por Marina Hervás Muñoz | Ago 14, 2016 | Críticas, Música |
Uno de los platos fuertes de la presente edición del Festival Internacional de Santander llegó de la mano de la orquesta Hallé de Manchester con su director titular, sir Mark Elder y Leticia Moreno, la violinista con más proyección de España. El programa no fue arriesgado: la Overtura «El Rey Lear» Op. 4 de Berlioz (algo muy apropiado dado el añod e jubileo shakesperiano en el que nos encontramos), el Concierto para violín y orquesta Op. 64 de Mendelssohn y la sinfonía n. 9 «Nuevo Mundo» Op. 95 B. 178 de Dvorak.
La Obertura de Berlioz caracterizó la estrategia que iba a marcar el concierto: el carácter constructivo de Elder. En lugar de recrearse en los fortissimo, que esta pieza ocasiona, trabajó con detalle la fuerza de los silencios entre partes. Por tanto, cada pequeña pausa era como un suspiro, como una respiración que ayudaba al aumento de la tensión: la música quedaba como suspendida en el aire. Es una lástima que el piano de mitad de la pieza, en la que el viento madera trata de emerger sobre la masa sonora de la cuerda y el viento metal, que acechan latentes, no tuviera la misma fuerza del inicio. Aún así, fue una interpretación llena de contrastes, con mucho teatro (especialmente al final, cuando comienza el pizzicato de los bajos), como corresponde a una pieza inspirada en una de las mejores obras de la literatura universal.
Tras la pequeña Obertura, llegó uno de los momentos álgidos, la aparición de Leticia Moreno. Me hubiese gustado verla tocando algún concierto menos escuchado, más exigente, en un registro diferente. Quizá es un problema con las programaciones, que he criticado numerosas veces, pero creo que es labor de los violinistas de élite interesarse por repertorio menos interpretado, y yo sé que eso es algo que Leticia Moreno lleva a cabo en sus interpretaciones de cámara y en sus grabaciones y que, por ejemplo, se podrá ver en la siguiente temporada de la Orquesta Sinfónica de Tenerife, con obras de Fazil Say y de Juan Montes Capón. Por eso, siempre me resulta frustrante dar en los conciertos con orquesta obras que ya sabemos que van a convencer a una gran mayoría. ¿Qué tal, para la próxima vez, por ejemplo, alguno de los conciertos de Spohr, el de Colin Matthews… ¡aunque sea el maravilloso Alban Berg!? Creo que uno de los valores de violinistas talentosos/as debería estribar también en una labor de investigación y difusión de otros repertorios, como hace magistralmente por ejemplo Hillary Hahn. Pero vayamos a lo que nos ocupa: Moreno fue extraordinariamente precisa en su ejecución, salvo en algunos pasajes que destacaban sólo por la excelente ejecución del resto, pero me faltó verla brillar como lo hacía en las cadencias y algo más de libertad expresiva. Tiene un sonido potente y es, casi, una «mujer a un violín pegada» por la naturalidad con la que lo maneja, pero le faltó algo de garra. Quizá es porque el concierto de Mendelssohn a veces peca de repetitivo y algunos de sus temas quedan planos, así que no se pueden hacer milagros.
El final con la Sinfonía del Nuevo Mundo auguraba lo mejor. Y eclipsó el concierto de violín y la obertura. Un sonido rotundísimo en los vientos metales marcó toda la pieza, que explota como pocas los diferentes colores orquestales. El solo del corno inglés del segundo movimiento, uno de los más bellos de la historia de la música, fue de una delicadeza extrema, donde Elder volvió al recurso del juego con los silencios: al final, cuando las melodías ya se han desintegrado, parecía que la tensión se podía mascar (al igual que mascaba un caramelo el que se sentaba detrás de mí y me hizo bajar de las alturas musicales al mundanal ruido).
Los aplausos emocionados dieron paso a dos bises: el Salut d’amour Op. 12 de Elgar, una obra edulcorada, que ha adquirido su fama por ser una imprescindible del repertorio de bodas y Knightsbridge March de Eric Coates. Celebro enormemente que hayan ofrecido música de su tierra, aunque hubiese preferido que, en lugar de esa pieza de Elgar, se hubiesen animado con alguna más desconocida. Igualmente, siempre he visto esta música como algo más íntimo, más adecuada para la cámara que para el sonido orquestal. Así que no terminó de funcionar. Sin embargo, la Knightsbridge March fue un final divertido y que nos hizo establecer muchas conexiones entre la fuerza visual de la música de Dvorak, que por momentos nos lleva -retrospectivamente- al lejano Oeste y a todo el imaginario de buenos y villanos de los indios americanos de los buenos Western y el cine antiguo, los bailes en círculo y el circo que recrea esta marcha de Coates. Así cerraba un concierto que, salvo por el Mendelssohn, hablaba de promesas y de mundos posibles que sólo es capaz de abrir la música.
por Marina Hervás Muñoz | Ago 10, 2016 | Críticas, Música |
La segunda cita de música de cámara del Festival internacional de Santander era con Andreas Prittwitz y The Lookingback Septet con su proyecto Zambra Barroca, en esta ocasión, en Noja el pasado ocho de agosto. Creo que nunca había a un concierto con tantas dudas sobre el programa, que prometía la fusión entre la música barroca y el flamenco (sic). No soy remilgada para los experimentos, así que me parecía una aventura sonora, lo menos, curiosa.
Zambra barroca, como explicó Prittwitz en un español impecable, se trata de un encuentro, en realidad, de lo que mueve toda la producción musical: contar cosas a través de un medio diferente, prescindiendo de la mera comunicación verbal. Al principio, barroco y flamenco estaban separados, se podían diferenciar muy bien: así sonó la ‘Overtura’ de Dido y Eneas (1688) de Purcell seguido del tanguillo La Rempopa, cantado por la magnética Eva Durán con una garra y fuerza que la acompañarían todo el concierto. Luego apareció Enrique García Ortega, demostrando su buen hacer (especialmente por un vibrato muy controlado y un precioso color de voz) con un ‘Piu d’una tigre altero’ de Tamerlano de Haendel, en una versión aún sin visos de flamenco por allí. Poco a poco, tema a tema, el barroco, el jazz y el flamenco iban uniéndose: al principio ‘deformando’ el final de las piezas, con excelentes improvisaciones de Andreas Prittwitz, pasando por una trepidante versión jazzera deliciosa del Trio Sonata RV 63 de Vilvadi o un Gaspar Sanz flamenqueado, hasta llegar a una versión de ‘Zefiro torna’ y de ‘El Vito’ cantada por Enrique García Ortega y Eva Durán, demostrando cómo es posible que confluyan dos estilos supuestamente separados de canto. También Eva Durán cantó una desgarrador ‘Lamento’ de Dido y Eneas, traducido al español y diciendo ‘Recuérdame, recuérdame’ que, desde luego, no olvidaremos. Para algunos, desde luego, habrá sido un escándalo (¡¿cómo se puede hacer eso con un icono de la música «clásica»!?). Para mí: una deliciosa profanación. Ahí van mis argumentos.
No se trataba tanto de tomar temas del barroco y usarlo como standars de jazz o de flamenco-jazz, sino de ir modificando las melodías hasta dar con el punto de encuentro, donde de una forma más natural de lo que podría parecer a primera vista, ambos estilos. Es, desde luego, una lección para los puristas, para los ortodoxos. El único punto débil de esta propuesta es que hay que hacerlo muy bien para que no salga una rareza de todo aquello: y así fue. Prittwitz sabe bien de quién rodearse. Aparte de los ya citados cantantes, su elenco se formaba de un genial Mario Montoya (guitarra flamenca), Ramiro Morales (guitarra barroca y archilaud) -con una admirable actitud de especialista en música antigua que se atreve con todo, demostrando lo que significa ser músico en sentido enfático-, Joan Espina (violín) -que mostró lo mejor con Vivaldi-, Roberto Terrón (contrabajo) -a veces justo con el variolaje pero excelente en los cambios de estilo, que muchas veces eran marcados por él- y el propio Andreas Prittwitz (flauta de pico, clarinete y saxofón), que tocaron a un nivel técnico impecable pero además, se divirtieron y transmitieron cómo la música «clásica» (sea lo que sea esa gran categoría) no implica cuerpos rígidos, serios e impolutos, sino que los músicos pueden pasárselo bien y pasar así del terrible «bolo» al «concierto». Zambra Barroca es una lección. Una lección de cómo modificar los patrones de conciertos, -que casualmente ponía en jaque en mi anterior artículo– pues, entre otras cosas, se saltaron a la torera el archiencumbrado orden del programa y olé; cómo hacer pedagogía musical y cómo dar argumentos con una excelente interpretación contra posibles voces críticas con su proyecto. Aunque ya ha habido otros intentos de aunar barroco y jazz, como el excelente arreglo de Puhar del Ohimè ch’io cado -critcadísimo por puristas- (vean abajo el vídeo) en el caso de la propuesta de Prittwitz no se trataba de una sorpresa dentro de un concierto de barroco al uso, sino de la exploración de posibilidades de confluencia de músicas supuestamente distanciadas en el tiempo y en sus formas y que, de una forma maravillosa, confluyen. He escuchado también algunas comparaciones del proyecto con Pagagnini, donde comenzó a alcanzar popularidad Ara Malikian o los de MozArt, porque tocan «clásica» sin el esquematismo habitual. Creo que la diferencia y el punto fuerte de Prittwitz se encuentra en que demuestra que no hace falta hacer reír para repensar la tradición y resituar el lugar desde donde queremos hacer música entendiendo los cambios en los gustos y en el formato. Como indiqué más arriba, uno de los logros de Zambra barroca se encuentra en su capacidad pedagógica de atravesar varios siglos de historia, mostrar que lo del siglo XX y XXI dialoga con la música del siglo XVII, y que hay formas alternativas de acercarse a las obras que algunos consideran como intocables del repertorio. Lo que se ofreció en Noja fue, definitivamente, aire fresco y mucho que aprender por delante para músicos, gestores y público.
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por Marina Hervás Muñoz | Ago 8, 2016 | Críticas, Música |
El pasado 6 de agosto se abría el Festival Internacional de Santander con la Pasión según San Mateo de Bach en manos de Gardiner. Un llenazo rotundo y esperado que trata de hacer al FIS remontar los últimos años de decadencia y volver a un lugar similar al que se encontraba hace unos años. El ciclo de cámara comenzó un día después con el Cuarteto Borodin, que sólo recibe elogios de la crítica, con el que se aseguraban un concierto de buena calidad.
El programa comenzó con el Cuarteto en Sol Mayor Op 33 n. 5 Hob III 41 de Franz Joseph Haydn. Tocar música del periodo clásico siempre es arriesgado, porque sólo se toca bien si se hace de forma limpia y haciendo presente la relación con otras músicas del periodo, especialmente de la ópera. Las voces toman el cuerpo de personajes de las óperas y, especialmente en Haydn, los temas se suceden con microvariaciones y juegos muy sutiles que sólo una buena interpretación puede mostrar. Todas las pruebas de conservatorio y de orquestas piden una obra clásica para ver la calidad del intérprete: es como cuando los cocineros de élite exigen a sus pinches que hagan un huevo frito o una tortilla francesa. Sólo en lo sencillo se encuentra lo complejo. Así que ya ven con qué arrojo comenzó el concierto de los rusos: ahí se estaban jugando todo. Y, dado que su técnica es impecable, fueron correctísimos en los fraseos y en la dirección, agradecí profundamente que no abusaran del vibrato -una práctica que debería ser erradicada-, y también supieron explicitar tales momentos quasiinfantiles de Haydn. Pero a veces la técnica impecable deja de lado lo expresivo. Ahí está otro truco de lo clásico: tocar sólo bien no basta, sino que también hay que entender y hacer entender lo que está entre las notas. Por eso, el cuarteto tuvo dos niveles: uno correcto, convincente, sin fisuras, que es el del plano técnico; y uno mejorable, en el que se haga aparecer porqué Haydn destaca sobre otros compositores de la historia de la música y porqué, gracias a sus cuartetos, hasta la fecha sigue siendo el formato de composición donde un compositor muestra todo lo que tiene que decir.
Algo similar sucedió con el Children’s Album Op 39 de Piotr Ilich Tchaikovski (con arreglo de Rotislav Dubinsky). Impecable a nivel técnico y con algunas piezas deliciosas. Especialmente al final del conjunto, vimos la capacidad de brillar hasta el momento dormida del cuarteto. En las piezas de carácter solemne o lentos destacaron más que en las más exigentes técnicamente, en las que dieron una lección, nuevamente, de una alta capacidad de resolver con solvencia cualquier exigencia mecánica. Destacaría At church, especialmente, la construcción armónica tremolando y Mamma y en The doll’s funeral, de una delicadeza suprema. También atisbamos su potencial juguetón con la Canción napolitana, la Canción rusa y la Canción alemana, donde por cierto ofrecieron el primer forte de la noche.
El plato fuerte vino en la segunda parte con el cuarteto más famoso del autor que da nombre al cuarteto, Alexander Borodin: el número dos. Su comienzo siempre me ha parecido in media res, como el único movimiento de cámara de Mahler. Tenía ciertas dudas con la interpretación después de quedarme un tanto fría con la primera parte por los motivos expuestos. Sin embargo, dieron lo mejor de sí mismos acudiendo a un repertorio en el que evidentemente se sienten más cómodos y conocen perfectamente. Supieron equilibrar a la perfección el fraseo, que en este cuarteto muy fácilmente puede edulcorarse en exceso. Las dos voces conductoras, el primer violín y el chelo, estuvieron excelentes (especialmente el chelo, que consiguió muchas veces algo muy difícil: robarle el protagonismo el violín, tanto con el arco como en pizzicato, que era redondo, con volumen, pero al mismo tiempo delicado y justo en sonoridad), pero me sorprendió la buena base que crearon el segundo violín y la viola, que hicieron crecer la tensión magistralmente: algo desde luego nada fácil de resolver.
Aunque normalmente parecería que no debería ser objeto de una crítica de música clásica la presencia escénica de los músicos si han sido correctos, creo que la actitud de los miembros del Cuarteto, Ruben Aharonian (violín primero), Sergey Lomovski (violín segundo), Igor Naidin (viola) y Vladimir Balshin (violonchelo) explica porqué sigue existiendo una brecha entre el público y los músicos de clásica. Ni un buenas noches, ni un gracias, ni siquiera una sonrisa les llevaron a tocar el bis, la sencilla Serenata alla espagnola de Borodin, donde Igor Naidin nos regaló una excelente interpretación, sacando de la viola un sonido que demuestra que no es un instrumento meramente armónico o complementario a las piruetas del violín o a la serenidad del chelo -algo que ya saben compositores como Max Reger-. Tal y como habían entrado a tocar el bis se fueron: serios, con una postura apática, como si aquello no fuese más que una obligación que desgraciadamente tienen que asumir. Ellos seguirán así y yo lo seguiré denunciando. Quizá algún día no haga falta porque la calidad musical ha llegado a converger con el antielitismo del que se sube al escenario.
por Marina Hervás Muñoz | Jul 31, 2016 | Críticas, Música |
Llamas por teléfono, reservas la entrada. No sabes dónde está el teatro, salvo que está en el centro de Santander. El mismo día del concierto, como si los futuros espectadores fuésemos -por una noche-parte de un club secreto, nos envían por sms la información del lugar y la hora. El Principal abre sus puertas en una casa privada, de esas que siempre vemos en Santander -pero siempre desde fuera-. Champán, zumo de naranja, galletas y brownies nos hacen la espera más amable en un salón con fotos en blanco y negro, sofás antiguos y muchos libros. A las 20, se abre otra puerta, y el director artístico del espacio, Edy Asenjo, nos hace pasar. De la Puríssima, un grupo programado por el festival Santander Music, ya ha comenzado a tocar: se oye al fondo del pasillo. Julia de Castro está tumbada en el suelo, bellísima, con su peineta descomunal. De pie -creo que porque no le queda otro remedio por la posición del contrabajo- está Miguel Rodrigáñez. Ambos formaban ayer por la noche De la Puríssima, un grupo que nos hiere directamente en la conciencia. Julia de Castro, con desparpajo, caradura (en el mejor sentido) y, sobre todo, una energía hipnótica, explica cómo hacer cuplé en el siglo XXI. Dice a su público, y con mucha razón, que no estamos preparados para escuchar cuplé. Y lo dice en serio. De la Purissima habla de una contradicción performativa de nuestra sociedad: la que ve aumentar la violencia y el machismo entre los más jóvenes, pero que mientras lo critica ve cómo el género más escuchado en España es el reguetón; la de la permanente objetualización del cuerpo de mujer en la que la propia mujer no es dueña de sí misma, sino de los ojos que la juzgan; la del rubor ante la expresión explícita de lo sexual (especialmente si lo dice una mujer). Mientras que el cuplé, a principios del siglo XX, tenía que decir todo sin decir nada, el cuplé de De la Purissima nos pone entre las cuerdas de la doble moral de nuestra sociedad, que preferiría no escuchar ciertos temas, donde hay un culto al cuerpo con las dietas y lo light pero encuentra ofensivo una camiseta translúcida donde se ven unos pezones. Es decir, que De la Puríssima es incómoda, pero necesaria, necesaria como las cosas importantes de la vida. Y, además, defiende esa necesidad con clase y buen hacer, con una lección sobre musicología, política y desparpajo.
Julia de Castro tiene una voz muy especial, cuya fuerza reserva sólo para algunos momentos que corroboran lo que ya se intuía en sus juego de susurros y canto. Eso me gusta: no se vuelve excesiva, como algunas cantantes que explotan su chorro de voz pero hacen que todas sus canciones suenen igual. Ella hace vocalizaciones jazzeras sin fallar ni una nota, se la juega probando agudos muy difíciles, explora el grave cuando le apetece y sabe cómo modular la voz (tanto hablando como cantando) para generar una energía que gira magnéticamente en torno a ella. Y, además, con una única línea de acompañamiento, la del contrabajo de Miguel Rodrigáñez, que hace las veces de ritmo y melodía. Toca casi siempre en pizzicato, aunque tirando del variolaje para generar una línea melódica con más cuerpo a la que se suma Julia. De la Purissima habla de la indisciplina, del cruce natural entre fronteras, cada vez más evidente en las prácticas artísticas contemporáneas: se la juega con la performance, el concierto, el teatro, y el baile. Son originales a rabiar: ni siquiera hits como el cuplé «La violetera» o el chotis «Madrid, Madrid, Madrid», tan queridos y tan escuchados en este país -y también tan versionados-, sonaban una vez más, sino de nuevo. De la Puríssima dignifica el «género ínfimo» y nos cuenta una historia subterránea del cuplé: la que representaron las mujeres que se atrevieron a hablar y a contar lo sicalíptico de una sociedad cristianísima y devotísima y castísima. Julia revive a todas ellas y les dice que no fueron unas frescas, las mujeres de «compañía» y de «mal vivir», sino valientes, luchadoras y que, sin saberlo, comenzaron una afrenta por la libertad de las mujeres en la que aún estamos. Hacía tiempo que no veía una mezcla tan bien mezclada de arte y política, sin ser evidente ni explícita, sino desde la propia práctica, convirtiéndose en una cupletista que habla desde los tabúes y malestares contemporáneos. Para creerlo, hay que verlo en directo. El disco, Virgen (autoedición, 2015), que se puede escuchar en Spotify, es sólo una parte de todo lo que ofrece, aunque éste ya promete mucho.
por Marina Hervás Muñoz | Jul 29, 2016 | Artes visuales, Críticas |
La catedral de San María y San Julián de Cuenca, en una demostración ejemplar de lo que puede dar de sí este tipo de templo sagrado si desvisten sus paredes del aura de lo intocable, abrió sus puertas el pasado 27 de julio a una exposición que hace dialogar a los informalistas, Ai Wei Wei y a Cervantes, malabarismo ideado por Florencio Galindo y Carlos Aganzo. El discurso que hace de hilo conductor -y que da título a la exposición- es La poética de la libertad. Se trata, en realidad, de tres exposiciones en una, en la que se intenta mostrar desde tres lugares distintos el discurso de la libertad en las artes. Aunque la idea podría ser marciana pero con mucho jugo para extraer, nos encontramos, al final, con tres propuestas que no hablan demasiado entre sí, y con un texto que fuerza sin éxito que se hilvanen. La exposición se abre con unas ilustraciones -sin autor especificado- de El quijote y su compañero Sancho y una frase de Cervantes sobre el asunto de la libertad claramente traído a colación exclusivamente por el aniversario y el consecuente más que probable aporte económico de los patrocinadores. Cervantes y sus personajes desaparecen rápidamente para dejar paso a El laberinto del dictador, de Florencio Galindo, una de las obras que mejor dialogan con el espacio donde está situada. Su instalación de alambres con lazos azules está situada frente a un arco del que un panel nos informa que fue construido por un arquitecto renacentista rechazado por diferentes estratos sociales por su forma de vivir libre y crítica. A continuación, una gran caja en el claustro de la iglesia, con unas letras que anuncian el reclamo de la exposición «AIWW» nos invitan a adentrarnos en el infierno del arresto de Ai Wei Wei, explicado mediante vídeo de Youtube (!). La obra S.A.C.R.E.D. (2011-2013) -en español: Cena, Acusadores, Limpieza, Ritual, Entropía y Duda) hace que el visitante se vuelva un voyeur de los 81 días de encarcelamiento que sufrió el artista, vigilado las 24 horas -hasta en sus actividades más íntimas- por dos policías. El visitante mira a través de unos espacios de cristal en las cajas de metal opaco, que son a la vez la guarida y la cárcel del reo. De este modo, Ai Wei Wei nos hace cómplices de los policías, de los que observan, y no de él, de la víctima. El morbo de mirar el dolor ajeno, de verle sentado en el retrete o durmiendo boca arriba desparramado en la cama, nos convierte también en violadores -una vez más- de su privacidad, en observadores silenciosos de su humillación. Una idea perturbadora terriblemente eficiente en esta obra que me ha reconciliado con el polémico artista chino.
La exposición nos deja en el pseudo crucero de la catedral, donde se avista la siguiente sala de la exposición, donde piezas (sin cartela, sin información) de Martín Chirino, Francisco Farreras, Luis Feito y Rafael Canogar, y fotografía de Juan Barte cierran el recorrido. El discurso de la libertad esta vez se centra en el franquismo, donde no se rompió el cautiverio físico sino el mental (según el texto de los comisarios): Estos artistas
«juntos nos recuerdan, cincuenta años después […], cómo tuvieron que luchar contra un régimen que enseguida identificó aquel lenguaje rompedor y subversivo con la materialización plástica de la palabra más temida: la palabra libertad»
Es un sí pero no. ¿Qué pinta el desvanecido Cervantes, cuyo concepto de libertad es complejísimo, con la excelente pieza de Ai Wei Wei, con cinco piezas que ni merecen ser nombradas, a juicio del criterio de los comisarios, de algunos informalistas? Son tres poéticas de la libertad que se desgajan, que quedan como tres islas separadas, donde el hilo conductor, al final, no es ninguno. Sólo los más benevolentes verán, forzando mucho la cosa, cómo en Cervantes hay una libertad épica, en S.A.C.R.E.D una física y en los informalistas una mental. Pero, ¿no podría también leerse, con más profundidad, desde por ejemplo la libertad como ausencia? Don Quijote como el libertador derrotado por lo real, la pieza del artista chino como aquello que sólo podía tener en lo no presente, en lo incontrolado por sus vigilantes y los informalistas en la creación de pintura no figurativa gracias a la beligerancia de un régimen que, como su modelo alemán, podría haberles exiliado, quemado y tachado de degenerados. La potencia del concepto de libertad se ha desvanecido. La verdadera fuerza de la exposición, por lo que yo recomendaría ir sin dudarlo (pese a su precio desorbitado), es por el excelente diálogo que se abre entre el arte contemporáneo y la mezcla de estilos que conforma la catedral conquense, un ejemplo que debería servir de modelo para reformular el patrimonio eclesiástico.
[Off the record: obviaré la crítica de un andamio colocado a colación de la exposición que permite ver gran parte de la catedral desde arriba y que, en lugar de simplemente justificarse por la posibilidad hasta entonces imposible de la visión del templo, añadía un texto sobre la libertad de los cielos, los ángeles y las nubes. Totalmente prescindible].