por Marina Hervás Muñoz | Jun 19, 2015 | Artes visuales, Recomendaciones |
Fotografía © Jorge Represa véase original en http://jorgerepresa.com/suena-habana/
Poco se puede añadir sobre la calidad y buen hacer del fotógrafo Jorge Represa. Su intención es poner el ojo donde nadie lo pondría, porque es lo normal, lo habitual, lo esperado, aquello que pasamos de largo por cotidiano y que, sin embargo, encierra la poesía de lo diario. Conocemos los retratos a esa gente famosa, famosísima, de la inalcanzable para los simples mortales -estoy hablando de Woody Allen o Naomi Campbell, pasando por Leonard Cohen o Almodovar- que, a través de su cámara, se vuelven uno de nosotros, una persona normal, con sus miedos, sus problemas y sus manías. Represa hace que su rostro le cuente a la cámara lo que no le puede contar al periodista en una entrevista, porque no se puede salir del programa. Represa es sencillez y profundidaz. Es el ojo de lo normal, que nos han arrebatado a base de proponernos el entretenimiento del smartphone, que nos hace olvidar del smartworld.
En esta ocasión, Jorge Represa se ha ido a La Habana unos días de la mano de Michel Hernández con un proyecto que parece imposible: captar la música a través de su cámara, hacer que la fotografía suene. Es el reto de un arte mudo, como es la fotografía, que habla sin decir nada y ahora, además, no sólo quiere tener una banda sonora, como el cine, sino también ser en sí misma parte de la música que se ve en cada disparo. A La Habana, que es una ciudad de la que Lorca dijo «La Habana surge entre cañaverales y ruido de maracas, cornetas chinas y marimbas», sólo se la puede captar si suena, si resuena, e inunda las calles con el ritmo y los cantos. Eso es: puro sonido, son, baile y también forma de vida. Eso es lo que nos cuenta las fotografías de Represa. Como el resto de sus proyectos, aunque no nos lo diga, parece que algo de él mismo se ha quedado en cada disparo. Su mirada, desde luego, pero la historia de cómo se encontró con la madre que juega con su hijo, o las niñas que ensayan una coreografía, o los retratos de tantos músicos locales, como Joya, Betancourt, Plá, Chappotin… lo que no nos cuentan inmediatamente las fotografías, pero aparece -y ahí está su calidad-, es el luego y el antes. No sólo en el luego y el antes de la fotografía, sino de aquellas vidas, que no tienen sentido, como nos recordó hace muchos años Nietzsche, sin la música. Las fotografías de La Habana nos abren la puerta a algunos de los secretos de las tardes y las noches de rones y son. La Habana de la que nos habla Represa es muy parecida a la de Leonardo Padura (del que hablaremos próximamente), aquella que el escritor alaba porque: «es un lugar en el que siempre puedes iniciar una conversación con un extraño en una parada de autobús.» Esta vez, en lugar de hablar con palabras, se ha hecho con música y con obturadores. Y a nosotros nos encanta.
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por Marina Hervás Muñoz | Jun 11, 2015 | Artículos, Críticas, ENTREVISTAS, Música |
Fotografías de Marina Hervás
Antes de lo importante: en este artículo (corto por el formato de la web) sólo apunto algunas de las líneas que, desde mi punto de vista, resultan problemáticas. Hay que tener en consideración –¿tengan piedad de la que escribe!- que resumir dos días de discusión en este texto es titánico, y que siempre resumir es traicionar. Lo que busco es seguir pensando juntos y alcanzar nuevas conclusiones y, sobre todo, que me tiemblen los cimientos. Mi postura teórica se encuentra bien distante de la de Àlex Arteaga, y mi vocabulario y jerga está en otra constelación. Por eso, pido por adelantado disculpas si los conceptos y líneas de problemas no han sido debidamente marcados. Por supuesto, son bienvenidas las críticas de la crítica y las sugerencias.
Alex Arteaga estudió composición, filosofía y arquitectura. Es profesor del máster de Sound Studies en la Universität der Künste de Berlin. Y, ahora que ya hemos hecho un repaso ortodoxo al curriculum, vamos a lo que ahora nos ocupa: su obra.
En este artículo trataremos de poner en diálogo lo que se discutió en el seminario en torno a Transient senses, organizado por la Fundación Tàpies, la Fundación Mies van der Rohe y en Goethe Institut, celebrado los días 28 y 29 de mayo de 2015 con Alex Arteaga, Lluís Nacenta, Gerard Vilar, Susanne Hauser y Dieter Mersch; y una entrevista-conversación que tuvimos el placer de hacer a Arteaga. Transient senses consiste en una serie de micrófonos que, colocados en las paredes del pabellón Mies van der Rohe, captaban el sonido exterior. Éste era procesado en torno a una programa creado ad hoc que genera unas gráficas entre dos umbrales, marcados por Arteaga y su equipo como “de -1 a -6”. El resultado de este proceso se escuchaba por unos altavoces especiales, a los cuales había que aproximarse significativamente para poder escuchar algo. Al agotarse determinadas franjas temporales concretas, los altavoces callaban. Y volvía a empezar el proceso de nuevo. Así en un bucle infinito. Esta instalación se complementaba –o se terminaba de hacer- con una grabación realizada por Arteaga del material sonoro de horas intempestivas mañaneras y nocturnas, un texto y un foto-vídeo del pabellón expuestos en la Fundación Tàpies.
Las influencias fundamentales de Arteaga son, en esencia, de la fenomenología. Desde la tradición de Husserl-Merleau Ponty hasta Francisco Varela, Evan Thompson y Eleanor Rosch en los 90, pasando por otros teóricos que trabajan actualmente en estos temas, como Shaun Gallagher, Ezequiel Di Paolo, Thomas Fuchs, o Dan Zahavi. Su propuesta se apoya, especialmente, en que el sonido no es un objeto, sino medio. ¿Qué significa esto? Pues que a lo que se aspira es a crear condiciones de cognición. Y ustedes se preguntarán, con razón, qué significa cognición y cómo se generan esas condiciones. Vamos a ver si conseguimos desanudar este problema. Cognición, en ese contexto, se amplía a la vida. Siguiendo a Varela, “la vida es cognición”. Arteaga no habla de Wissen o Erkenntnis o algo así, como en la tradición alemana, sino cognición. Arteaga considera la actividad estética como una forma de actuar, incluso de comportarse. Es una forma de engagement, tal y como defendía Evan Thompson. Y esta experiencia se relaciona íntimamente con el concepto de cognición, en la medida en que ésta pretende o busca dar respuestas no predeterminadas por el entorno. Esta no predeterminación se llama “autonomía”, que Arteaga vino a definir más o menos como “un ente que, debido a su organización interna está simultáneamente separado y, al mismo tiempo, en contacto con su entorno; y es capaz de generar sus propias respuestas a las variaciones de su entorno”. Por tanto, y a modo de resumen, la relación entorno-ente como sistema da lugar a la cognición, a la vida. Para distanciarse de otros conceptos de conocimiento, Arteaga defiende la distinción entre “sentido” y “significado”. Parecería que el “significado” ha venido siendo lo que se buscaba en al arte. Esto representa lo cerrado, el momento de explicación de la obra o, usando terminología anterior, el momento de lo predeterminado. A Arteaga le interesa la creación de condiciones para que surja un sentido de la experiencia. Gerard Vilar fue crítico con esto: para él, hay obras que tienen que ver con el significado y no tanto con el sentido. La defensa del sentido de Arteaga tiene que ver con que, para él la estética es, como hemos apuntado, una acción, y no una mera recepción, en el sentido tradicional, o un deleite o algo por el estilo. Esta acción es la de un ente, la de un ser, un cuerpo, un animal, un sistema organizado en un edificio o espacio concreto que se crean y recrean mutua y simultáneamente. Por todo esto, en la discusión sobre el sentido de la “artistic research”, Arteaga se posicionó contra la creencia de que el arte también tiene que producir, en el sentido científico. Para él, no producir es una trinchera contra el capitalismo.
Arteaga piensa, en su instalación, ahistóricamente. Él trata de ignorar la historia y enfrentarse directamente con el objeto, esta vez con el pabellón Mies van der Rohe. La objeción inmediata, y que quedó sin resolver, fue si es realmente posible ignorar la historia. El objeto es historia sedimentada, y no es baladí que se haya hecho todo el seminario en torno a una obra situada precisamente ahí y no en un lugar cualquiera. Pero esto se puede explicar con el trasfondo teórico que defiende Arteaga: que somos autónomos y que, pese a lo heterónomo, nunca dejamos de ser autónomos. Así que es posible, para él, arrancarse la historia y poner ahí la voz de la autonomía. Esto lo dijo, más o menos, así “somos autónomos, no heteronomos, pero eso no quiere decir que estemos libres del entorno. Pero tenemos nombre propio. […] yo soy autónomo, y actuó dentro de un sistema de condiciones donde mi autonomía es una más”. Digamos que, lo importante, es la heteronomía del objeto y no tanto esos términos que usamos los considerados dinosaurios de la filosofía, como la historia y la relación sujeto-objeto. Aún me queda claro, y así se lo expuse a Arteaga, cómo se resuelve en esta maraña conceptual el problema de la libertad, ya que parece que esa autonomía, por mucho que cuente con lo heterónomo, siempre puede alzar su voz. Arteaga defendía el concepto de Kopplung, de acoplamiento, donde lo autónomo entra en relación con lo heterónomo. Así lo expresaba en el texto que estaba en la Tàpies: “»Letting the place emerge through my transit» o “I become with the place». Si no he entendido mal (que es lo más improbable), Arteaga defiende una suerte de comunión con el espacio, en el que éste emerge con mi experiencia, al mismo tiempo que mi experiencia se modifica por estar-en ese espacio concreto. Así es como se comunican autonomía-heteronomía. Todo esto podría ser relativamente aceptable si la teoría y la praxis no se distanciasen. Lo cierto es que la obra de Arteaga, al igual que cualquier obra de arte al uso, incide en el espacio, es decir, no permite que haya experiencia en el espacio, sino una experiencia, que es la que fuerza Arteaga al poner esos micrófonos y esos altavoces que, además, detienen el sonido, paralizan el sentido del adentro y el afuera, porque lo impone un programa de ordenador hecho a priori por Arteaga. Así que ese “I” de “I become with the place” es la clave: para mí, y así se lo expuse –y perdonen mi terminología dinosáurica totalmente fuera de moda, supongo- hay mucho sujeto, y la cosa, el objeto, está violentado. Los visitantes no podemos ser autónomos, si esa es su propuesta, sino parte de la heteronomía, mera expectación de la experiencia de Arteaga. Una de las preguntas se refirió a esto: ¿cómo es posible pensar en la relación espacio/tiempo si ya la propia colocación de los altavoces condiciona los lugares adónde el oyente tiene que dirigirse? Esto se cuestionó también desde una perspectiva más general, bajo la pregunta de si había una recepción ideal de la obra. Arteaga dijo que no, pero al mismo tiempo defendió que su obra quedaba fragmentada sin un Gegenbau –que se puede traducir como un contraedificio- en el que se situasen los textos, la grabación, y el vídeo, es decir, los materiales de la Tàpies. Lo llamó la idea de la posibilidad ideal de la generación de un todo, al mismo tiempo, al inicio de la sesión, hablaba del pabellón como un mero marco, un frame. Esto abre el problema de que parece que hay una idea previa que no se puede alcanzar de ninguna manera por el espectador, que se tiene que conformar con ir a la cosa (hablando con Husserl) a través del fragmento, sin siquiera poder acercarse al todo. En términos dinosáuricos de nuevo, cabría pensar hasta qué punto lo particular, el fragmento, no es un todo en sí mismo. Los materiales de la Tàpies hablaban de eso, no se necesitaba al pabellón, ni al revés. Sobre la cuestión de la recepción ideal hubo, además, algo que me suscitó serios problemas. Según Arteaga y Lluís Nacenta, un acorde en Beethoven sólo se puede captar correctamente de una manera, como acorde x de x tonalidad. Tengo que decir que, desde mi punto de vista, esto se encuentra en las antípodas de mi pensamiento. La crítica romántica pone esto en juego. ¿Por qué es más correcto decir que un acorde se capta correctamente cuando se sabe su “nombre” y no cuando, por ejemplo, se le entiende como armonía del tema, como función o como, por ejemplo, golpes en la puerta del destino? Esto no es un alegato por el todo vale, pero sí una defensa de que ese más allá de la técnica a veces tiene más contenido de verdad. Suponer que sólo el arte contemporáneo abre este tipo de “open-ended experiencie”, como se indicó en la jerga que asumimos todos los allí presentes, me parece bastante problemático, sobre todo a nivel político.
Si asumimos que Arteaga crea la experiencia, vemos también difícil la posibilidad de entender la obra como condición de conocimiento (en ese sentido de cognición-vida), ya que se puede conocer la obra de Arteaga, y no el espacio transformado por lo sonoro. Esto lo marca, sobre todo, la necesidad de detener el sonido, la interrupción, el silencio. El silencio, el momento en el que se detiene el ruido, que es lo afuera que se ha colado al adentro del espacio, es enfáticamente Arteaga, que me impone una detención del sonido antes de que yo pueda experimentarlo de otra manera. Arteaga, al inicio de la sesión, insistió en que, sobre todo, buscaba apuntar la inestabilidad sonora del pabellón. ¿No hace el silencio inducido que el oyente se tranquilice, que asuma que hay un marco, un paréntesis que le recuerde que lo que oye es algo diferente al mero ruido de la vida? ¿No hace el silencio advertir de que el pabellón es inestable, pero forzándolo a serlo? Este asunto del “paréntesis” que, según Arthur C. Danto, es lo que hacía, en la tradición, que el espectador/oyente supiese que, lo que estaba viendo, es una obra de arte, y no algo real, porque si no no podría soportarlo, dio lugar también al debate. Éste se tradujo en la pregunta por el diálogo entre la presentación y la re-presentación. Los silencios hablaban, según se expuso, de que aquello es ficción. Y yo me pregunto: ¿Y no bastaba con lo extraño al pabellón, que son los micrófonos que penetran sus paredes y los ruidos que surgen de los altavoces? ¿No se introduce ya ahí la ficción? El silencio, desde mi punto de vista, es la ficción de Arteaga, es decir, su realidad. Él mismo lo expresó diciendo que, desde su perspectiva, él le decía al visitante del pabellón «shut up and listen!» [¡calla y escucha!], en un alegato (que yo suscribo en parte) por relativizar la simple democratización del arte. Este alegato se dirigía contra la idea, relativamente reciente, de que hay que repensar la institución haciendo partícipe activo al visitante. Un chico joven que asistió al semaninario, que estaba presumiblemente dentro de esta línea, se cuestionó hasta qué punto no sería legítimo que el visitante pudiese mover los micrófonos y los altavoces a su antojo, y hasta qué punto eso que estaba pasando en el pabellón le servía realmente para algo. Este tema está ahora, precisamente, muy de moda en Alemania, con la recepción de Rancière y con textos como los de J. Rebentisch Theorien der Gegenwartskunst. Por hoy no puedo (y me temo que no debo) extenderme mucho más. Pero lo que quería señalar es que en una reconceptualización de lo democrático en el arte, donde parece que la práctica estética, para ser tal, debe ser diferente a la mera experiencia cotidiana, hay un momento de imposición y de apropiación del espacio, así como de la experiencia del visitante que no debería pasarse por alto si, precisamente, esto es lo que se pone en juego desde la teoría.
Por cierto, todo esto sigue. Aquí os dejo la información… “En la segunda fase (18 – 19 de junio, Sónar+D), en la que se tratará suplementariamente el tema de la constitución de objectos sonoros en un contexto auditivo ambiental, participarán Jean Paul Thibaud (Ecole Nationale Supérieure d’Architecture de Grenoble), Rudolf Bernet (University of Leuven) y Xavier Bassas (Universitat de Barcelona). Además, el artista sonoro Lucio Capece realizará intervenciones sonoras en la instalación del Pabellón como extensión del proceso de investigación”. Más, aquí: http://sonarplusd.com/es/activity/transient-senses/
por Marina Hervás Muñoz | May 27, 2015 | Críticas, Música |
Foto (copyright) de Ruth Walz
El libreto de The Rake’s Progress es, ya de por sí, una moralina sobre las desgracias que puede implicar el vicio, da mucho juego a los almodovarianos escenógrafos que quieran recrearse en las posibilidades que dan las prostitutas, la subasta, el juego y las mujeres con barba. Y en ese carro almodovariano se subió Varlikowsky, creando un esperpéntico juego entre el reality show (toda la ópera era grabada y proyectada en pantallas), el desfile drag queen del Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria y un bazar de chinos, donde se puede encontrar casi cualquier cachivache a precio de risa. Por eso, vimos desfilar por el escenario todo tipo de personajes, entre los que se incluye Minnie Mouse y Darth Vader, que eran parte de los objetos de la subasta. El escenario parecía una especie de plató de televisión que unió atrezzo típico para un programa de entrevistado-entrevistador y un concurso de talentos, con algunas excepciones incomprensibles, como la inclusión de una caravana vintage para las escenas en el burdel. El escenario se coronaba por el coro, que hacía las veces de espectador del reality que constituía la escena principal. Esta idea hubiese tenido su interés si, al igual que el resto de la obra, no se hubiese introducido el sexo gratuito, ese momento de fascinación por la carne que domina a algunos creadores. El sexo fue uno de los leitmotive escénicos que resultó todo menos afortunado. Y aquí no nos ponemos remilgados: simplemente se trata de que lo arbitrario, simplemente, no funciona. Todo se quedó a medias en la propuesta escenográfica. La narración era contada con una literalidad asombrosa, pero eso mismo complicaba la inclusión de elementos externos a la historia que realmente llegasen a funcionar. Pese a que la pieza está inspirada en Londres, casi todos los elementos eran típicamente norteamericanos. El padre de Anne parecía sacado de algún documental de Michael Moore. Nick Shadow era una suerte de Andy Warhol. Baba la Turca era algo así como un homenaje a Conchita Wurst. Todo muy pop y muy hortera al mismo tiempo, con la excepción de una magnífica por minimalista y efectiva puesta en escena del momento en el que Shadow permite a Tom salvarse de su muerte con un juego de cartas.
Foto (copyright) de Ruth Walz
Musicalmente (bajo la batuta de Domingo Hindoyan), fue una representación bastante anodina, con un plano sonoro siempre entre los mezzoforte y los fortíssimo . Parecía que los músicos estaban aburridos de la pieza: en muchas ocasiones llegaron también a aburrir al público. A nivel orquestal sólo puedo destacar a los vientos madera y, en especial, a los fagotes, que tuvieron momentos deliciosos que aliviaban el tedio. Hay que tener cuidado con este tipo de representaciones que buscan ser tan rompedoras y esta música, que tiene momentos muy ñoños. Hay que saber combinar estos momentos que buscan hablar de una ópera tradicional, pero sin serlo del todo, con este tipo de almorovadiadas, que mal calibradas pueden resultar una mezcla forzada de imponer modernidad a una partitura que no necesariamente la exige. Norman Reinhardt, que sustituyó a Stephan Rügamer en el papel de Tom Rakewell, estuvo muy bien técnicamente, pero quizá algo fuera de estilo por la exigencia de la escenografía. Era demasiado clásico: así es también The Rake’s progress, un intento de restaurar la ópera. Y así es como cantó Reinhardt, con la fuerza de un cantante que resuena en el pasado. En la misma línea estuvo Anna Prohaska en el papel de Anne Trulove, aunque teatralmente se fue apagando a lo largo de la puesta en escena. Gidon Saks, en el papel de Nick Shadow, tuvo una actuación muy desequilibrada, con momentos que funcionaban perfectamente (¡a veces creíamos que había una luz entre todo aquel batiburrillo!) y otros que no sabíamos si Saks había sido exigente en su estudio. Eso sí: teatralmente fue muy superior al resto de los cantantes, siendo extraordinariamente convincente. Baba la turca, interpretada por el contratenor Nicolas Ziélinski, como una suerte de Conchita Wurst, como ya hemos dicho (quizá por la cercanía a Eurovisión(!)), fue una de las grandes sorpresas. Tiene un timbre muy delicado y de grandes recursos: superó bien los agudos y moduló de manera excelente los giros expresivos de su personaje, que tiene momentos de pseudo histeria o pseudo llanto. De resto, sólo cabe destacar a Patrick Vogel, en su papel de Sellem, que salvó la escena de la subasta, convertida por Varlikowsky en una burla –de mal gusto- a casi todo. Por lo demás, el coro fue bastante deficiente, con problemas de proyección y trabajo colectivo muy acusados. Este tipo de representaciones abren la cuestión que ya en más de una ocasión hemos puesto sobre la mesa: ¿qué significa contemporáneo? ¿Qué significa visitar el pasado? ¿es posible algo así como un análisis inmanente, donde la propia obra evidencia que lo que se quiere hacer con ella no funciona, no lo exige su construcción, no cabe dentro de sus límites?
por Marina Hervás Muñoz | May 22, 2015 | Críticas, Música |
Fotos de © 2014, Martins Ratniks
Este artículo resultará extraño a ortodoxos. Lo que voy a plantear es por qué no puedo escribir una crítica al uso de Valentina, una ópera estrenada en la ópera de Riga el 5 de diciembre de 2014 y que vimos por primera vez en Berlín el pasado 19 de mayo.
La ópera trata, en pocas palabras, de la invasión nazi y rusa de Letonia. La historia se centra en la historia de la especialista en cine y teatro Valentina Freimane, que estuvo presente en la representación, con un libreto adaptado de su novela Adieu, Atlantis adaptado por el propio compositor y Liana Langa. Su historia es la de tantas vidas de judios, gitanos, homosexuales, o negros, o simplemente, gente no considerada humana por los diferentes regímenes totalitarios del siglo XX; que vieron sus días truncados por el fascismo asesino. En el caso de Valentina, sobrevivió a base de esconderse y moverse por toda Europa, y ver morir a su pareja (Dima) y a sus padres.
Valentina fue interpretada de manera excelente bajo la batuta de Modestas Pitrenas (con especial mención de los vientos metales) e Inga Kalna, en la papel de Valentina, en especial, fue una soprano de manual en el mejor sentido. Con una voz muy potente, un timbre cuidado y redondo y unas cualidades teatrales bastante aceptables llenó el escenario. Me gustó mucho por los mismos motivos Dima (Janis Apeinis), Elsa (Kritine Zadovska) y la madre de Valentina (Liubov Sokolova).
Lo que me impide escribir una crítica al uso es la posición política y estética que plantea esta obra. Su música era una auténtica banda sonora, un resquicio de la ópera de finales del siglo XVIII con tintes de la modernidad del séptimo arte con elementos de lugares comunes, como marchas militares o del musical. El problema es que no terminaba de ser nada, ni una ópera, ni un musical, ni un varieté. Fuera de que Maskats se mostró como un gran melodista, con un excelente gusto para la construcción melódica, parecía ajeno a todo lo que se ha escrito sobre estos temas musicalmente. La pregunta es, me temo, la de siempre: ¿puede expresarse el dolor de la pérdida, del fascismo, de la injusticia radical con un lenguaje musical marcado por otras épocas, que conocieron otros horrores? ¿Se puede contar una verdad con un lenguaje cargado de mentira? Con esto, no defiendo que necesariamente la música que cuente la época del nazismo tenga que ser «atonal» o «dodecafónica» o, simplemente, «disonante». Lo que me resulta curioso es como Maskats recurre a una música que parece, vista desde el siglo XXI, pendida del cielo, que no está manchada por lo que cuenta. ¿Puede lo formal mantenerse así de ajeno al dolor humano y no ser ideológico? ¿la música que suena igual que la música de las pastorales o de las canciones de amor de los musicales da cuenta efectivamente de lo que pasa en una familia que es separada a base de disparos? Según Th. W. Adorno, si la música llegó a desarrollarse como proponían las vanguardias es porque el lenguaje musical dejó de ser suficiente para hablar de la verdad. Que la música se crea lo que está narrando y no deje sola a la palabra. Además, Maskats hace las paces con aquello que critica, ya que su material era, exactamente, el mismo que los nazis no consideraros como degenerado: el armónico, el grandioso, el que no está manchado por el lenguaje de las vanguardias, aquellas que ponen en duda la validez pura de la tradición. Si era una ironía, o yo no lo entendí o no fue lo suficientemente claro. Por eso no puedo escribir una crítica al uso, porque no podría pasar de «estuvo bien interpretada», porque interpretar bien no dice nada de una obra compuesta en 2014. Pero, si de lo que se trata es de contar cómo es la obra, si hace justicia a lo que exige su construcción, Maskats no ha conseguido su objetivo. Toda una decepción, ya que Maskats es capaz de hacer cosas tan interesantes como estas.
De resto, vimos una escenografía (realizada por Viestur Kairish) de corte pseudo expresionista por la colocación de dos planos agudísimos que convergían en un punto de fuga. En un plano, estaba una fachada, en la otra una pared. Enfrentados y así colocados, formaban una calle, que hacía las veces de una metáfora del interior o del exterior para las diferentes escenas. Estos dos planos enfrentados giraban y daban lugar a otros escenarios que suplían su sobriedad con un excelente juego de luces. Lo más interesante es que la verdadera Valentina paseaba por el escenario observando su vida: u interesante juego que nos lleva a pensar hasta qué punto sólo somos espectadores de nuestra vida cuando recordamos.
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por Marina Hervás Muñoz | May 14, 2015 | Críticas, Música |
Foto: Sandra Setzkorn
Hace unos días que se inició una discusión sobre en el Facebook de
«El compositor habla» con motivo de una
entrevista realizada por Ruth Prieto a Luis Ángel de Benito en la que se pusieron sobre la mesa temas que tienen ya cierta antigüedad pero que siguen sin resolverse. Básicamente, la pregunta por si la música contemporánea tiene interés más allá de los aficionados, los concursos y las subvenciones; por si parecería que hay un rechazo de lo «atonal» (entendido, simplemente, como no-tomal) y por el modelo de concierto actual, que, en términos de Luis Ángel de Benito,
«…ofrece[n] la música en fórmulas pensadas para épocas pretéritas. Entonces nos acuden públicos pretéritos. Me refiero a nuestros conciertos híper-serios e híper-litúrgicos, que parece que cuando estamos escuchando la Pastoral de Beethoven estamos viendo el Via Crucis o algo así. Ni siquiera en tiempos de Beethoven, ni de Liszt, ni de Brahms, las cosas eran tan estrictas. […] El concierto era un asunto lúdico, y no sacrosanto. La gente vitoreaba y aplaudía cuando quería (hasta cuando Brahms estrenó su Cuarta Sinfonía, el público le hizo repetir el Scherzo). Nosotros aquí hemos decidido que el público pague y calle, y miramos mal a un neófito que aplaude inocentemente después del primer movimiento (¡¡¡Chsssst!!!… ¡¡¡Chssst!!! enfurecidos…). Claro, ése no vuelve más. Pagar para que le riñan las multitudes… Tenemos saborcillo de secta esotérica».
El Modern Art Ensemble ofrece su propia opción para esto, metiéndose sin querer con todos los puntos de la disputa. En un concierto que trataba de explorar, a través de cinco obras rencientísimas de compositores vivos que trataban de explorar lo espacial en música, se plantearon como objetivo era facilitar la «difícil escucha» de estas obras a través de una explicación previa a cada pieza. Esto, desde las gafas de algunos diletantes, sería poco más que un sacrilegio pero, desde mi punto de vista, es algo que urge comenzar a hacer en todos los conciertos, al menos, de música contemporánea. Una pedagogía seria y crítica, claro, pero pedagogía, que dé algunas claves para seguir la construcción de la obra. Además, la pregunta por el espacio musical es uno de los puntos fundamentales hoy en la teoría de la música, lo que hace de esta propuesta áun más atractiva, en la medida en que nos introduce directamente en el problema a través de los oídos.
El concierto comenzó con Diskant (2009), para piccolo, Clarinete en mi, carrillón y piano. Es una pieza de Michael Hirsch (1958- ), el cual, a parte de ser un compositor formado con Lachemann o Schnebel, se dedica a dirigir obras de teatro. Esta pieza se sustenta en el tritono de mi a si, pasando programáticamente desde una música que pretende ser algo que el presentador de esta pieza, Matias de Oliveira Pinto, clasificó como el paso de la mera retórica vacía a lugares cercanos a lo celestial. Como podemos apreciar, la obra se fundamenta en planos hiperagudos y el diálogo del resto de insturmentos sobre una suerte deostinato del piano, que contrasta radicalmente con el tenuto del clarinete. Es una pieza que exige una precisión ritmica extrema, ya que se construye a través de pequeños fragmentos enmarcados por cesuras que devienen temáticas. Parecería que la melodía no puede desarrollarse: lo intenta y siempre cae, le adviene una y otra vez ese ostinato, la fórmula mínima que forma la pieza. Los sonidos que aparecen más allá del ostinato parece que caen y rebotan, como una especie de piedras en un charco El diálogo, la construcción tímbrica, se establece de la siguiente manera: piano-piccolo/clarinete -carrillón. Lo mejor: la tensión acumulada que explota en el fortíssimo del clarinete y la flauta e inicia la contracción de la pieza hacia el momento de su origen, al que ya no puede regresar sin desaparecer.
La siguiente pieza del programa fue
Zedekhias’s Tears (2013) para flauta, trío de cuerdas y piano, compuesta por Pèter Köszeghy (1971- ). Está inspirada en el personaje bíblico de
Sedequias. Su relación con el espacio se trata a través de un viaje virtual al infierno. Su propuesta se basa en la creación de un eco del sonido mismo a través de una melodía de la nada, que Klaus Schöpp, el presentador de esta pieza, clasificó como un experimento «fino, sensible y minimalista» de lo sonoro. El violín partía de lo mínimo, con un sonido mejorable para conseguir a ese efecto, más ambiental que constructivo. Precisamente, las irregularidades de lo ambiental hace que, en este caso, lo que abogan por la música electrónica para perfeccionar lo que no pueden alcanzar los instrumentos tradicionales parezca que tienen razón. Pero, el problema, me parece, en este caso está en intentar tocar con técnica clásica obras contemporáneas y lo que aparece, por tanto, es el retraso que existe entre los conservatorios (ya sólo el nombre me da grima) y la producción real. Los instrumentos se van incluyendo con meras notas, con pura individualidad (segun Schöpp, son las lágrimas de Sedequias) que, después, terminan construyendo una línea melódica dilatadísima. Nuevamente la construcción es dual: vemos que el plano sonoro se construye por oposición del violín-flauta con el cello-piano. El clarinete, por su parte, va cambiando de uno a otro. La armonía es también anchísima, Cada instrumento incorpora no exactamente un lugar en la armonía, una función, sino un color al sonido mínimo que presentó el violín, un sonido mínimo que cada vez es menos mínimo y más protagonista, que va creciendo a la vez que destruye su esencia: precisamente esa menudencia. El cello aporta su color a través de efectos (sobre todo
sul tasto y
glissandi) que destacan sobre los lugares comunes a los que llega l plano violín-flauta, cuyo discurso se agota relativamente pronto y deja de ser interesante, de
contar cosas. Igual que en la pieza anterior, después de un momento climático, regresan a la construcción inicial. Eso confirma las tesis de principio de siglo de Bartok, en las que señalaba que la música tenía que buscar oras formas de generas tensiones y distensiones -al estilo de la música tradicional-, aunque éstas ya no se construyeran sobre elementos tonales. Básicamente, venía a decir que había disonancias más disonantes que otras y que sólo un buen tratamiento de los momentos tensionales podrían resultar en una buena pieza.
Tempor (1991), de Gérard Zinstag (1941-), para clarinete, flauta, trío de cuerdas y piano, resultó ser la mejor pieza de la noche a mi parecer, dada la coherencia de su construcción. Es una obra muy estructurada, cntruida en base a tres partes que representan tres formas de comprender el tiempo. Como podemos apreciar, el staccatto inicial marca la pauta de la pieza completa. Se podría decir, que trata de explorar las diferentes maneras de aparecer de una estructura mínima, que se va deformando en su exposición. Esa estructura mínima que se deforma, lo hace de forma diferente en cada instrumento, y se va solapando, hasta perder la robustez del inicio. De esta manera, se introducían los efectos sonoros, que aportaban una gran riqueza tímbrica. Recupera, en cierto momento, la estructura mínima inicial, pero la propia obra le advierte que ha dejado de tener sentido tras su deformación, de tal modo que estos conatos de reexposición se queda en una suerte de ironía de sí misma.
Tras la pausa, el concierto se retomó con Sandschleifen (2003), de Isabel Mundry (1963- ), para trío de cuerdas percusión y piano. A mi parecer, es la obra más débil del programa, con un principio constructivo sólo atractivo al principio, con una melodía jugetona que contrasta con elementos percutivos, pero que consigue a duras penas su propósito, descrito aparentemente por su autora: descubrir bucles de arena y de elementos pictóricos como una casa, un estanque o un árbol según la descripción que hace Karsten Feldman de un cuadro de Sigrid Klemm. La propuesta, que trata de poner en juego lo visual y lo sonoro, se queda en un barullo donde no se entienden los principios constructivos y comienza a pensar muy pronto. La pieza tiene dos partes: la primera era un todo, un caos, la multiplicidad. La segunda arranca del impulso de la primera en el piano, pero el resto de instrumentos se vuelven más efectistas que tradicionalmente melódicos. Lo interesante es justo lo contrario de lo que pretendía la autora: no se visualiza nada, sino que la obra habla en el sentido sonoro inicial del lenguaje, como puro phonos: así es como describe. Se descrbe, en realidad, a sí misma.
Por último, escuchamos Chergui (2012), para flauta, clarinete, violín, violoncello, vibráfono, arpa y piano, de Johannes Boris Borowski (1979- ). Esta obra comparte con la de Mundry su carácter programático. El Chergui o el Sherqui es un viento de Marruecos, por lo que el tratamiento espacial de Borowski se basa en el movimiento del desierto motivado por aquél. Lo que le interesa, es el aparente estatismo del desierto, que en realidad es puro movimiento, puro cambio constante. Los granos de arena son estructuras mínimas que van modificando, poco a poco, el paisaje. Desde este punto de vista, coonstruye la obra sustentándola en el trino, que deriva en una melodía, al ampliarse; o en elemento percutivo al desintegrarse. El trino se construye a partir del semitono con que se inicia la pieza entre el violín y la flauta. Los pseudoretornos al motivo del semitono es como una suerte de marco, de anclaje, de respiración. Los planos nuevamente se dividen en parejas: violín-flauta/vibráfono-clarinete y arpa-piano. El momento más fascinante aparece cuando el arpa se queda en un ostinato de semicorcheas y se solapan notas tenuto con momentos percutivos del resto de instrumentos que contrastan con la repetición incesante del arpa.
El Modern art ensemble demostró que la música contemporánea goza de buena salud. Las obras dialogaban entre ellas: en lo constructivo casi todas eran tripartitas y usaban recursos similares, lo cual situa muy bien el horizonte de la pregunta de lo espacial en la música. Es algo complejísimo, ya que parece que contradice lo que constituye a la música esencialmente: no tener más espacio que el que ocupa la onda sonora, que es más bien puro tiempo. La calidad interpretativa fue excelente, salvo en el violín, y las explicaciones previas un acierto que deberían incorporar más conciertos de esta música que aún nos resulta hostil. Debemos eliminar el via crucis y también a los curas de la música, liberarla de los dogmas y de la institución y sus normas.
Matías de Olivera – Director y violoncello
Klaus Schöpp – Flauta
Unolf Wäntig – Clarinete
Theodor Flindell – Violín
Jean- Claude Velin – Viola
Anna Carewe – Violincello
Yoriko Ikeya – Piano
Katharina Hanstedt – Arpa
Alexandros Giovanos – Percusión