ENTRE LA MOFA Y EL ORGULLO PATRIO: reflexiones sobre gimnasia rítmica, música y David Bisbal

ENTRE LA MOFA Y EL ORGULLO PATRIO: reflexiones sobre gimnasia rítmica, música y David Bisbal

Ahora que han terminado los Juegos Olímpicos de Río 2016 y nos encontramos, como dice el periodismo, en plena «resaca olímpica» o, más bien, ahora que los Juegos Olímpicos han caído en un profundo olvido; ahora que las glorias y los fracasos han pasado a un segundo o tercer plano y que a (casi) nadie le interesa ningún deporte que no sea el rey; ahora que (por seguir con los versos de Sabina) ha pasado la etapa de la sobreinformación y el sobreentusiasmo, real o fingido, que conlleva este tipo de eventos globales, me dispongo a reflexionar, con la ligereza que exige el período estival, sobre un pequeño acontecimiento, si es que así puede llamarse, que tuvo lugar el pasado 19 de agosto y dio pie a varios titulares y a una oleada de publicaciones en las diferentes redes sociales. Me refiero a un suceso que adquirió, creo yo, cotas ridículamente altas de cobertura tanto por parte de los medios de comunicación como de los particulares que lo difundieron en TwitterFacebook y demás plataformas.

Lo primero que llama la atención es con qué facilidad convierten las redes sociales en acontecimiento un hecho anodino y cómo los medios de comunicación se hacen eco de tal acontecimiento inventado y contribuyen a su difusión transformándolo en noticia. Y cómo, llegados a este punto, nadie se plantea ya si lo que ve o lee o le cuentan puede realmente considerarse tal. Es el poder de un titular: hacer que exista noticia donde no la hay.

La no-noticia que, en este caso, agitó las redes y generó titulares fue que, en las semifinales individuales de gimnasia rítmica, la búlgara Neviana Vladinova eligió para su ejercicio la archiconocida canción Bulería del archiconocidísimo David Bisbal (los adjetivos son intercambiables). Resultó, además, que al clasificarse la gimnasta con ese ejercicio para competir en la final, la difusión de la “noticia” se hizo ya imparable. ¿Por qué? Simplemente porque el triunfo de la búlgara, al elegir la canción de uno de los mayores embajadores culturales españoles, al nivel de lo que un día fuera Julio Iglesias, se convertía en un triunfo de España. Se comenzaron así a publicar en los medios digitales titulares como “Bulgaria hace Olímpico a David Bisbal en gimnasia rítmica” (El Español, 20-08-2016), “Bisbal en la gran final” (La Voz de Almería, 21-08-2016) o “David Bisbal, protagonista de la semifinal de gimnasia rítmica” (As, 20-08-2016). El éxito de la gimnasta búlgara pasó a ser así el de España.

Es innegable que este tipo de acontecimientos deportivos dispara el orgullo patrio. Basta con recordar aquel poético grito de guerra, aquel “yo soy español, español, español” que se cantaba a pleno pulmón en la  Eurocopa de fútbol de 2008 y que se convirtió en himno deportivo nacional (adoptando, por cierto, la melodía rusa Kalinka). Pero en este tipo de acontecimientos también se dispara la mofa, que no es sino otra expresión del mismo orgullo patrio. Entre ambas dos manifestaciones de la misma cosa se difundió por las redes sociales el gran acontecimiento. Los usuarios, término con el que se conoce a quienes utilizan las redes, se dividieron entre los fans orgullosos de escuchar a su artista favorito en Río y sus detractores, que se reían de Bulgaria por haber elegido esa “basura comercial”. Todo muy español y “mucho español”. Pero, ¿qué diferencia hay entre elegir una canción de Bisbal, una de Madonna, como hizo el equipo ucraniano, una de Beyoncé, como se pudo escuchar en algún ejercicio de suelo de las estadounidenses en gimnasia artística o una de Carlinhos Brown, que es con la que compitió en uno de sus ejercicios el equipo español de rítmica? Ninguna, diría yo.

La música en la gimnasia rítmica, por lo que he podido observar, se mueve en tres terrenos: la música de las grandes estrellas del pop, la música instrumental romántica (con la supremacía arrolladora de los instrumentos de cuerda) y las músicas locales utilizadas como clichés de lo racial, lo étnico o lo auténtico, pero no siempre, o casi nunca, como representación de una identidad cultural propia. En este vídeo de las rondas clasificatorias para los JJOO de Río podemos observar las tres tendencias. La gimnasta finlandesa Ekaterina Volcova, por ejemplo, bailó al son nada más y nada menos que del pasodoble España Cañí y la brasileña Natalia Gaudio utilizó otro pasodoble, esta vez fusionado con samba. Se escuchan, además, canciones de Jennifer López de la mano de Alemania, de ABBA por Rumanía o la mítica You never can tell de Chuck Berry (la del famoso baile entre Uma Thurman y John Travolta en Pulp Fiction) por Canadá. Tenemos tango por Kazajistán, China y México, salsa por Findandia, samba por Uzbekistán y Canadá, es decir, un batiburrillo difícil de catalogar y de relacionar con el país en cuestión.

La música tiene gran protagonismo en este deporte. Tanto es así que la gimnasia rítmica moderna se desarrolló en parte gracias a Émile Jaques-Dalcroze, un compositor y pedagogo que ideó un método para sus alumnos de música en el que el ritmo, el gesto corporal y el movimiento eran el medio para la verdadera asimilación de los conceptos musicales básicos. Así pues, en la gimnasia rítmica la música funciona, o debería funcionar, como generadora de esa expresividad corporal. Sin embargo, el alto nivel técnico y la brutal exigencia física de la gimnasia parecen haber dejado en un segundo plano a la música, que pasa a actuar más como una excusa, como un adorno auxiliar, que como verdadero motor expresivo del movimiento. Da así la sensación de que la música se utiliza para ganarse la simpatía del público o para causar en él cierto impacto, cosa que, según parece, a veces consigue. Porque lo cierto es que la música no suele estar a la altura del exquisito nivel gimnástico de estas mujeres y rara vez se mencionan las canciones o piezas que aquellas utilizan en sus ejercicios. Pero al menos sí sabemos que David Bisbal estuvo a punto de conseguir medalla. Un orgullo.

De Idomeni a Idomeneo, la realidad como escenario

De Idomeni a Idomeneo, la realidad como escenario

La ópera Idomeneo de W. A. Mozart (1756-1791), compuesta en 1780, ha sido representada los pasado días 8 y 9 de julio en el Festival de Ludwigsburg, bajo el título De Idomeni a Idomeneo, por la orquesta BandArt en colaboración con la asociación alemana para los refugiados Zuflucht Kultur. Al título de la ópera se le ha añadido el nombre de la ciudad griega de Idomeni, situada en la frontera con Macedonia, como símbolo del éxodo de los refugiados que se concentran en esa localidad a la espera de entrar en Europa en busca de una vida más segura. Por esto, los integrantes del coro, así como algunos músicos y figurantes, son todos ellos refugiados y exiliados de Irán, Siria, Irak, Pakistán, Afganistán y Nigeria. Este artículo no pretende ser una crítica de las representaciones. En primer lugar, porque no he tenido el placer de disfrutarlas. Y, en segundo, porque creo que un acercamiento a este proyecto desde una perspectiva meramente musical no sólo le restaría valor, sino que sería, sencillamente, un error. Los medios de comunicación se han centrado en difundir la iniciativa presentándola como una especie de alegato a favor de la cultura (sea eso lo que sea) como herramienta de integración o incluso como salvadora de la humanidad en tiempos de crisis. Pero tampoco quiero sumarme a esta especie de canto a la utopía. Lo que me propongo es, simplemente, reflexionar sobre las supuestas coincidencias simbólicas, las contradicciones y las paradojas que conviven alrededor de este loable proyecto.

A Idomeneo, Rey de Creta, lo sorprendió una gran tempestad en su retorno de la Guerra de Troya. Desesperado por sobrevivir, prometió a Poseidón, dios del mar, que, si llegaba ileso a su isla, sacrificaría al primer ser vivo que le saliera al encuentro, con la mala fortuna de que tal ser fue su propio hijo. Idomeneo no escapaba de una guerra, sino que volvía triunfante de ella, cuestión no baladí si se quiere ser riguroso en los paralelismos del mito con la tragedia de los refugiados, toda vez que éstos huyen de sus hogares y arriesgan sus vidas con la esperanza de poder reconstruirlas en algún otro lugar, poniendo también en peligro las de sus propios hijos, aunque sin ninguna garantía. El privilegio del contacto directo con los dioses del que hace uso Idomeneo tampoco lo tienen los refugiados, ya que no les quedan dioses a los que suplicar y las personas que deben ayudarles les han vuelto la espalda. El título, pues, parece haber sido elegido por la simple coincidencia de nombres, más que por el trasfondo narrativo o conceptual que pudiera haber tras él. Por eso, la intención de presentar la cultura, o la música, en este caso, como una especie de Poseidón que puede salvar las vidas de estas personas resulta algo forzada. No me refiero a la propia iniciativa, que, como ya he mencionado, me parece admirable y necesaria, sino a la instrumentalización que de ella pueden hacer instituciones y medios de comunicación, valga la redundancia. Y es que Europa está aprovechando el tirón para esconder sus vergüenzas bajo uno de los mayores estandartes sobre los que se construye: la Cultura.

Además de ser una herramienta para la integración, la cultura puede utilizarse, y de hecho se utiliza, para difundir discursos ideológicos y políticos, para lanzar mensajes que no pueden sino aceptarse, ya que se apoyan en una plataforma que supone un bien superior al que nadie en su sano juicio puede oponerse. El hecho de que una iniciativa como esta no funcione como subversivo y no agite conciencias, sino que haya sido asumida y apropiada por las mismas instituciones que son responsables de la situación y a las que pretende interpelarse, debe provocar, al menos, una reflexión. Y es que, si el objetivo de este trabajo es el de alzar la voz de los refugiados y sonrojar a Europa, deberíamos considerarlo un fracaso, pues no sólo ha sido aplaudida y difundida por todas las instituciones, sino que en noviembre habrá dos representaciones más dentro de los European Cultural Days organizados por el Banco Central Europeo y el Deutsche Bundesbank en Frankfurt. Es decir, el inherente peso simbólico del proyecto está siendo, en cierta manera, neutralizado en pro de su rentabilidad política y económica. Tomando la cultura como excusa, las instituciones europeas no han dudado en aprovechar la ocasión para el lavado de cara que necesitan a causa de la lamentable gestión que de la tragedia de los refugiados han realizado.

El hecho de que este tipo de proyectos se lleven a cabo y se visibilicen sólo puede tomarse como algo positivo. Si, además, contribuye a mejorar la calidad de vida, aunque sea en el plano espiritual, de las personas que se encuentran en los campos de refugiados, sólo podemos alegrarnos, aplaudirlo e incentivarlo. Sin embargo, si la valoración que hacemos se reduce a una perspectiva cultural y artística, corremos el riesgo de estetizar y banalizar lo que ocurre detrás de estas representaciones, de confundir el escenario con la realidad, a los figurantes con las personas y a las instituciones como el BCE y el Deutsche Bundesbank con Poseidón, que salvó la vida de Idomeneo, pero sólo a cambio de un sacrificio humano.

«Instrumental» de James Rhodes: el triunfo del yo

«Instrumental» de James Rhodes: el triunfo del yo

 

Idioma original: inglés
Título original: Instrumental

Editorial: Blackie Books

La publicación en España del libro autobiográfico de James Rhodes (Londres, 1975) ha sido recibida, tanto por la crítica como por los lectores, con gran entusiasmo. Para encontrar reseñas, opiniones y críticas sobre el libro y ver la magnitud de este “fenómeno”, no hace falta más que escribir el título del mismo o el nombre de su autor en cualquier buscador y pasearse por las diferentes y variopintas plataformas que le han dado cobertura. Periódicos, blogs personales o revistas dedicadas a la cultura pop, entre otros, contienen las más diversas piezas periodísticas en las que se subraya la crudeza, la valentía y la honestidad de la autobiografía de este joven pianista de música clásica.

Por lo tanto, teniendo en cuenta las limitaciones de quien esto escribe en lo que a crítica literaria se refiere y deseando que este artículo no se pierda entre las cientos de reseñas que se han publicado, mi intención no es tanto la de someter este libro a análisis, sino la de realizar un breve acercamiento al propio “fenómeno Rhodes”. Sin embargo, para conseguirlo, he creído conveniente obviar lo que inevitablemente se ha impuesto sobre cualquier valor literario o musical del libro y ha anulado, quizá, la posibilidad de encontrar diferentes perspectivas en su lectura: los abusos sexuales (o las violaciones, como él prefiere llamarlos) que Rhodes sufrió durante su infancia por parte de su profesor de boxeo y los consiguientes daños físicos y psicológicos que le han llevado a una constante entrada y salida de psiquiátricos y adicciones varias. Pasaré por alto también cualquier comentario sobre el poder sanador y de salvación que el autor atribuye a la música y que va adquiriendo importancia a medida que avanza la narración, hasta rozar, en algún momento, el tono pseudo-espiritual propio de algunos libros de autoayuda.

La autobiografía de Rhodes tiene estructura de disco: los capítulos se llaman “tracks” y llevan por título diferentes versiones de obras para piano pertenecientes al canon musical occidental realizadas por los “grandes pianistas” y que, de alguna manera, han sido importantes en la vida del autor. Tras una breve introducción a la obra/intérprete/compositor, Rhodes narra un capítulo de su vida que el lector no puede evitar intentar relacionar, no siempre con éxito, con la obra o la versión que le da título al fragmento. De hecho, el propio Rhodes recomienda leer cada capítulo escuchando la pieza en cuestión, para lo que pone a disposición del lector una lista de reproducción en Spotify titulada también “Instrumental”. Hay que reconocer que se trata de una idea original y efectiva para facilitar el acceso a la música clásica al lector no especializado. Y es que parece que Rhodes se ha propuesto romper ciertas barreras que a día de hoy siguen pesando sobre la música clásica, para así poder llegar a un público más amplio.

Como cualquier personaje que adquiere cierta notoriedad pública, James Rhodes ya tiene su etiqueta. En este caso, se refieren a él como un “renovador de la música clásica”, aunque nadie explica realmente qué significa eso (sirva de ejemplo el breve espacio que le dedicaron al pianista en el programa “Atención Obras” de RTVE). El propio término “renovar” resulta un tanto confuso, tal como se puede comprobar en las distintas acepciones de la RAE. Por lo tanto, después de hacer un esfuerzo por imaginar qué es exactamente lo que quieren decir quienes utilizan esta etiqueta, quizá lo más adecuado en este caso sea hablar de ruptura, de reinvención o de modernización de la música clásica. Sin embargo, ¿cuánto hay en James Rhodes de modernizador y cuánto de mercadotecnia?

Rhodes fue en 2010 el primer pianista de música clásica que firmó un contrato con Warner Bross Records, la mayor discográfica de rock del mundo. El propio libro del que estamos hablando lleva por subtítulo “memorias de música, medicina y locura”, una especie de eslogan análogo al “sexo, drogas y rock&roll” en estructura y conceptos. Pero el aura pop del pianista no termina ahí, sino que se sienta ante el piano encorvado, escondiendo el rostro detrás de su cabello despeinado y sus grandes gafas de pasta, y viste zapatillas de deporte y camisetas con nombres de compositores clásicos, a la manera de los «grupies» que homenajean a las estrellas del rock. Se trata, por lo tanto, de una especie de modernización estética del intérprete de música clásica, más que de la modernización (aunque fuera sólo estética) de la música clásica en sí. Porque, si nos molestamos en escuchar al pianista, nos encontramos con una digitación más bien atropellada e interpretaciones algo distorsionadas, en las que el propio intérprete pesa más que la obra.

Además, Rhodes ha realizado programas de televisión y documentales para la BBC y Channel 4, escribe en el The Guardian Music Blog y, a través de su página web oficial (llena de imágenes de tazas de café y pastillas), una puede comprarse los zapatos que él usa (además de sus CDs y DVDs, claro), así como contemplar las portadas de los seis discos que ha grabado y que no desentonarían en las estanterías de música electrónica, hip-hop o funky de las cada vez más escasas tiendas de discos. Es innegable que Rhodes controla el medio, o los medios, y los utiliza para lanzar su mensaje. Y este libro, al final, es una vía más para hacer llegar un mensaje.  Aunque quizá, diría McLuhan, tanto el mensaje como el medio sean, en este caso, el mismo James Rhodes.

Michael Pisaro en Tabakalera (San Sebastián): nada nuevo bajo el sol.

Michael Pisaro en Tabakalera (San Sebastián): nada nuevo bajo el sol.

Tabakalera. Centro Internacional de Cultura Contemporánea

Donostia-San Sebastián

14/05/2016 a las 20:00

Michael Pisaro: composición y electrónica

Stéphan Garin: percusión

Didier Aschour: guitarra

El evento se presentó como una más de las iniciativas de la controvertida capitalidad cultural europea que este año se le ha concedido a Donostia-San Sebastián, junto con la ciudad polaca de Wroclaw. Donostia 2016, actúa como un agujero negro, absorbiendo cualquier acontecimiento cultural que se lleve a cabo en la ciudad. Y es que, cuando ya ha pasado prácticamente la mitad del año, una va abandonando la duda para acercarse a la certeza de que (casi) todo evento cultural que se ha llevado a cabo durante estos meses habría sido posible igualmente sin el título europeo.

Nos reunimos no más de veinte personas en una sala tímidamente iluminada para escuchar hablar a Michael Pisaro (Buffallo, Nueva York, 1961) sobre el paisaje sonoro y el field recording, técnicas que conforman la base de sus composiciones. Resulta estimulante escuchar a un compositor hablar de su obra, sobre todo cuando el discurso es honesto. Michael Pisaro cree en lo que hace, pero se trata de una fe casi religiosa y de una devoción irracional hacia una idea, la de escuchar la experiencia de la escucha, que sería lo mismo que escucharse a una misma escuchando. Pisaro busca, por un lado, la paradoja entre los conceptos, en un principio contradictorios, de escucha y silencio y, por otro lado, le atribuye al silencio la característica de serlo aunque no lo sea. Es decir, el silencio no es tanto la ausencia de ondas acústicas, sino una posición en la escucha. El silencio puede, por lo tanto, existir aunque exista sonido.

La música de Pisaro juega constantemente con ese límite entre el sonido y el silencio. Así es como funcionan Transparent City 6 y A Wave and Waves, cuyos fragmentos ejemplificaron las ideas del discurso. El compositor utiliza para su obra sonidos grabados del entorno, pero de un entorno entendido de manera rousseauniana, ya que la intención es situar al oyente en una naturaleza preindustrial, asumida como el verdadero lugar en el que el ser humano puede conectar con su estado natural, creando la experiencia de “estar en”. Además, las constantes alusiones a cuestiones antropológicas hacen que podamos entender la música de Michael Pisaro como una especie de “etnomusicología del entorno”, ya que se trata de una investigación a través de la grabación de los sonidos de la naturaleza como herramienta para el conocimiento del ser humano en su relación esencial con lo que le rodea. Sin embargo, ésta es una relación individual e introspectiva, que tiene como objetivo más el autoconocimiento que el propio conocimiento del entorno, más la conexión con uno mismo que la conexión con la naturaleza que refleja, reafirmando la idea religiosa del acto de escuchar que he mencionado anteriormente.

Pero las discusiones estéticas alrededor del silencio no son nuevas. De hecho, Pisaro abrió la conferencia con la casi obligada referencia al 4’33’’ de John Cage (1912-1992) y con una reflexión respecto del silencio como material compositivo irrepetible, ya que “dos sonidos pueden sonar igual, pero dos silencios no” (una afirmación, por otro lado, más que cuestionable). Hasta aquí todo en orden. Pero, lo que me llamó la atención es que la referencia a esta obra de Cage, escrita en 1952, fuera la única en una conferencia de casi una hora. “Cage abrió una puerta”, afirmó Pisaro, y no podemos sino darle la razón. Sin embargo, aunque hay que reconocer que el paisaje sonoro, entendido como fotografía sonora del entorno, ya sea buscando armonías en el mismo o creando armonías con el mismo, a través de grabaciones de los sonidos de la naturaleza que después se procesan (o no), en los años setenta del pasado siglo fue una corriente vanguardista y rompedora, lo cierto es que, a día de hoy, resulta ciertamente complicado valorarlo como música contemporánea o experimental.

La conferencia dio paso a un concierto de una hora en el que se interpretaron dos obras de las que no se dio título y que fueron impecablemente interpretadas a cargo de Stéphan Garin a la percusión y Didier Aschour a la guitarra, mientras el propio Pisaro lanzaba la electrónica. La calidad musical fue intachable y la precisión de la ejecución, admirable. La primera obra se basaba en una nota pedal sobre la que se construían interesantes armonías a través del juego entre segundas menores que creaban vibraciones mensuradas. El sonido del vibráfono tocado con arco se confundía con los sonidos electrónicos creando un verdadero diálogo entre lo “artificial” y lo acústico.

La segunda obra consistía en un colchón armónico denso entre la guitarra y la electrónica sobre el que el percusionista “jugaba” con diferentes materiales para hacer sonar el bombo. A través de lijas de diferentes rugosidades, granos de arroz lanzados de diferentes alturas y pelotitas que rebotaban en el bombo, se creó un espectáculo minimalista visualmente más atractivo. No obstante, no puede decirse que el resultado ni la técnica sorprendieran al oyente, ya que, tanto los juegos de los instrumentistas con sus instrumentos para generar sonidos diversos, como el material electrónico a base de sonidos de masas de agua, aviones despegando y viento procesados, son algo ya bastante trillado en las composiciones de paisaje sonoro. Quizá lo más sorprendente y estimulante del concierto fueran las campanas de alguna iglesia cercana que se oyeron repicar a las diez de la noche, imponiéndose el entorno real al entorno artificial que dentro de la sala se había creado.