La grandeza de un conjunto musical se mide no solo por su nivel técnico, sino sobretodo por la riqueza y la originalidad de sus propuestas artísticas. El RIAS Kammerchor Berlin es, por ambos motivos, un gran coro, y lo demostró con el magnífico concierto que realizó el pasado día 6 en L’Auditori de Barcelona, con un programa que combinaba los réquiems de Tomás Luis de Victoria (1548-1611) y Bernat Vivancos (1973-*). El Requiem de Vivancos fue objeto de un artículo de Marina Hervás en ocasión de su publicación en CD y cuya lectura recomendamos.
La música contemporánea (en algunas de sus corrientes, por lo menos) tiene mucho en común con la música antigua. La fascinación por el sonido en estado puro, la importancia de la disonancia y la inmediatez de la emoción son algunas cosas que la música de Victoria y Vivancos (entre otros) comparten como elementos esenciales. Para realzarlo y crear un verdadero diálogo entre ambos réquiems, el RIAS Kammerchor los ha presentado mezclados, lo que permite comparar mejor sus estilos. Además, aprovechando la presencia del acordeón en un par de movimientos de su Réquiem, Vivancos compuso para la ocasión dos interludios para este instrumento, que se complementaron con versiones instrumentales de la festiva danza anónima Ad morte festinamus del Llibre Vermell de Montserrat, y Peccantem me quotidie de Cristóbal de Morales, ambas muy adecuadas a la temática del concierto.
El RIAS Kammerchor, bajo la dirección de Justin Doyle, cantó con elegancia y estilo; solo algunas entradas ligeramente descoordinadas lo alejaron de la perfección. Es un placer escuchar un coro de sonido compacto cantar sin vibrato y poder disfrutar plenamente de las harmonías (especialmente sus disonancias) y las texturas que ofrecen las partituras. Posiblemente el momento más memorable del concierto fue en el «O Lux Beata» de Vivancos, en el que las voces del coro se van sumando hasta crear clusters (conjunto de notas muy cercanas que generan una fuerte disonancia) que se funden mágicamente en el sonido cristalino de tríadas consonantes. La espectacular «O Virgo Splendens» (cuyo estreno nacional reseñamos en estas páginas) quedó deslucida por el discreto papel de la soprano solista, que sustituía a la originalmente prevista. En esta obra la voz de la solista debe surgir de la nada con un delicado pianísimo -un efecto muy característico de la música de Vivancos-, y en este caso la solista no logró la sutileza necesaria en los contrastes dinámicos ni encajó tímbricamente con la sonoridad del resto del coro, algo que si consiguó el acordeonista Miloš Milivojević, tanto en sus intervenciones con el coro como en los delicados interludios de Vivancos.
La interpretación deLa bella molinerael pasado 4 de marzo en el Palau de la Música, dio inicio a dos semanas de frenética actividad musical en Barcelona, enmarcada en lo que se ha llamado Barcelona Obertura Festival, una iniciativa conjunta que implica a los principales programadores de música clásica de la ciudad, y que tiene como principal objetivo atraer al turismo (esto ya queda claro al consultar la página web, que inexplicablemente está solo en inglés). El principal reclamo son los nombres famosos, pero el festival incluye también algunas propuestas muy sugerentes, como un concierto que combinó los réquiems de Victoria y Vivancos, del que hablaremos en breve. Especialmente destacables son los 33 conciertos gratuitos, con músicos locales y programas variadísimos, que se realizarán en museos y centros cívicos de toda la ciudad. Es una auténtica vergüenza que una iniciativa que acerca la música clásica a la ciudadania, con conciertos gratuitos y de proximidad, no cuente con una página oficial en catalán o castellano. Esperemos que para próximas ediciones lo tengan en cuenta. De momento, pueden acceder a la programación en inglés en la página antes enlazada, y en catalán en el número especial que Núvol dedicó al festival.
Programar los ciclos de lied de Schubert no es nada nuevo, pero poder disfrutar de ellos de forma casi consecutiva (La bella molinera el dia 4, Viaje de invierno el 5 y El canto del cisne el 7) ya es algo más excepcional, sobretodo si están servidos por músicos como Matthias Goerne y Leif Ove Andsnes.
El barítono alemán es sin duda uno de los más grandes intérpretes de Schubert de la actualidad, y cada actuación suya es una experiencia inolvidable. Sobre su voz y su sensibilidad poco podemos añadir a lo que publicamos hace un par de años: «Goerne es un poeta, mima las palabras y prepara cuidadosamente cada sonido y cada silencio. Empieza las frases mucho antes de la primera nota, integrando en ellas la respiración y el suave balanceo del cuerpo, lo que provoca que la melodía surja del silencio de forma natural, como si siempre hubiera estado allí y simplemente hubiera que encontrarla.» Esta perfecta integración entre palabra, sonido, silencio y gesto es la principal característica del canto de Goerne, y de ahí surgen la intensidad de su intepretación y esa extraña comunión que crea con el público. Si el lied romántico es la expresión de la subjetividad por antonomasia, escucharlo cantado por Goerne es casi una experiencia voyeur.
En su libro sobre Winterreise, el tenor Ian bostridge afirma que «el espacio imaginario que crea el cantante realza la ejecución de la canción […] la canción es intensificada, vivida y proyectada. El espacio cobra vida tanto para el intérprete como para el público.» Goerne no es un buen actor. En el escenario sus gestos son simples y repetitivos, como su característico balanceo de brazos, como si no supiera qué hacer con ellos. Y es que, de hecho, Goerne no pretende actuar. Sus movimientos son espontáneos, fruto de su concentración en la música, y por ello resultan a veces más elocuentes que una actuación premeditada. Y así, sin buscarlo, el espacio al que se refiere Bostridge cobra vida, a través de las miradas al pianista -como si cantara para él-, las respiraciones, los balanceos o los pasos por el escenario. Somos conscientes que Goerne está inmerso en una especie de realidad aumentada que nosotros no podemos ver, pero que intuimos por sus gestos y la música.
Leif Ove Andsnes, desde el piano, no tenía lógicamente la libertad de movimientos de Goerne, pero contribuyó por igual a crear musicalmente ese espacio imaginario. Lo hizo por medio de un sonido cuidado y una pulsación clara y versátil, nada pesada, que encajaba a la perfección con el fraseo orgánico de Goerne y dotaba de profundidad a las texturas con las que Schubert representa los paisajes (externos e internos) de los dos ciclos.
Ya se sabe que el Palau es una sala ruidosa, probablemente porque siempre hay una fracción del público (turistas o locales, da igual) que asiste atraída más por su arquitectura que por la programación. En esta ocasión, sin embargo, los ruidos e interrupciones fueron casi inexistentes, pues la sala entera estaba completamente absorta en la extraordinaria interpretación de Goerne y Andsnes. Su versión de «Des Baches Wiegenlied» («Canción de cuna del arroyo», la última canción de La bella molinera) fue difícilmente superable y logró un largo silencio del público antes de unos intensos aplausos. Un espectador entusiasmado pero impaciente evitó que se repitiera la magia el día siguiente, aplaudiendo justo al final de un emocionalmente devastador Viaje deInvierno, antes de que los intérpretes bajaran los brazos. Debemos entender que el silencio forma parte también de la música, incluso después de que suene la última nota. Un percance menor, en todo caso, que no afecto al impecable resultado de los primeros dos recitales del ciclo. En breve hablaremos en Cultural Resuena del tercero y último, dedicado a El canto del cisne (Schwanengesang).
“Sentia que mi quincuagésimo año era un punto de inflexión. Miro atrás y veo tres periodos en mi vida. Primero fui un prodigio, después un exitoso compositor en Europa hasta la llegada de Hitler, y luego un compositor de películas. Cincuenta años es una edad muy avanzada para un niño prodigio. Siento que tengo que tomar una decisión ahora, si no quiero seguir siendo un compositor de Hollywood el resto de mi vida.”
Estas palabras queErich Wolfgang Korngold escribió en 1946 resumen a la perfección la tragedia de su vida. Durante su infancia, en Viena, fue aclamado como niño prodigio por gigantes como Strauss, Mahler o Zemlinsky, y sus obras eran estrenadas por los mejores intérpretes del momento. El Trio para piano Op.1, escrito con tan solo 13 años, sorprendió a todo el mundo por su originalidad, y para el estreno en Munich contó con el concertino de la Filharmónica de Viena y con el ya entonces famoso director Bruno Walter al piano. La Schauspiel-Overtüre Op.4, su primera obra orquestal compuesta a los 14 años de edad, la estrenó la Orquesta del Gewandhaus de Leipzig, bajo la dirección del legendario Arthur Nikisch, mientras que la Sinfonietta Op.5, escrita con 15 años, fue estrenada por la Filharmónica de Viena dirigida por Felix von Weingartner. Su mayor exito llegaría a sus 23 años, con el estreno simultaneo en Hamburgo y Colonia de su tercera ópera, Die Tote Stadt (La Ciudad Muerta). Sin embargo, a partir de este momento la crítica le volvió la espalda, y sus nuevas y ambiciosas obras (especialmente la monumental ópera Das Wunder der Heliane) no eran capaces de conectar con las tendencias de su tiempo, a pesar de ser bien recibidas por el público. Al respecto es muy revelador el excelente artículo de Michael Haas, The False Myths and True Genius of Erich Wolfgang Korngold, en el que se analiza entre otras cosas el recibimiento de estas obras, y también la ambivalente influencia del padre de Erich, Julius Korngold, un influyente crítico musical de gustos muy conservadores.
Precisamente intentando liberarse de la nociva influencia de su padre, Erich se pasó a la opereta, arreglando obras de Johann Strauss II, entre otros, para una serie de montajes que le reportarían notables ingresos. A través de ellos entró en contacto con el director de cine Max Reinhardt, quien le encargó que arreglara la música incidental de Mendelssohn para su película A midsummer night’s dream(1935). Fue su puerta de entrada a Hollywood. El estilo de Korngold -sus atractivas melodías, su sentido dramático, su dominio de la orquestación- llamó enseguida la atención de directores y productores, que vieron en su música el complemento perfecto para sus películas. Empezó una exitosa colaboración de una década con la Warner Bros que le reportó dos premios Óscar y tres nominaciones. Se trataba del primer compositor «serio» que llegaba a Hollywood y, por si fuera poco, con enormes éxitos a sus espaldas. Por ello el estudio accedió a firmar un contrato enormemente ventajoso para Korngold: solo tenía que trabajar en un par de películas al año, que además podían ser de su elección, tenía un control casi total sobre el proceso de composición y grabación, y conservaba los derechos de su música. Pero fuera de Hollywood la música de cine no era considerada música «seria», y la reputación de Korngold se resintió de ello. Con la anexión de Austria al Tercer Reich, lo que al principio era un trabajo lucrativo y voluntario se convirtió en un exilió forzado para Korngold, que era judío. Su interés inicial en la música para cine se fue desvaneciendo y para 1946 tomó la decisión de abandonar Hollywood y dedicarse de lleno a la música de concierto. El primer paso en esa dirección lo dio ya en 1945, cuando revisó un concierto de violín que compuso entre 1936 y 1939 usando temas de cuatro de sus bandas sonoras (un autoprestamo posible, recordemos, gracias a las condiciones privilegiadas de su contrato, que le reconocían derechos sobre su música). Finalmente, el Concierto en Re mayor, Op. 35 se estrenó el 15 de febrero de 1947 en Saint Louis (Missouri), con el célebre Jascha Heifetz al violín.
Caricatura publicada en el Neues Wiener Tagblatt que muestra a un Erich Korngold todavía bebé al piano, rodeado por algunos de los mejores músicos de su época, que le escuchan con admiración. De izquierda a derecha encontramos a Siegfried Wagner, Max Reger, Arthur Nikisch, Richard Strauss y Eugene d’Albert.
El concierto está estructurado en los habituales 3 movimientos, un primero (Moderato nobile), en forma sonata, un segundo (Romance) en forma ternaria de carácter más cantable, y un tercero (Finale) rápido y virtuoso. A continuación comentamos cada uno de ellos.
Primer movimiento: Moderato nobile
Korngold construye el primer movimiento a partir de dos temas, uno más afirmativo y otro más lírico. El primero de ellos está sacado de la banda sonora de Another Dawn, un film de 1937 con Errol Flynn y Kay Francis que narra un triangulo amoroso entre una bella americana y dos oficiales del ejercito inglés. En un giro muy británico, el marido toma el lugar del amante (que, como no podía ser de otro modo, es su mejor amigo) un una misión suicida, para que su mujer y su amigo puedan ser felices juntos.
El tema principal de Another Dawn consiste en una melodía amplia y expresiva que nos anuncia la nobleza de los sentimientos de los protagonistas (en apenas cinco notas la melodía escala dos octavas). Se trata de un amor de tintes heroicos, como sugiere el sonido de los metales, pero también trágico, como indican las disonancias. Pero los arpegios que encabezan las frases no consiguen completar exactamente las dos octavas, quedándose medio tono por abajo o uno por arriba, reflejando los deseos y angustias de los protagonistas. Podemos escuchar el tema en el siguiente tráiler:
Para el Concierto, Korngold mantiene la melodía pero altera radicalmente la orquestación, con lo que el tema adquiere un carácter más contemplativo. Así empieza el primer movimiento:
El segundo tema proviene de la banda sonora deJuarez(1939). Así suena en la banda sonora el llamado «tema de amor»:
En el Concierto para violín, Korngold de nuevo mantiene la melodía intacta y modifica la orquestación para darle un sonido más pulido y sutil. También elimina algunas repeticiones y añade al final pasajes de lucimiento:
Segundo movimiento: Romance
Para el segundo movimiento Korngold utilizó un tema de la banda sonora de Anthony Adverse (1936), con la que ganó su primer Oscar. Lo podemos escuchar al inicio del siguiente vídeo (hasta 1:30):
Y así suena en el segundo movimiento del concierto para violín:
Tercer movimiento: Finale
El último movimiento es el más virtuosístico y está basado en el tema principal de la película El príncipe y el mendigo (1937), basada en la novela de Mark Twain y de nuevo con la presencia de Errol Flynn. Lo podemos escuchar en el tráiler de la película (del segundo 15 al 55):
Y, con mayor calidad, en el siguiente corte de audio.
El Principe y el Mendigo, tema principal:
Observamos que el tema de la película tiene dos partes, una primera más épica, con dominio de los metales, que dura unos 20 segundos, y una segunda parte más lírica, con predominio de los violines, que va desde el segundo 22 hasta el 32.
Korngold construye el tercer movimiento de su concierto como un tema con variaciones, y empieza así:
De entrada es complicado reconocer la melodía de El príncipe y el mendigo, y es que Korngold, de forma ingeniosa, no empieza con el tema, sino con una variación en forma de giga, derivada de la primera parte del tema. Podemos ver en la imagen siguiente la primera frase del violín, con los característicos grupos de tres corcheas. Se trata de una melodía muy violinística que se presta bien al tratamiento virtuosístico.
Podemos escuchar el fragmento correspondiente a la imagen, más lento para que se aprecien los saltos y los descensos encadenados de tres notas:
Puede que, por el momento, todavía no se aprecie la conexión con el tema original. Para esta variación, Korngold toma las notas del tema, y añade otras para completar los grupos de corcheas. En la siguiente imagen podemos ver coloreadas las notas originales del tema (en violeta encontramos una nota del tema original pero rebajada una octava):
Si tocamos la frase destacando las notas coloreadas, y volviendo el mi en violeta a su octava original, obtenemos el siguiente resultado:
Con un poco de imaginación para reconstruir el ritmo ya podemos reconocer el tema que aparecía en el tráiler.
A continuación Korngold nos presenta y desarrolla algunas variaciones más. Una de ellas, a cargo de la orquesta, despoja a la giga inicial de las notas añadidas, y nos permite vislumbrar el tema original, aunque todavía con un ritmo distinto:
No es hasta la siguiente variación que el violín nos presenta el tema original entero, con sus dos partes, y ya perfectamente reconocible a pesar de un ritmo más homogéneo y un fraseo ligado:
Siguen más variaciones con fragmentos de gran lucimiento para el solista y, transcurridos aproximadamente dos tercios del movimiento, aparece por fin el tema original, en una cita literal de la banda sonora:
La primera parte (pueden compararla con el audio correspondiente) es idéntica a la banda sonora, usando exactamente la misma orquestación. La segunda parte, en cambio, es asignada al violín solista, con lo que preserva la sonoridad de las cuerdas pero adquiere un carácter más íntimo, realzado por el uso de armónicos.
Recepción
Igual que pasó con algunas de las obras de su época Europea, el Concierto para violín fue bien recibido por el público, pero no por la crítica. Raymond Kendall, que reseñó el estreno con el titular «decepcionante concierto de Korngold», afirmó que faltaba «oro» (gold) entre tanto «grano» (Korn) y que se trataba de «música prácticamente carente de inventiva y desarrollo». Korngold regresó a Viena donde se programaron algunas de sus obras anteriores a la guerra y estrenó otras obras importantes, como la Sinfonía en Fa (1957). Sin embargo, los horrores vividos en Europa dejaron una herida profunda que alteró también los gustos musicales. No eran tiempos para la música de Korngold, que parecía querer retomar la estética de preguerra, y al final acabó volviendo a los Estados Unidos. Su salud empeoró y en 1956 sufrió una embolia de la que se recuperó parcialmente, pero acabó muriendo en 1957 a los 60 años, con solo 42 obras en su catálogo. Como apunta Michael Haas en su ya citado artículo, «murió por el estrés de la irrelevancia. […] Murió creyendo que era un niño prodigio que nunca creció».
Su Concierto para violín debía ser su pasaporte de vuelta a la élite de la música «seria», pero no fue así. Tuvieron que pasar largos años tras su muerte para que su música fuera apreciada de nuevo y, aunque hoy en día la mayoría de sus obras siguen siendo desconocidas por el gran público, el Concierto para violín -igual que La Ciudad Muerta- se ha convertido en parte del repertorio estable de los grandes violinistas. Que precisamente el concierto se base en temas de sus bandas sonoras permite además reivindicar el valor de su producción cinematográfica. Una música que para nada es «de segunda» y cuya influencia se percibe todavía en compositores actuales como John Williams.
Magdalena Kožená y Mitsuko Uchida se reunieron en el Palau de la Músicade Barcelona -dentro de una gira que las llevó, además, a Bilbao y Praga- para interpretar una selección de canciones de Schumann, Wolf, Dvořák y Schönberg. El resultado fue un concierto fascinante, en el que ambas artistas mostraron una gran compenetración.
Mitsuko Uchida es una extraordinaria pianista que se desenvuelve igual de bien como solista que como acompañante. Su dominio de la pulsación fue clave en un repertorio que exige gran control del sonido, como por ejemplo en las expresivas harmonías de «Auf in altes Bild» de Wolf, o en las sutiles «Nixe Binsefuss» de Wolf y «Ó duše drahá, jedinká» de Dvořák. Brilló también en los fragmentos más humorísticos, como el final de «Abschied» de Wolf, o en los Brettl-Lieder de Schönberg.
Hace casi veinte años que una jovencísima Magdalena Kožená (la pronunciación seria algo así comoKózhenaa, alargando la «a» final) gravó el álbum Love Songs, con canciones de Dvořák, Janáček y Martinů. Ese disco, que habré escuchado miles de veces desde entonces, supuso mi primer contacto con la música y la lengua checa, y nunca he encontrado otras versiones de este repertorio que se le puedan comparar. Precisamente con el ciclo de ocho canciones de Dvořák (Pisně milostné, op. 83) que daba título al disco empezó la segunda parte del recital, y si esa grabación con Graham Johnson al piano era de referencia, su versión con Uchida, resultó incluso superior. La pianista japonesa imprime mayor delicadeza a las melancólicas canciones, y la voz de Kožená no ha perdido ni un ápice de belleza ni expresividad. La mezzo checa estuvo igual de inspirada en la selección de Hugo Wolf, pero sobretodo deslumbró con los Brettl-Lieder de Schönberg, con un fraseo seductor adecuado a las canciones de cabaret. Se permitió incluso sorprender al público en la divertida «Arie aus dem Spiegel von Arcadia«, cantando la segunda estrofa sin impostar la voz, como una cantante de cabaret.
Globalmente, el recital no podría haber salido mejor. Sin embargo, se echo de menos esa sensación de comunión entre público y artistas que distingue a las veladas memorables. Y la culpa fue precisamente del público – o, para ser justos, parte de él. Ya es habitual en el Palau encontrar un ambiente ruidoso durante los conciertos, especialmente en los más económicos, que suelen llenar-se de turistas que quieren visitar la sala, y por algo más de lo que les cuesta la visita guiada tienen un concierto. Pero la situación se está volviendo insostenible, hasta el punto de que las propias artistas mostraron en varias ocasiones su malestar. No detuvieron el concierto para reprender al público, como si hizo Barenboim un año atrás en la misma sala, pero sus miradas y sus gestos dejaban claro que no les parecía normal lo que ocurría, y no es para menos: sonidos de teléfonos (tres llamadas y numerosos mensajes), alarmas de reloj (¡¡quien necesita todavía el molesto pitido de la hora en punto!!), monedas cayendo por el suelo, perros ladrando cerca de los cristales pobremente insonorizados de la sala, un par de personas sonándose ruidosamente durante todo el concierto y, por supuesto, tos, mucha tos. ¡Ah, la tos! En una decena de canciones una tos ostentosa interrumpió la última nota o el último acorde de la pieza, destrozando el efecto de la música. No hace falta tener un oido muy entrenado para distinguir entre una tos inevitable, fruto de un acto reflejo que sorprende al propio individuo, y esa tos controlada, provocada por uno mismo. Y era esto último lo que sonó incesantemente en el Palau, junto a un constante y totalmente evitable carraspeo que era un insulto para los músicos y el resto del público. ¡Ni qué se prepararan para dar un discurso! Por suerte, Uchida y Kožená son grandes profesionales, y la calidad de su interpretación no se vio afectada, pero era ya imposible para el público conseguir ese estado de concentración completa.
Sweeney Todd es uno de los musicales más complejos y con mayor porcentaje de texto cantado. Es por ello que muchos lo consideran prácticamente una ópera y en varias ocasiones se ha representado como tal. Es el caso de la nueva producción de la Opernhaus de Zúrich, que cuenta como principal atractivo con Bryn Terfel en el papel del barbero diabólico.
Llevar un musical como Sweeney Todd a un teatro de ópera de primer nivel tiene beneficios indudables, especialmente en lo que respecta a la orquesta y al sonido global. Escuchar en el foso a la Philharmonia Zürich -orquesta titular de la casa-, con unos excelentes músicos y una nutrida sección de cuerdas, fue todo un lujo, y bajo la batuta de David Charles Abell dio la relevancia merecida a la inspirada orquestación de Jonathan Tunick. Por otro lado, contar con cantantes acostumbrados a proyectar sus voces sin ayuda de micrófonos parecería una buena manera de evitar la tan molesta amplificación característica del teatro musical, pero lo cierto es que las partes vocales no están pensadas para las peculiaridades del canto lírico, y fue necesaria una ligera amplificación para hacer audibles los numerosos pasajes en los que la melodía adquiere un carácter declamatorio. A pesar de ello, la cuidada sonorización consiguió una calidad de sonido muy superior a lo habitual en las producciones de Broadway o el West End.
Todd (Terfel) y Mrs. Lovett (Kirschlager) planean una exitosa colaboración empresarial. Foto: Monika Rittershaus.
El gran triunfador, como era de esperar, fue Bryn Terfel, quien ya demostró en su reciente recital en Barcelona que se le dan bien los musicales. Su voz grave y generosa, que se adapta perfectamente a la vocalidad de Todd, junto a su imponente envergadura le permiten crear un barbero escénicamente impactante, y muy convincente gracias a su expresividad, carisma e instinto dramático. Terfel domina a la perfección todos los registros, dando a cada frase la intención necesaria, también en las breves partes habladas. Sus magníficas versiones de «My friends» y «Epiphany» mostraron un Todd atormentado por el pasado y los deseos de venganza, y en sus encuentros con el juez Turpin logró momentos de palpitante tensión, especialmente en «Pretty Women», con gestos medidos y un fraseo sugerente que jugaba con la ironía y los dobles sentidos del texto.
Si Todd es un personaje trágico al que le sienta bien el tratamiento operístico, Mrs. Lovett necesita por encima de todo una buena actriz con sentido del humor. Angelika Kirchschlager cantó bella y elegantemente, quizás demasiado bien para un papel que, recordemos, se escribió pensando en Angela Lansbury, quien hizo una hilarante creación del mismo gracias, en parte, a su imperfecta afinación. Kirschlager empezó algo contenida en «The worst pies in London», pero estuvo espléndida en «A Little Priest», mostrando una gran química con Terfel, y también en «By the Sea», donde se atrevió con unos desternillantes graznidos de gaviota.
Sweeney Todd (Terfel) se dispone a «afeitar» a su enemigo, el juez Turpin (Sherratt). Foto: Monika Rittershaus.
El papel de Anthony suele confiarse a una voz aguda, y por ello sorprendió escuchar la voz densa y grave del joven barítono Elliot Madore, que lució un fraseo elegante y compuso un apasionado marinero. El juez Turpin de Brindley Sherratt resultó adecuadamente amenazador y repulsivo gracias a su profunda voz de bajo y a una caracterización algo cadavérica, mientras que el Beadle de Iain Milne destacó por sus sólidos agudos. Barry Banks fue un divertido Pirelli y Spencer Lang un Tobby algo crecidito pero muy bien cantado. Mélissa Petit fue la única que no supo adaptar la técnica del canto lírico a las necesidades del teatro musical. A su Johanna le falto frescura y el fraseo resultó obstaculizado por el vibrato. El Coro de la Ópera de Zúrich cumplió con solvencia en los importantes números corales.
En el nivel superior vemos representada la historia que Mrs. Lovett (Kirschkager) cuenta a Todd (Terfel) en el nivel inferior: como su esposa Lucy fue violada por el juez Turpin en un baile de máscaras. Foto: Monika Rittershaus.
La propuesta escénica de Andreas Homoki siguió fielmente las acotaciones del libreto, con unos decorados de Michal Levine que permitían dividir el escenario en dos niveles, y unos pocos elementos escénicos, entre los que destacaba la silla de barbero. El aspecto lúgubre de la trama se vio realzado por los colores oscuros que dominaban en el vestuario y los decorados, así como puntuales estallidos de color en los sangrientos atardeceres. Los movimientos escénicos eran muy cuidados, tanto en las escenas más íntimas como en las colectivas, como en el concurso entre Todd y Pirelli. Los siempre esperados asesinatos de Todd también fueron bien resueltos: cuando Todd empieza a afeitar la plataforma del escenario se eleva un par de metros, dejando a la vista la trampilla por la que caen los cadáveres. Cuando la víctima ya está lista, inclina la silla hacia atrás, dejando que el desdichado se deslice, y acto seguido un muñeco cae por la trampilla situada justo debajo de la butaca, tras lo que la plataforma desciende de nuevo, lista para empezar con un nuevo cliente. El proceso era muy fluido y funcionó a la perfección durante el cuarteto del principio del segundo acto, contribuyendo al efecto rítmico del acompañamiento y de la propia estructura de la pieza.
Todd (Terfel) manda el cuerpo de su víctima al sótano a través de la trampilla. Foto: Monika Rittershaus.