por Marina Hervás Muñoz | Mar 18, 2016 | Críticas, Música |
Fotografía bajo copyright de Sebastian Runge
El ciclo 2x hören de la Konzerthaus de Berlín tiene una idea de base que deberíamos exportar. Se trata de escuchar una obra (o parte de ella) dos veces. La primera casi de forma inmediata, sin expectativas. Y la segunda, tras una explicación. El ciclo, que empezó el septiembre pasado y que terminará el 27 de junio de 2016, combina obras contemporáneas y obras clásicas, de tal modo que se encuentra la premisa de que porque lo clásico -supuestamente- suena «mejor», «más bonito», no implica que se entienda de forma más evidente que lo contemporáneo, donde las obras son «muy raras» y que suenan «mal». Es decir, el ciclo trata de dar herramientas de escucha sin influir esa primera escucha, que no necesariamente tiene que tener bagaje teórico. El pasado 14 de marzo se presentó Les Chants de l’Amour para 12 voces y grabación de Gérard Grisey, interpretada por el ensemble de solistas Phønix 16.
La obra de Grisey es una joya de la historia de la música reciente. Se trata de una composición que explora las posibilidad del amor desde muchas vertientes. Primero, como palabra, así como muchas expresiones derivadas de ella, como ‘I love you’ o ‘Ich liebe dich’ [te quiero en inglés y en alemán]. Es decir, hace un trabajo de diseminación vocal a un nivel micrológico y, sobre todo, descomponiendo de tal manera la palabra que se pierda su sentido, que se desintegre en meras letras. Así empieza la obra, con un grito. Éste, a su vez, es marca de lo que la descomposición de la palabra ‘amor’ y sus derivados producen: una situación en la que lo importante no es expresable, que sólo un gesto no-comunicativo, como un grito (o su traducción musical en un fortísimo), es capaz de captar.
Según Xenakis, esta obra es una exploración del amor (sea lo que sea) en el tiempo. Esto del tiempo es fundamental, porque Grisey construye la obra desde la relación con diferentes posibilidades del tiempo musical. Su recurso a la composición espectral, es decir, trabajando melódicamente con el espectro sonoro de un material mínimo (por ejemplo, de una nota), hace que la sensación temporal de conjunto sea una suerte de fantasía expansiva, sólo interrumpida brevemente por otras posibilidades temporales. Algunas de ellas son la irrupción, que marca el inicio de la obra, como ya indiqué, pero funciona perfectamente de forma orgánica con el todo. Otra es la repetición y la variación mínima (que también trabaja con la textura del espectralismo). Al mismo tiempo, el director debe llevar un pinganillo con un metrónomo a 60 pulsaciones, de tal modo que lo orgánico esté perfectamente medido, es decir, mecanizado. Así aparece la disputa entre lo ‘natural’ y lo ‘artificial’ en esta pieza.
Es un canto contemporáneo al amor, pero también a lo que éste genera. Por eso, en la obra de Grisey aparece el amor maternal, el carnal (si me permiten esta expresión tan antediluviana), el amistoso, el familiar, y un largo etcétera. También aparecen, tal y como dijo Christoph Jost, el moderador de la introducción, simplemente diferentes atmósferas que el amor suscita y su interpretación sonora. Por eso, recurre a algunos iconos de la música tradicional. El recurso a diferentes idiomas (el español aparece como fragmento de la carta a Rocamadour del capítulo 68 de Rayuela), hacen de esta pieza una suerte de madrigal moderno. El uso de sextas (a partir del minuto 16 del vídeo que he colgado más abajo) en las melodías habla directamente con Wagner y su Tristán e Isolda (Hay una referencia explícita a partir del minuto 17:46). Todo ello hace de esta obra una composición intertextual pero que, al mismo tiempo, se aleja de sus referencias textuales. En realidad, los cantantes sólo se debían concentrar en la fonética, es decir, en las palabras en su mero aparecer sonoro. Es decir, Grisey les exige, por la forma compositiva de esta pieza, interpretar sin contenido. Lo que de la obra se extraiga está, al mismo tiempo, dentro y fuera de ella. Dentro, porque las referencias explícitas sitúan lugares comunes de la comprensión del amor en nuestra cultura musical. Fuera, porque estas referencias han sido despojadas de su contexto significativo (algo así como la necesaria matanza del padre freudiana) y forman una capa más en el todo que parece quiere esta obra: crear un canto al amor sin ataduras, mirando todas sus aristas, también las más feas.
La interpretación por parte del ensemble de solistas Phønix 16 fue excelente. Al comienzo, en la primera interpretación, hubo algunos problemas de afinación en algunos tenores y dos de los solistas tuvieron dificultades al colocar la voz. Sin embargo, a los pocos minutos de avance en la pieza ambos errores se solucionaron. La segunda fue definitiva. Esta obra, que es extremadamente exigente a nivel técnico, permite demostrar la gran calidad de este ensemble, concentrado en obras poco interpretadas de nuestro mundo sonoro. Que nos brindasen la oportunidad de escuchar al aún por descubrir Grisey fue un auténtico regalo.
por Marina Hervás Muñoz | Mar 15, 2016 | Críticas, Música |
El pasado 12 de marzo la cosa iba sobre composición algorítmica en el Maerzmusik (con lo que se desmuestra, además, cómo la capital alemana se enfrenta de una manera muy seria a problemas actuales en la composición). La definición de la composición algorítmica es un tanto compleja. Algunos apuntan a que se trata de un procedimiento, en realidad, centenario; otros, sin embargo, lolimitan al uso consciente de algoritmos en la composición y, sobre todo, mediante la utilización de ordenadores u otros medios electrónicos, como sintetizadores. Quizá uno de los representantes mas famosos fue Xenakis, que utilizaba herramientas de las matemáticas para sus composiciones.
La primera pieza del programa fue Illiac Suite: String Quartet No. 4, de Lejaren Hiller y Leonard Isaacson, una pieza de 1957. Comúnmente, se considera como la pieza fundacional de esta línea de trabajo, es decir, la primera obra compuesta por un ordenador (el Illiac I), que seleccionaba números y letras de forma aleatoria -números y letras que se podían transcribir a notación convencional. El ordenador sólo poseía algunas normas básicas de composición, que corresponden a los cuatro experimentos que componen la obra: el primero intenta construir un cantus firmi, el sengundo una melodía a cuatro voces segmentadas, el tercero se constituye siguiendo instrucciones de rítmo y dinámicas; y, por último, el cuarto se basa en cadenas mertonianas. Según señala J. L. Besada en su tesis doctoral Composición y modelos exógenos: aplicación en la música contemporánea española (2015, p. 110)
Un primera aproximación poco atenta podría ubicar la implementación informática dentro de la categoría propuesta como recubrimiento gnoseológico [es decir, «proceso mediante el que la instancia epistemológica de los modelos musicales sirve de soporte para de engendrar un metamodelo científico, o eventualmente musical»]. La identificación de unos conceptos y de unos signos musicales como un código y una sintaxis supone un primer ejercicio de formalización científica, y la transferencia de unas reglas y su lógica implícita garantiza el pasaje de un mero catálogo de signos a un lenguaje formal. No obstante, la experiencia de Hiller e Isaacson incluye un retorno artístico, al proponer la generación de música con ella. Tiene lugar por tanto una reelaboración estética, tras la etapa intermediaria de naturaleza formal.
Aquí es donde entran mis dudas: en la audición se desprende la falta de algo fundamental, a mi forma de ver, para pasar de ser un experimento aural a una composición y, por tanto, alcanzar esa categoría de ‘reelaboración estética’: y es el carácter linguístico. Éste no se refiere, simplemente, a la capacidad de unir meramente unas cosas con otras, es decir, obedecer rigurosamente el algoritmo seleccionado, sino hacer de la composición una totalidad -no necesariamente de sentido como algo terminado y de una vez para siempre-, pero sí como algo «construido» y no meramente «hecho». La obra, a nivel estético, sólo remite a una suerte de pastiche, muchas veces kitsch, otras naif, que hace un flaco favor a la defensa de esa herramienta de composición, por más que sea interesante en la relación con la tecnología sy las matemáticas. No sé qué se ‘reelabora estéticamente’, la verdad, porque no se repiensan a través de estas categorías ninguna de las preguntas básicas de la estética y, lo que es peor, tampoco se hacen buenas preguntas a tratar de responder. Ni siquiera la pregunta por la autoría de una obra, que ya se venía discutiendo desde movimientos anteriores de vanguardia. No obstante, reconozco que la limitación de este espacio no permite una discusión y profundización de los temas que abre este tema. Para el que le interese, dejo aquí el enlace al texto que escribieron al respecto Hiller e Isaacson. La interpretación por parte del Ensemble KNM de Berlín fue bastante correcta, aunque tuvieron algunos problemas de afinación bastante notables. La obra uena a una unión entre Britten y Bártok descafeinada, que sólo se miestra interesante por la segmentacióndel continuum melódico y el fugato del IV movimiento. Destaca la simpleza de la construcción instrumental, básicamente dividida en dúos de violines y la viola y el chelo, que o bien recurrían al milenario eco o respondían a la voz principal sin demasiado ornamento. Aquí les dejo el cuarteto para que juzguen ustedxs mismxs:
Las siguientes piezas fueron el estreno mundial Colossus, Proteus, Eidothea, Polygonus y Telegonus (2016), compuestas por el ordenador Iamus, desarrollado por el Grupo de Estudios de Biomimética (GEB) de la Universidad de Málaga. Francisco Vico y Gustavo Díaz Jerez explicaron que lo interesante de Iamus, frente a otras composiciones hechas por ordenador (como la anterior), es que el ordenador no selecciona aleatoriamente materiales, sino que el ordenador aprende y compone sin seguir isntrucciones, sino conocimientos. Es decir, de una forma similar a como se supone que lo puede hacer un ser humano. De tal modo, Díaz Jerez insistió en numerosas ocasiones en señalar que el ordenador podría equivaler a un compositor de nueve años de edad. Aunque Colossus se presentó como una pieza estática y delicada, las demás no dejaban de hablar prácticamente igual y de lo mismo, con estructuras compositivas repetidas en las cuatro, como los grupetos ornamentales que hacían las veces de pseudodesarrollo de la línea melódica y los fuertes contrastes entre graves y agudos. La pregunta que guió el debate que muy amablemente propusieron Díaz Jerez y Vico fue «¿estamos preparados para introducir ordenadores en la creatividad?». Mi respuesta, de momento -y quizá porque soy un poco carca- es que primero habría que definir mejor la creatividad (no de manera definitiva, claro) y, segundo, pensar en cómo y para qué se introducen ordenadores. La defensa del grupo de Málaga es que el ordenador nunca sustituirá al humano, sino que un ordenador sepa componer, y no meramente obedezca, puede ser una herramienta que ahorre mucho tiempo a lxs compositorxs: como el deep blue, decían. Esto demuestra, al menos, cómo la estética siempre -y de manera indisociable- está unida a la ética y, si me lo permiten, también a la política. A mí no me preocupa la creatividad, me preocupa (y no digo que esté necesariamente en estas obras, hablo en general), por un lado, el fetichismo del medio que -como demuestran estas obras- van en detrimento del fin y, por otro, la fascinación -que es ideología- por las herramientas, que terminan con psicólogos hablando del enganche al Whatsapp y al Facebook (ambas, al fin y al cabo -aunque útiles-, maneras empresariales de guiar nuestras formas de comunicación e interacción social -y de vivencia de la identidad). Eso sí, quedo muy interesada por ver cómo avanza esto. Simplemente creo que hace falta, como siempre, un poco más de filosofía.
por Marina Hervás Muñoz | Mar 12, 2016 | Críticas, Música |
Este año el MaerzMusik, organizado y celebrado por el Berliner Festspiele, va sobre el tiempo y, en concreto, sobre las preguntas que abre el tiempo antes los nuevos medios digitales. Berno Odo Polzer, el director artístico, indicó ayer, en la apertura, que se movían entre dos polos: por un lado, la que rigen los conceptos de eficiencia y organización de la vida moderna y, por otro, el de la percepción subjetiva y difícilmente narrable del tiempo a través de las artes. La discusión teórica está teniendo lugar ahora mismo, dentro del simposio Thinking together (el cual, por cierto, se puede escuchar desde la web del festival).
Ayer le tocó a Marino Formenti abrir el festival. Su propuesta era sencilla: se había preparado obras desde el renacimiento hasta nuestros días (incluyendo obras de Carl Philipp Emanuel Bach, Johann Sebastian Bach, Björk, John Cage, Louis-Nicolas Clérambault, Chinawoman, Jean-Henri d’Anglebert, Guillaume de Machaut, Brian Eno, Morton Feldman, Brian Ferneyhough, Bernhard Lang, John Lennon, Franz Liszt, Nirvana, Enno Poppe, Domenico Scarlatti, Franz Schubert, Karlheinz Stockhausen, Galina Ustwolskaja entre otros y otras). Según lo que le sugiera el feedback del público, iría tocando unas cosas u otras. La idea, en sí misma, no estaba mal, especialmente para romper con la tradicional idea de programa. Ya que normalmente la programación de las salas de conciertos es un sinsentido motivada para asegurar llenar y no pagar derechos de autor estratosféricos, parecía que la idea de Formenti era radicalizar esto, tocando literalmente lo que le diera la gana. La realidad no fue tan interesante. Parecía que tenía bastante claro lo que iba a tocar, y aquello se convirtió en un paripé para beber vino entre obra y obra. De hecho, el propio pianista dijo que para él aquello no era un concierto, sino una fiesta. Con esto, entiendo, también quería dinamitar la idea de concierto al uso, propuesta con la que comulgo por entero. Especialmente, detesto la lejanía autoritaria (si no me creen a mí, revisen Masa y Poder de Canetti) entre el público y el concertista. La mala conciencia de la jerarquía se trata de ocultar con un músico vestido de negro impoluto, como si por eso desapareciese en el espacio del escenario. Lo que no me quedó muy claro es la necesidad de pasar a lo contrario, en el que el músico bebe y brinda con los asistentes y de vez en cuando toca algo. Parecía más una reunión de amigos en la que se ha cambiado la guitarra con la que se cantan, cada uno como puede, canciones de la juventud compartida (y donde, por supuesto, la música es lo de menos, lo importante es el recuerdo) por un piano que, acorde con el espíritu hipster de los últimos años que reina en Berlín, se conjugaban obras contemporáneas y clásicas para contentar a los más reacios y a los más atrevidos. Al principio, estábamos allí sentados entre colchonetas y sofás cada uno de su madre y de su padre, como se suele decir, modositos, como un concierto al uso. Poco a poco, dada la actitud de relajación del pianista, la gente efectivamente fue trayendo vino y levantándose dando vueltas por el espacio. Esto hubiese sido interesante si hubiese pasado con cada pieza. Pero no. Casi a nivel sociológico cabe remarcar esto: mientras se tocaban obras tonales (sonaron Liszt, Bach y un curioso diálogo entre Scarlatti y Satie), la gente volvía a sentarse y allí reina el silencio sepulcral para motivar una escucha adecuada. Cuando tronaba la 6 sonata de Ustwolskaja o Action music for piano de Scelsi, la gente se permitía hablar -aunque fuera en susurros. Se confirman ciertas intuiciones que tengo desde ha tiempo: que aún reina una especie de idolatría por lo que se considera gran música (que suele ser la tonal) y relajación ante lo «raro» de eso que suena en la música contemporánea no neoclásica («total, eso ya es ruido, qué importa hacer más»). En fin.
Por lo demás, la interpretación de Formenti, aunque elogio el -supongo- esfuerzo por estudiarse y tener en dedos tantas partituras, sus interpretación fue edulcorada y todo exceso. En la rotundidad de los fff de Ustwolskaja funcionaba a la perfección, pero hizo de Bach un pastiche romántico con tanto rubato y adorno, y su Scarlatti fue precipitado y sin dirección clara.
La gran pregunta que ustedes se harán es qué tiene que ver todo esto con el tiempo según los términos que cité antes del director artístico. Yo me hago la misma y creo que, simplemente, la respuesta es la dolorosa nada, siempre tan molesta y tan verdadera.
por Marina Hervás Muñoz | Feb 29, 2016 | Críticas, Libros, Literatura |
Soy de la opinión de que Siegfreid Kracauer (8 de febrero de 1889 – 26 de noviembre de 1966) es un autor todavía por rescatar y pensar en español. Sus libros sobre cine, teoría de la imagen y literatura son conocidos tímidamente por los expertos. Me refiero, por ejemplo, a De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán o su Teoría del cine. Muchos, gracias a Walter Benjamin, conocen su libro La novela detectivesca, que, al igual que los escritos del propio Benjamin o de la Teoría de la novela de Lukács, es un texto que trata de captar a través del género detectivesco parte de la cultura de su época (quizá esta tarea tendría que volver a hacerse traes el auge de los escritores de Europa del norte en literatura noir).
Historia y teoría crítica. Lectura de Siegfreid Kracauer es un audaz trabajo de compilación llevado a cabo por Susana Díaz, profesora en la Carlos III de Madrid, que, desde mi punto de vista, tiene dos pretensiones. Por un lado, expandir la recepción del filósofo alemán en la lengua de Cervantes; y, por otro, extraer de sus textos un análisis sobre el concepto de historia y sus líneas de convergencia (y también de divergencia) con los autores incluidos dentro de la teoría crítica, como el ya nombrado Benjamin, Adorno (del que fue mentor, junto al que leyó de adolescente la Crítica de la razón pura), Horkheimer o el outsider Günter Anders. Un nutrido grupo de especialistas en teoría crítica, como Sergio Sevilla, Antonio Aguilera, Carlos Marzán o Manuel Jiménez Redondo firman los artículos de esta edición, publicada a finales de 2015 por Biblioteca Nueva. Los textos son fruto de un curso homónimo celebrado en Valencia en 2013.
Este libro es un homenaje y también la reclamación de un espacio de reconocimiento a un filósofo que, además de pensar sobre la imagen, la hizo converger con problemas fundamentales en la filosofía, como la historia, la verdad, el estatuto de la estética en el siglo XX o la libertad. Sobre la conversión del mundo en imagen, y ésta en ideología, la actualidad de Kracauer es radical:
«La idea de imagen expulsa hoy la idea, expulsa lo esencial y la esencialidad […] El mundo mismo se ha dispuesto él mimso una cara de fotografía. […] De la fracción de un segundo que basta para iluminar un objeto depende a veces el que un deportista se haga famoso, que los fotógrafos lo fotografían una y otra vez por encargo de los magazines. También las figuras de las bellas muchachas y los apuestos muchachos hay que entenderlas desde la cámara. El que ésta devore el mundo es un signo del miedo a la muerte. Las fotografías querrían desterrar mediante el amontonamiento de fotografías la memoria de la muerte que queda co-pensada con cada imagen de la memoria. […] [E]l mundo se ha convertido en una actualidad fotografiable y la actualidad fotografiada queda eternizada. Ésta tiene el aspecto de haberse arrancado a la muerte; pero en realidad se ha abandonado a ella».
Esta cita es muestra de la cantidad de buenas preguntas que aún se abren con y desde Krakauer. De estas preguntas está lleno este libro -que ya se había vuelto urgente- de Biblioteca Nueva, y esto, específicamente, es lo que hace de un libro de filosofía ser filosófico.
por Marina Hervás Muñoz | Feb 17, 2016 | Sin categoría |
Ivan Fischer ya ha iniciado su camino para ser uno de los directores más recordados en los libros de historia de la dirección que traten sobre las primeras décadas del siglo XXI. Sus interpretaciones de Mahler, Dvorak y Bártok, sobre todo, le han blindado como un imprescindible. Muestra de su valentía interpretativa fue el último concierto en Tenerife, dedicado al desaparecido Manuel Feo, dentro de la 32a edición del Festival Internacional de Música de Canarias, dirigiendo a la Orquesta del Festival de Budapest, la cual fundó y de la que está al cargo desde su creación. Por eso, todo el concierto hablaba de complicidad y de entendimiento íntimo.
Se abrió con El cazador furtivo de Carl Maria von Webern. Una obra intensa, de las más queridas entre los alemanes. Aquí Fischer marcó la pauta de lo que sería todo el concierto: fuerza y delicadeza. Pese a lo paradójico de ambos polos, y quizá por su conocimiento de Mahler, demostró que eso es posible. La preparación del solo de las trompas fue exquisito, y la tensión que ocasionó permitió la gestación del gran crescendo que avanza hasta el fortisimo que precede al tema pastoral que pasa de las cuerdas al viento. La coda, que en más de una ocasión se hace pesada por la vuelta del tema o demasiado dura por los acordes del viento que acompañan a la cuerda, fue excelente, y dejó un ambiente delicioso para seguir a la segunda parte de la primera parte (a là hermanos Marx).
Lástima que ese ambiente perfecto para escuchar el Concierto para piano y orquesta n. 1 de Johannes Brahms no se conservara. No tanto por la orquesta, que mantuvo el mismo nivel interpretativo, sino por el solista, el griego y aclamado Dimitris Sgouros. Fue soso, mecánico y tuvo algunos problemas técnicos que no se escapaban a los oídos atentos. Faltó garra, faltó hacer hablar más y mejor a las notas brahmsianas. El primer movimiento fue correcto, es decir, insuficiente; el segundo se llegó a hacer tedioso y, el tercero, cuando empezaba a brillar con el solo inicial, fue decayendo paulatinamente. Lo sostuvo una orquesta muy a la altura de las circunstancias, que hizo brillar el concierto pese a todo. De lo mejor, su bis: Córdoba, de Albéniz. Delicado e íntimo, como esa música que parece que no debería salir de algunos lugares secretos.
La segunda parte se ocupaba de la Sinfonia n. 5 de Sergei Profovfiev. Fue una interpretación estupenda, especialmente por parte de la percusión. El segundo movimiento fue puro fuego y, quizá, lo mejor de la noche. La tensión que Fischer fue acumulando cortaba el aire y las respiración. Las partituras bien compuestas hay que saber también traerlas a la vida, y Fischer lo consiguió de manera mayúscula. También quedará en nuestra memoria auditiva el final de la sinfonía, con una potencia de sonido que hizo retumbar el edificio de Calatrava. Sonoros aplausos y vítores cerraron una velada estupenda. Pero aún los húngaros tenían un as en la manga. Tras salir al escenario varias veces, dejaron sus instrumentos donde pudieron y, de pie, cantaron una canción rusa poplar armonizada (de la que Fischer no dijo el nombre). ¡Qué voces tan fantásticas! ¡Y qué atrevimiento tan delicioso! Siempre se dice que un instrumentista sólo lo es si es capaz de cantar adecuadamente su partirtura, porque es así como se interioriza lo que tiene que tocar. Si esto es cierto, podemos decir que la Orquesta del Festival de Budapest es de un altísimo nivel. Huelga decir que, además, ya lo habían demostrado sobradamente a lo largo del concierto con los instrumentos a cuestas. Ese regalo final fue un broche para una noche que creo que muchos no olvidaremos.