Mi mamá me mima: la feminización de la política

Mi mamá me mima: la feminización de la política

Ayer se publicó en los medios de comunicación un vídeo que capta una intervención de Pablo Iglesias hablando sobre la feminización de la política en un debate sobre Donald Trump organizado por eldiario.es que ha creado mucha polémica y ha dividido a la opinión pública. Están, por un lado, los que apoyan a Pablo Iglesias y han entendido el mensaje y estamos, por otro lado, quienes creemos que lo que dijo no son más que atrocidades y no hemos entendido nada. Es curioso cómo enseguida oyes eso de “tú es que no lo has entendido” cuando te muestras en desacuerdo con Iglesias, cualquiera diría que una no puede estarlo. También se te puede tachar de lerda por haber caído en la manipulación mediática y la caza de brujas a las que continuamente se le está sometiendo a Unidos Podemos. Porque claro, Pablo Iglesias nunca se equivoca, lo que pasa es que, o no se le entiende, o se tergiversan sus palabras. Pues bien, sí, he entendido lo que dijo y, no sólo no estoy de acuerdo con él, sino que me parece que Iglesias se metió en un lodazal. Y no, no soy lerda ni he caído en la manipulación. De hecho, ya le he pillado el truco a Pablo Iglesias: hablar mucho, muy rápido y decir muchas palabras de más de tres sílabas, esdrújulas y adjetivos sustantivados, para que, después de cinco minutos, el oyente no tenga ni idea de lo que ha escuchado, pero tenga claro que era algo muy importante.

Hay un único punto en el que estoy de acuerdo con Pablo Iglesias: hay que repensar los valores de la política. El problema viene cuando comienza a explicar cómo la solución pasa por feminizarla, que no es otra cosa que llenarla de valores femeninos como el cuidado, la protección o el amor maternal. No se trata sólo de que las mujeres ocupen puestos de alta alcurnia, “que es importante y está bien”, sino que es necesario introducir en el papel del Estado ideas maternales como la de cuidar, limpiar y alimentar al desfavorecido, y crear asociaciones culturales o de vecinos, que, parafraseando a otro feminista, “de todos es sabido” que son cosas que hacemos las mujeres. Sin embargo, y he aquí el truco, Pablo Iglesias habla de unos valores femeninos que no todas las mujeres tenemos, no vayamos a pensar que sólo por ser mujeres vamos a ser femeninas o que ellos, por ser hombres, no puedan liderar este movimiento. No, no, no. Hay mujeres que son hombres en valores y esas a Pablo no le sirven. Supongo que quería sacar de la ecuación a mujeres como Margaret Tatcher, Rita Barberá o Esperanza Aguirre, que luego se le llena el partido de marimachos y a ver quién arregla eso. La cuestión entonces es, ¿cómo puede hablarse de “valores femeninos” si no son un rasgo universal y común a todas las mujeres? Y aparece de nuevo el cisne negro de Popper. Basta con encontrar a una Tatcher o una Hannah Arendt (no vayamos a ideologizar más la cosa) para falsear la afirmación de los valores femeninos que, en realidad, no convence ni al propio Iglesias.

Aquí se abren varias cuestiones. La primera de ellas, y a la que creo que no se le ha dado la importancia suficiente, es la reflexión sobre el papel que debe jugar el Estado en la vida de los ciudadanos. ¿Es tarea del Estado cuidarnos y protegernos, como si fuéramos menores de edad? ¿O su tarea es simplemente la de gestionar los recursos y garantizar un marco de justicia y libertad en el que la ciudadanía pueda vivir dignamente? ¿Debe el Estado intervenir en mis horas de sueño, mi alimentación o mi tiempo libre, como una madre interviene en la vida de sus hijos? ¿O hasta qué punto debe hacerlo? Son estas cuestiones difíciles de definir, pero sobre las que merece la pena hacer una reflexión, aunque no creo que este sea el espacio ni que disponga del espacio suficiente para hacerlo. La segunda cuestión es la de la feminización y la manera condescendiente en la que se plantea en este discurso. Por un lado, se nos atribuyen a las mujeres (o a algunas mujeres, ya no lo tengo muy claro) unas características innatas que, a priori, son positivas -la protección, el cuidado, la solidaridad o la empatía-, en contraste con las características masculinas que se plantean en el discurso de Iglesias como negativas -la agresividad, el individualismo o la fuerza bruta-. De esta manera, se consigue el favor de las mujeres, a las que se nos retrata como personas “mejores” que los hombres. Por otro lado, dice Iglesias que la virilidad es burguesa. Y yo me pregunto, ¿no es burguesa también esa idea de la figura de la mujer-madre-cuidadora que hace el bien y que funciona como pilar de amor y comprensión en el núcleo familiar? ¿No es esa visión de lo femenino algo que se ha enquistado en la sociedad como consecuencia de, precisamente, la idea burguesa del hogar familiar como algo cuya estabilidad depende del papel de esa mujer-madre-cuidadora? Porque, si algo queda claro en el discurso de Iglesias es que son esos atributos de la mujer los que “valen” y los que la mujer debe tener para ser mujer. Gracias, Pablo, por iluminarnos el camino.

En este batiburrillo de ideas, Iglesias no duda en hablar, por surrealista que parezca, de la dimensión maternal y, por lo tanto, femenina, de las Panteras Negras. Y, ¿cuál es esa dimensión maternal? Pues, nada más y nada menos, que la construcción de comedores sociales para dar de comer a los suyos. Más allá, claro, de la parte violenta del movimiento (que deducimos aquí que es masculina), pero que no vamos a tener en cuenta. Habría que preguntarle a Pablo Iglesias qué opina del Hogar Social Madrid, esa asociación de ultraderecha liderada por una mujer-varón, supongo, que se dedica, en un alarde de feminidad, a dar comida y ropa a los españoles, y sólo a los españoles, que lo necesiten, más allá de nimiedades como la quema de mezquitas o las palizas a homosexuales y que colabora en lo que Iglesias llama en el vídeo “la construcción de una identidad plebeya”.

Yo creía que la feminización de la política consistía, más bien, en hacer visibles cuestiones relacionadas con la mujer que, precisamente por ello, habían estado invisibilizadas en el panorama político. Aunque no estoy segura de que el término “feminización” encaje ni siquiera en esta visión del asunto. Puede, incluso, que la cosa sea aún más sencilla y el proceso consista en llevar a cabo unas políticas inclusivas, en las que los colectivos menos favorecidos, no sólo se tengan en cuenta, sino que formen parte de la materialización de esas políticas y que el Estado se dedique a crear un marco de justicia y libertad en el que todos los ciudadanos estén incluidos. Puede que dentro de ese proceso sea, además, importante dejar de institucionalizar ciertas iniciativas y abrir el concepto de “lo político” a otras dimensiones de la sociedad, revisando, incluso, el propio concepto de “política”. El hecho de dejar en manos de papá o mamá Estado las herramientas de cuidado y protección, por seguir utilizando la misma terminología, puede que no sirva sino para quedarnos desamparados en otros muchos aspectos de mayor índole. Me refiero a aspectos como la libertad de pensamiento y de acción para, precisamente, cuestionar ciertas creencias que han ido poco a poco institucionalizándose. Y dejar a un lado de una vez, si no es mucho pedir, estos clichés que hacen más daño que otra cosa.

Javier Marías, palabra de feminista

Javier Marías, palabra de feminista

El pasado domingo 20 de noviembre, se publicó en el suplemento de El País el último artículo de Javier Marías titulado Trabajo equitativo, talento azaroso que pueden leer aquí. El novelista nos tiene acostumbrados a cierto nivel de disparate últimamente. Sin embargo, cuando una ya pensaba que Marías había tocado techo en este sentido, con su artículo del domingo ha demostrado que, en lo que a ciertos talentos se refiere, el escritor parece no tener límites, como tampoco parece tener el talento de autolimitarse.

Comienza el señor Marías su artículo autoproclamándose feminista. Agárrense los machos, que vienen curvas (y nunca mejor dicho). No hay peor comienzo que una justificación hecha de antemano. Ese “vaya por delante que yo no soy machista” no hace sino ponerle a una en guardia a la espera de la bomba que no tardará en explotar. Nos habla, entonces, de la brecha salarial entre hombres y mujeres, esa injusticia social ante la que nadie, independientemente de su sexo, género o condición, debería quedarse de brazos cruzados. Ilustra con datos sus afirmaciones, a través de porcentajes que hablan por sí solos. A las cifras nadie puede oponerse. ¿Quién en su sano juicio estaría en desacuerdo? Sin embargo, lo que viene después no es más que una sarta de falsedades, creencias no revisadas y opiniones algo ofensivas e indignantes. Llegan las curvas, la bomba, el despropósito. El delirio.

Arranca Marías el grotesco espectáculo haciendo pedagogía de lo que las “supuestas ultrafeministas” (él no es un supuesto, él es un feminista, no nos equivoquemos) deberían estar haciendo en vez de preocuparse por nimiedades como la visibilidad de la mujer en el mundo de la cultura y del arte. Porque claro, “el trabajo es mensurable y cuantificable en términos objetivos; las artes y lo que llevan implícito –talento, genio, como quieran llamarlo– no lo son”. Por lo tanto, según Marías, las artes no son trabajo, además de no ser éste mensurable. Sólo unos pocos son capaces de reconocer y medir la genialidad (como veremos más adelante). El talento es algo, pues, que te toca por azar (¿divino?, ¿genético?) y se acabó. No se hable más. Y es, además, la artística la única actividad que requiere de ese talento que la historia se encargará de premiar tarde o temprano, porque la historia es justa y equitativa. Faltaría más. Por eso, no importa dónde hayas nacido, tu nivel económico, tu entorno social y familiar, haber estudiado en la Universidad de Oxford o no haber tenido la opción de sacarte el graduado escolar. El talento te toca, como le toca a uno la lotería o un piso de protección oficial. Si no está de Dios, olvídate de escribir, de pintar, de componer, de esforzarte y de trabajar tu técnica. Asume tu condición de miserable carente de talento. Es lo que hay.

En el caso de las artes, los datos parecen no importarle al autor y la invisibilidad de la mujer en el mundo de la cultura parece no regirse por las mismas normas que en el resto de ámbitos de la vida civil y laboral. A pesar de que, según las cifras de los años 2013-2014 del Ministerio de Educación, Cultura y Deportes que pueden consultarse aquí, el 61% de estudiantes de la rama de Artes y Humanidades de grado y máster en las universidades españolas son mujeres, frente a un 39% de hombres y éstas poseen una calificación media superior en dichos estudios. En cambio, por poner sólo un ejemplo, las mujeres sólo representan un 32% en las plantillas orquestales españolas, según un estudio realizado en 2011. Es curioso cómo la balanza del azar se inclina siempre hacia el mismo lado. Caprichos de la ciencia de la probabilidad, será.

Y continúa el columnista haciendo referencias al saber popular, a la memoria colectiva, al «es de cajón» con afirmaciones tan delirantes como: “de todos es sabido que en los siglos XVIII y XIX hubo una concentración de genio musical en Alemania y Austria, incomparable con el existente en cualquier otro lugar [y] se debió en gran medida al azar”. Llama la atención leer este tipo de afirmaciones de la pluma de una persona con la trayectoria académica del señor Marías. La falta de visión crítica hacia la historiografía, digamos, oficial resulta, cuanto menos, chocante. La asunción de la historia escrita como algo incuestionable, irrevisable e infalible podría considerarse un error de principiante, pero en el caso de Marías es sencillamente imperdonable. Si algo no es azaroso, eso es la lectura del pasado, como tampoco lo es que todos los compositores que menciona desarrollaran sus carreras en un espacio geográfico concreto. Además, la visión de la historia del arte como la historia de los grandes nombres y hombres (y algunas mujeres, que representan para el escritor algo como el cisne negro de Popper), así como la concepción del “genio” artístico como algo que se reconoce o se reconocerá por unas personas con las capacidades y el talento necesario para hacerlo es, permítanme la expresión, carca y elitista, a la par que ingenua (aunque no creo que este sea el caso de Marías) y peligrosa. Y digo peligrosa porque el mensaje que nos está enviando el autor desde su palestra es que aceptemos, nosotras, las mujeres, nuestra condición, porque no podemos escapar de ella. Que no busquemos explicación ni razones a la situación de desigualdad e invisibilidad en la que nos encontramos en el mundo del arte y que dejemos de empeñarnos en ser lo que no nos corresponde. Porque, si no tenemos nuestro espacio en el mundo de la cultura, es porque no nos han sido otorgadas las capacidades necesarias para merecerlo. Y ojo, que lo dice un feminista.

“You Want It Darker”, Leonard Cohen alumbra la oscuridad

“You Want It Darker”, Leonard Cohen alumbra la oscuridad

Desde el pasado 21 de octubre está disponible el nuevo disco de Leonard Cohen (1934-) titulado “You Want It Darker”. El disco es nuevo, pero nada de lo que se encontrará en él supone una novedad en la larga discografía del cantautor canadiense. La misma voz ronca y susurrante, los coros femeninos, los ritmos de vals, los sonidos de sinagoga y órgano, y las referencias religiosas, tanto textuales como musicales, que ha ido repitiendo durante toda su carrera y que han hecho de su discografía algo tan reconocible. Pero, pese a que pueda resultar repetitivo en cuanto a recursos, esta nueva obra de Cohen supone una prueba más de esa coherencia suya tan llena de contradicciones que nunca resulta inconsistente. Y es que esas contradicciones quizá en realidad no lo sean tanto.

Unos días antes del lanzamiento del disco (nombre tomado de esa especialidad olímpica para su salida al mercado), la prensa se llenó de titulares que afirmaban que Cohen estaba preparado para morir y que éste podía ser el último trabajo del cantautor. Sin embargo, a pesar de la tendencia al sensacionalismo que exhibe la prensa día sí y día también, lo que en este caso propagó no fue más que las propias palabras que Cohen había pronunciado en una entrevista en el The New Yorker. Días más tarde, asustado quizá de que ese alguien a quien sus letras van dirigidas pudiera tomarse demasiado en serio sus palabras, Cohen zanjó el tema matizando que se proponía “vivir para siempre”. Pareció entonces que Cohen quisiera anular su primera afirmación y podíamos respirar tranquilos, ya que “se proponía” tener cuerda para rato. Sin embargo, bien podemos entender su segunda afirmación tranquilizadora como una confirmación de la primera. Así es, al menos, como yo la entendí. Sobre todo tras escuchar su último trabajo, que ojalá no sea el último.

Leonard Cohen ha escrito unas letras que parecen estar llenas de contradicciones. Y digo que parecen, no porque el autor haya querido hacernos creer que lo son cuando no lo son, sino porque, aunque las contradicciones existan y sean, además, evidentes, no sólo no se anulan entre sí, sino que se soportan e incluso se apoyan unas a otras, dejando al descubierto todo un sistema de pensamiento tan complejo como transparente. Me refiero al trasfondo religioso de prácticamente la totalidad de las letras que están, además, escritas en primera persona y dirigidas siempre a alguien, que no es otro que Dios. Así pues, Cohen habla directamente a Dios, sin intermediarios, en una especie de salmos que beben más de su judeo-cristianismo que de su más reciente budismo zen, religión de la que se ordenó monje en 1996, sin haber nunca renunciado a su confesión judía. Es cierto que sus letras dejan un regusto a despedida y reflexionan sobre una vida que acaba. No obstante, no puede decirse que Cohen rece ni busque refugio en la religión al final de sus días, sino que aprovecha la ocasión para arreglar cuentas con Dios, moviéndose entre lo que a simple vista podrían parecer los dos extremos de la fe: la afirmación y la negación de su existencia. Pero, ¿son estos conceptos realmente contradictorios?

Se puede decir que Cohen habla a Dios como contingencia. Y, como en toda contingencia, se proyectan en él las dos dimensiones de existencia y no existencia, donde la una no anula a la otra, sino que para el autor la idea de Dios sólo es posible teniendo en cuenta las dos dimensiones de afirmación y negación. Cohen plasma en sus letras su deseo de que Dios exista (I’ve seen you change the water into wine/I’ve seen you change it back to water too/I sit at your table every night/I try but I just don’t get high with you), incluso hay momentos en los que asume que sencillamente existe (Hinéni, Hinéni/I’m ready, my Lord), aunque a veces le dé la espalda y lo niegue (Only one of us was real/and that was me. When I turned my back on the devil/turned my back on the angel too), sin dejar de mirarle de reojo (Seemed the better way/when first I heard him to speak/now it’s much too late/to turn the other cheek). No es lo mismo, por tanto, “creer que Dios puede no existir”, que “creer que Dios no existe”. De hecho, la fe quizá no sea más que ese “querer que Dios exista” unamuniano. Y es en ese “querer” -aunque sea a ratos- en el que Cohen niega la existencia de Dios a la vez que la afirma. Porque si algo se desea es porque en cierta medida no existe, pero, al mismo tiempo, sólo puede desearse aquello cuya existencia se sabe al menos posible.

Muchos han definido este disco de Leonard Cohen como el “más oscuro” de su obra. No sabe una bien lo que eso significa. Puede que haya sido calificado así por las explícitas referencias que contiene a la muerte, que parece ser un tema relacionado automáticamente en nuestra cultura con la oscuridad, o sencillamente por el título de la canción que da nombre al trabajo. Tal definición me parece simplista y reduccionista. Leonard Cohen no ha grabado su disco “más nada”, sino que ha escrito las canciones que ha querido y ha dado una lección de claridad al hablar de un tema tan complejo como es, no ya la muerte, sino la muerte de uno mismo. No sé si Dios tiene algo que ver en esto, pero lo único que espero es que esa intención que tiene Cohen de “vivir para siempre” sea también una posibilidad.

Juicio y culpa, pero no misericordia: la música en el spot del Salón Erótico de Barcelona

Juicio y culpa, pero no misericordia: la música en el spot del Salón Erótico de Barcelona

Con el objeto de ampliar el análisis que inició mi compañera Marina Hervás (cuyo artículo puede leerse aquí) sobre la polémica que ha suscitado el vídeo promocional del Salón Erótico de Barcelona de este año 2016 ideado y producido por la agencia Vimema, me propongo realizar un acercamiento al mismo desde una perspectiva estrictamente musical. La innegable potencia visual del vídeo, compuesto por una concatenación de imágenes de estética pictórica que remarcan la repetitiva dualidad entre “hipocresía” y “realidad” -a través de primeros planos que se amplían dejando que el observador descubra la escena completa-, se ve fortalecida musicalmente por la elección de la famosa Lacrimosa del Requiem de W.A. Mozart. Teniendo, pues, en cuenta la cuidada puesta en escena y los mensajes sentenciosos e implacables que va lanzando la voz en off, sería ridículo pensar que la elección de la música haya sido arbitraria. Y es que, a pesar de que en este siglo nuestro lo visual tenga tanta autoridad, la música, asumida en este caso como parte fundamental del atrezzo –ya que queda escondida tras la voz de Amarna Miller-, nos ayuda a crear el marco en el que se sitúan estas escenas. El poder que, en este caso, y en el de la publicidad en general, tiene la música es, entre otros, el de enviar un mensaje ­-muchas veces simbólico y que se recibe de manera más o menos consciente-, así como el de activar una red de significados que forman parte del imaginario común. La elección de una música u otra que acompañe a las mismas imágenes no es cuestión baladí, pues la música conecta de manera más directa con el observador. Porque, así como el ojo se da cuenta de lo que ve, el oído no siempre es consciente de lo que oye.

La utilización de obras de música clásica en publicidad es un recurso muy utilizado y con el que el consumidor está ya muy familiarizado. Es habitual escuchar en los anuncios televisivos piezas de música clásica completamente descontextualizadas de su función original. Aun siendo cierto que, como complemento meramente estético, la elección de la Lacrimosa no hace sino reafirmar con su trasfondo dramático tanto el mensaje del spot como su estética visual -que retrata reconocibles estampas religiosas-, el uso de una música pensada para los difuntos con la finalidad de vender un evento porno no deja de ser una provocación más del vídeo. Se trata, sin embargo, de una provocación que no escandaliza. La música funcional, dentro de la cual podemos situar la religiosa, y esta pieza en concreto, no se traslada directamente del templo a la publicidad -o, en este caso, al salón porno-. En ese camino ha realizado ya varias paradas que la han desconectado por completo de su función primera. Se ha desprendido de su significado religioso original para asumir un sinfín de significados nuevos, entre los que se encuentra el comercial. Así, pues, cuando el consumidor medio escucha una parte de un réquiem en el anuncio, no lo reconoce como tal, sino que le atribuye los diversos significados que la pieza haya ido asimilando con los diferentes usos que se le hayan dado. En consecuencia, si no se tiene en cuenta esta religiosidad a la hora de programar réquiems, misas u oratorios incluso en salas de concierto profanas, ¿por qué deberíamos tener en cuenta su función religiosa en este caso? Pues, simplemente, porque la pieza de este spot sí ha sido elegida por ser religiosa.

Vayamos, pues, por partes. El fragmento del Requiem de Mozart utilizado para la ocasión no es un fragmento cualquiera. Primero de todo, es uno de los fragmentos más reconocibles de la obra, una especie de “hit” de la música clásica. A una podría entrarle en este punto la duda de si la elección ha sido más arbitraria de lo que se pensaba o si podía haberse utilizado cualquier otro gran éxito de similares características. Sin embargo, dejando a un lado la familiaridad del fragmento, hay algunas cuestiones que, casualidad o no, resultan ciertamente sugerentes. Lacrimosa es, dentro del Requiem, la parte final de la secuencia Dies Irae (Día de la ira), el poema medieval que describe el día del Juicio Final, aquél en el que los elegidos se salvarán y los condenados serán arrojados a las llamas eternas. Como una especie de Jesucristo, Amarna Miller se nos presenta en la primera escena del vídeo sentada a la mesa de una Última Cena inspirada en el cuadro de Leonardo Da Vinci y en la película “Viridiana” de Luis Buñuel, soltando un discurso en el que claramente distingue entre aquellos a quienes se debe salvar y aquellos que deben arder en los infiernos, que no son otros que los hipócritas o quienes no se sienten identificados con el mensaje.

La letra de Lacrimosa, traducida del latín al castellano, dice lo siguiente:

Lleno de lágrimas será aquel día

En el que surgirá de sus cenizas

El hombre culpable para ser juzgado

Por lo tanto, ¡Oh, Dios!, ten misericordia de él.

Piadoso Señor Jesús,

Concédeles el descanso eterno.

Amén

Sin embargo, en el vídeo no aparece la pieza completa –que puede escucharse aquí-, sino que ha sido cortada para encajarla en el minuto y medio exacto que dura el anuncio. Resulta llamativo que sean el cuarto y quinto versos los que hayan desaparecido, precisamente los que hablan de “piedad” y “misericordia”. El corte puede entenderse desde criterios meramente musicales, ya que se ha suprimido la parte que modula a una tonalidad mayor, ese modo que convencionalmente se relaciona con la alegría, la paz y la luz. Y al eliminar esta parte se consigue que todo el vídeo respire la atmósfera oscura, dramática y trágica deseada. Pero, aunque seguramente no haya sido el propósito, no deja de ser significativo que, con este corte, el sentido del texto haya sido cambiado radicalmente. No habrá paz para los malvados, parece decirnos desde un improvisado altar la industria del porno. Yo, por mi parte, prefiero no creerme todo lo que se me diga desde los altares.

«Eat That Question: Frank Zappa in His Own Words».  Los límites de la libertad

«Eat That Question: Frank Zappa in His Own Words». Los límites de la libertad

Fecha de estreno: 24 de junio de 2016 (Estados Unidos)

Director: Thorsten Schütte

Guión: Thorsten Schütte

Distribuidora: Sony Pictures Classics

El pasado sábado 17 de septiembre se pudo disfrutar, dentro de la programación de la 64ª edición del Festival de Cine de San Sebastián-Donostiako Zinemaldia, de la primera proyección del documental sobre Frank Zappa (1940-1993) titulado Eat That Question: Frank Zappa in His Own Words dirigido por Thorsten Schütte. Se trata de una película basada íntegramente en la recopilación de diferentes archivos históricos de intervenciones públicas que el artista realizó a lo largo de su vida: entrevistas, debates y concursos de televisión o juicios sobre la censura. Schütte realiza una radiografía de Zappa en sus diferentes facetas, dejando que él mismo se retrate, sin intervenir en el discurso y situando al espectador en una posición de negociación constante con Zappa, que derrocha seguridad en sí mismo en cada intervención, a través de  un lenguaje directo, con frases cortas y sentenciosas, sin matices. Zappa no habla, sino que lanza dardos al centro de la diana y, una de dos, o los esquivas, o se te clavan.

«No creo que nadie me conozca. Las entrevistas son anormales. Una especie de inquisición», afirma el propio artista al comienzo de la película. Esta declaración supone, sin duda, un aviso para navegantes y un condicionante para cualquiera que se atreva a sacar conclusiones de este complejo personaje a través de sus intervenciones públicas. Pero también facilita la posición que el espectador crítico debe tomar frente a lo que escuchará en los siguientes noventa minutos. Puede que a Zappa no le interesara dar a conocer a la persona que había detrás de su música y por eso incurra en varias contradicciones. Por un lado, se empeña en despolitizar sus letras, cuando, a su vez, insiste en hacer llegar su “mensaje” a la mayor cantidad de gente posible. Quizá Zappa no fuera partidista, pero difícilmente podríamos decir que fuera apolítico, entendiendo la política como la preocupación por las libertades y la organización social de la realidad en la que se vive. Por otro lado, su antiautoritarismo casi exhibicionista contrasta con su exigencia y rigidez hacia las personas con las que trabajó. “A mí no me importa lo que la gente haga en su vida privada. Si alguien quiere drogarse en su casa, que lo haga. Pero cuando está de gira conmigo, me representa a mí y a mi música.”, dice el músico. Son muchas las declaraciones en las que Zappa dejó claro que su objetivo, o mejor dicho, su gran obsesión, fue dar a conocer su trabajo. Por lo tanto, lo mejor que en este caso puede hacer el espectador es intentar alejarse de la curiosidad morbosa que siempre suscitan las estrellas de rock e intentar acercarse sin prejuicios a su música. Quizá así pueda aprender algo del inetiquetable, pero sobre-etiquetado, Frank Zappa.

Es precisamente esa falta de prejuicio la que mejor define la música de Zappa. Su formación radicalmente autodidacta –valga el oxímoron- hizo que para él la música fuera una sola cosa, sin importar la naturaleza de la misma, siendo igual de importante una canción de rock, de doo wop, de R&B, que una ópera o una obra sinfónica. Porque, a pesar de ser conocido sobre todo por su faceta de músico de rock, por sus letras obscenas, sucias, controvertidas y satíricas, y por su irreverente sentido del humor, Frank Zappa fue un músico serio o, más bien, un músico que se tomaba muy en serio la música. Él mismo narra que su primer contacto con la música fue a través de las obras de Varèse, Stravinsky y Weber. Comenzó a componer –o a “dibujar la música”, como él lo llamaba- música de cámara y sinfónica a los 14 años, y no fue hasta la veintena cuando escribió su primera canción de rock con letra. Su objetivo era “encontrar el eslabón perdido entre Varèse, Stravinsky y Weber”. Un eslabón que buscó con su grupo “The Mothers of Invention” (1965-75), que le llevó a abrir las fronteras del rock a la música contemporánea en su carrera en solitario y con sus grabaciones con la London Symphony Orchestra (1983 y 1987). Un eslabón que quizá encontró en su ya mítico último disco de 1993 “The Yellow Shark” con el Ensemble Modern o que habría encontrado de no haber muerto tan prematuramente.

La falta de prejuicios otorga siempre libertad. Pero la libertad tiene sus límites. “Tengo cuatro hijos, pago mis tasas y tengo una hipoteca”. Zappa jugó, y creo que ese es el verbo adecuado, a moverse en esos límites impuestos por la realidad, sabiendo muy bien dónde estaban. Me refiero aquí a los límites del lenguaje, de la agitación social y de la censura. Pero Zappa jugó también a buscar sus límites artísticos, esos que el propio artista se autoimpone. Y Zappa se impuso muy pocos. En realidad, sólo aceptó los términos de la libertad musical. Fue un trabajador obsesivo, minucioso y rígido en cuanto a la forma y la estructura musicales. Su propia vida artística parece haber sido concebida con esa misma visión formal. Porque su obra, de principio a fin, puede asumirse como una sola, como un plan trazado de antemano, como una gran sinfonía en la que nada es en realidad casual.

Tuve la suerte de conocer en mi adolescencia la música de Frank Zappa sin entender ni una sola palabra de sus letras. Considero que fue una suerte porque, en el caso contrario, los árboles no me habrían dejado ver el bosque. Prácticamente todos los entrevistadores que aparecen en el documental se refieren a Zappa como “artista controvertido y obsceno”. Y realmente fue las tres cosas. Sin embargo, quizás todas las obscenidades de sus letras y las provocaciones fueran su manera de gritarle al mundo “¡escuchadme!”. Y eso es lo que deberíamos hacer. Pero claro, como bien dijo él mismo: “la gente no está acostumbrada a la exquisitez”.