La verdadera música de navidad

La verdadera música de navidad

Ya Spotify me ha llenado el recomendador de listas de navidad. Aquí os dejo una selección por si os toca hacer de DJs en las próximas comidas, cenas, meriendas y otras cosas.



O, mi favorita,

En la mayoría de las canciones de estas listas se hablan de cuatro temas: primero, del supuesto paisaje típico de la navidad, con nieve, abetos, renos y cosas así. Para los que venimos de un territorio que llueve poco y que tiene un clima más bien tropical, las navidades de esa guisa es impensable. Pero es lo que el lado del mundo que manda impone. Hay un momento en que los de la periferia nos movemos al centro, donde en algunos sitios sí nieva. En el mejor de los casos tenemos calefacción, en muchos no. Así que la nieve, el frío, la lluvia y otros asuntos invernales pierden toda su poesía. Eso, claro, si se tiene casa. Que ya ni eso se puede dar por sentado como derecho universal. Las canciones que hablan de este asunto sonarían más parecido a esto que el fum fum fum:

o esta…

o esta…

El siguiente tema clave es la supuesta felicidad que tenemos que sentir porque es navidad. Claro, si se es creyente, Jesús nace y comienza todo. Canción indie para los más creyentes hipsters:

Ojo si os da por cocinar la carne de Cristo antes de comerla…

Pero para los que no, comer, ver a amigos y familia y desearles felices fiestas por algo que nadie cree es la lógica preestablecida de estos días. Nos quejaremos de los kilos de más, del pesado del cuñado, de cocinar sin que nadie lo valore, etc. Posiblemente, nuestro villancico alimenticio debería sonar más como «The Truncated Life Of A Modern Industrialised Chicken» del disco Plat de jour, de Matthew Herbert, una revisión naïf hecha a partir de grabaciones en campos de matanza industrial de pollos.

Está muy bien, porque toda esta recarga de comida y regalos en enero (pensemos en el blue monday) se traduce en compra masiva de productos para adelgazar o para asumir el nuevo peso (es que estar gordo en estos días gordofóbicos es mal asunto), así como otras imperfecciones que la felicidad de la navidad difumina.

Hay luces por las calles y niños cantando villancicos, haciéndonos pensar que durante diez días al año que hay algo así como un amor universal. Y así llegamos al tercer supuesto de las canciones de navidad: la solidaridad. El pobre, que de repente nos da mucha pena y nos invita a aflojar el bolsillo. Las galas donde se muestras a niños con la barriga hinchada, mujeres con moscas en la cara mientras dan a duras penas el pecho a niños famélicos. El resto del año, que se busquen la vida. Pues como los refugiados. Que yo ya tengo bastante con lo mío. Pero, ¡ah! en Navidad, ¡que bien sienta!, ¿eh? Un mensaje al 01678 con la palabra «Ayuda» y como un señor.

VIETNAM

Mujer, ¿cómo te llamas? -No sé.
¿Cuándo naciste, de dónde eres? -No sé.
¿Por qué cavaste esta madriguera? -No sé.
¿Desde cuándo te escondes? -No sé.
¿Por qué me mordiste el dedo corazón? -No sé.
¿Sabes que no te vamos a hacer nada? -No sé.
¿A favor de quién estás? -No sé.
Estamos en guerra, tienes que elegir. -No sé.
¿Existe todavía tu aldea? -No sé.
¿Éstos son tus hijos? -Sí.

Wyslawa Szymborksa

Aquí no van canciones de cantautores hablando de lo mal que va el mundo. Sino una crítica al eurocentrismo, donde nosotros, los de aquí, estamos bien, calientes, tranquilos, mientras los de allá, los de fuera, pues bueno, lo pasan mal, es que la vida es así, el azar o quién sabe, el destino y sus designios. Se trata de cambiar el eje desde el que se mira, y abrir ojos, oídos y manos durante todo el año para renunciar a ciertos de nuestros privilegios, que solo son tan porque son negados a otros y estar atentos a la diversidad de expresiones culturales, pues ellas relativizan las nuestras.

El último tema es la presencia de la mujer como buena,  virgen, madre, cuidadora, servil. Y así lo reproducen muchas mujeres en casi todas las mesas de navidad, con el tranquilo beneplácito de los hombres presentes. Así que la canción que hablaría de este asunto (¡qué incomodidad!) sería esta, o alguna parecida.

Ya me veo los comentarios: Marina, qué aguafiestas, siempre tienes que dar la puntadita, esto es innecesario. Es que la Navidad no se toca, leñe. Pero este artículo no es antinavideño, sino que, al revés, intenta poner música a lo que de hecho pasa en nuestras navidades. Lo único que quiero, fíjense que minucia, es que pensemos qué decimos y qué estructuras repetimos cuando decimos feliz navidad y luego nos vanagloriamos de nuestro ateísmo y nuestra resistencia al poder. Menos mal que, pese a todo, siempre queda la música, lo más inútil y necesario.

Tambien habra que reflexionar sobre la navidad, ¿no?

¡Felices días de vacaciones si los tenéis!

 

 

 

Malograda Le Prophète en la Deutsche Oper de Berlín: horror vacui, machismo y voces grises

Malograda Le Prophète en la Deutsche Oper de Berlín: horror vacui, machismo y voces grises

Desde el 26 de noviembre la Deutsche Oper de Berlín cuenta entre su programación con una rareza del canon operístico, la poco visitada Le Prophète de Meyerbeer: todo un gesto, habitual en esta casa, de compaginar clásicos del canon con obras infrarepresentadas. En el caso de Meyerbeer, además, su olvido es ciertamente injusto. A simple vista, parece una grand ópera para entretener a burgueses con esmoquin y anteojos. Sin embargo, la composición tiene un talante cosmopolita, mezclando lo mejor de todas las aportaciones nacionales ya claramente disponibles en ese momento; y, al mismo tiempo, pone en cuestión algunos de los recursos clásicos de la ópera, en especial en su exploración del sufrimiento y del formato monólogo del rol de Fidès, como por ejemplo el uso del modo mayor cuando están a punto de matarla) o el acompañamiento basado en las interrupciones instrumentales cuando Fidès tiene que aceptar que su hijo no la reconoce. Su segunda representación, la del 30 de noviembre, es el objeto de esta crítica. La excelente apertura del coro, de gran potencia vocal y mucho criterio musical, auguraban una velada de alta categoría. No tardó en defraudarse la expectativa, con problemas de afinación importantes en los vientos -que reaccionaron con premura- y, sobre todo, un trabajo muy desigual entre los solistas -que no supieron reaccionar en toda la obra-.

Gregory Kunde, en el papel de Jean de Leyde, no estuvo a la altura de las circunstancias. Llegaba ahogado a muchos finales, con serios problemas de afinación en los agudos. La impostación de su voz era irregular, a veces profunda y potente, otras casi nasal. Parecía siempre en búsqueda de su propio sonido: algo impropio cuando ya se está en la función. Llegaba tarde en la preparación del personaje. Sus complicaciones vocales le impidió  un trabajo cuidado de lo teatral, algo en lo que tampoco cooperaron Derek Welton (Zacharie), Andrew Dickinson (Jonas) ni Noel Bouley (Mathisen), el trío de secuaces anabaptistas. Los tres también mostraron sus problemas de afinación y de coordinación (¡era un escándalo lo inexactas que iban las melodías a octavas!) desde su primera aparición con el “Ad nos, ad salutarem undam”. Clémentine Margaine (Fidès) y Elena Tsallagova (Berthe) estuvieron, en comparación, mucho mejor. Aunque ambas exageraron el vibrato y quizá el virtuosismo no estaba del todo justificado para sus personajes, expresivos por otros medios, y que en cualquier caso reclamaba su atención por encima de aspectos teatrales relevantes, estuvieron por lo general muy equilibradas y es de agradecer el trabajo conjunto evidente. Especialmente Margaine brilló por su excelente representación. Sus apariciones eran donde verdaderamente era posible meterse en la historia, donde era posible esa unión de artes que la ópera promete (en su propia definición, incluso antes de Wagner), que no se veía interrumpida por personajes malogrados. La orquesta, que estuvo brillante, especialmente la sección de viento-maderas, destacó aún más por su controladísimo talante ante las dificultades de los cantantes. Parecía que tenía que compensar, de alguna manera, el mal gusto de alguno de ellos y mantener la tensión de la historia. Escuchar la excelente interpretación bajo la batuta de Enrique Mazzola  hizo que, sin duda, la noche valiera la pena.

Ahora viene otro tema polémico: la escenografía, a cargo de Olivier Py. La idea giratoria y modular del escenario estuvo pobremente aprovechada, pues no había verdadera comunicación entre lo que pasaba en el escenario y los personajes. Simple en colores -casi todo en tonos grises- los tonos de color solían provenir de pequeños detalles en el escenario, como carteles o luces. Pero, en lugar de modificar la relación cromática o la estructura del escenario, eran puro exceso, marca del horror vacui de esta escenografía: es el caso de unas imágenes horteras sobre el universo (cuando, además, se hablaba del cielo) o de un avión sacado del más indigno anuncio de cualquier compañía aérea. De ese intento introducir elementos rupturistas en la monotonía cromática y en los módulos (que al final eran los mismos colocados de una forma distinta), se añadieron elementos un tanto hípsters y claramente en diálogo con propuestas más contemporáneas. Se mostraban mensajes en cartón (como vimos en Satyagraha o en el Mondparsifal) y aparecía de vez en cuando un ángel con el torso desnudo y alas también de cartón. Un pastiche mal ejecutado. El mismo intento efectista lo escondía la malograda introducción de un perro en el segundo acto, que intentaba mostrar el lado más humano de de Leyde. Pobre perro. Qué habrá hecho él para que lo metieran de forma tan absurda en la ópera, por no decir lo cuestionable que es el uso de animales en este tipo de contextos. El gesto más creativo, que fue la de aprovechar el escenario giratorio para hacer el ballet del tercer acto también giratorio, resultó ser monótono al cabo de cinco minutos. El presunto caos organizado que quería propiciarse era puro efecto. Y, encima, incidió en otros de los graves asuntos de esta ópera: la inexistente reflexión sobre los roles de género que se estaban reproduciendo.

Y es que hubo varios momentos claves en los que el trato gratuitamente desigual (es decir, no justificados ni siquiera por la época o por la lógica de la historia) eran evidentemente fruto de la escasa reflexión al respecto. El encierro de Fidès y Berthe se convierte en una violación de ésta por parte de Oberthal, en la que solo ella aparece desnuda. Las violaciones son una constante en el ballet giratorio (que dio lugar a un sonoro abucheo entre el público), algo que termina banalizando una experiencia límite y donde, por cierto, eran solo las mujeres las que las sufrían. La estetización de la violencia era una constante, sin dar lugar a ningún tipo de reflexión crítica al respecto. La guinda del pastel fue en la escena final en la que, en el fondo, aparecía una orgía o un club de swingers, no lo tengo muy claro. El caso es que, aunque las relaciones no eran heteronormativas, ellos iban desnudos y peludos, ellas depiladas y con tacones. Es lamentable y, desde luego, inaceptable en los tiempos que corren.

 

Sobre música y resistencia política: el falso potencial político de las Pussy Riot

Sobre música y resistencia política: el falso potencial político de las Pussy Riot

Ayer comenzó uno de los eventos en los que la Haus der Kulturen der Welt (HKW) de Berlín más dinero se ha gastado en publicidad, bien pensada y muy dirigida a un público joven guay, hípster y cool: el festival No Music!, centrado en prácticas punk y DIY. En su cabeza de cartel estaban las Pussy Riot. No voy a hacer una crítica al uso, sino una reflexión al estilo de la “reguetonización de la izquierda”. Esta vez, seguimos hablando de forma y contenido, pero también sobre la falsa adscripción de potencial político a grupos declarados como comprometidos o algo por el estilo, como las Pussy Riot.

Justamente, hace unos días discutía con unos amigos la tendencia entre los filósofos a considerar análisis estéticos aquellos que no rebasan los sociológico. Por ejemplo, el análisis del punk en términos de impacto social o político o de organización colectiva. En pocas ocasiones, se considera un elemento fundamental la articulación formal o la técnica artística. Eso, claro, debe ser campo de los musicólogos o los historiadores del arte. Así que los filósofos, tan críticos ellos consigo mismos siempre -¡e incluso con el concepto de filosofía, sobre el que se ha discutido tanto y desde el propio origen de la disciplina!-, han claudicado y han caído en la separación disciplinaria. Claro, no se puede saber de todo. Y menos ahora, donde Wikipedia ha preformado las formas de aproximación a la información, travestida de conocimiento.

El colectivo Pussy Riot llegó a todas las redes sociales y periódicos en 2012, por un vídeo en el que se burlaban de Putin y de la iglesia ortodoxa. Tres (Maria Aliójina, Yekaterina Samutsévich y Nadezhda Tolokónnikova) de sus supuestos miembros (¡o miembras!) fueron condenadas a dos años de prisión lo que provocó una ola de condena a la política rusa, especialmente de Amnistía Internacional. Este hecho, para un filósofo de bien, sería suficiente para considerar a las Pussy Riot revolucionarias, o como música verdaderamente implicada políticamente o algo por el estilo.

Quizá es que desde 2012 a 2017 las cosas se han calmado o es que es difícil mantenerse o que la lucha nunca se llevó a la práctica artística. Pero lo de ayer en la HKW fue una burda banalización del arte comprometido. Lleno de clichés y supuestos tabúes sociales que se saltaban a la torera, el concierto de las Pussy Riot fue más una especie de montaje escolar bastante caro más que un espacio de protesta serio dentro de las herramientas de la música y la performance. Coreografías dignas de las Spice Girls (las cuales, al menos, no tenían más pretensiones que las que mostraban fríamente en sus vídeos y explotaban su caricaturización como la del tertuliano de los programas del corazón), letras que se podían resumir en “somos super malas y antisistema, míranos, ¡qué provocación!” y una estética dudosamente feminista definieron su espectáculo. Su música, fácilmente bailable, tenía a gran parte del público haciendo lo que tenía que hacer, bailar, mientras veían su conciencia política dirigirse a la estratosfera. En resumen: la simplicidad fetichizada. Incluso, pensaba yo en mi butaca, suponiendo que todo fuese adrede, que se mostrase sin tapujos las herramientas más básicas de la industria cultural (rítmicas dignas de los coches más bakalas del barrio, la dicotomía simple entre el policía y las presas -totalmente inesperado, claro-, bailecitos casi de para-para -para no sudar mucho, antes muerta que sensilla-, símbolos fácilmente politizados -bandera anarquista, por ejemplo- o la cosificación de la mujer con un acompañamiento basado en gemidos -tan moderno y rompedor que se nos borraba el verdaderamente erótico “Je j’aime ma non plus” de Brigitte Bardot y Serge Gainsbourg-), la puesta en escena era de una ingenuidad -en el grupo y presupuesta al público- casi insultante. Me enoja, no sé si se nota, que no se asuma un oyente inteligente, capaz de comprender estructuras complejas, de entender lo implícito. Me enoja, mucho más, la reducción de lo político al contenido (véase, en este caso, las letras) y se pase por alto la repetición de modelos de consumo en lo formal. La selección de rítmicas radicalmente comerciales o la puesta en escena adolescente (a là Britney Spears) disuelven de un plumazo las pretensiones políticas del texto, pues firman la paz con aquello que denuncian. Las situaciones límite, como la tendencia al ruido y a lo in-formal, el cuestionamiento del espacio ocupado por el artista y el oyente, la puesta entre paréntesis de las formas alienadas de cultura trascienden ese supuesto contenido y nos hacen ver que la forma es ya contenido. Qué tipo de ficción se abre cada vez que se articula una propuesta artística, qué tipo de colaboración (o negación de ella) se abre con el oyente, qué relación con la tradición de la que se viene (sí, también formal) son las claves, a mi juicio, para entender el compromiso con el posicionamiento político desde el que se “hace arte”. Se suele pensar  -peligrosamente- que la forma en que se articula un contenido es indiferente a él: si queremos denunciar a Rajoy, dará igual que sea en un soneto o en una canción. Error. No da igual. Porque mientras creemos que denunciamos a Rajoy en una canción de reguetón, por ejemplo, repetimos estructuras de poder que refrendan las políticas neoliberales de Rajoy. Se simplifica o, incluso, se obvia, lo que redunda en una igualación en el conocer, convirtiéndola en la mera confirmación de aquello que ya queríamos encontrar en el producto cultural. Si quier refrendar mi posición política, debo escuchar x o b, ver a o h películas, vestir de una forma y no otra y todas esas cosas. Las Pussy Riot colaboran en su conversión en producto en el que el oyente supuestamente comprometido se encuentra y se reafirma, y entiende inmediatamente la rebeldía en el irónico «I love Russia. I am a patriot». A ver si vamos a empezar a reflexionar y se nos cae el chiringuito. Dice Rancière: «La política y el arte, como los saberes, construyen «ficciones», es decir, reordenamientos materiales de signos e imágenes, de las relaciones entre lo
que se ve y lo que se dice, entre lo que se hace y lo que se puede hacer».  El problema es, como en el caso de las Pussy Riot, cuando la «ficción» no abre otra ficción de lo posible, sino que confirma acríticamente lo existente. No hay una reordenamiento, sino que «se ve y se dice» lo que se espera que se vea y se diga. Es la obediencia radical. Obediencia, por cierto, viene de «audire», de escuchar: literalmente se refiere al que escucha y hace lo mandado. No habla, no opina. Repite. Hace lo que le toca. Que esto no se enfatice es lo que ha llevado a que haya camisetas en el H&M que rezan “I am a feminist”. La capacidad de absorción de formas preestablecidas de articulación de “contenidos”, como formas petrificadas de salsa -que unifican un fenómeno muy complejo- o el uso del compás 4 por 4 o de la estructura armónica I-V-VI (si queremos dramatismo)-IV-I, son las que reducen la multiplicidad posible de la expresión cultural. Me explico: si siempre utilizamos las mismas formas, y éstas han venido articulándose por cierta adscripción a modelos de expresión (por ejemplo, las escalas menores son “tristes”, las mayores son “alegres”) no habrá forma de crear otras expresiones. Ya no solo de lo aún no expresado, sino también de lo que aún es invisible, inverbalizable, de lo que no tiene presencia porque queda fuera de las formas preestablecidas, cómodas, de creación. Eso por expresar, eso que aún no ha adquirido su forma, así como la búsqueda de formas no petrificadas, es la resistencia política desde el arte. Todo lo demás es, me parece, una tranquilidad falsa (e ideológica) de conciencia.

«Son cosas de niños»: Petrushka y L’Enfant et les Sortilèges en la Komische Oper de Berlín

«Son cosas de niños»: Petrushka y L’Enfant et les Sortilèges en la Komische Oper de Berlín

Copyright de las fotos: Iko Freese

Si bien está más o menos claro que la música tiene que lidiar con la división entre «alta o culta» y «baja o popular», hay una división más que la articula que se suele tener menos en cuenta: la «música infantil» y la «adulta». El doble programa que presenta la Komische Oper, que junta Petrushka, de Stravinsky y -una rareza del repertorio- L’Enfant et les Sortilèges, de Ravel justamente pone en entredicho tal división.

A principios de siglo XX, quizá por los horrores de la Gran Guerra, el tema de lo infantil tenía cierto protagonismo entre pensadores y artistas. Por un lado, porque a los niños de la guerra les quedaría una herida para siempre, la de haber perdido su infancia entre la metralla. Pero, por otro, porque el mundo de los niños representa ese espacio del juego, de las reglas cambiantes, de la magia. Exactamente lo que la guerra no consigue: hablar de que otro mundo es posible. Ambas creaciones lidian con esto, haciéndose cargo de la «exacta fantasía», aquella que trata de describir esos otros posibles.

De la escenografía se encargó el colectivo 1927, que repite con la Komische Oper después de su exitosa Flauta mágicaSu propuesta, como con Mozart, se basa en la combinación de proyección y personajes reales, con una estética entre los años 20 y 40 del siglo pasado. Se trata de recreaciones visuales de lo que se interpreta de la música. En el caso de Petrushka, el constructivismo ruso se mezcló con el collage, sacándole todo el jugo al sueño infantil con el que Stravinsky juega: la posibilidad de que los muñecos, los acompañantes del juego, se conviertan en reales (como en Pinocho). Precisamente, eso es lo que propone su escenografía. Lo que se supone que pertenece al «mundo real» es lo proyectado, utilizando como recurso de los dibujos a lápiz y fragmentos con texturas, como figuras troqueladas.

Resultado de imagen de petrushka komische oper

Mientras, los muñecos que han cobrado vida son tres acróbatas (Petrushka, Tiago Alexandre Fonseca, La bailarina -en este caso acróbata, Pauliina Räsänen y El moro -aquí el forzudo, Slava Volkov) que intentan sobrevivir al amenazante mundo exterior y también a lo que la vida les ha aportado: sentimientos. Vimos a un Petrushka emocionante, cargado de registros y haciendo sus números acrobáticos como si fueran fáciles. Destacó por encima de sus compañeros de reparto, que resultaron algo fríos y mostraron cierta tensión en sus números, especialmente Slava Volkov. Musicalmente, es imposible no aplaudir el excelente control dinámico de la batuta de Jordan de Souza, que hizo de aquella música lo que estrictamente pide: una detallada música de cámara. Aplaudo especialmente el trabajo del viento madera y, más concretamente, el del fagot solista, con un sonido redondo, bien dirigido y rotundo.

Una de las críticas más famosas a esta obra viene firmada por Th. W. Adorno, que señala que Stravinsky no consigue identificarse con la víctima (Petrushka), sino que se centra en su liquidación y en la interiorización de la maldad en la víctima (por aquello de que al final aparece Petrushka mirando desde arriba «vengativo»). Justamente, este montaje se dirige hacia lo contrario. Aparte de la dirección de la emoción del espectador para generarle compasión por Petrushka, en una versión más compasiva que la del libreto stravinskyano, en el final no se acentúa la fanfarria, sino los tres-cuatro pizzicati finales (que se componen con elementos del «acorde de Petrushka», en do mayor y fa# mayor a la vez), mientras el espíritu de Petrushka se eleva y no vuelve a mirar hacia abajo. Eso rompe, en cierto modo, la lógica de la aparición del primer pizzicato, que los convertiría en cuatro, que es el culmen de la fanfarría: ¿Son esos pizzicati una ruptura con la fanfarria o emergen de ellos? Es curioso, porque el «acorde de Petrushka» suena solo parcialmente, como si lo nombrase y se esfumase al tiempo. La interpretación de este final nos haría situar en qué lado (la de la víctima o la del asesino) se encuentra la música. Muy probablemente Adorno consideraría que no son la melodía de la fanfarria y los pizzicati lo problemático, sino el continuum que constituye el viento metal, un ronroneo que parece indiferente al destino del payaso.

En L’Enfant et les Sortilèges, de nuevo, se invierten los papeles. Mientras que el «mundo real» es la proyección, el sueño en el que se convierte la regañina al niño, mezcla elementos de tal mundo real con el animado. Lo curioso es que musicalmente hay consciencia de esto. El inicio y el final parten de la misma melodía pentatónica, utilizada en la tradición francesa para evocar mundos imaginarios (pensemos en Debussy). O bien los invita a pensar que aquello que parece real va a dejar de ser o bien que dentro de lo que entendemos por real siempre hay un resquicio para lo mágico.


Frente a versiones más literales de los sortilegios, donde los cantantes se vuelven una silla, o algo por el estilo, que lo hace un poco naif (como ésta), aquí exploran los recursos del vídeo para adentrarnos en el país donde las cosas toman la palabra. Precisamente, con los propios recursos de la ficción es como parece posible permitir verdaderamente a los objetos y a los animales que se expresen y no mediante una repetición de lo antropomórfico.

El asunto no se acaba con que el mundo imaginario del niño adquiere vida. Sino que comienza a imitar lo terrible del mundo real: paulatinamente adquiere un tono más macabro. Es, quizá, una forma de llevar a escena la sensación descrita por tantos al verse inmersos en una guerra: de pronto, el mundo parece volverse contra la fragilidad de uno.  Imagínense ese momento en el que la mesa y el gato nos comienzan a hablar y a juzgar: después de la fascinación inicial, comenzamos a darnos cuenta de que nos aterroriza lo desconocido y que, aquello que anhelábamos nos produce pavor. Es la historia del Rey Midas. El nuevo sueño es, precisamente, volver adonde estábamos.

Musicalmente, fue excelente la ejecución del cambio de registro frenético de la pieza, que obliga a los mismos cantantes a interpretar a diferentes personajes. Estuvo muy logrado gracias a la atención del cambio de registro. Precisamente Katarzyna Włodarczyk, en su papel de niño, fue uno de los menos logrados, con una voz excesivamente impostada, que impedía romper con la ilusión de que aquellas voz, efectivamente, fuese la de un niño en edad escolar y no la de una mujer hecha y derecha (algo así como cuando en las series ponen a hacer de adolescentes a tipos entrados en la treintena).

Resultado de imagen de komische oper lenfant et les sortileges

El único pero: la sonorización fue desigual , espacializada e irregular en volumen. Es una lástima, pero también una queja que frente a la calidad escénica, es meramente anecdótica. Déjense llevar por estas «cosas de niños», que tantos secretos fundamentales de la vida adulta nos desvelan.

 

 

La danza como resistencia: Satyagraha, de Philip Glass en la Komische Oper de Berlín

La danza como resistencia: Satyagraha, de Philip Glass en la Komische Oper de Berlín

Fotos con copyright de la Komische Oper

La Komische Oper celebra su 70 aniversario apostando por óperas poco representadas o aún no incorporadas al repertorio. Entre ellas, se encuentra Satyagraha, de Philip Glass, compuesta en 1979 y estrenada un año después. El término, en sánscrito, significa «lealtad a la verdad», y hace referencia especialmente a la filosofía de Gandhi, especialmente en los actos de resistencia y reivindicación de los indios en Sudáfrica. Es una pieza inspirada de cuatro personajes relevantes en la lucha no violenta, según la interpretación del compositor norteamericano, a saber, Gandhi (que es el protagonista de la ópera), Tagore (que articula las tres escenas del primer acto y era amigo de Gandhi), Troski (que da nombre a las tres del segundo y que se carteaba con él) y Martin Luther King (que está a la base de la única escena del tercer acto y que se inspiró en Gandhi para su lucha contra el racismo).

El montaje de la ópera, a cargo del coreógrafo Sidi Larbi Cherkaoui, es de una delicadeza, sensibilidad y elegancia excepcionales, que se ven pocas veces en la ópera y que suponen verdadero aire fresco ante montajes carísimos e insulsos. Toda la pieza está articulada en torno a la danza, que es hipnótica, basada en movimientos circulares y orgánicos. Lo que menos se merecen las piezas que tienen un talante político es incidir superficialmente en eso político como si se pudiese reducir a panfletos o pancartas. Aquí se mostraba, mediante el movimiento de los bailarines, la fragilidad y vulnerabilidad del cuerpo, que a lo largo de la pieza se va magullando, manchando y despojando de la ropa, el único cobijo, la segunda piel. El escenario, apenas una plataforma móvil, parecía que iba a terminar siendo un recurso limitado y simple, pero se convirtió un elemento plástico más con el que se crearon momento de gran potencia visual. En combinación con otras planchas móviles que movían los propios bailarines o cantantes, se construían los rasgos mínimos de un escenario, que actuaba con una mera superficie sin más peso que el estrictamente necesario para el desarrollo de la obra. Este minimalismo también escénico contrasta con esos grandes montajes de escenografía que no tienen fuerza por sí solos, que no terminan de empastar con la música y la narración y que, desde luego, no suponen una aportación a la interpretación de la pieza.

Las transiciones entre escenas, que en algunos casos son radicales (como de la segunda a la tercera escena del primer acto) se hacían de forma equilibrada y medida, de tal forma que había un continuum pero sin caer en la mera indiferencia de escenas. El trabajo de coreografía es inenarrable, pero nada resultaba excesivo, ni con la rigidez de lo ensayado hasta que deja de tener nervio, aunque ciertamente los cantantes carecen de la fluidez de movimientos de los bailarines.

Lo que convoca a esta creación a ser una ópera no queda claro, porque cuenta con numerosos momentos (de duración muy significativa) solo instrumentales, dejando de lado ese egocentrismo a veces cercano al horror vacui de la ópera tradicional. Por tanto, algo nos hace pensar que hay un interés en dejar que la música adquiera su espacio, que en esta propuesta destaca en su unión con el cuerpo y la palabra -escueta pero suficiente. Esta unión es también a veces reivindicada de forma explícita, como en el inicio del segundo acto donde, en una pieza que no tiene percusión, se sustituye la tensión rítmica por la propia construcción de lo dicho-cantado. El coro de hombres que increpa y ataca a Gandhi, hizo una demostración de la comunión de corporalidad, voz y música que aparece en el ritmo de forma casi primitiva, como ya estaba explícitamente en La consagración de la primavera de Stravinsky, por ejemplo.

Vocalmente, escuchamos irregularidades entre las voces femeninas y las masculinas hasta la segunda escena del segundo acto. Stefan Cifolelli estuvo excepcional como Gandhi, especialmente en su solo final, de una calidez extrema, aunque le costó un par de escenas perder la rigidez corporal. En cualquier caso, es sumamente difícil cantar en las condiciones que él lo hizo, después de ser elevado, girado y volteado en numerosas ocasiones, como representación de la violencia acometida contra él. Cathrin Lange (Miss Schlesen) y Mirka Wagner (Mrs. Naidoo), al principio mostraron poca delicadeza en la modulación de las voces, un tanto chillonas y sin redondear. Pero su aparición en el tercer acto fue un giro repentino, como si por fin se hubiesen integrado en la lógica del montaje, tan frágil y cuidado que, sin las pretensiones de lo pulcro y lo terminado de una vez para siempre, se podía resquebrajar en cualquier momento. El coro fue excelente, tanto teatral como vocalmente, y su tratamiento escénico me recordaba mucho al montaje de Moses un Aron que comentamos hace ya unos cuantos meses. A nivel orquestal, celebro el brillante control de la tensión (aunque eché de menos algo más de cuidado en la dinámica) en una pieza extremadamente exigente, por las repeticiones y microvariaciones típicas de la música de Glass. Pero, lejos de resultar monótona, la música fue contenida, de tal manera que actuaba como nervio de la pieza.

En estos días en que la agresividad y la violencia, precisamente por tener presencia absoluta en nuestras retinas, han dejado de afectarnos -mientras no sea contra nosotros, como aquel supuesto poema de Brecht-, la potencia de unos cuerpos se encuentra en la exposición desprejuiciada de su vulnerabilidad. Al igual que Gandhi pidió resistir sin utilizar los recursos que criticaba, los de la violencia, aquí la herramienta es mostrar eso que se oculta en el intento de hacer todo visible sin mediación, mostrar eso que no aparece en las imágenes: el cuerpo de individuos anónimos que se retuercen y se mezclan, que se rompen y dañan. En un mundo en el que no servir para nada es el mayor delito, pues se atenta contra la productividad y la supervivencia del sistema, bailar -que además nos hace felices- es una nueva forma de resistencia y, desde luego, un camino a seguir para la ópera y sus montajes contemporáneos.