirmaría su participación en Tel Aviv. También las emisoras de Australia, Irlanda o Portugal pusieron en duda su participación. Pero en suma, 41 países tomaron parte en el evento, lo que podría indicar que de alguna manera iban a ser cómplices del régimen que el gobierno israelí ejerce sistemáticamente sobre la población palestina a través de un mega evento que blanquearía su imagen al promulgar este ideal de unión y fraternidad/sororidad entre los pueblos de Paneuropa a través de la música.

Si el triunfo de Netta ya fue polémico debido a la instrumentalización de la causa feminista –y gay, al hacerse una propaganda masiva del tema a través de una plataforma de contactos para homosexuales– para desviar la atención de la represión que el ejército israelí perpetró en Gaza tras las protestas por la embajada de Estados Unidos en Jerusalén solo un día después de su victoria, más aun podría ser el hecho de que tantos países se dieran cita amigablemente en Tel Aviv.

Este año algunas de las candidaturas han optado por una intervención más o menos subliminal en un principio, que en un análisis más exhaustivo resulta significativa: trufar de mensajes sus canciones y puestas en escena, así como sus entrevistas e intervenciones en los media.

El caso de la candidatura islandesa, Hatari y “el odio prevalecerá”

El ejemplo más destacable ha sido el de la banda islandesa Hatari, definida a sí misma como “un proyecto multimedia que tiene por objetivo revelar el fraude incesante que llamamos vida cotidiana”. Su canción, Hatrið mun sigra (El odio prevalecerá), interpretada en islandés, en sus estrofas entonaba frases como: “Corrupción sin restricciones / Resaca incontenible / La vida no tiene sentido / El vacío nos tragará a todos”, o “El odio prevalecerá / Europa se derrumbará”. Como podemos comprobar, no se trataba de un tema muy halagüeño, ni eurovisivo. El estilo musical transitaría el industrial y el tecno, aunque la estructura de la misma es eminentemente pop, caracterizada por una parte –que se corresponde con las estrofas– en la que abundan los graves y los guturales (cantada por Matthías Haraldsson) y otra –el estribillo– dominada por los agudos y los falsetes (cantada por Klemens Hannigan). Dualidad central en la propuesta de la banda ya que ambos cantantes –primos– querían hacer un apunte a la cuestión de género.

La estética BDSM en sus atuendos, así como en la puesta en escena reforzaba la violencia del mensaje. Poder y sexo convergen en dicha práctica y, de esta manera, Hatari aludía a la presumible apertura del estado israelí hacia la cuestión –si se quiere– libidinal, pero por otro lado también retratando una violencia que el propio estado presuntamente trata de camuflar precisamente con sus políticas neoliberales. No en vano, las propias siglas BDSM resultaban problemáticas, al coincidir con el movimiento de liberación palestino, llamado BSD, lo cual acrecienta más si cabe la inquietante conexión entre ambos ámbitos.

Ante este evidente alegato, los líderes del proyecto, Matthías y Klemens sortearon la censura eurovisiva con el siguiente statement: “If we forget to love, then hate will prevail”. De este modo, no se trataba tanto de una apología del odio, sino simplemente de una ilustración de lo que pasaría si nos olvidamos de amarnos y estar juntos. Todo transcurrió “según lo planeado”, siguiendo otro de los récits del grupo, como manifestaron en la rueda de prensa tras clasificarse para la final. Esta sería una de sus principales señas de identidad: el agenciamiento de las entrevistas en tanto espacio de enunciación, y por consiguiente, estético.

Formados en artes performativas y visuales, Matthías y Klemens, junto a los otros miembros del grupo, hicieron de cada entrevista una performance en la que respondían de manera sarcástica e irónica, jugando con la cámara, interactuando entre ellos y con el/la periodista, manteniendo una inquietante seriedad en cada encuentro o incluso repitiendo algo tan en principio controvertido como “Hatari love children”, aduciendo que les gustaría expandir su marca de ropa BDSM al público infantil. En este sentido, la plataforma Iceland Music News hizo un reportaje sobre unos niños islandeses disfrazados de Hatari, lo cual avivó aun más la polémica de una estética controvertida en el escenario, dado que no olvidemos se trata de un evento familiar.

Cuando se les preguntó qué harían si ganaban el concurso, respondieron que retarían a Benjamin Netanyahu a un combate de wrestling islandés, llamado Glíma, al cual el presidente no respondió. Si Hatari ganaba el combate, estos crearían la primera colonia en Oriente Medio de una comunidad BDSM, si por el contrario el triunfador era Netanyahu este tendría el poder de gobernar el archipiélago de Vestmannaeyjar, al sur de Islandia. Con todo, su constante alusión al capitalismo evidentemente era un alegato al principal socio de Israel, los Estados Unidos. Y, en este sentido, dado que, como sostuvieron, no se puede destruir el capitalismo sin estar dentro de él, crearon su propio merchandising, disponible en su web oficial, al igual que trolearon el propio lema del concurso, Dare to Dream a través de su proclama: Soda dream, lo cual, nos recuerda a Matrix. Según Matthías: “Soda dream is within us, and it’s all around us, it’s an idea, it’s the air we breath, it’s the society we live in, and it’s our sponsor, we are very grateful”. Y Klemens: “The soda dream has the craving for your consumer consummation”.

Además, durante su periplo de entrevistas se pronunciaron sin ambages en cuanto al asunto de Palestina tras visitar las zonas palestinas del país. A lo que añadió Klemens: “We still believe that we can bring this critical conversation or make awareness of the situation here with our message and with our gender setting powers and hopefully we will make awareness to the world though Eurovision”. Fue en esta rueda de prensa donde precisamente se sucedió el mayor conflicto, concretamente en la correspondiente al segundo ensayo, donde Klemens interpeló a la entrevistadora israelí cuando ella intervino en la pregunta de una periodista de la sala que les preguntó acerca de “su libertad de expresión”.

La EBU les reunió dado que su comportamiento y sus palabras en las entrevistas precedentes comenzaban a, como dijo Matthías, atravesar una línea muy fina, y que aunque hasta ese momento habían logrado mantenerse dentro de las normas, si la atravesaban habría una posible sanción. Incluso una descalificación. Así que a partir de entonces (días antes de la final) contestaron a todas las preguntas diciendo que no podían responder honestamente ya que temían ser demasiado políticos, como podemos comprobar en la entrevista del equipo de Wiwibloggs en la de la ceremonia de apertura del festival, la denominada Orange Carpet.

Todo continuó según lo planeado, sin incidentes, en el que fue el escenario con menor aforo de la historia reciente del concurso con 7000 localidades, y los Hatari pasaron con holgura el examen, de hecho ganaron el televoto de la semifinal. En la cita del sábado partían sextos en las casas de apuestas, aunque era previsible que gran parte del público se opusiera a –o no entendiera– la propuesta.

Interpretaron su tema al final de la noche, sin incidentes, una escenografía impactante y cuidada al extremo, reflejando claramente el concepto –como hemos podido disfrutar en muchas propuestas de estos últimos años–, hasta que en la votación del público (la del jurado ya había pasado, dejándolos en un discreto puesto 14), en el momento en que la cámara se aproximó a los Hatari tras recibir los puntos (que les hicieron avanzar finalmente al décimo lugar), en lugar de mostrar alegría o dar las gracias, ondearon con máxima seriedad la bandera de Palestina.

Planeado de forma ingeniosa, su crítica fue exhibida no solo en el momento de más audiencia, sino una vez que la candidatura ya no podía ser retirada ni amonestada: cuando ya sumaba sus puntos totales. No obstante, Einar Stef, otro de los miembros del conjunto, mostró en uno de los vídeos subidos a Instagram cómo la bandera palestina les fue requisada. Lo que la EBU dicte con respecto a la candidatura islandesa de 2020 es aun una incógnita.

Balance final

Tras nuestro recorrido, destacamos cómo, simbólicamente, las distintas televisiones participantes –que son siempre televisiones públicas– a través de sus candidaturas, y en este caso la RÚV con Hatari, envían una suerte de emisarios, embajadores incluso –ya que “portan”, “representan” a la nación–, que nos dan cuenta del aspecto central del Festival: no es tanto un concurso de canciones sino un concurso de mensajes, de ideas, de conceptos.

Y estos tratan de ser escenificados –a través de los idiomas, idiomas minoritarios, a través de la cuestión de género, a través de las letras de los temas, a través de la promoción en las entrevistas– para generar un impacto, un impacto multimedia que en su cariz performativo es identitario y que, en este caso, revela las tensiones estéticas y políticas entre Israel y Europa –o, para ser precisos, Paneuropa, sin, consecuentemente, caer en definiciones reduccionistas o cerradas de lo que implica la idea de nación en un mundo globalizado–.