por Marina Hervás Muñoz | Jul 8, 2016 | Artículos, Música, Recomendaciones |
Si hablamos de canción protesta nos vendrán automáticamente a la mente las imágenes de las chaquetas de pana (tan maltratadas en los últimos tiempos por algunos debates políticos), las melenas, las patillas y las guitarras. Quizá algunos tengan memoria más allá y vean a Bob Dylan y a Joan Baez haciendo de las suyas, o un poco más abajo, a Nacha Guevara, Mercedes Sosa o Violeta Parra cantando en algún local pequeño de un barrio obrero. Aunque ahora no puedo meterme en el debate sobre la definición de la canción protesta, parece que hay un cierto acuerdo sobre su origen temporal -en los años 60-70 del siglo XX- y más o menos sobre su objetivo -generar canciones de reflexión y de crítica al sistema-. Lo problemático comienza cuando se trata de delimitar su contenido, pues en muchos casos se da una mezcla entre la «canción de autor» -el songwriter en inglés- y la canción popular. En el caso español, aunque también en muchos compositores latinoamericanos, la canción protesta se une con la recuperación de lo prohibido o de lo reprimido (¿Sería canción protesta Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, que compusieron sus canciones siguiendo el ideario de la revolución cubana?). Paco Ibaez cantaba desde el exilio a Antonio Machado y a Lorca -y a Quevedo, León Felipe, Pablo Neruda, etc.-, reivindicando la fuerza política de lo poético; Joan Manuel Serrat, antes de volverse peor que aquello que criticaba, cantaba en catalán, al igual que Mikel Laboa, que lo hacía en euskera: ambas lenguas prohibidas por el régimen franquista. Otros músicos trataban de hablar de una cultura en extinción o de corte popular/folklórico, como es el caso de Los indios tabajara o, en España, de Jarcha.
Recientemente, ha aparecido un disco, Domus, de Silvia Pérez Cruz, y una cantautora, en el caso de Palito que, según mi criterio, han traído aire fresco a este asunto de la canción protesta. No se trata de que sea gente joven la que compone, pues hay buenos ejemplos de jóvenes cantautores, como Ismael Serrano o Marwan, sino de lo que hacen con el género. El primer caso es, como decíamos, el disco Domus (Universal, 2016), que contiene la banda sonora de la película Cerca de tu casa, de Eduard Cortés, que la cantante también protagoniza. La película habla de una de las tragedias sociales más terribles de los últimos tiempos, y que han puesto en jaque mate los principios democráticos de la sociedad, en este caso, española: los desahucios. Más allá de su origen, de intención filmográfica, el disco tiene fuerza por sí mismo, aunque canciones como «Cerca de tu casa» es evidentemente música de fondo para la imagen. ¿Por qué refresca el concepto de canción protesta Domus?, se preguntará usted, ávido lector. Este disco descoloca al oyente habitual de canción protesta desde su primera canción, «No hay tanto pan», que evidentemente coge una de las frases más cacareadas en las manifestaciones, a saber, «no hay tanto pan para tanto chorizo». Tres elementos son los que llaman la atención: primero, la sencillez de su letra, que rehúsa la tendencia a la poesía hipermetafórica de la canción protesta habitual. En relación a esto llegamos al segundo aspecto, la cercanía del texto a sus protagonistas, «Mercedes, Patricia, Jaime, Juan,….», que ya no se nombran sin ser nombrados, metaforizados. Aunque hay un antecedente evidente en esto, en «Te recuerdo Amanda», de Víctor Jara, no es tan habitual el acceso directo a los interlocutores o protagonistas de la letra. Pensemos, por contra y por ejemplo, en «Hombre pequeñito», el poema de Alfonsina Storni musicado por Imanol o por Rosa León. El último elemento es que el «para tanto chorizo» nunca llega. Con la elegancia que caracteriza a SIlvia Pérez Cruz, ella modifica esta frase para explicar la situación de los desahuciados: no hay tanto pan para alimentar todas sus bocas. Aunque las frases de las protestas ya se habían introducido en las canciones, como «No nos moverán», que clamaba Joan Baez, normalmente se utilizaban literalmente, no se invertía su significado. Otra de las canciones que desplazan este concepto de canción protesta es Sí se puede, grito de guerra de la PAH (Plataforma de afectadxs por la Hipoteca), donde Silvia Pérez Cruz añade una melodía, que es al mismo tiempo hilo conductor del disco, a grabación real de manifestaciones y protestas anti-desahucios. Nuevamente, ella invierte el protagonismo, y se deja diluir para dar voz a los que se les ha robado. Lo mismo pasa en «Todo hombre», donde oímos cantar a Lluís Homar y a Pepo Blasco, compañeros de elenco en la película, que no llegan a los agudos y a veces se les van las notas. Pero no importa, lo que prima es la sencillez, la rotundidad de su mensaje, y la sensación de que esta canción la podría cantar cualquiera, en cualquier rincón, como marca de lo que decía Blas de Otero: después de todo, «me queda la palabra» (por cierto, musicada por Paco Ibañez), en el poema «En el principio»:
Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.
El siguiente ejemplo que he seleccionado es Palito y su disco homónimo (Chulos Records, 2014), una cantante gallega apodada así por sus piernas delgadas como palitos. Es pura explosión de energía sobre el escenario cuando -con telón de fondo spinoziano- invita al público a gritar con ella ‘¡Libertad!’. Algunos la ven como la encarnación -algo- menos alcóholica de Javier Krahe convertido en mujer. Pero yo creo que Palito no es una mera seguidora de Krahe -algo que ya, de por sí, si está bien conseguido, sería decir muchas cosas buenas de ella- sino que ha conseguido esculpir una personalidad propia. Si se parece a Krahe es porque sus canciones se ríen de la vida, tanto porque a veces más vale reír que llorar como porque en la exageración y en la ironía se esconde la fuerza de la verdad. Una lectora y seguidora de Plotino y de Mihura, licenciada en Filosofía, que hace que sus canciones tengan muchas esquinas: la de la risa fácil o la del que mira con lupa todas sus referencias. De nuevo se preguntará usted ávido lector, dónde está la protesta en esta muchacha. Pues bien, desde mi punto de vista, Palito resitúa la canción protesta por varios motivos: primero, porque destabuíza algunos de los temas habituales de la experiencia cotidiana, como la sexualidad de la gente ‘normal’, marcada, en negativo, por las revistas con chicas photoshopeizadas con chicos idem, es decir, por relaciones heterosexuales cuyos protagonistas poseen cuerpos diez, o de la pornografía. Ella le da voz la gente mayor, como en «Esperanza, espera«, o habla de problemas comunes a la hora de ponerse al tema, como en «Tres copas de sombrero» o en «Sucumbir«. No hay tabú, no hay obscenidad, no hay objetualización del cuerpo, tampoco estratosféricas metáforas sobre el amante, sino humor desde las experiencias de una «cualquiera», en el mejor sentido de la palabra. Segundo, porque desmasculiniza la canción protesta y de la canción de autor, algo que en pocas ocasiones se toma en serio. Es importante hacer el ejercicio de reflexionar desde dentro sobre la propia práctica. Un ejemplo evidente es la angustia de las entrevistas de trabajo y todo su montaje, donde el entrevistador suele ser un proto macho alfa, como en «La entrevista», que al mismo tiempo es una protesta contra la «insoportable levedad del neceser» o, la necesidad de «disfrazarse de mujer» que vivimos muchas mujeres. Por último, al igual que señala en el caso de Silvia Pérez Cruz, se elimina el peso de las metáforas: su lenguaje es directo, pese a la finura de sus juegos de palabras. Su protesta es contra la normalidad no crítica, contra lo que asumimos que «simplemente se ha hecho así siempre», o contra aquello que nos avergüenza como colectivo social, las represiones sociales aún operantes. Es decir, en Palito no hay una afrenta contra el sistema político, sino contra aquello de ese sistema que nos creemos e interiorizamos, contra decir que sí mirando al suelo.
Aquí concluyo esta primera parte de la nueva canción protesta. El siguiente artículo versará sobre aquellos grupos que, de entrada, no se definirían como compositores de canción protesta, pero que en los últimos tiempos tienen una intención crítica o reivindicativa. Seguimos…
por Marina Hervás Muñoz | Jun 28, 2016 | Críticas, Música |
Con una atrevida programación, la monumental novena de Mahler, cerraba el pasado 24 de junio la Orquesta sinfónica de Tenerife su temporada 2015-2016. El aún joven Eiji Oue, que dirigía sin partitura, sacó de la orquesta un sonido y color excelentes y demostró la originalidad de su concepción de Mahler.
En el primer movimiento, el tema que inician las violas y que abre el movimiento adopta carácter estructural de pseudo tema de rondó. Oue fue edificando el movimiento como una especie de contraste entre tema y desarrollo, aunque destacando la genialidad de la mano de Mahler al modificar el tema hasta su desintegración, en la última aparición en el solo de violín. Esto demuestra la consciencia del tiempo que comenzaría a funcionar desde la prosa musical wagneriana: nada puede simplemente repetirse, el tiempo cotidiano penetra en la música y hace que ésta no pueda dominarlo, sino adaptarse a su devenir. Por eso, el tema estructural no puede simplemente reaparecer, sino que cada vez que lo hace es a costa de poner en jaque su propia existencia. Así apareció ante nuestros oídos, y así se constituyó también la dinámica. El tema, cada vez, aparecía como sin querer, de las ruinas que dejaban a su paso los pseudo desarrollos. No sé si es verdad eso que decía Alban Berg al considerar las apariciones del tema como premoniciones de la muerte, que hacen contrastar los pasajes delicados reumáticos y la explosión de su desarrollo. Pero, sea o no la muerte la que aparece, el tema es, desde el principio, como un herido que se aferra a la esperanza más mínima para seguir viviendo. Es la batalla del que ya sabe que ha perdido. El segundo movimiento, en el que Mahler recupera su gusto por la música de banda de pueblo y el folclore, es marca también de la ironía de esa música, que parece de otro mundo. Tal toque irónico fue marca de los vientos metales. El color que adoptó la orquesta fue a là Bartók, el del sabor de lo popular modificado, de lo popular, en realidad, inexistente, en cierto modo construido para trabajar sobre la fuerza de lo perdido. Siempre pienso en este movimiento de forma gráfica. No quiero contagiarles de mi interpretación sino a invitarles a que la consideren como una forma más: para mí, siempre aparece al oír esta música una calle de algún pueblo remoto en el día de carnaval de un tiempo indeterminado, en el que bufones, brujas y brujos , trileros y juglares juegan a ser otros con máscaras que terminan siendo terroríficas. Pero este lugar remoto y sus personajes, en realidad, no existen. Se desvanecen al terminar la fiesta, como en la corte de los milagros de Víctor Hugo. El tercer movimiento, quizá uno de los más queridos, destacó por la oscuridad del color, ya de por sí en la partitura. Este movimiento está construido, según los especialistas, como un intercambio de voces solistas. Bajo la batuta de Oue, este carácter solístico adquirió el carácter fragmentario. En realidad, cada voz solista era parte de lo mismo, de una construcción común de la que solo se relataba, poco a poco, su totalidad. Una pequeña decepción supuso el cuarto, que comenzó con una sección de primeros violines muy desafinada, descoordinada en la subida glissando y con imperfecciones en el agudo. El problema de afinación no mejoró hasta los niveles esperados de la interpretación ofrecida hasta entonces a lo largo de la sinfonía, quizá por cansancio, quizá por desconcentración, espero que no por falta de estudio. En cualquier caso, fue una lástima, pues podría haber comprometido al movimiento completo y dejar un sabor agridulce tras el concierto. Sin embargo, el buen hacer del resto de secciones compensó tales problemas.
Si hay algo fundamental al dirigir a Mahler es no hacer de su música algo bonito ni recrearse en los restos románticos de algunas de sus melodías. Es extraordinariamente difícil, además, mantener la tensión en una composición tan larga, tan compleja estructuralmente. La música de Mahler es grieta, es irrupción, es ruina. Ninguna melodía es meramente bella, sino que esconde un trasfondo oscuro. Esconde su propia desintegración. Se suele citar mucho por ahí una frase de Mahler que dice que componer es crear un mundo. Yo siempre he pensado, escuchando sus composiciones, que Mahler crea muchos mundos, y cuenta su génesis, su miseria y su apocalipsis. De todo esto habló Oue con la frescura del que aún cree en lo que hace.
La interpretación de la Novena de Mahler, justo un día después del cierre del Festival de Música contemporánea protagonizado por la música para percusión, demuestra que algo está cambiando en Tenerife. En una isla que se había acomodado a programas alto insulsos y sin demasiada gracia, y que demostraba el tedio con una sala a media asta cada semana, el cambio de programación y la inclusión de gente más joven, con nuevos proyectos, ha sido -creo, eso parece- un aliciente para el público. Por supuesto, aún queda mucho para volver a situar a la sinfónica de Tenerife donde estaba hace ya unos cuantos años, pero parece que comienza a despertar de su letargo afrontando programas más atrevidos, más parecidos a los de otras salas y orquestas importantes del país, muchos nunca escuchados en las islas.
por Marina Hervás Muñoz | Jun 17, 2016 | Críticas, Música |
Ayer se abrió el Festival Sónar en L’Auditori, en colaboración con el Sampler Sèries, con un doble concierto. El primero consistió en la interpretación de Become Ocean (2014) de John Luther Adams Dice Adorno que «ninguna frase de ocho compases puede sincronizarse realmente con un beso filmado». Algo similar sucedió ayer con el intento de John Luther Adams de poner en música el océano. De hecho, desde el principio el tictictic de metrónomo de pinganillo que llevaba el director, Brad Lubman, hacía complicada la inmersión en la construcción sonora que propone esta obra, por no decir la contradicción de base de medir en un tempo estricto lo orgánico y cambiante del agua. Galardonada con el Premio Pulitzer 2014 y con un Grammy en 2015, además de vanagloriada por críticos como el ya conocidísimo Alex Ross, Become Ocean promete, como explicó el compositor, hacer que el oyente no escuche el agua, sino que se convierta en el agua: de ahí el título de la pieza. Sin embargo, y quizá porque soy poco amiga de las explicaciones cercanas a la mística musical y creo que la pieza tiene que ser capaz de contar cosas por sí misma, me sobró el vídeo inicial en la que se explicaba, de alguna forma, el posicionamiento más adecuando para escucharla y no herramientas de escucha que permitan al oyente entender -y no tanto ratificar lo que se supone que aparece en la obra-. A nivel musical, Become ocean no la dividiría, como sugiere Serafín Álvarez en las notas al programa, por su dinámica (crescendo, clímax, diminuendo), sino por las dos grandes capas sonoras con las que articula el discurso musical: el del ostinato de la percusión (y en concreto, de las marimbas) y las melodías exiguas que se iban pasando los diferentes instrumentos. La complejidad de la melodía era mínima no sólo por su construcción, sino también porque en la cuerda se limita a los tremolo, a los trinos medidos y a variolaje, mientras que los vientos tomaban las notas de la melodía de la cuerda en tenuto, formando así el colchón armónico de la obra. Se trata, entonces, de un trabajo de unión entre un lenguaje minimalista más cercano a Glas que a Reich, por ejemplo, y de una especie de espectralismo que termina diluyéndose en acordes pseudotonales. La interpretación, por parte de la OBC, fue lacónica y algo descafeinada.
Serafín Álvarez señala que «no sería desacertado asociar la idea romántica de sublime con Become Ocean, en un espacio suspendido en el tiempo […] y que nos provoca emociones placenteras y aterradoras al mismo tiempo». Incluso lo compara con el mar de El monje de Caspar Friedrich. A diferencia de La mer de Debussy, que deja que la música hable de lo desconocido del mar, de todo lo que esconde a las limitaciones del ser humano, Luther Adams repite en su música algunos estereotipos sobre el mar, algo que hacía que después de algunos minutos ya nada aterrase, sino que la música se convirtiera en un bálsamo. El resultado recordaba a lugares comunes del concepto de mar, con una herencia muy acentuada de la música de cine. Lo que el título y la explicación del compositor sugerían aparecía sin sorpresas, sin novedad, en la pieza: correspondía exactamente a la expectativa que se creaba de encontrar puesta en música cierta idea de mar. Si es cierto que la obra surge con ánimo de hablar en música del cambio climático, y que se podría considerar, como dice Alex Ross, el “apocalipsis más bello de la historia de la música”, creo que se impone el concepto de océano de los de aquí, para los que el mar es algo relajante y que ofrece preguntas para meditar con el sonido del agua (quizá así se justifica su cercanía con Caspar Friedrich), pero no se debe confundir con un supuesto “activismo ecológico” del autor -al menos eso no aparece en la pieza, que tiene tendencia a ser bonita, a mostrar lo reconciliado, como si así estuviera nuestra naturaleza maltrecha y maltratada- y mucho menos a hablar de otras realidades sobre otros océanos, el de los de allá, los que se mueren en pateras y encuentran en el agua su tumba.
Mientras otros conciertos de Sampler Sèries se celebran en las salas pequeñas de L’Auditori, el casi lleno de la sala 1, repleta de abonados al Sónar, demuestra que el hecho que muchos lamentan de que los conciertos de música contemporánea siempre están vacíos y sin gente joven tiene que más que ver con la campaña de markéting que hay detrás y el empaque del concierto. Algo similar sucedió con el que venía a continuación, el de Down in midi, en la pérgola y con cerveza gratis: lo de menos era la música, lo importante era la actividad social y supongo que el postureo en las redes sociales. A las próximas sesiones de conciertos de contemporánea fuera del Sónar, volveremos los mismos de siempre, mirándonos con complicidad, como se miran los raros del cole al salir al patio.
Por cierto: según el autor, la obra está pensada para ser escuchada desde una grabación. Aquí se las dejo
por Marina Hervás Muñoz | May 30, 2016 | Artículos, Libros, Literatura |
Canarias, donde yo nací, es un territorio periférico en todos los sentidos. Pertenece políticamente al territorio español pero geográficamente sufre las inclemencias del africano. Culturalmente ha nacido de la mezcla de invasores, navegantes perdidos, migrantes, colonos, comerciantes y una sinfín variopinto de personajes, y siente un pie al otro lado del charco, en América latina, y otro en esta maltrecha Europa que tantas veces se olvida de sus esquinas. De esa mezcla, surgen otros olvidados, los escritores de las islas. Hoy, que es el día de Canarias, lo trastoco en el día de los que escriben desde Canarias. Aparte de canarios, son buenos escritores. Y no: no hablaré ni de Benito Pérez Galdós ni de Angel Guimerá. Y sí, sólo he escogido dos, pero porque espero que haya otra ocasión no muy lejana en la que pueda seguir dándole un hueco a escritores por conocer. El día de Canarias yo celebro otra Canarias, la otra que no se conoce, la que va más allá del mojo picón, de la corrupción en sus costas, de la que cierra fronteras al Sáhara, de las prospecciones y la especulación medioambiental.
Uno de mis favoritos es el que las buenas lenguas llaman el Rimbaud canario: Félix Francisco Casanova de Ayala. Desaparecido a los 19 años, dejo a su paso poemas excelentes recogidos en diferentes antologías y colecciones, como Cuarenta contra el agua (Demipage) o La memoria olvidada (Hiperión) y algunas digresiones de su diario de 1974 (Yo hubiera o hubiese amado).
«Descansa la vieja reina
y su acerva mirada
penetra en la visera
de su efebo colonial.
En la crismera
jugo de uva turulú
el olor a balausta y
el tierno orujo de mandarina
en su boca cuquera.
En su celdilla de panal
con la láurea entre rizos
y su cadera de necrópolis
agoniza ante el áulico séquito,
riente ahora.
(12-4-4, en Yo hubiera o hubiese amado, Madrid, Demipage, 2010, 5).
Otro ejemplo de sus letras lo pueden ver en el siguiente ejemplo, en el que Jabier Muguruza le puso música a su poema «A veces…»:
Su obra más importante, quizá, fue su única novela, escrita a trompicones, cargada de «alegría creativa», en palabras de Fernando Aramburu. Llama a su cita a Boris Vian, Bukowski, a Kafka y la generación beat: así surge El don de Vorace. Es un texto asombroso para una mano de 17 años, un tratado alucinante y alucinador sobre la inmortalidad que, pese a todas las voces que se cruzan, resulta fresco, novedoso, sin deudas literarias evidentes. Félix Francisco Casanova tenía una escritura que hablaba desde el desgarro cultural de los 70 y los 80, años que daban por inaugurada la ruptura con las formas preestablecidas de expresión, entre casetes, guitarras y confesiones. En su diario explica sobre El invernadero que «todos dicen cosas raras de él, que si espontaneidad y frescura, al par que profundidad y dominio del estilo. Me gusta, sí pero lo que realmente me convence es lo que hago ahora». Su padre, en un intento de explicación de ese fragmento, dice que «escribía a borbotones, manaba como una fuente, y, de pronto, se cerraba». En enero de 1976 se cerró para siempre. Pero la fuerza de lo que nos dejó habla de la promesa de su pluma. Juzguen ustedes mismos.
Hace pocos años tuve la ocasión de leer a Mercedes Pinto. Ella es un signo de valentía. Una mujer extraordinaria. Mientras que conocemos a otros traseuntes del Ateneo de Madrid y algunos de los miembros de la Residencia de estudiantes, así como a María Zambrano o Carmen de Burgos en el círculo intelectual del Madrid de principios de siglo XX, Mercedes Pinto ha pasado desapercibida. Su escritura no asombra tanto por su forma, sino por su contenido y su radical cercanía. Tiene dos libros que van de la mano: Ella (1934, Escalera, 2011) y Él (1926, Escalera, 2011). El primero es un diario de juventud y de hipocresía, de valores que Pinto trató de confrontar durante toda su vida (algo que la condenó al destierro después de hablar de El divorcio como medida higiénica en 1923):
«[…] Además, yo amaba a Pilatos. Pilatos me atraía con su turbación encantadora, cediendo a la inquietud de su mujer, que «sueña con el Nazareno»y le pide su vida… Le encontraba valiente enfrentándose con el pueblo enfurecido y gritando desde el balcón su temor a una equivocación, «matando a un justo»… Y, sobre todo, me agradaba con un gesto que encontraba interesante. Quería limpiarse de aquel posible error… Si él sólo no podía evitarlo, su conciencia al menos quedaría libre.. Mi madre no me pasaba esto […] lloraba mi madre mis ideas liberales y, sentándome a su lado, insistía en que no éramos dueños de pensar lo que queríamos, sino lo que debíamos…Le prometía yo enmendarme, pero seguía pensando en muchas cosas, atormentándome a veces como dos fuerzas contrarias: el temor a condenarme y mi rebeldía triunfadora…» (Ella, Madrid, Escalera, 2011, pp. 59-60)
Él es un relato real de una desgracia radicalmente actual, la de casarse con el hombre equivocado: el que insulta, el que humilla, el que anula, el que pega. Es un libro en primera persona sobre el dolor, sobre los silencios que aguantan tantas mujeres. Es u nlibro valiente, en la que se pone sobre el papel el miedo, las dudas y la paulatina pérdida de fuerza para resistir.
«De mis tristes ideas me despierta la música de un organillo callejero. Me asomo a los cristales del balcón y miro hacia la calle. un viejo húngaro de blancas barbas hace sonar el organillo, mientras levanta de tiempo en tiempo un platillo dorado pidiendo una limosna… Toca una música antigua como él mismo y como el organillo, y sin embargo mis ojos e llenan de lágrimas y envidio al viejo húngaro que, tal vez, a través de penas y dolores muy hondos, tremola al viento su barba blanca como una bandera de independencia y va por el mundo pobre y errante, pero libre…
Yo en cambio interrumpo hasta mis pensamiento al contestar: -¡Voy enseguida»- a una voz que desde el fondo de la casa me llama impetuosa…» (Él, Escalera, 2011, p. 36).
por Marina Hervás Muñoz | May 22, 2016 | Sin categoría |
La doble sesión de conciertos del festival Sampler Series del pasado 21 de mayo tenía como protagonistas de la segunda parte los músicos Otomo Yoshihide (guitarra) y Paal Nilssen-Love (percusión). La sala 2 de L’Auditori, la Tete Montoliu, estaba dividida en dos: una parte no sorprendía, sólo había la habitual grada con asientos. Por su parte, la otra mitad había tomado forma de bar, con barra para bebidas incluidas. Una proyección de una luna, rodeada de colores algo psicodélicos, daba la bienvenida a los oyentes. Tal disposición del escenario quería hablar por sí misma, quería tomar distancia con un concierto clásico, avisar a los despistados que allí pasaría otro tipo de evento.
Con tal disposición afectiva del público aparecieron sobre el escenario los dos músicos y, sin decir nada, comenzaron a tocar. Todos los temas (largos y densos) tuvieron la misma estructura, que podremos entender gráficamente con un rombo. Los comienzos eran tenues, lentos, meditativos, que poco a poco iban creciendo en intensidad, velocidad y complejidad para volver a cerrarse, a encontrar un lugar similar al del inicio. Tal estructura, además, estaba construida basándose en algunas premisas de dudosa calidad musical, como la ingenua y, hasta cierto punto, inmadura creencia de que el piano es lento y el fuerte es rápido o que el contraste sólo aparece mediante cambios evidentes de dinámica y de tempo. Esto no sería tan problemático si el diálogo entre ambos músicos hubiera sido coherente, pero aquello no rozaba ni siquiera la discusión. Se trataba, simplemente, de dos líneas separadas que mostraron la indiferencia por encontrarse. Había dos discursos divergentes, un todo abigarrado, que además de no aportar, impedían que alguno de los dos pudiera contar correctamente lo que estaba construyendo. Yoshihide estaba más preocupado por explorar incansablemente todos los registros de los efectos de su guitarra, a veces tan en exceso que hacía que los efectos ya no pudieran considerarse como tales, sino como elementos constructivos que no llevaban a ningún sitio. Cuando todo es efecto, se pierde su fuerza. Algunos de ellos, como la utilización del arco de violín, sólo ocasionalmente estuvo justificada dentro de su discurso. Parecía, en muchas ocasiones, que su interpretación era más un juego de ensayo y error. Esto hacía que mucho de lo que probaba, si bien podría encajar bien en otro ámbito, no acababa de funcionar: mucho me temo que más bien lo contrario. Por su parte, Nilssen-Love, en general con construcciones mucho más atractivas que las de su compañero, trabajaba con pequeñas estructuras rítmicas que conseguían todo su sentido al final de la pieza, cuando conseguía deconstruirlas hasta un sonido más íntimo, con el trabajo minimizado de sus baquetas en algunos rincones de la batería. Tales momentos era en los que más brillaba su impecable dominio técnico del instrumento, por lo general protagonizado por una especie de horror vacui sonoro. No creo que la divergencia de discursos se debiera a falta de trabajo común, sino a un concepto subyacente del significado de dúo en el que uno más uno no suman dos, sino que se quedan como entidades tocando juntas, pero no unidas.
Eso sí: con su música demostraron la disolución de fronteras entre el free jazz y otros estilos, en este caso el rock progresivo y el noise. De hecho, especialmente en el tratamiento de la guitarra, recordaba más a estos dos estilos que al free jazz de otro corte. Así también lo evidenció el comportamiento del público. Se veían numerosas cabezas haciendo movimientos típicos de un concierto de heavy, esta ondulación que permitía ondear las melenas, dentro de la norma no escrita de ser recatado en los espacios que, oficialmente, sirven para música académica. Así que la ondulación se quedó en un gesto dentro de los límites de lo que tácitamente apropiado. Tal detalle, aparentemente insignificante, es un elemento de dislocación espacial y temático. Mientras colectivos como Ojalá esté mi bici trabajan de forma incansable para llevar (naturalmente, con escasos recursos y apoyos) en pequeños espacios y centros cívicos de la ciudad condal grupos de estilos similares y, en muchas ocasiones, con más fuerza que este dúo, que no han sabido entender como tal, espacios como L’Auditori abren sus puertas a estos conciertos donde el público potencial no acaba de encajar, porque es de suyo poder moverse y mover la cabeza a placer mientras que el público fijo abandona la sala mucho antes de que termine el primer tema, de más de media hora de duración.
Este texto fue publicado en su edición en catalán en http://www.nuvol.com/critica/otomo-yoshihide-i-paal-nilssen-love-dues-veus-divergents/