Festival Imposible – Segunda semana

Festival Imposible – Segunda semana

Este verano en Cultural Resuena os invitamos a la primera edición de un evento imaginario que tendrá lugar en ninguna parte: un festival que no se rige por las leyes del tiempo ni del espacio y que reunirá a grandes glorias y a injustos olvidados del pop y el rock en sendos escenarios (el mastodóntico Escenario Anís del Tigre y el más modesto Escenario Aceitunas Liaño). Cada semana desvelamos dos grupos de este cartel imposible y os invitamos a escuchar la lista con las canciones de su improbable concierto.

SEGUNDA SEMANA:

ESCENARIO ANÍS DEL TIGRE
R.E.M. en 1992

Estamos ante una de las bandas más influyentes del panorama alternativo en los ochenta y los noventa. En 1992, R.E.M. acababan de alcanzar la cima de su popularidad con sus dos discos más famosos, Out of Time (1991) y Automatic for the People (de ese mismo año).  Es en esos dos álbumes donde podemos encontrar los temas más memorables de su discografía, como Losing My Religion , Man on the Moon o Everybody Hurts. Sorprendentemente, en esa época no fueron de gira, así que el Festival Imposible sería una oportunidad única para disfrutar de grandísimas canciones acabadas de salir del horno y con la castigada voz de Michael Stipe todavía capaz de sacar un buen directo.

ESCENARIO ACEITUNAS LIAÑO
Y la Bamba en 2016

¿Qué pasa cuando mezclas el indie folk rock de Portland con el folk tradicional mexicano? La respuesta es Y la Bamba, el proyecto musical de Luz Elena Mendoza. Con su hipnótica voz, a medio camino entre la vocalista de Jefferson Airplane y un gato despellejado, la cantante de Oregón intercala canciones en inglés y en español raro. Curiosamente, las más locas y creativas son aquellas que Mendoza canta en la lengua de Cervantes. A la espera de que salga un nuevo álbum en septiembre, su concierto nos ofrecería retazos de los tres extraños discos de estudio que el grupo ha publicado hasta la fecha y de su último EP. A destacar piezas como Isla de Hierva Buena (sí, con uve), de la que tienen dos versiones, o la marciana y psicodélica Bendito.

Festival Imposible – Segunda semana

Festival Imposible de CR – Primera semana

Este verano en Cultural Resuena os invitamos a la primera edición de un evento imaginario que tendrá lugar en ninguna parte: un festival que no se rige por las leyes del tiempo ni del espacio y que reunirá a grandes glorias y a injustos olvidados del pop y el rock en sendos escenarios (el mastodóntico Escenario Anís del Tigre y el más modesto Escenario Aceitunas Liaño). Cada semana desvelamos dos grupos de este cartel imposible y os invitamos a escuchar la lista con las canciones de su improbable concierto.

PRIMERA SEMANA:

ESCENARIO ANÍS DEL TIGRE
David Bowie en 1972

Un artista que apenas necesita presentación y que no podía faltar entre los grandes nombres del cartel. A lo largo de su dilatada carrera profesional, David Bowie adoptó varias personalidades y hemos optado por una de la más emblemáticas: la panocha y galáctica estrella de rock Ziggy Stardust. En 1972 Bowie acababa de sacar The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, así que el grueso de su setlist lo compondrían pistas del que muchos consideran su mejor álbum. Si nos fiamos de lo que solía tocar en el tour que arrancó ese año, también aparecerían por allí joyas de discos anteriores, como Changes o Space Oddity. Por si esto fuera poco, el guitarra de la banda que Bowie montó para la ocasión (los Spiders from Mars del título) era un Mick Ronson en estado de gracia. Un concierto totalmente imprescindible.

ESCENARIO ACEITUNAS LIAÑO
Midlake en 2004

Resultado de imagen de escenarioMidlake es como ese chico de tu clase que apuntaba para primera división y que ahora juega a fútbol siete con los otros cuñados del barrio. Fue en 2004, con su álbum de debut de disléxico título (Bamnan and Slivercork) cuando alcanzaron su corto zénit. El disco está repleto de texturas entrañables que recuerdan al Casio de toda la vida y las letras de Tim Smith, su vocalista de entonces, crean un imaginario cohesionado a medio camino entre 1984 y Hora de Aventuras. El paso de Midlake por nuestro festival sería antes de que el grupo cayera en el pozo de folk insulso de sus siguientes álbumes, así que su lista de canciones estaría compuesta por pistas de su magistral primer disco y de su nada desdeñable EP de presentación.

 

El hijo de Saúl: un relato universal sobre la alienación

El hijo de Saúl: un relato universal sobre la alienación

La ganadora al Oscar a la mejor película de habla no inglesa de este año podría ser otra nota al pie sobre el terror de los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el film de László Nemes termina logrando lo que muchas otras películas que comparten la misma temática sólo alcanzan a medias: ir más allá de la mera (y necesaria) descripción de unos hechos para convertirse en un ensayo hiriente sobre la destrucción de la personalidad.

Saúl Ausländer (Géza Röhrig) es un prisionero judío húngaro atrapado en la macabra rutina de Auschwitz. Como miembro de un Sonderkommando, Saúl se encarga de recoger todos los objetos de valor que dejan atrás los prisioneros enviados a la cámara de gas y también participa en la macabra tarea de llevar los cuerpos al horno crematorio. Tras presenciar la muerte de un chico al que reconoce como su hijo, Saúl decide emprender una quimérica odisea.

Sin ahondar demasiado en los detalles de la premisa (para evitar desvelar demasiado), cabe decir que ésta podría ser la de un drama al uso e incluso haber derivado en un espectáculo de lágrima fácil, como el despropósito lacrimógeno que terminó siendo El niño del pijama de rayas (The Boy in the Striped Pajamas, 2008). Sin embargo, László Nemes evita en todo momento caer en trampas melodramáticas y lleva la historia por senderos mucho más elevados y oscuros.

Uno de los mayores aciertos de El hijo de Saúl tiene que ver con la forma en que ha sido filmada. La lente de la cámara, con una profundidad de campo mínima, se acerca al rostro de Saúl y lo sigue por los infiernos de Auschwitz, dejando el fondo estratégicamente desenfocado. El apartado sonoro también contribuye a este difuminado, con una banda sonora casi inexistente que se disuelve entre los rugidos de las máquinas y los gritos distantes. Ante tanta niebla visual y auditiva, será la imaginación la que se encargue de dar definición al horror, provocando que una de las películas que ilustran menos gráficamente el Holocausto se convierta en una de las más duras de ver.

Teniendo en cuenta que gran parte del film se narra a través del rostro del protagonista, sorprende que László Nemes recurriera a un amigo suyo que prácticamente no contaba con ninguna experiencia como actor. No obstante, Géza Röhrig está a la altura de las circunstancias y demuestra un asombroso dominio interpretativo, logrando decir muchísimo con un diálogo y unos gestos mínimos. El resto del elenco consigue dotar la película del realismo descarnado que necesita y evita en todo momento la teatralidad excesiva. Otro gran acierto, en mi opinión, es no haber suprimido la variedad de idiomas que se hablaban en Auschwitz en favor de la uniformidad lingüística de la que adolecen otras películas sobre el horror de los campos de exterminio. El húngaro, el alemán, el yiddish, el polaco o el francés conviven y malviven en aquella cárcel de nacionalidades, contribuyendo al aislamiento y a la confusión.

Sin embargo, aquello que eleva a El hijo de Saúl por encima de otros grandes títulos del género, más allá de su osadía técnica o de sus grandes interpretaciones, es su retrato magistral de la alienación. Mientras que, en películas como La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), o La vida es bella (La vita è bella, 1997), las víctimas mantienen en todo momento su humanidad y parecen psicológicamente impermeables a la tortura diaria de sus verdugos, los miembros de los Sonderkommandos de El hijo de Saúl muestran las heridas abiertas de su deshumanización. En este sentido, es su protagonista quien parece llevarse la peor parte en su afán por conservar un último reducto de humanidad que los demás parecen haber perdido entre la barbarie. No obstante, Saúl no es un héroe, ni tampoco el único cuerdo en aquel pozo de locura. Y es que la genialidad del film de László Nemes consiste, precisamente, en narrar los horrores de la barbarie nazi a través de las graves secuelas personales de su protagonista.

Algo que cabe celebrar también es la sutileza narrativa del guion, escrito a cuatro manos por el mismo Nemes y la debutante Clara Royer. La tragedia de Saúl es presentada sin grandilocuencia, con unos diálogos que contribuyen al avance de la trama sin caer en la teatralidad o en los tintes melodramáticos. Las revelaciones, que las hay, aparecen sin fanfarria y casi en segundo plano, imbuidas de una cierta ambigüedad que sulfurará a los amantes del cine masticado.

La decisión de centrar el relato en un miembro de los Sonderkommandos no está exenta de cierta relevancia histórica. Durante mucho tiempo, esta clase de prisioneros sufrió el estigma de ser haber sido cómplice material de la macabra maquinaria de exterminio que Hitler puso en marcha durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. La película ahonda en la doble tragedia de los miembros de este denostado grupo, víctimas del nazismo que fueron obligadas a colaborar con sus verdugos, y lo hace sin asumir una posición de superioridad moral. En definitiva, no me parece ninguna exageración afirmar que El hijo de Saúl es uno de los mejores títulos que ha dado el cine sobre el Holocausto y quizás el más universal. La película de László Nemes logra transgredir el aquí y ahora de Auschwitz en 1944, esquivando la épica y la hipérbole para componer un magistral ensayo sobre la alienación.

El regreso de Tarantino: Los odiosos ocho

El regreso de Tarantino: Los odiosos ocho

Foto de  Cultural Resuena de  la proyección del 17 de enero en los cines Phenomena Experience de Barcelona.

La casualidad – o los designios de las distribuidoras – ha querido que este 2016 empiece con dos importantes estrenos situados, al menos de entrada, en el terreno del western. Hablamos de Los odiosos ocho (The Hateful Eight, de Quentin Tarantino) y de El renacido (The Revenant, de Alejandro González Iñárritu). En el caso de Tarantino, se trata de su segunda incursión en el género tras la memorable Django desencadenado (Django Unchained, 2012). El cineasta de Tennessee rescata parte del elenco de su película anterior y esta vez devuelve el protagonismo a un Samuel L. Jackson en estado de gracia. Además, saca del baúl cinematográfico a Michael Madsen y a Tim Roth, que no veíamos compartiendo escena desde que dejaran hecho un cristo el garaje de Reservoir dogs. Por si esto fuera poco, la banda sonora corre a cargo de un peso pesado del género como Ennio Morricone. Muchos buenos presagios que se ven, en parte, truncados por culpa de un lamentable tramo final.

El octavo filme del director de Pulp Fiction transcurre casi en su totalidad en el interior de una mercería perdida en las montañas de Wyoming, donde un grupo variopinto de personajes debe refugiarse de la ventisca. La premisa no podía ser más teatral y por eso sorprende el formato elegido por Tarantino a la hora de filmar la película. Amante del celuloide no sólo en su sentido figurado sino también en el literal, esta vez ha optado por rodar con el vetusto formato Ultra Panavision 70, un mastodonte que no se usaba desde 1965 y que ha obligado a cambiar la lente del proyector al único cine de España que proyecta la película tal y como lo querría Tarantino (la sala Phenomena, de Barcelona). Si rodar una película de interiores en 70 milímetros es, hoy por hoy, el equivalente cinematográfico a grabar un discurso de Mariano Rajoy en 3D, el formato ultrapanorámico sí se revela como un gran recurso que Tarantino usa con maestría. Cuando no opta por el travelling circular al que nos tiene acostumbrados, el cineasta convierte los planos fijos en una larga rendija por la que vemos desfilar (y conspirar) a los personajes.

Hablando de personajes, la gran sorpresa del film es Walton Goggins, que termina metiéndose al público en el bolsillo con su interpretación del ¿sheriff? Chris Mannix. Es él quien se encarga de ponerle el ‘spaghetti’ al western, con unos manierismos propios de un bandido de Sergio Leone y la cara aceitosa y morena a la que nos tenían acostumbrados los americanos postizos que vaciaban su revolver en el desierto de Almería. Por lo que respecta al resto de personajes, la mayoría de los actores que les dan vida están a la altura de las circunstancias. Samuel L. Jackson tiene algunas de las mejores frases de la película y sabe cómo entregarlas; Kurt Russell llena de matices a su caza-recompensas otoñal; Bruce Dern refina el personaje de viejo desorientado que ya había interpretado en la celebrada Nebraska y hasta el mexicano estereotípico de Demián Bichir parece esconder un mundo cuando nos mira de reojo. Da más o menos la talla Tim Roth, aunque su personaje parece una versión descafeinada del que interpretaba Christoph Waltz en Django desencadenado. En el otro extremo, en términos de calidad interpretativa, encontramos a Michael Madsen y a Jennifer Jason Leigh. El primero ofrece una interpretación tan acartonada como su cara y parece que esté allí haciendo un cameo. Jennifer Jason Leigh, por su parte, convierte a su maltratado personaje en una caricatura, ofreciéndonos un lamentable ejercicio de expresiones faciales que parecen sacadas de una película de dibujos animada por un cocainómano.

A pesar de tratarse de la segunda incursión de Tarantino en el western, estamos ante un film muy distinto de Django desencadenado. Lo penúltimo del cineasta era básicamente una película de acción, mientras que aquí nos encontramos ante un thriller psicológico mucho más centrado en los diálogos. Si añadimos el protagonismo de la ventisca, la presencia de Kurt Russell y la sospecha continua de que alguno de los personajes no es quien dice ser, Los odiosos ocho se revela como lo que realmente es: un magistral remake en clave western de La Cosa (The Thing, John Carpenter, 1982). Plano tras plano, diálogo tras diálogo, Tarantino exhibe un incuestionable dominio del suspense y consigue dejarnos pegados en la butaca, preguntándonos una y otra vez quien es el malo de la película, buscando matices en las miradas y en los gestos. Quizás ésta sea la razón por la que las revelaciones del último tramo del film saben a tan poco: la película va alimentando unas expectativas que terminan jugando en su contra, abriendo unas puertas que luego no sabe cerrar. También se produce en este tramo final un inexplicable y brusco descenso de la calidad fílmica, con extenuantes e interminables cámaras lentas propias del John Woo más desfasado, un uso sorprendentemente amateur del gore y unos diálogos que parecen escritos por el becario.

El bajón cualitativo a nivel técnico tiene difícil explicación, pero habrá quien achaque los problemas con el desenlace de la trama a las reescrituras que llevó a cabo un muy enojado Tarantino después de que se filtrara el primer borrador de su guion. En mi opinión, el principal sospechoso de este desastre es el método de escritura que sigue el cineasta americano. En una entrevista reciente para el podcast de The Nerdist, Tarantino revelaba que nunca tiene una estructura en mente antes de empezar a escribir y que confía en su destreza para llevar la trama por buen camino. Este método no está exento de riesgos (como bien recordarán los fans de Perdidos) y es una lástima que en esta ocasión el cineasta haya perdido el rumbo en el último tramo. Dicho en pocas palabras, Los odiosos ocho es una película muy buena con un final muy malo. Si esto es una contradicción o no, es algo que deberá decidir el espectador.

Star Wars: El despertar de la fuerza. Mágico relevo generacional [sin spoilers]

Star Wars: El despertar de la fuerza. Mágico relevo generacional [sin spoilers]

En estos últimos años, pocas películas han acumulado tanta expectación antes de su estreno como la nueva entrega de Star Wars. Ya desde el primer teaser, las hordas de fans de la saga galáctica y los aficionados a la ciencia ficción en general habían empezado a segregar saliva con el plano del destructor estelar varado en las dunas. Había razones para el optimismo: George Lucas y sus malas decisiones habían quedado fuera del proyecto, lo que reducía las probabilidades de que se volviera a caer en los errores de las precuelas. Además, J.J. Abrams, su sucesor, tenía a sus espaldas un más que decente reboot de Star Trek. Sin embargo, tan altas eran las expectativas generadas por los impecables trailers y el bombo de estos últimos meses que una decepción, por pequeña que fuera, parecía inevitable. Pues bien, Star Wars: El despertar de la fuerza no sólo no decepciona, sino que logra un equilibrio imposible entre dos generaciones cinematográficas y narrativas.

Lo que hizo grande a la primera trilogía de Star Wars (1977-1983) fue aunar una impresionante imaginería visual con unos protagonistas con los que establecíamos un vínculo emocional casi desde el minuto cero, logrando que hasta una marioneta barriosesamista como Yoda nos hiciera sufrir al verlo toser. Todo esto se perdió con la segunda trilogía (1999-2005): los efectos visuales sudaban píxeles y los personajes sólo conseguían producir indiferencia o repulsión. No ayudaba en absoluto el guion, escrito en solitario por un George Lucas fuera de control.

Esta vez la tarea de elaborar el grueso de los diálogos ha corrido a cargo de Lawrence Kasdan, quien ya había sido uno de los artífices del libreto de El imperio contraataca (The Empire Strikes Back, 1980) y El retorno del Jedi (Return of the Jedi, 1983), además de una obra maestra como es En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981). La pluma de Kasdan devuelve la chispa y el humor a una saga que se había llegado a tomar demasiado en serio a sí misma, al tiempo que la dota de gravedad en los momentos clave. Compartir guionista principal con El retorno del Jedi también ayuda a que esta nueva entrega no se sienta como un apéndice extraño de la trilogía original, sino como una continuación en toda regla.

Uno de mis principales temores era que la nueva generación de protagonistas no estuviera a la altura de las circunstancias. No en vano, muchos recordamos todavía ese lamentable Poochie con gomina perpetrado por Shia LaBeouf en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008). Afortunadamente, los nuevos personajes de Star Wars: El despertar de la fuerza tienen la consistencia necesaria para resultar interesantes y están interpretados por un elenco más que digno. Daisy Ridley, John Boyega, Adam Driver y Oscar Isaac están a la altura de las circunstancias y logran que sus conflictos internos nos importen. La interacción entre ambas generaciones de personajes funciona: las caras conocidas se ven reflejadas en las desconocidas sin que el conjunto rechine.

En el apartado visual y sonoro también se logra una fusión casi sin fisuras. Si la trilogía original se había resuelto a golpe de maquetas, marionetas y rotoscopio, las precuelas habían caído en el abuso de unos efectos digitales demasiado inmaduros para las aspiraciones de George Lucas. El equipo de J. J. Abrams no comete el mismo error y consigue armonizar la tecnología digital con los recursos tradicionales hasta el punto que a veces cuesta saber dónde acaba la maqueta y comienzan los polígonos. También tiene el acierto de evitar el circo visual: pese a la indudable espectacularidad de muchas escenas, los efectos están ahí para ayudar a avanzar la trama o para dotarla de una capa más de simbolismo, no como meros fuegos artificiales destinados a impresionar a la audiencia. Otro gran acierto creativo es seguir la línea de la tecnología sucia que habíamos visto en la trilogía original: los fuselajes de las naves y sus interiores están llenos de ángulos, los cascos se abollan y los robots rezuman óxido. En el aspecto sonoro, los efectos de sonido clásicos (los blásters, los sables de luz) se intercalan con nuevas y muy acertadas contribuciones (el extraño y escalofriante crujido que se escucha cuando el villano de la película intenta leer la mente de sus víctimas). Asimismo, la banda sonora del incombustible John Williams aúna temas clásicos de la saga con otros que, si bien menores y menos memorables, contribuyen a dar fuerza al conjunto.

Habrá quien critique a J. J. Abrams por no haberse arriesgado más, por haber elegido el camino fácil de la continuidad en lugar de dar un nuevo giro a la saga galáctica. Sin embargo, no sé hasta qué punto esta continuidad puede entenderse como un defecto. Es cierto que la nueva entrega repite muchísimos patrones de la trilogía original, pero se trata de algo que ya sucedía en las dos secuelas que sucedieron a la primera película y tiene todo el sentido del mundo si se entiende Star Wars como una serie creada a base de capítulos semi-autónomos y no como un único título cortado en partes, como sería el caso de El señor de los anillos (The Lord of the Rings, 2001-2003). No parece, por cierto, que nos encontremos ante el inicio de una nueva trilogía, sino ante el cuarto capítulo de una serie de seis, con las precuelas relegadas a un prescindible prólogo. Esto explicaría por qué en el título oficial del film no aparece ‘Episodio VII’ por ninguna parte. Es así, escondiendo los midiclorianos bajo la alfombra, como J.J. Abrams y su equipo han logrado devolver a la serie la magia que había perdido décadas atrás. Star Wars: El despertar de la fuerza es cine de aventuras del más alto nivel y un estupendo relevo generacional en una multiplicidad de sentidos.