por Marina Hervás Muñoz | Nov 13, 2016 | Artes plásticas, Artículos, Música |
Imagen tomada de aquí.
Estos días, por fortuna, vuelve a sonar el nombre de Juan Hidalgo. Ha sido galardonado con el Premio Nacional de Artes Plásticas (¡Felicidades!). Pero Juan Hidalgo no es sólo un artista plástico. No hay premio para su obra, porque los premios siguen obedeciendo a una antigua división de las artes. Y es que Juan Hidalgo (Las Palmas de Gran Canaria, 1927) se ha dedicado a las artes plásticas y a la música. Y también a la poesía y a la performance (en su jerga, a la acción). Y a la fotografía, la escultura y la instalación. No tanto por su gran curiosidad (que también), sino porque más o menos a partir de la mitad del siglo XX -y quizá un poco antes, con el impulso dadá– se pone seriamente en tela de juicio la división de las artes. Esa división que había ocupado a tantos teóricos preguntándose Ut pictura poiesis o al revés o perfilando cuál era el orden de las artes (piensen que al cine se le sigue llamando el séptimo arte, como si no pudiera ser el primero o el segundo y no se relacionase con otras artes, como la música, el teatro o la fotografía). Es decir, lo que nos plantea Juan Hidalgo, al igual que otros artistas, es lo que de artificial tiene nuestra construcción sobre el concepto de arte y le añade esa «ese» final que abre mundos: él se ocupa de las artes (y también de hacer explotar conceptos preestablecidos sobre ellas).
Juan Hidalgo primero se centró en la música. Uno de los hitos en su carrera fue ser el primer español en estrenar una pieza en los Cursos Internacionales de Verano de Darmstadt. Éstos comenzaron en 1946 con el ánimo de apoyar en el ámbito de la música la desnazificación, apoyando a aquellos compositores y formas de composición que habían sido consideradas como «degeneradas» por el régimen. Se escogió una ciudad pequeña de Alemania, cerca de Frankfurt am Main, donde cada verano se reunían teóricos, compositores y músicos que dirigieron los derroteros de la composición contemporánea (y también los de sus adversarios y críticos). Por allí pasaron grandes nombres como Boulez, Cage, Nono, Sotckhausen o Messiaen (y un largo etcétera). Y también Juan Hidalgo, que en 1957 presentó su obra Ukanga. Sus días en Darmstadt le permitieron conocer a Cage y a Tudor. En 1961, trabaja con Pierre Schaeffer en el ORTF, es decir, el departamento de investigación de la radio-televisión francesa (imagínense que RTVE tuviese un centro de investigación).
Corre el año 1964. Sitúense en la España dolorosa de la década de los 60. Juan Hidalgo y Walter Marchetti se conocen en Milán en un curso con Bruno Maderna. Y forman zaj. No traten de buscar el significado de la palabra: no significa nada.
Entrevista con zaj. Madrid, 1964.
¿cuándo nació usted, zaj?
– en julio de 1964
¿qué significa zaj?
– zaj
¿qué persigue zaj?
– zaj
¿cuál es la estética zaj?
– zaj
¿qué finalidad tiene zaj?
– zaj
¿qué cosas hace zaj?
– traslados, conciertos, escritos y cartones, festivales, viajes, exposiciones, tarjetas, libros, encuentros, visitas, etcétera y etcéteras zaj
¿qué toca zaj?
– zaj toca siempre puntos zaj con y en sentidos zaj
[…]
Luego se unieron Esther Ferrer, José Luis Castillejo y Ramón Barce «como en un bar al que entras, te tomas algo, dejas propina, y te vas». Era un grupo de vez en cuando, aunque no coincidían en todo y cada uno tenía su proyecto que a veces dejaba confluir con ZAJ. Lo que sí hizo ZAJ fue ser una plataforma para remover conciencias y dejar atónitos a un público que veía por primera vez aquellas cosas que hacían los de ZAJ.
Con ZAJ la dimensión creativo-musical de Hidalgo pasó a ser escénica, se apropió del espacio. Sus acciones, a partir de 1965, van acompañadas, precedidas, glosadas por un texto. Son los «etcéteras», donde sólo se apuntan algunos lugares de la obra y, sobre todo, del proceso o estado de la investigación o de reflexión para llegar hasta allí. Los «etcéteras» son trozos de lo cotidiano que se extirpa, se saca de su rutinaria existencia y se expone, mostrando el choque entre lo habitual y lo extraordinario.
Si hoy en día aún el arte contemporáneo (sea lo que sea esa categoría abstracta que se le impone a diferentes proyectos y propuestas) sigue siendo incomprendido (algo que, probablemente, va de suyo, por otro lado), rechazado, ridiculizado; y sólo ciertos colectivos lo defienden, imagínense en la España de Franco. En España eran duramente criticados o, directamente, ninguneados e ignorados, mientras eran invitados a participar en espacios tan importantes (¡allí estuvo Picasso o Calders!) como la Documenta 5 de Kassel. Mientras que críticos como Javier de Aguirre o Florencio Martínez, en 1972, tras una acciónde ZAJ en Pamplona, la tildaban de «tomadura de pelo», me gustaría quedarme con la de Juan pedro Quiñonero en el diario Informaciones.
«Ustedes imagínense que leen en un periódico: «Concierto a cargo del grupo ZAJ». Y se disponen a escuchar, por enésima vez, sus musiquillas, tan propias para buenas digestiones. Y usted decide asistir al concierto y matar así la acidez de estómago entre las ruborosas melodías de un Mozart pasado por el agua infectada de la buena conciencia de protocolarias -cuando no inexistentes- virtudes. Pero los ZAJ…. ¡ah, los ZAJ!
Este trio de solapados terroristas le sacudirá el vientre dolorosamente; su digestión será imposible, y a cambio sólo recibirá las monedas sin marcar del azar, el silencio, el vacio, multiplicándose en un escenario que se torna representación de los destinos del Universo […]
Los músicos, los aficionados al arte, los románticos, los buscadores de cucherías culturales, quedarán siempre decepcionados con ZAJ porque ZaJ no propone nada, porque ZAJ no consuela de angustias, ni de soledades, ni de amarguras, porque ZAJ no inventa paraisos artificiales, porque ZAJ no nos instala en un futuro maravilloso, porque ZAJ no recurre a los laberintos de la moral, porque ZAJ no es un «alka-seltzer» para el espíritu (quizá, si, tenga algo de vomitivo…), porque ZAJ no encubre metafísicas ni pensamientos lógicos, porque ZAJ no se reconforta con promesas ni con histona. ZAJ es la ruina del arte».
(Juan Pedro Quiñonero. Informaciones. 6 Julio 1972)
Y ahora te lanzo preguntas:
¿Algunas vez te has preguntado si el arte sirve para algo (en este mundo en que «servir para» es fundamental) y, en caso afirmativo, para qué?
¿Debe ser el arte consolador, como dice irónicamente Juan Pedro Quiñonero? ¿Hay, entonces, un arte más consolador que otro, como por ejemplo el que me pongo cuando tengo roto el corazón y un cantautor pone en su voz mi tristeza, o el que me hace no pensar (me consuela de mi presente), con la machacona repetición de la música de los bares de copas? Y si no es consolador, ¿qué es? ¿debe molestar? ¿debe tranquilizar? ¿debe enternecer? ¿debe hacer todo eso a la vez? ¿Y cómo lo hace, por ejemplo, la escultura de Chillida en San Sebastián, que lo único que promete es peinar al viento?
Si hay un arte que, supongamos, nos sitúa en paraísos artificiales o nos invita a laberintos de la moral, ¿podríamos decir que es mejor que otro? ¿cómo mostramos esos paraísos y esos laberintos? ¿Es verdad que en la Quinta Sinfonía de Beethoven el destino toca a la puerta? ¿Y si no? ¿Y si no importase? ¿Debe el arte seguir manteniendo la distancia entre obra y espectador o, por el contrario, debe repensarse la pasividad, como ya invitó la perfomance o los happenings, en los que se pretendía romper con las jerarquías? ¿De dónde viene el sentido de las obras de arte? ¿No puede ser que se le atribuya un sentido porque pensar lo absurdo es una afrenta demasiado compleja? ¿Te imaginas que, en algún momento, el arte se equiparase con la vida, algo que implicaría hacer saltar por los aires las convenciones sociales? ¿Si no entendemos una obra podemos clasificarla directamente como mala? ¿No estamos así repitiendo la dicotomía simple del «me gusta»/»no me gusta» infantil al que nos invitan las redes sociales?
Estas y muchas otras preguntas sobre el arte y su relación con la vida son las que abrieron el grupo ZAJ. Muchos dicen que desapareció en 1996, con una retrospectiva en el Reina Sofía. Juan Hidalgo, claro, siguió creando. Quizá porque ha nacido para crear y se toma muy en serio eso del arte conceptual, donde el objeto no es tan importante como la idea que se esconde detrás. Es decir, el arte conceptual obliga a los espectadores a darse cuenta de que hay cuestiones que se abren en aquel objeto que han dejado de ser amables con ellos, que no deja claves para comprenderlo, que ni siquiera la comprensión está necesariamente en su horizonte, sino desplazar criterios y creencias preestablecidas. Hoy, algunas de sus obras también nos hablan post festum del límite moral como límite del arte. Una de las piezas más conocidas de Hidalgo fue Música para cinco perros, un polo y seis intérpretes varones, que consistía en pasar por el ano de los perros los polos de helado hasta que sólo quedase el palo. Hoy, que el trato de dominación de los animales no-humanos por los animales humanos está siendo duramente tratado por los medios de comunicación, una obra así no sería concebible sin plantearnos dónde termina el arte y comienza lo moral.
Así habla Valeriano Bozal de aquello que hacían los ZAJ y que se mantiene vivo en la obra de Juan Hidalgo.
Una condición manifiesta en la naturaleza de la obra, si es que de tal cosa puede hablarse (y, en sentido estricto, no puede hacerse): nada que conservar, nada de musear, si acaso documentos para abrir un expediente, carpetas en las que guardar tarjetas, fotografías, críticas…, nada que se parezca a una obra. Y la falta de seriedad como atributo fundamental: no se dice nada [convencionalmente] profundo, no se hace nada [convencionalmente] profundo. Dar un paseo andando o en autobús, lograr que el público haga la “música” que uno no hace, sentarse, levantarse, poner y quitar un objeto, hacer una excursión…, cosas todas ellas bien normales, incluso prosaicas, realizadas ahora conscientemente, invitando a hacerlas, llamando la atención sobre ellas, calificándolas: invadiendo un campo reservado para motivos y acciones más trascendentes
(Valeriano Bozal, “Dos etcéteras sobre Juan Hidalgo”, en De Juan Hidalgo [1957-1997] Antológica, Islas Canarias, CAAM del Cabildo de Gran Canaria, Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, Cabildo de Tenerife, Gobierno de Canarias, Ministerio de Educación y Cultura, 1997, pp. 244-245. )
La obra de Juan Hidalgo hace que la sociedad aún no tolera: desplaza creencias y molesta, porque nos habla de lo que nos ha sido desapropiado. Explícitamente nos muestra que no entendemos casi nada de la complejidad entre las fronteras del arte (y, además, tienta, puede que eso que llamamos arte ni siquiera exista), nos habla del cuerpo desnudo, sexual y sexualizado, de sus represiones y fuerza de los tabúes, de la relación con la naturaleza, de eso «normal» que siempre tiene el peligro de volverse anormal (es decir, antisocial). Si algo tiene la obra de Juan Hidalgo es que siempre descompone y no deja pistas para la recomposición: nadie dijo que había que hacerlo.
Nota: Este artículo estará disponible mañana también en el blog oficial del Festival de Música de Canarias, donde se estrenará una obra de Juan Hidalgo.
Referencias:
de Mesa, Roberto García. «El arte de la acción en los etcéteras de Juan Hidalgo.» Cuadernos del Ateneo 31 (2014): 65-83.
Sarmiento, José Antonio. Zaj. Concierto de teatro musical, Lucena: Senexperiment, 2007.
por Marina Hervás Muñoz | Nov 9, 2016 | Críticas, Música |
La friolera cifra de 21 años llevaba el Concierto de violín en Re Mayor Op. 35 de Korngold sin sonar en Tenerife. Lo revivió Carolin Widmann junto a la Orquesta sinfónica de Tenerife que se estrenaba bajo la batuta de Antonio Méndez el pasado 4 de noviembre en el Auditorio de Tenerife.
El Concierto de violín de Korngold es, para mí, una de esas rarezas de repertorio que merecerían recuperarse. Compuesto en 1947, resulta toda una afrenta para el mundo atonal, dodecafónico y tantas otras cosas que ya habían pasado desde principios del siglo XX. Mientras que apenas un año antes habían comenzado en Darmstadt los Cursos Internacionales de Música, en los que se decidió el futuro de la composición en Europa y parte de Norteamérica, había un grupo de músicos que encontró aquello dogmático y decidió seguir componiendo dentro de los recursos de la tonalidad. Lo interesante de este concierto es que está profundamente enlazado con lo «popular». El primer tema del primer movimiento surge de la Another Dawn (1937) y, el segundo, de Juarez (1939), cuya banda sonora firma, claro, Korngold. Y seguimos con las autocitas. En el segundo, el tema es parafraseado de la banda sonora de Anthony Adverse (1936). En el último, que nos recuerda a la música del Oeste y tiene un carácter juguetón que, en cierto modo, rompe la lógica que se había construido en los otros dos movimientos, toma su segundo tema de The Prince and the Pauper (1937). Y es que este concierto es la primera pieza donde Korngold trata seriamente de dejar atrás su pasado como compositor exclusivamente para el cine -algo que sólo logra en parte, pues el concierto está plagado de elementos músico-visuales, y su sabor nos lleva ciertamente al Hollywood de los años 20 y 30-.
Me apasiona cómo comienza el concierto: el violín solo, con un tema que parece venir de otro lugar, in media res, donde se va sumando la orquesta. Es como si aquella música de las películas siguiese de alguna forma hablando. Aquí Korngold independiza los temas y los lleva hasta sus últimas posibilidades. Todo esto, y mucho más, nos contó la excelente interpretación de Widmann, que demostró tener un sonido limpísimo y al mismo tiempo de gran potencia, hipnótica y valiente. Es muy fácil dejarse llevar en este concierto por las fantasías melódicas. Lo difícil es que estas melodías no se conviertan en insoportables tras diez minutos de fragmentos ‘bonitos’. Es ahí donde se encuentra la mejor interpretación. Por su parte, en el tercer movimiento, donde a nivel técnico se pone toda la carne en el asador, Widmann demostró que no sólo trabaja de forma excelente la construcción y dirección de las frases, sino también los pasajes más exigentes. En este caso, además, es muy fácil retrasar o apurar los finales, pues la propia tendencia del movimiento es frenética. Como ya apunté, me parece el menos logrado pero, aún así, fue en el mejor de los sentidos una interpretación divertida, llena de energía y arrojo. Ya aquí se cifró lo que luego se confirmaría de la dirección de Méndez: de su asombrosa capacidad para multiplicar el sonido, para trabajar los silencios y las tensiones para que la música invada todo el espacio. Widmann se despidió con la Sarabanda de la Segunda Partita de Bach. Un greatest hit para los bises un tanto decepcionante.
Rachmaninov era el siguiente protagonista de la noche, con su Segunda Sinfonía. Rachmaninov es otro de los compositores denostados en el siglo XX, aunque no llegó a ver tanto como para que su continuidad en el mundo tonal le afectase como a Korngold. Eso sí, de Rachmaninov sobre todo se conoce su música para piano y, en concreto, el Segundo concierto, incluido en cualquier caja con un recopilatorio de música clásica que se precie. La Segunda sinfonía es larga y compleja. pues su construcción es muy lenta y frágil: parece que se puede desmoronar en cualquier momento. Es cierto que, en esto, Rachmaninov no es Mahler, pero sí comparte mucho de los principios constructivos de su compatriota Chaikovski. Mendez mostró todas sus armas para ofrecer una interpretación serena pero llena de fuerza, sacó un sonido de gran rotunidad a la OST, que yo en pocas veces la había visto a tanto nivel sonoro como la pasada noche, algo evidente en el final apoteósico de la sinfonía. Pero también sacó el máximo jugo, con un trabajo por capas y densidades, a las partes más delicadas, como el caso del tercer movimiento. El silencio final, antes de comenzar el cuarto, fue tremendo: todo el público aguantó la respiración, fue el culmen del trabajo que había realizado esa noche. Un silencio tan lleno de sentido, tan cargado de potencia, que es sólo posible si el sonido ha dejado de ser suficiente para contar cosas importantes, sólo si el sonido ha generado tanto que termina deshaciéndose entre las manos. Mendez tiene la frescura de la juventud y el buenhacer de alguien de mucha más edad, que ha entendido algo muy profundo de la música. No se pierdan de vista a este hombre: seguirá dando, y mucho, de que hablar. Qué gusto encontrar nuevas generaciones que saben transmitir tan bien su madurez batuta en mano.
por Marina Hervás Muñoz | Oct 30, 2016 | Críticas, Danza, Teatro |
¿María Pagés baila? Plantada, como cualquier otro ser humano, sobre la tierra que pisamos, difiere de nosotros en que el suelo donde sus pies van dibujando preguntas y respuestas no es sólo la base indispensable para que el movimiento no se rompa a cada avance o retroceso. Con María Pagés, el suelo adquiere un misterioso poder de levitación, como si a la tierra le fuera imposible desprenderse de la tierra y diluirse en los aires siguiendo los caminos que sus brazos señalan. Que en María Pagés habita el genio del baile, todos lo sabemos y lo proclamamos. Pero hay algo más en esta mujer: ella baila y, bailando, mueve todo lo que la rodea. Ni el aire ni la tierra son iguales después de que María Pagés haya bailado.
José Saramago
El escenario a oscuras. Un foco, desde arriba, se prende. María Pagés, bellísima, elegantísima, baila sin música. No hace falta: su propuesta es ver si somos capaces de oírla con los ojos. La música dentro del gesto, el gesto dentro de un cuerpo. Solo, crudo. Así comienza Óyeme con los ojos, el nuevo proyecto de María Pagés, que se presentaba ayer en el Mercat de les Flors (y que se podrá ver hasta el 6 de noviembre).
En el escenario van a pareciendo poco a poco los personajes que bailan junto a María Pagés. Con su desplazamiento por el escenario, su relación con el baile de Pagés, al principio bajo la estructura de músicos-bailaora, poco a poco se van difuminando para que lo que más importante sea el discurso de fondo, donde se une el baile y el cante de poemas de San Juan de la Cruz, El Arbi El Harti. , RymiJosé Agustín Goytisolo, Ibn Arabi, Tagore , Benedetti, de la propia Pagés o de Sor Inés de la Cruz, que da título al proyecto. La música, una columna fundamental, es de Rubén Levaniegos (que además estaba allí con su guitarra), David Moñiz (con el violín) y Sergio Menem (al chelo). Además, vimos a Ana Ramón y Juan de Mairena en el cante y a José Barrios con el acompañamiento y las palmas. Especialmente con la voz de Juan de Mairena pude experimentar ese complejo mundo del flamenco en el que incluso las vivencias que se nombran como felices se cantan como si ese instante de felicidad (por ejemplo, en el poema de Rumi «Somos pura felicidad/Tú y yo sentados en la baranda/Somos pura felicidad./ Siempre que la belleza mira, enciende el amor su fuego/en nuestro aliento) ya se palpase efímero. Es decir, cómo se canta con la dureza del que se sabe ya perdido.
Vemos como Pagés se expone, nos cuenta cosas muy profundas y muy difíciles de decir si no es con el baile o con la poesía. De pronto, es posible pensar con los pies, con las manos y con la palabra no cosificada. A veces, la palabra se imponía al baile, y era más fuerte que él. No porque el baile sea insuficiente, sino porque el diálogo entre dos fuerzas no siempre se conduce satisfactoriamente. A veces (casi siempre) sucedía al revés, porque la armonía entre poesía y baile parecía naturalmente entrelazada y sólo capaz de decirse sin decir nada, sino con todo el cuerpo. En cualquier caso, el viaje a su intimidad, a su interior, que nos propone Pagés, nos hace participar al público con la timidez de aquella primera confesión en una amistad reciente, donde nunca se sabe si es el momento de traspasar el umbral de lo cordial cotidiano a las heridas de la vida. Pagés habla de y a sí misma, baila, recita e incluso actúa en un entremés cómico. El cual, por cierto, aún necesito comprender, pues parece un injerto que rompe con todo lo construido anteriormente, donde se jugaba con luces tenues, cenitales, claroscuros, coreografías desnudas con la sencillez y la complejidad de un baile que baila la banda sonoro-poética de su vida, dañada pero amándola pese a todo. El entremés nos hacía tocar la tierra de nuevo, salir de la cueva secreta en la que nos había invitado Pagés a entrar y pertenecer a un grupo selecto al que se nos revelaría algo importante y difícilmente transmisible (algo a lo que me enfrento en estas líneas), y volver al calor, a la prisa, a la contingencia diaria, esa que precisamente ha dejado de convencernos (y también a la luz absoluta). No sé si eso daña todo el espectáculo, porque de pronto lo quiebra. De pronto sale, por las rendijas del entremés, Rajoy y la pereza que da la política de este país (especialmente ayer, que le nombraban ayer después de un año, con un PSOE roto y alternativas políticas que aún tienen que hacerse cargo de la herencia ideológica). No,aquello era una salida brusca al mundo, no. Quería quedarme con ese otro que nos había preparado Pagés, que culminó en el bellísimo número final, donde las telas del vestido cobraban vida y hacían que tiempo y espacio fuesen, de forma mágica, lo mismo. Me hubiese gustado algo más de riesgo, algo menos del regusto del para todos los públicos. Parece que en ese último paso hacia la intrincada intimidad que nos expone se queda sólo en una mirilla. Quiero abrir la puerta, quiero ver una Pagés menos escurridiza con su propio mundo, aunque me hago cargo de la complejidad de lo que pido. No cambiaría, sin embargo, ninguno de sus pasos, del regalo de coreografías que vimos ayer. Ojalá sus pies escribiesen de nuevo la historia del mundo.
por Marina Hervás Muñoz | Oct 26, 2016 | Críticas, Música |
El pasado 21 de octubre en L’Auditori se dio un mix de esos que tanto me disgustan y me ponen la mosca detrás de la oreja -como explicaré más adelante-. Escuchamos, por este orden, la tercera versión de la Obertura Leonore de Beethoven, el Concierto de violín de Alban Berg, la Obertura Alphonse et Leonore ou l’amant peintre de Ferrán Sor y la Séptima Sinfonía de Beethoven, con Constantin Trinks a cargo de la dirección de la OBC (han creado una lista con las audiciones que se puede escuchar aquí).
¿Por qué me disgustan los mixes? Porque se nota que hay una programación artificialmente construida para poder programar el Berg -y más aprovechando la presencia de Shaham, qyue es un gran conocedor de la música «contemporánea» (suponiendo que el concierto de Berg, que tiene ya ochenta y un años, lo siga siendo-) , algo que se corrobora con la publicidad de L’Auditori, que anunciaba a Gil Shaham y la Séptima, como dejando pasar desapercibido que habría música «rara» en medio. No hubo diálogo entre las obras y se vio -o más bien escuchó-, sobre todo en el Sor, falta de concentración, motivada seguro por el mix. Eso sí: valoro que se haya programado el Berg y no, por enésima vez, el concierto de violín de Brahms, Beethoven, Sibelius o Tchaikovsky. Como si no hubiera tantos otros en el repertorio violinístico de excelente factura.
Constantin Trinks trató de salvar distancias y abordó los Beethoven(s) remarcando su modernidad, trabajando al detalle la deconstrucción de los temas -procedimiento que tímidamente se asoma en Beethoven-, los silencios y las dinámicas, que mejoraron a lo largo del concierto. Mientras que en Leonore aún faltaba sacar sonido y dejar brillar la cuerda, que se escondía detrás de los vientos, que tenían un sonido más redondo y compacto; en la Séptima pudimos escuchar todo el sonido que se había condensado a lo largo del concierto. A veces, Trinks mostró un poco de ansiedad por culminar, algo que especialmente afectó al delicadísimo allegretto de la Séptima, uno de los movimientos más difíciles de mantener de toda la escritura orquestal. El viento madera estuvo excelente, en especial las trompas y el oboe solista, y agradecí enormemente la claridad y limpieza de los pasajes más cargados, que a veces se tocan con mucha suciedad.
El Sor, por su parte, pasó sin pena ni gloria, pese al esforzado intento de hacer dialogar las dos Leonoras y destacar al músico orquestal más allá del especializado en música para guitarra. La obra se hizo repetitiva y un tanto facilona, desde luego considerada como mero aperitivo para la Séptima. Creo que, simplemente, estaba fuera de lugar y que no pudo brillar por su situación en un programa montado, como dije, artificialmente.
No puedo negarlo. El Concierto de violín de Alban Berg me parece uno de los más fascinantes y frágiles de la historia de la música. Sólo el comienzo merecería desarrollar un método para fijar la música más allá de la partitura, un formato que permitiese que sonase para siempre. Lo que sucedió en L’Auditori me hizo corroborar una triste sospecha: que nos gusta escuchar lo cómodo, lo bonito, lo que no nos cause demasiado desasosiego, nos gusta creer que entendemos Beethoven pero que Berg es demasiado raro. Esa actitud me parece antimelómana. No quiero alardear de superioridad estética, ni nada parecido. Pero entiendo que a alguien que se toma muy en serio esto de la música, no se queda sin aplaudir ante el Berg que interpretó Gil Shaham la pasada noche. No fue la mejor versión del concierto, sobre todo por una falta de nivelación sonora que había que muchas veces el violín de Shaham, en general con un sonido muy redondo y cuidado, aunque con poca proyección, que quedaba sepultado por los vientos metales, pero desde luego tuvo momentos muy destacables, en especial aquellos en los que Berg se ocupó de un sonido más intimista, como si contase un secreto muy importante en pequeños fragmentos, usando diferentes colores de la orquesta. Es decir, el sonido fue mucho mejor y más cercano a lo que parece que se esconde detrás de este concierto en lo pequeño. Los tuttis eran puro exceso y se alejaban de los momentos de creación de magia. Como bis, Shaham nos regaló la Gavotte en rondeau de la Partita n. 3 de Bach, todo un hit en el mundo violinístico. Y ahí sí. Ahí sí que estallaron los vítores: habíamos vuelto a casa, a lo conocido, a lo -supuestamente- aproblemático. Me apena profundamente lo que aún nos queda por hacer para invitar a los -también supuestamente- melómanos a que abran las orejas. No hace falta que les guste. No se trata de eso, esto no se mide por los likes de Facebook. Se trata de que se acerquen a la música como algo distinto a una «cosa ahí» que entretiene.
por Marina Hervás Muñoz | Oct 17, 2016 | Críticas, Música |
El pasado 15 de octubre comenzó el Festival de música polaca de Barcelona, en el Palau de la música de Barcelona. Este festival, del que les hablamos aquí, ofrece la oportunidad de abrir las orejas a otras músicas. En especial, a la música de Karol Szymanowski, uno de los compositores más injustamente olvidados del siglo XX. Por primera vez en mucho tiempo, la programación me parece absolutamente bien montada, pues se muestran tres imágenes de un siglo XX que ya comenzó dañado, con la caída de los sistemas metafísicos y religiosos, que dejaron al frágil ser humano lleno de preguntas sin respuesta (como aquella Unanswered question de Charles Ives), punto desde el que compone Mahler, la búsqueda incesante de algo perdido que quizá no existió nunca, por el tiempo perdido de Balzac o lo onírico de Szymanowski y, por último -aunque en la programación abría el concierto- una música compuesta por Gorécki que, como Arvö Part, se negaron a componer siguiendo ningún precepto, viniendo de Alemania o de Francia, sino a buscar formas simples, minimalistas, construcciones repetitivas pero sólidas que permitiesen abrir la luz robada por tanta oscuridad provocada por la contaminación, las bombas de Hiroshima y Nagasaki los gases donde se asesinan cuerpos y cielos llenos de luces cegadoras de neón, gps y satélites artificiales. Todo eso se contaba en apenas 85 minutos. El peligro del concierto redundaba en pasar de un lado a otro sin romper su lógica. A eso se enfrentó la Orquesta sinfónica del Vallés y el director invitado, Víctor Pablo Pérez.
Las tres piezas en estilo antiguo de Gorecki, están marcadas por la repetición motórica, es decir, constructiva, que va hacia adelante, dinámica, en la que no meramente se repite, sino que cada repetición es consciente de su carácter temporal. De esto fueron conscientes los intérpretes sólo de forma parcial, y a veces esta fuerza dinámica se confundió de forma acrítica con lo estático: esa es la forma más sencilla de pensar esta pieza de Gorécki. A diferencia de lo que pueda parecer, no se trata de un ostinato pesante, sino que lo interesante se encuentra en la superposición de planos que dirigen el tiempo. Esto se escucha bastante bien en la primera de las piezas, que comienza con un piano donde una suerte de acorde por capas va constituyéndose en una melodía simplísima, pero que no necesita más. El carácter constructivo, pese a ser mejorable en lo rítmico, fue excelente en lo armónico, con un trabajo delicadísimo de las transiciones.
Las canciones de una princesa de cuento de hadas Op. 31, de Szymanowski, están basadas en textos de la hermana del compositor. Aunque no había ni siquiera una transcripción del texto ni, evidentemente, ninguna traducción en el programa, algo que considero un fallo importante, la interpretación de Iwona Sobotka nos invitaba a meternos en el mundo entre oscuro e ingenuo del compositor polaco. Él juega aún con el rasgo mahleriano fundamental: rodear la esperanza del mudno de los niños con las sombras de lo nocturno, no dar ninguna promesa por cumplida, estar siempre a la espera de que la felicidad se desvanezca. Estas obras, que hablan de la luna y de la noche, hablan de eso. Iwona Sobotka destacó sobre todo por su control del carácter suspirante y de sula belleza del trabajo dinámico. Estuvo, simplemente, soberbia.
La segunda parte se llenaba con la Cuarta sinfonía de Mahler, anunciada en el programa de mano como “la más corta del compositor” (?!) -información que, además de ser irrelevante, salvo para el público con más hambre, aparece en Wikipedia…-. El primer movimiento, que comienza con música que parece sacada de algunos de los recuerdos musicales de las calles que andaba el compositor en su juventud, conjuga la música de orquestas de pueblo con campanillas. El tema, que va apareciendo cada vez más desfigurado, comienza a romperse definitivamente cuando aparece la trompeta de la Primera sinfonía, donde le dice al oyente más atento que aquella presunta felicidad construida hasta entonces era un espejismo. Víctor Pablo Pérez mostró su buena afinidad con la orquesta construyendo un movimiento impecable, lleno de matices y jugando con la dinámica de una forma magistral. Es de agradecer la entrega absoluta de los músicos: si no estaban disfrutando mucho con aquello, pueden considerar que disimulaban muy bien. Y eso se trasmitió. Su fuerza invadía el patio de butacas. Un primer movimiento tan bueno sólo podía abrir dos caminos: seguir creciendo o caer poco a poco. Aunque ninguno llegó a ser como el primero, supieron manejar la situación y mantener la tensión y el desarrollo compositivo de la sinfonía hasta el final, con una nueva aparición de Iwona Sobotka que puso la guinda al pastel de un concierto para recordar.