Quien haya caminado por las calles de Berlín quitándose de encima el peso de los ojos de turista, habrá podido ver una ciudad que todavía carga con los años de su división, aunque buena parte de la zona turística se encuentra en el este, donde antes no había ni un cartel, ni teléfono, ni ningún objeto relacionado con la supuesta prosperidad de Occidente.
De esta carga habla Der Klang del Familie, un libro de los periodistas Felix Denk y Sven von Thülen que lleva varios años esperando a ser traducido y que, por fin, ha visto la luz en español gracias a la edición de Alpha Decay y la traducción de Juan de Sola. El texto, en su totalidad, lo forman los testimonios de los protagonistas de la época a la que se refiere el libro: los últimos años del muro y la transición a la unificación de Berlín. Este testimonio tiene un hilo conductor: el techno. Quizá ustedes, como yo, hayan vinculado el techno a ciertos grupos sociales, los quillos, los canis, los kinkis, los coches tuneados y el speed y la coca, de un lado; y de otro, con gente mega pasada en bares hasta las tantas de la mañana (la invención del brunch tiene que ver con este tipo de gente que va a desayunar a la hora de la comida después de la fiesta). Este libro abre la puerta a una historia subterránea del techno, que toca de pleno con algunas de los colectivos que surgieron como grupos políticos unidos por ciertos tipos de música, como los punkies. Este libro habla de la capacidad de unión de la música, que dejó de ser un mero entretenimiento para ser el modo o el porqué de vivir de muchos jóvenes. Para los del este, porque la música tenía la fuerza de lo prohibido, de lo probablemente no aceptado por la ideología del sistema. Para los del oeste, porque el techno era una forma de cohesión en una zona dividida en tres, que no terminaba de ser ninguna de ellas. Este libro es reflejo de una juventud que ya no puede volver, porque ahora hay móviles y Spotify. Esta juventud ponía sus fuerzas y a veces su vida por conseguir fotocopiar algunos libros, copiar algunos casetes, encontrar su hueco en algunos locales desvencijados en los que su único objetivo era bailar. También retrata una juventud ingenua, que creía que bailando se llevaban a cabo auténticos eventos políticos (pseudo)revolucionarios como la Love Parade, y que unió la música con las drogas como acto de transgresión. Es un libro que está escrito, exclusivamente, desde la voz de sus protagonistas, en la que los autores trabajan como una suerte de montadores, siguiendo lo que hemos aprendido del cine. Esto tiene que ver también con la lógica del libro Passagenwerk de Benjamin, en la que la verdad aparece colándose entre los fragmentos. No aparece la voz de los autores salvo en la tarea del montaje. Esto, que no deja de ser una propuesta interesante y muy rica, hace más urgente un trabajo de reflexión que haga el esfuerzo de abstraer, de conceptualizar, todo eso que se cuenta en los fragmentos. Salvo la introducción, los autores se disuelven en las voces que ordenan y dotan de sentido como si, de alguna manera, pudiesen hablar a la vez una centena de personas sobre su vivencia de un tiempo que no va a volver.
Der Klang der Familiees un libro con múltiples lecturas. A nivel musicológico, habla de algo que todavía no se ha asumido en la academia: que el siglo XX ha evidenciado el necesario diálogo entre música popular, light (esos nombres se le ha dado catastróficamente a lo no académico), y la académica. También de la ignorancia cotidiana de la división categorías de esa «música popular», que sería penalizada en la música académica. Aquí se habla del acid, del EBM o de hard techno. Si a usted no le suena nada de esto, me está dando la razón: que ignoramos la complejidad musical de nuestro mundo sonoro. Además, algunas de las cosas que pasaban en el techno y que hacían bailar y concentrar sus esfuerzos a muchos jóvenes, pasaban y pasan en la así llamada música contemporánea (académica) en conciertos sólo visitados por conocedores de la materia e intrépidos. Es decir, el nivel musicológico nos lleva a otro nivel: el ideológico. La separación de lo académico y lo popular, por seguir con la división, obedece a ciertas lógicas de organización de la producción artística y con la separación de espacios de actividades. A nivel social, el libro trata la complejidad del lugar de la juventud, que aún está en discusión. Por un lado, porque parece que la juventud es ese reducto de la sociedad que es molesto, que es difícil de ubicar, el que ha motivado históricamente las revueltas y el que se atreve con lo prohibido (o en el límite de lo prohibido). Por otro, porque la juventud es un grupo difícil de manejar y poco deseable para los gobernantes porque cuesta bastante dinero y produce poco. En Der Klang der Familie se pone sobre la mesa esa juventud que comenzaba a liberarse de las cadenas de una moral patriarcal radicalmente arraigada en su forma de estar en sociedad y, al mismo tiempo, cuestionar los mecanismos de distribución del tiempo libre. Este libro cuenta, quizá de forma exagerada, cómo los jóvenes invirtieron lógicas del capital convirtiendo las formas de tiempo libre en las estructuras fundamentales de su existencia, y también jugando siempre al filo de lo permitido. Una ciudad desgastada por guerras, muros y el choque entre el exceso de un lado y la sobriedad del otro, llena de búnkers, fábricas, ministerios y descampados abandonados; se convertía a los ojos de algunos jóvenes molestos para la sociedad en un paraíso para lo clandestino. Los nostálgicos siempre pensamos que los tiempos pasados fueron mejores, y éste no se libra. Y es que en este libro se está hablando de creatividad sin un duro, que es al fin y al cabo la radicalización de la creatividad o la creatividad msima; y de una de las últimas pasiones del siglo XX. Este libro, además, sitúa la música como protagonista. Es decir, la música no era un hilo conductor, un mero elemento de cohesión, sino el motor y el sentido de las vidas colectivas de mucha gente. Esto no debería ignorarse porque, si esto es verdad, da una tregua a la música como mero entretenimiento o asignatura maría en los institutos y revela, de nuevo, su fuerza. Podríamos hablar de numerosos paralelismos. Pero quizá el más evidente es el que vincula este movimiento juvenil con la sacralización de los rituales en los que se cantaba para alejar o atraer la lluvia. En este caso, el ritual era radicalizarán la experiencia corporal del baile y la sensación grupal, esa «efervescencia colectiva» que nos enseñó la sociología. También habla retrospectivamente del Berlín actual, que sigue siendo cuna de nuevos estilos musicales, como la Echtzeitmusik o el noise; una ciudad en la que se han cambiado los clubes míticos como el Tresor o el UFO por el Berghain. De nuevo, como antes, salir de fiesta es mucho más que salir de fiesta. Es una marca de identidad social e individual. Al igual que hace dos décadas, ahora también la gente «se viste tipo Berghain» o «baila tipo Berghain». Quizá con este libro encontremos herramientas para comenzar a pensar estas formas de expresión social. De todo esto hablaDer Klang der Familie. No se lo pierdan.
Por cierto, el nombre viene de un clásico homónimo de Dr. Motte:
Aunque las decepciones siempre son mayores cuando se tienen grandes expectativas sobre un evento -como era mi caso el pasado 29 de enero-, la propuesta de la Deutsche Oper es difícilmente salvable, incluso para los menos entusiastas. Ya algo pintaba mal. La Salomé habitual, Catherine Naglestad, que estaba resfriada, fue sustituida en una esquina con un atril por Allison Oakes en la voz y en la actuación por la coreógrafa de la producción Sommer Ulrickson. Bueno, son cosas que pasan, murmuraban los asistentes a mi alrededor.
Lo que no son cosas que pasan es una mala escenografía y una mala puesta en escena. ¿Qué te ha pasado, Claus Guth? Él, que es uno de los escenógrafos más aclamados y que ha hecho numerosos montajes muy alabados por la crítica, consideró que la interpretación más apropiada de Salomé de Strauss, esta obra que cambió el siglo XX, era destacar un lado naïv del todo inexistente en la partitura y en la historia. Salomé cuenta con un libreto basado en la obra homónima de Oscar Wilde tras la traducción de Hedwig Lachmann. Que Strauss prefiriera la versión de Wilde y no la tradicional bíblica, ya indica muchas cosas. En el texto original, Juan el bautista rechaza el matrimonio entre Herodes y Herodías, ya que ella es una mujer divorciada. Salomé consigue la muerte de Juan después de danzar para su padre, que le concede por tan bello baile lo que quiera: ella le pide la cabeza del Bautista en una bandeja de plata. Wilde aprovecha el momento de dudosa moralidad en el que Salomé baila para su padre para dar un giro al su personaje. En su historia, Salomé no quiere la cabeza de Juan para restaurar, por así decir, la honra de su madre; sino porque quiere poseer a Juan, porque lo desea de manera obsesiva (yo rechazo las interpretaciones que hablan de Salomé como una mujer enamorada. Desde mi lectura, Wilde quería jugar con los extremos de las pasiones sexuales). Pues bien, una vez sabiendo esto, podemos esperar que la escenografía evidencie este giro, que juegue con la sexualidad en los límites de los tabúes sociales que escribió Wilde. Esto no sólo no pasó, sino que fue mucho peor. La escenografía estaba basada en una tienda de trajes de caballero, para poder jugar con el paralelismo de una evidencia demasiado inmediata entre la cabeza de Juan y la de los maniquíes. Salomé, en lugar de mostrarse como una mujer que es capaz de destruir a un hombre para poseerlo, es decir, una mujer en los extremos de lo permisible y de la cordura, de lo «normal»; era retratada como una suerte de adolescente que era seguida por seis niñas, que trataban de crear la ilusión de una Salomé desplegada en sus edades. De esta forma, la danza de los siete velos, una de las partes más esperadas de la ópera y que es, quizá, como el así llamada ‘aria de la locura’ de Lucia de Lammermoor, uno de los momentos donde la tensión acumulada durante la pieza debe explotar, se convirtió en una especie de festival infantil en la que las seis niñitas danzaban como en la fiesta de final de curso. La única explicación posible es una suerte de lectura de psicoanalista barata, en la que se pretende centrar la historia en la relación niña-padre. Quién sabe. No hubo nada de los simbolismos evidentes en el texto con la luna, por ejemplo, donde se muestran las contradicciones del personaje (según Yvonne Gebauer, en las notas al programa, la luna aparecía como la luz inicial, que era «lunar». Que baje Wilde y lo vea). Según apunta P. Dierkes-Thrun, la luna representa la virginidad, «la que nunca se ha abandona a los hombres, como otras diosas» pero, al mismo tiempo, la personalidad cambiante, en la que se torna Salomé para querer matar a aquél que desea -parafraseando al propio Wilde-. Nada fueron capaces de aportar la conversión de los personajes en maniquíes, que eran movidos en algunas ocasiones por unos técnicos vestidos de negro y otras veces volvían a la vida por arte de magia. ¿Qué aporta a la historia el espacio de los trajes, con los escaparates de las corbatas y las chaquetas colgadas por orden cromático? ¿Porqué uno de los momentos más escabrosos de la obra, donde en el texto se explica cómo Salomé besa la cabeza decapitada de Juan, sucedió de tal manera que Salomé no lo besó?Son tantos y tantos los problemas, y tantas las injusticias cometidas contra Strauss y Wilde que será mejor dejar el asunto de la escenografía aquí.
Entonces quizá alguien me pueda decir que esperan que al menos la música y la actuación haya sido buena. Tampoco. No seré injusta: la orquesta de la Deutsche Oper estuvo a la altura de las circunstancias y los cantantes dieron la talla: fue todo muy correcto y desabrido hasta mitad de la ópera, donde por fin aquello comenzó a coger fuerza musical. Especialmente brillante fue la danza de los siete velos. Esta interpretación puso en evidencia al resto y demostró que podían haber tocado mucho mejor el resto de la pieza. Herdoes, en voz de Burkhard Ulrich tuvo momentos muy buenos y otros sobreactuados, que ponían en evidencia más problemas de coreografía y comprensión de la obra que vocales. Jeanne-Michèle Charbonnet, en el papel de Herodías, tuvo problemas vocales serios en los agudos y en la calidad tímbrica. Sólo mejoró tímidamente al final de la danza de los siete velos, en el momento en el que anima a Salomé en que no ceje en pedir la cabeza del Bautista. Michael Volle, fue un sobrio Juan, lo que apoya la interpretación de la pieza en clave psicoanalítica, donde el peso está en la relación niña-padre y no, como en realidad parece que quería Wilde, entre Salomé y Juan. Allison Oakes salvó una Salomé bastante aceptable, algo admirable dadas las circunstancias. Salvo algunos momentos en los graves que prácticamente se volvían audibles por la dinámica mal escogida de la orquesta, teatralmente estuvo muy convincente en la esquina en la que la habían situado. Lo que es inadmisible es la actuación de Sommer Ulrickson, que además es la coreógrafa (por eso quizá se entienden algunas cosas). Fue una Salomé insípida, en una pose permanente que la mantenía ajena a todo lo que pasaba en el escenario.
Los sonoros abucheos tras el último acorde me dieron la razón de todo lo que he intentado explicar. En cierto modo, los allí presentes vimos una tremenda profanación de una de las piezas claves del siglo XX. Una verdadera lástima.
El pasado domingo 24 en L’Auditori se vivió uno de los conciertos más esperados de la temporada: la visita de Sir John Eliot Gardiner con los dos grupos formados por él, The Monteverdi Choir y The English Baroque Soloists y las soprano Hannah Morrison y Amanda Forsythe. Gardiner, autor de la última gran alegría que nos dio a los melómanos, la publicación de un extenso y necesario estudio sobre Bach, Música en el castillo del cielo (en español en Acantilado); no necesita mucha presentación: su extensa carrera como director -falsamente asumido como exclusivamente experto en barroco- le ha acreditado como uno de los fundamentales en la historia de la dirección que se está escribiendo actualmente. Así que la expectación era máxima.
Inicialmente, la primera parte del concierto tenía programada un greatest hit mozartiano, convertido en tal por las melodías midi de los móviles y los infinitos volúmenes de «Clásicos fundamentales» o algo así: la Sinfonía n. 40 KV. 550. El azar de los dioses y, por visto, por petición expresa del director, se anunció la modificación del programa a favor de la interpretación de la Sinfonía n. 41 KV. 551, la Júpiter, a partir de que el empresario J. P. Salomon considerara llamarla así por su fuerza y luminosidad. No se crean, este es otro greatest hit. Aunque ambas sinfonías son una delicia analítica y auditiva, vuelvo a la pregunta que me hice en mi entrada anterior: queridos programadores del mundo, ¿de verdad que de todas los trabajos de Mozart el público se merece escuchar las mismas siempre? Algunos objetarán, y con razón pero no tanta como para justificar una respuesta suficiente a mi pregunta, que Gardiner sería capaz de hacer algo distinto con unas sinfonías escuchadas hasta la saciedad y que, por eso mismo, maltratan al pobre Mozart más que hacerle justicia. Pero bueno, este es otro tema, como se imaginarán. Ahora bien, ¿qué hizo Gardiner con el reto de volver a entusiasmarnos con esta sinfonía? Su estrategia en el primer movimiento fue optar por una interpretación muy marcada con los tres temas de esta sinfonía, que es altamente operística. Me explicaré. Aparecen tres temas contrastantes: uno marcato, rítmico y con un aire militar; otro lírico, meloso y que epxlota lo melódico; y, por ultimo uno bufo, más juguetón, que combina lo rítmico y lo melódico y se cuela entre el primero y el segundo. Gardiner explotó estos ‘caracteres musicales’ y demostró su fuerza en el plano pianissimo y la preparación de los crescendo. Esto fue evidente en el ‘Andante cantabile’, el segundo movimiento, que fue una delicia; y que hizo todavía mayor el contraste con los dos movimientos restantes. Este segundo movimiento dialoga melódicamente con algunos de otros segundos movimientos de obras como su Concierto de violín n. 3 K. 216. Pero en este caso, un tema relativamente sencillo -que es el de la reverencia- le permite, en la parte media, explorar los colores de la cuerda en contraste con los vientos mediante el uso de pequeños giros cromáticos. El tercero y el cuarto, no terminaron de tener la fuerza de los primeros -salvo la gran coda final, que fue una demostración de claridad y precisión asombrosa- aunque la interpretación técnica fue, como suele ser costumbre por parte del inglés, impecable. Uno de los aspectos más destacables es su búsqueda de la pureza del sonido, prescindiendo prácticamente del vibrato, uno de los recursos más sobreexplotados. Por cierto, si quieren conocer mejor esta sinfonía les remito a mi querido Luis Ángel de Benito y su programa dedicado a la misma en Música y significado de RNE.
Y llegó, tras la pausa, el momento más esperado por todos: la interpretación de la -incompleta, porque la muerte siempre llega en mala hora- Gran misa en do menor KV 427. Si la sinfonía es puro teatro, melodías que parecen frívolas y esconden mucha profundidad y conversan con toda la tradición anterior a Mozart, en esta Misa el compositor austriaco se asoma al futuro, y recupera algunas formas perdidas del renacimiento musical. Este doble juego con la historia es una de las capacidades más admiradas de Mozart. En la Misa apareció, sobre todo, en el Kyrie, en una interpretación excelente -como nunca la había escuchado antes- del solo por parte de Amanda Forsythe. Fue tan delicado, tan adecuado a lo que parece que a partitura exige que a pocos minutos de comenzar, desde mi punto de vista, Gardiner ya había alcanzado la cota más alta con una interpretación inolvidable. Así que era difícil mantenerse a la altura. Pero como ahí se muestra la capacidad de los exigentes, Gardiner supo ofrecer más momentos como aquel con el dúo Domine Deus, un fabuloso Gloria, la fuerza expresiva de Et incarnatus est y un final que impidió a la gente contener el aplauso que llevaban tiempo aguantando tras el Sanctus. A mí me pasa al revés de la gente normal, y tras un concierto así no puedo escuchar más música, porque necesito pensar en todo lo que acaba de pasar sobre ese escenario, sobre toda la complejidad y todas las preguntas que Mozart sigue abriendo, pero el público entusiasmado invitó a los músicos a dar un poco más, con otro greatest hit de Mozart, el Ave Verum Corpus K. 618, una de las partituras más bellas de la historia de la música, en la que parece que Mozart se despedía del mundo. Si Gardiner se despedía así de Barcelona, esperamos que no sea un adiós, sino un hasta muy pronto.
Lo de ayer fue una de esas raras combinaciones que hacen los programadores y que, aunque todo apunta que podría salir mal, algo inesperado sucede y se convierte en una gran noche. Quizá el criterio de meter a Granados, a Liszt y a Mahler juntos tiene que ver con que son tres compositores que cambiaron muchas cosas en el complejo siglo XX, pero los diálogos entre ellos, así, estaban forzados. No obstante, entendiendo el concierto como compartimentos estancos, es decir, pasando por alto el sentido del programa, fue un éxito in crescendo.
De Granados (del que, por cierto, se celebra este año el centenario de su trágica muerte), tocaron el «Intermezzo» de sus Goyescas (1915-16). Fue una interpretación correcta, sin grandes sorpresas, quizá más lenta de lo que pide la partitura; y algún disgusto, sobre todo en los pizzicati iniciales, descoordinados y una afinación que sólo llegó a ajustarse a la mitad de la pieza. El giro se lo dieron el excelente solo de Disa English, al oboe. ¿Veremos más obras de Granados en esta ocasión de su homenaje que no sea este fantástico «Intermezzo»? Ojalá. ¿Un merecido reconocimiento a otras obras, en especial a la de cámara, llegará? El «Intermezzo» tiene todo lo que se busca en la programación: es corta, por lo que cabe en cualquier lado; está muy bien compuesta, así que pasa los mínimos de calidad; es bonita, por lo que gusta a casi cualquier oído. Pero su interpretación hasta el hastío puede volverla un greatest hit y hacerle perder su fuerza, como ya lo están haciendo otras piezas de la historia de la música.
El concierto de Liszt n. 2 en La Mayor (1839) es una rara avis de finales del siglo XIX. Es un concierto de un sólo movimiento, aunque se divide internamente en seis partes, que son seis grandes variaciones de un tema que comparten inicialmente el primer clarinete y va pasando al resto del viento madera, que se presenta en los tres primeros compases del «Adagio sostenuto assai». Cuando toca el piano el tema, es de una forma tosca, ruda, desnuda, y ya casi ha pasado medio movimiento. Esto es interesante porque el piano empieza, de esta manera, casi como un acompañante más. Es un tema que se va estirando y va explotando los colores del conjunto de la orquesta. Liszt entendía este concierto como un «concierto sinfónico», aunque tampoco sea sinfónico en un sentido ortodoxo. Se trata de una gran fantasía melódica, más parecida al concepto de «concertante» original, en la que un instrumento (o conjunto de ellos) se enfrenta a un conjunto orquestal. Es decir, no se trata de un diálogo, sino de una lucha, un conflicto. En este caso, el conflicto es tímbrico y de expansión temática. El piano es menos virtuoso -pero no menos brillante- que en el primer concierto del húngaro. En manos de Nicholas Angelich, ayer, fue delicioso. Lástima que faltaran algunos planos intermedios. Steinberg mostró su capacidad de explotar los crescendi, los forte y los pianissimo, pero faltaron planos medios que no hicieran la interpretación un fantástico tiovivo, pero tiovivo al fin y al cabo. Su potencia en los forte hizo definitiva su interpretación del «Marziale un poco meno allegro» pero dejó un poco huérfano,por ejemplo, el «Allegro moderato», que salvó el exquisito gusto del diálogo entre Angelich y José Mor.
Y llegó Mahler. Siempre me emociona hablar o escribir de Mahler, porque ha marcado en muchos aspectos mi vida. Y también porque su música siempre parece hablar desde muy lejos sobre algo tan cercano que, por eso mismo, no llegamos a atisbar. La música de Mahler mezcla dos aspectos contradictorios de la existencia, que tocan casi todas nuestras experiencias: la de la unión entre lo grotesco, lo terrible, y lo inocente, lo infantil y lo alegre sin doblez. La Quinta sinfonía es todo un tratado sobre eso, en un camino de lo atroz a la luz de la redención, aunque a sabiendas de que la luz está siempre llena de oscuridad en su reverso (por eso no puede parecerme más acertado el rayo de la portada de la edición de las nueve sinfonías en manos de Gergiev y la London Symphony Orchestra de 2012). Mahler pone ese reverso a la vista, pero sólo dando algunas pistas, sólo indicando el camino por si alguien osa adentrarse. Si quieren entender algo más de todo esto, les recomiendo que escuchen el programa de Luis Ángel de Benito, «Música y significado», que aborda esta obra. Así entiendo yo el primer movimiento, por ejemplo, en que se conjuga una fanfarria con una melodía derrotada, que a duras penas trata de imponerse sobre aquélla. Como dice Adorno, «la energía que lo empuja hacia adelante es represada y, por así decir, refluye». De la música se podrían decir tantas cosas, tantas, y ninguna portaría tanta verdad como su música. Ante estas composiciones, entonces, sólo puede haber dos formas de interpretarlas: la mala, que hace que todo el mundo que Mahler abre se desmorone en las primeras notas y su música no sea más que un torbellino; o la que interpela al oyente, y le pone a sí mismo contra las cuerdas. Steinberg consiguió ayer hacer a hablar a Mahler desde la segunda postura, precisamente, gracias a la radicalidad de sus dinámicas. Fue un Mahler muy exagerado, dentro de la idea de que su música es puro exceso. Salvo algunos errores de afinación que hacían regresar a lo mundano y sentirse despojado de algo muy valioso por unos segundos y los ya conocidos problemas de acústica que impiden que los bajos resuenen como corresponde, pese a tener ocho contrabajos entre las filas, fue una interpretación que dio cuenta del derrumbe y ascensión que supone esta obra. Si no supiéramos lo que viene luego, el último movimiento de esta sinfonía sería una victoria sobre las tinieblas, como dice De Benito. Pero la luz en Mahler siempre se mete por grietas de las fisuras del mundo, el jolgorio final es como el canto de los soldados antes de lanzarse a la muerte, o de los que ríen por no llorar. Una buena interpretación, a mi juicio, sólo es tal si deja entrever todas estas cosas. Como la de anoche.
Este es uno de esos textos que desearía no haber tenido que escribir nunca. Pierre Boulez se fue. El mismo que escribía «¡Schönberg ha muerto!» en 1952 y se declaraba como «hombre siempre del futuro» ha fallecido y ha dejado el mundo de la música huérfano. La orfandad es literal, más dolorosa que nunca. Y es que, como ya han evidenciado otros artículos, Boulez fue en muchos sentidos «padre» de la música contemporánea, tanto por sus composiciones, como su labor de dirección y de gestión musical. Y también porque marcó la forma moderna de estar en el mundo de la música. Boulez era canalla, insolente, maleducado, toda una star, que se codeaba con otras celebrities, políticos y otras figuras públicas. Era inclemente con un público que terminaría adorándole. Pocos han escrito, sin embargo, de su labor como teórico, que como mucho es nombrada de pasada. Creo que la mejor forma de recordar a los que se han marchado es, precisamente, manteniendo viva su aportación a este mundo. Presumiblemente, en los próximos meses las salas de concierto, radios y televisiones programarán su música o sus interpretaciones. Pero me temo (¡y ojalá me equivoque!) que su teoría irá cayendo al mundo de las reliquias bibliográficas sólo visitadas por algunos despistados y especialistas en el terreno.
La obra teórica de Boulez se encuentra en español en dos volúmenes. Por un lado, Hacia una estética musical, publicado por Monte Avila en 1990, aunque la edición francesa es de 1966; y, por otro, Puntos de referencia, editado por Gedisa en 1984, aunque el original es de 1981. También Boulez tuvo sus escarceos con la filosofía en el archiconocido dialogo que mantuvo con el filósofo Michel Foucault sobre la música contemporánea y el público, aunque también se carteó y participó en debates con pensadores como Th. W. Adorno (este material está sin publicar, al menos hasta donde yo sé. Se puede consultar en el Adorno Archiv de la Akademie der Kunst de Berlín). Con esto no quiero decir que Boulez fuese, sobre todo, un teórico. Sus artículos eran cortos y en más de una vez indicó en algunos textos que «no prolongaría el artículo», y que «prefería volver a su papel pautado»1. Pero con Boulez para algo muy curioso. He oído en infinitud de ocasiones como muchos colegas de la música y de la musicología lamentaban que la música de Boulez «no llegase» a lo que prometía en sus escritos, a lo que pedía en la teoría. Sin embargo, muy pocas veces he asistido a un debate profundo sobre esta relación, sobre si efectivamente existe esa distancia. Boulez mismo pensó sobre esto, aunque su postura era explícita -aunque se pusiera a sí mismo contra las cuerdas. Para él, «la música se justifica por la glorificación de [su] propia retórica». Pero también dejó claro que «hay que combatir deliberadamente contra esta idea de que la reflexión «intelectual» sea perjudicial para la «inspiración»2.
Me parece que si queremos recordarle, quizá lo mejor sería aproximarse a entenderle para que siga siendo «un hombre del futuro»; y también entender su mundo, es decir, nuestro mundo. La música contemporánea se ha separado del público, esto ya parece innegable. Como poco, se tilda de adjetivos como «insoportable», «incomprensible», «horrible», etc. Mi diagnóstico, y también mi lucha incansable, se concentra en que nuestros oídos no han interiorizado, sobre todo, nueva teoría. Al igual que el mundo cambió, aunque poca gente es consciente de ello, con Kant (Goethe decía algo así como que la sociedad era kantiana incluso sin haber leído nada del filósofo alemán), en la música no ha cambiado sólo la «organización de los sonidos», sino su sentido y, siguiendo a Adorno, incluso su «derecho a la vida». El propio concepto de «organización» se ha vuelto problemático, y hablar de música más que nunca es hacerlo de situación social y política; algo que en Boulez, además, se hace inevitable. No defiendo, como podría parecer, que sólo leyendo a Boulez sobre sí mismo se pueda alguien aproximar a su obra. Muchas veces los autores no saben tan bien como un experto externo lo que hacen. Pero Boulez, más allá de ser compositor, director, gestor y pedagogo, también tenía buenas ideas que empapan esta segunda mitad del siglo XX que aún no hemos conseguido entender. En unos años en que la música ya difícilmente puede llamarse música, que se cruza con el arte sonoro, la instalación y mil escuelas de composición, la teoría llega terriblemente tarde. Boulez hizo el gran esfuerzo de hablar del hoy. También sus textos hablan de sus análisis, ya que se enfrentó desde dentro a Stravinsky, Debussy, los «maestros dodecafonistas», Bach y un largo número de autores que han marcado los derroteros de la historia de la música
¿Ha conseguido la música «el derecho al paréntesis y a la cursiva», un «tiempo discontinuo», donde «la obra musical no sea [una] serie de compartimentos que se deben visitar sin remedio uno después de otro»3? ¿Y qué es exactamente ese «tiempo discontinuo», que parece que es marca de la composición actual? Boulez habla también del «tiempo no homogéneo» que, según él, se ha alcanzado porque «hemos visto reemplazar la serie de doce sonido iguales por series de bloques sonoros de densidad siempre desigual; que hemos visto reemplazar la métrica por la serie de duraciones y de bloques rítmicos […]; que hemos visto finalmente intensidad y timbre no contentarse más con sus virtudes decorativas o patética para adquirir […] una importancia funcional»4. Para Boulez, el tiempo continuo u homogéneo es aquel de la música tradicional, en la que todo estaba calculado y dado de manera preestablecida. El cambio en la concepción del tiempo, para él, es la «introducción de dinamita en la obra», un momento de «azar» que permite, por primera vez, poner en jaque, de «matar al artista», de «fijar el infinito»5. Pero esto no implica que «todo valga» o algo parecido a un relativismo plano. Para él, «sólo existe la obra si ésta es lo imprevisible que se vuelve necesidad»6. También dirá que «para crear de manera eficaz es necesario considerar el delirio y, en efecto, organizarlo»7. Con esta sentencia, Boulez se ponía del lado de la posición antihermenéutica que Adorno trató de desarrollar en sus últimos años, que está en Beckett y en Artaud: la de la pérdida de sentido, la que se hace cargo de que no haya un «texto organizado» ni un «mensaje comprensible» y que, sin embargo, eso no impida carecer de criterios para pensar una obra. Boulez advirtió que
«la tarea que se impone desde ahora es la de eliminar algunos prejuicios sobre un orden natural, la de repensar las nociones acústicas más recientes, la de examinar los problemas planteados por la electroacústica y pos las técnicas electrónicas […]. Muchos puntos están todavía oscuros, muchos deseos permanecen sin realización, muchas necesidades no encuentran su formulación. Pero es imposible no comprobar que las exigencias de la música actual van a la par con algunas corrientes de la matemática o la filosofía contemporánea»8.
En esas estamos.
NOTAS
*El título es una adaptación libre del texto que Boulez escribió con motivo del fallecimiento de Adorno en Melos, en 1969, titulado «Al margen de la, de una, desaparición».
1. Boulez, P., «Proposiciones», en Hacia una estética musical, Venezuela, Monte Avila, 1990, p. 72.
2. Boulez, P., «Eventualmente», en Op. cit., p. 176 y Puntos de referencia, Barcelona Gedisa, 1984, p. 66.
3.Boulez, P., «Búsquedas actuales», en Hacia una estética musical, Op. cit., 1990, p. 29.
4. Boulez, P., «Alea», en Hacia una estética musical,,Op. cit., p. 49.
5. Ibídem, p. 52.
6. Boulez, P., Puntos de referencia, Op. cit., p. 102
7. Boulez, P., «Sonido y palabra», en Hacia una estética musical,,Op. cit., p. 58.
8. Boulez, P., «Cerca y a lo lejos», en Hacia una estética musical,,Op. cit., p. 179.