Alguien deja encima de la mesa, en mi ausencia, Historia de un viaje de seis semanas (Sabina, 2017), de Mary Shelley. Sonrío por el regalo inesperado, más aún al descubrir la dedicatoria de la primera página, que guardo en la memoria, y hojeo curiosa el contenido de sus apenas setenta y cinco páginas. Aquí están condensados los paisajes de Francia, Suiza, Alemania y Holanda de finales del siglo XIX. Dejo a un lado el libro y fijo la mirada en mi interlocutor.
[Salto temporal]
El libro vuelve a aparecer como por arte de magia encima de la mesa, en esta habitación falta de luz natural caída la tarde. Una breve introducción, de manos de Carmen Oliart Delgado, ayuda a entender el porqué de estos fragmentos de un diario de viajes, publicados por primera vez en 1817 y reeditados por la propia autora en 1840 y 1845. Con cierta sorpresa leo que Shelley utilizó como referente literario a su propia madre, la filósofa y escritora Mary Wollstonecraft (1759-1797), autora de A Vindication of the Rights of Men (1780), considerada una de las obras precursoras del ideario feminista. Mi sorpresa no es tanto por el desconocimiento de este hecho —que también— sino porque se afirme con todas sus letras que una mujer es «referente literario». Qué poco acostumbradas estamos, las mujeres, a ser protagonistas debido a nuestra producción creativa.
[Salto temporal, más lejano]
Hace años que Leer Lolita en Teherán (Quinteto, 2009) de Azar Nafisi, esperaba su turno de lectura. Una mudanza y unos meses de idas y venidas entre varias ciudades hicieron que su lectura se postergase. «Siempre he anhelado la seguridad de los sueños imposibles», anoté mientras intentaba entender cómo las mujeres (sobre)viven en un país como Irán, del que la autora se exilió definitivamente en 1995 cuando el régimen le obligó a usar velo en sus clases universitarias. Antes, le prohibieron enseñar literatura extranjera y por eso decidió reunir, en su propia casa, a un grupo de discípulas para contarles quién fue Vladimir Nabokov, Scott Fitzgerald y Jane Austen, entre otros. ¿Todavía hoy nos escondemos, las mujeres, para desempeñar actividades aparentemente tan banales como leer?
[Salto temporal, antes de ayer]
Paseo por Barcelona. Llueve. Busco refugio y acabo en La Virreina, en una sala con numerosas fotografías de mujeres. Es One Year Women’s Performance 2015-2016, el proyecto de la artista Raquel Friera, basado en la performance del artista taiwanés Tehching Hsieh. Ante mí, la atenta mirada de doce mujeres que constituyen una cierta figura femenina y colectiva de los problemas de la economía actual desde una perspectiva de género. Friera reflexiona acerca del trabajo doméstico y de cuidado que el sistema heteropatriarcal ha normalizado desde sus inicios, presentándolo como un «trabajo de mujeres», no remunerado, y que en muchos casos es el causante de la feminización de la pobreza.
Miro los rostros de Carol Webnberg, Claudia Murcia, Fina Aluja, Júlia Solé, Júlia Sánchez, Agustina Bassani, Gemma Molera, Aina Serra, Naia Roca, Lali Camos, Priscila de Castro y Francisca Duarte [escribe aquí tu nombre] y me pregunto si conseguiremos, las mujeres, una igualdad real, un reconocimiento, una conciliación, más respeto.
[Salto temporal, ahora]
Y me sigo preguntando, no sólo hoy 8 de marzo, Día Internacional en Defensa de los Derechos de las Mujeres, sino todos los días: ¿hasta cuándo?
Ilustración Leer el feminismo global, de la artista gráfica @veambe con motivo del Día Internacional de la Mujer.
(Foto sacada de: http://www.revistaarcadia.com/impresa/literatura/articulo/obra-juan-cardenas-escritor/41879)
Sentado en la banca de concreto, rodeado por el olor de romero, el biólogo sintió por fin que todo hervía en el mismo dibujo: las emociones y las ideas, los datos, los recuerdos del tío, un bebé con cara peluda, la prótesis de una pierna, una virgen abandonada en un nicho con forma de concha, el asesinato de su hermano, un hombre con cabeza de escarabajo, un monocultivo de edificios, la pasiflora, los ojos desorbitados del tío Remus, perdido en el tiempo zip-a-di-du-da. Todavía no entendía nada, pero la imagen viviente empezaba a cobrar forma. Quizás, pensó el biólogo, quizás es hora de ir a la casa vieja.
Juan Cárdenas, El diablo de las provincias, 2017, Madrid, Periférica.
La imagen completa, el cuadro entero no termina de aclararse en toda la novela. Se trata precisamente de un cuadro hirviendo, viviente. En la cita anterior está condensado el tráiler de una trama que no es más que eso: una colección de imágenes resbaladizas que reclama una unidad, una colección de especímenes naturales que no termina de llenar el paisaje infinito. La profundidad organizadora de la trama se esconde tras una materialidad densa, ese archivo de imágenes impenetrable, la naturaleza salvaje de Colombia en la que se gesta constantemente una tragedia insondable. Entonces la religión, las teorías de la conspiración, el recuerdo y hasta la justicia no son más que imágenes sueltas e infértiles en un todo saturado. Todo se mueve por la inercia material de los acontecimientos, una inercia que repite casi míticamente un mismo sacrificio hasta el infinito.
La última novela del escritor colombiano Juan Sebastián Cárdenas, El diablo de las provincias, trata de dibujar un enredo oscuro que palpita en la trágica de la cotidianidad colombiana. Entre religión, violencia, sexismo, nostalgia, naturaleza, explotación, amor y fracaso, la trama presenta un inventario de imágenes que se asemeja a la colección de un explorador botánico: ejemplares de flores salvajes y pasionarias, o bien pasiones en un contexto, la provincia colombiana, que está regido por sus propias leyes. El hombre pierde entonces cualquier tipo de voluntad, los acontecimientos se lo tragan como una planta carnívora, el botánico se vuelve parte de su inventario.
La novela relata la vuelta de un biólogo a su ciudad natal en Colombia en la que se ve confrontado no solamente con un pasado inconcluso sino con una sociedad que lo envuelve en una trama salvaje y que encarrila su vida en un nuevo rumbo. Sin otra alternativa comienza trabajando como profesor en un colegio para señoritas pero cumplirá, hasta donde le es posible, con el papel de un observador crítico de la sociedad donde las imágenes crean un mosaico ininteligible. La novela presenta entonces lo contrario a un Bildungsroman, el personaje principal no se desarrolla en absoluto, más bien va perdiendo sus características y se va difuminando en un estado primitivo, anterior. El personaje va perdiendo la cabeza, como Santa Bárbara y se da entonces el sacrificio. El personaje colectivo que, a las malas, se entrega a una maquinaria en la que este termina deshilachándose: la plantación, el mal, el diablo de las provincias.
Antes de tomar el fruto prohibido, aquel que da el conocimiento del bien y del mal, aquel que divide al hombre y a la mujer de la naturaleza, antes de la aparición de la primera vergüenza y del uso de las vestiduras, el paraíso es exactamente eso, un lugar repleto y saturado sin lugar para el sujeto. La toma del fruto prohibido es justamente el inicio de la voluntad humana y el forjamiento de las fronteras del mundo, el aquí y el allá; la posibilidad de acción, el inicio del libre albedrío. En la novela de Cárdenas la voluntad humana es descabezada, la posibilidad de reparación está clausurada, la vuelta al paraíso se da inevitablemente, como la vuelta a casa, pero de una forma inesperada, como la llegada al infierno.
La novela de Cárdenas es una obra para ser pensada. El lector siente inevitablemente que el lenguaje lírico que da forma a imágenes tan intensas, lo lleva a la búsqueda de un significado que se da en el horizonte como promesa. Tal vez se trate de la expresión por excelencia del hombre colombiano, aquel que percibe la tragedia como el germinar constante de frutos salvajes y se pregunta en total desolación por una razón para todo aquello. El colombiano en medio de aguas movedizas en las que cualquier intento de reparación no hace más que sumergirlo en la indiferencia homogénea de la arena. El colombiano que hace preguntas en un valle desolado; el colombiano con la cabeza volada de marihuana que no puede fijar el hilo que hala las imágenes. El colombiano que vive la realidad como una parábola sin solución, una historia sin trasfondo sobre machetes y niñas desangradas. El entendimiento se anula, solamente está allí la materialidad que arrastra con todo, el machete que marca el arado. Todo está allí, un lugar repleto y en ese lugar repleto hay que hacerse a un hogar, poner un techo, alzar paredes, habitar esa casa de la tragedia.
Parece que hablar de la patria estos días es peligroso. Si vives en Cataluña es ya demasiado recurrente. Pero este artículo, aunque sí tratará de Patria (Tusquets), la última novela de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), no quiero que trate de política. O no sólo eso.
Patria cayó en mis manos por casualidad mientras esperaba el vuelo que me traería de vuelta a casa tras varios meses de estancia en Bruselas. Vi la novela en el bolso que colgaba del hombro de una amiga y mi mente de pronto viajó otros tantos meses atrás, a la fecha de su publicación, en septiembre de 2016. En ese instante recordé que había leído alguna que otra crítica acerca de la grandiosa y extensa novela de Aramburu, que de nuevo se adentraba en el conflicto vasco, ahora sí para narrar los cuarenta años de fascistización de una sociedad impenetrable y hosca, anclada en el pasado, y cuyo deterioro moral contaminó hasta las propias instituciones del Estado.
Aramburu describe a lo largo un centenar de capítulos, pequeñas píldoras o casi breves cuentos aglutinados, el mundo de la lucha armada de ETA y el encarcelamiento de sus “héroes”, el sufrimiento eterno de sus víctimas y la invisibilidad y el ninguneo por parte de la Iglesia Católica y ciertos líderes políticos. La justificación de la violencia y las amenazas se erigen como sustento de una sociedad patriarcal en la que el máximo agente socializador es la “cuadrilla” de amigos del pueblo. Y también lo es la unidad familiar, en este caso custodiada por dos mujeres, Miren y Bittori, amigas inseparables desde la adolescencia, pero separadas por el conflicto. A través de sus voces, de sus hijos y de sus maridos también, Aramburu entabla una conversación entre generaciones: aquellos que no quieren mirar atrás sino idear un futuro alejado de la violencia; y los que no pueden olvidar todo el dolor y toda la muerte, y luchan por encontrar cierto sosiego.
Algunas frases escritas en primera persona se entremezclan con pasajes en estilo indirecto libre, confundiendo un tanto al lector hasta el punto de no saber quién cuenta qué, siempre desde ese tono personal y propio de Aramburu. El resultado estético de la obra parece apremiar al lector pero también al autor, que se decanta por unos diálogos lúcidos y expresivos a través de los cuales se profundiza en los submundos psicológicos de cada personaje: la dualidad de algunas expresiones, el uso alternado del castellano y el euskera, entre otros aspectos.
Hace algunas semanas, HBO España anunció que adaptaría la novela a la pequeña pantalla, a manos del productor independiente Aitor Gabilondo. Habrá que esperar a ver si en imágenes esta historia acongoja tanto como en palabras.
El cambio de dirección del Berliner Ensemble, uno de los teatros míticos de Berlín -fundado en 1949 por Bertolt Brecht- ha sido muy comentado en el mundillo cultureta de la capital alemana. Oliver Reese releva a Claus Peymann, octagenario que ya llevaba doce años en el cargo. Para ello, Reese apostó por abrir las puertas del teatro con Calígula, de Camus, con dirección escénica de Antú Romero Nunes.
Un título muy atrevido, que espero no sea agorero. En Calígula, Camus se pregunta por cómo podemos dirgir nuestras acciones si ya no hay ni Dios ni razón que nos guíen. Calígula, tras la muerte de su amante y hermana Drusila, ha pasado de ser un hombre tranquilo, bueno y comprensivo, a su opuesto: se convierte en un tirano que quiere controlar todo con su poder. Por eso pide lo imposible: la luna, la inmortalidad o la felicidad.
Lo que prima en la propuesta de Romero es la ironía. Los personajes son viejos diablos, payasos venidos a menos que, a lo largo de la obra, van descomponiendo sus disfraces (el vestuario, por cierto, está en manos de Victoria Behr). Caen pelucas, se manchan de sangre, rompen las vestiduras. Es decir, se caen los velos de la propia construcción de los personajes, que se sitúan en un punto intermedio entre la ficción del escenario y la realidad que se cuela en el texto. Es como si el vestuario y el maquillaje tratase de ocultar eso que denuncia Helicón: “[…] vosotros los virtuosos […] he visto que tenéis un aspecto repulsivo y un olor triste, el olor insulso de los que no han sufrido ni se han arriesgado nunca”.
La música adquiere un lugar fundamental para la división de actos y para la constitución de la escueta escenografía (Matthias Koch), que simula los tubos de un órgano. Visualmente, la potencia del órgano, que en la penumbra podrían pasar también por columnas romanas -devolviéndonos a la época en la que supuestamente sucede la historia, en el 41- deja a esos personajes diminutos (o que van disminuyendo) en una especie de desnudez. Es algo similar a la sensación de deslocalización y des-pertenencia (¡e incluso im-pertinencia!) cuando nos hacemos selfies frente al Partenón, donde aparte del edificio salen otros quince turistas en la misma posición ridícula que nosotros con nuestro móvil (sin selfie-stick). Pero en este caso, es como si los payasos hubieran sido expulsados de ese paraíso del pasado, de ese lugar del imperio, donde el poder conseguía todos sus caprichos. Ni el tirano Calígula ha conseguido parar la muerte de su amada: “¿Qué gano con una mano firme, de qué me sirve tan tremendo poder si no puedo cambiar el orden de las cosas, si no puedo hacer que se ponga el sol por el este, si no puedo evitar que haya tanto sufrimiento y que los seres mueran”. Tampoco podrá contener la suya, aunque en un acto de dignidad (fundamental en la construcción de la obra) al ser apuñalado al final de la obra, Calígula exclama “¡Aún estoy vivo!”. En el montaje de Romero Nunes, Calígula (Constanze Becker) dice la frase cuando ya ha caído el telón: solo su cabeza sobresale por entre las telas. De este modo, automáticamente, se abre la pregunta de si Calígula ha muerto (que es lo que queda detrás del telón, en la ficción) o si aún resiste (que es lo que queda delante, lo real). Este gesto, tan sencillo, parece que intenta homenajear al Camus que creía que la rebelión, incluso la personal, individual -que se sabe derrotada desde el principio- puede dar sentido a esa vida agotada sin dios y sin razón.
Pero, como les decía, la música es la que marca las divisiones entre actos. Y ese es justo el único punto débil de esta propuesta, delicadísima pese a lo toscas que parecen sus formas. Tres son los números musicales: En el primero, Calígula cantando -muy justo- el hit de Marlene Dietricht Wenn ich mir was wünschen dürfte. En el segundo, Drusila en un crucifijo -convirtiéndola así, a là Freud, en tótem y tabú- canta y se eleva. Por último, Calígula vestido de niña al estilo de las de El resplandor toca con una flauta dulce, de esas horrorosas del colegio, otro hit, esta vez de la música clásica, el Ave Maria que ya no se sabe si es de Gounoud, de Bach o de Sony. De este modo, abre el cuarto acto, que Camus pide de la siguiente manera: “Calígula con túnica corta de danzarina, con flores en la cabeza, aparece como sombra chinesca tras la cortina del fondo. Da algunos ridículos pasos de danza y se eclipsa. Inmediatamente después un guardia dice con voz solemne ‘el espectáculo ha terminado”. Si los califico de débiles es porque irrumpen violentamente en la obra y no terminan de encajar. Como si fuesen anuncios de la televisión en medio de un programa.
Pero esta debilidad no resta en absoluto la excelente interpretación de esos parias, de los nadies que dialogan con la angustia de Calgíula, que se convierte en la de ellos mismos. En esta versión de la obra, que fue escrita en 1938 y publicada en 1944, cuando Europa vivía uno de sus mayores traumas de los últimos años, parece que se pone en cuestión si aún tiene sentido preguntarse todo lo que aparece en ella y, sobre todo, la frase que enmarca buena parte del texto: la constatación de que “Los hombres mueren y no son felices”. Para mí, la otra gran cuestión, además, es el «todavía» de la última frase de la obra: ¿Cómo se está «todavía» vivo?
Las reflexiones de Camus, tan urgentes, las sitúa Romero en las voces de payasos, de seres que existen para hacer reír. Debe ser por eso de que toda broma tiene un momento de verdad.
Olivier Bordeaut ha conseguido un gran éxito en Francia con su primera novela Esperando a mister Bojangles (2016) cuyo aterrizaje en nuestro país este año está cosechando las mismas mieles de éxito. En este trabajo narra la historia de una peculiar familia con unas costumbres muy dispares a la par que disparatadas.
La banda sonora de la pareja protagonista la pone a diario Nina Simone con Mr. Bojangles y ellos bailan como si fuese la primera de sus locas noches. En aquella ocasión ella irrumpió como un elefante en una cacharrería con sus manías y excentricidades que él, George, estuvo encantado de seguir hasta el final. La madre es una mujer que adopta un nombre distinto cada día porque así es como la llama su marido. Ella constituye el núcleo de esta familia y su manera de ser es la que moldea su fabulosa vida, incluyendo la imaginación que posee, la cual es capaz de llevar al máximo extremo por el bienestar de todos.
Su hijo vive en un ambiente tan extraño a lo habitual, que se ve en la obligación de mentir constantemente: en el colegio para que crean que tiene una vida catalogada como normal y en casa para que consideren que su vida estudiantil es fantástica en todos los sentidos. A su alrededor revolotea un personaje con clase y adaptado a los cócteles y fiestas: una grulla cuyo nombre es Doña Superflua.
Todos viven en una casa donde hay celebraciones desde por la mañana hasta la mañana del día siguiente y los amigos abundan por las noches alrededor de cenas magníficas e hilarantes en las que se da rienda suelta a la bebida y al baile. Uno de los habituales de este ambiente es el gran amigo de la familia: el Crápula, un senador. Este es uno de los referentes del niño y en sus enseñanzas vitales le advierte sobre los ciclistas, por considerarles sospechosos por su aspecto cuando hacen deporte, así que hay que mantenerse alejados de ellos.
Como la familia tiene posibilidades económicas, tienen una segunda residencia en España y aquí nos topamos con típicos tópicos sobre la visión que puedan tener de nuestro país los foráneos y que es un tanto atemporal. Es precisamente en este país donde el autor nos refleja dos realidades muy diferentes y contrastantes en dos etapas distintas en la vida de estos personajes.
La historia está narrada desde el punto de vista inocente del niño pero también del de los padres y, dentro de esto, sobre todo del padre. En ellos nos amplían ese horizonte familiar para conocer la realidad completa que viven y cómo en determinadas circunstancias esas sonrisas y abrazos esconden mucho más por amor a su familia de lo que se pueda apreciar en un principio.
Además, Bordeaut aborda uno de los temas tabú que siguen existiendo en nuestra sociedad: las enfermedades mentales. Y lo hace a través del humor y de la ternura que se profesan cada uno de los miembros de esta entrañable historia. Todo lo que hacen es por amor y el niño así acaba entendiéndolo. Sin embargo, en este relato también tienen cabida la tragedia, la tristeza, la desesperación y la impotencia. Este escritor nos transmite la desesperanza arrolladora de querer ayudar a quien más amas pero no poder hacer prácticamente nada por esa persona por mucho que se intente.
Nos encontramos ante un libro que comienza con una alegría desbordante que te lleva a conocer la intimidad de una familia que decide vivir al margen de convenciones y normas. Utilizan sus propios códigos y readaptan su realidad por el beneficio común en un baile constante que poco a poco irá cesando para transportarnos a la cruda realidad vista desde el amor y la admiración del niño hacia sus padres, a quienes pretende que los demás también amen.
Llego un poco tarde, según los ritmos que nos marca la modernidad, a escribir estas letras. En marzo me llegaba un ejemplar de Cartas imaginarias, el último libro del escritor canario Bernardo Chevilly. Me pilló en un momento en el que no podía dedicarle la concentración que merece, y eso que el libro se lee en un suspiro. Ahora, por fin, siento que puedo poner algunas letras con sentido a las suyas, que lo tienen tanto. Ya me ha pasado en otras ocasiones, que no me adapto a los tiempos y comento libros cuando los descubro o cuando buenamente puedo. Es, también, una forma de resistencia a la supuesta «novedad» de las obras. Algún día veremos que no hay tal cosas como «novedad» en arte, pues entonces admitiríamos que Picasso es más «nuevo» que Goya. Eso solo pasa por cronología, y a mí la cronología me importa un bledo.
Cartas imaginarias (Editorial Renacimiento, 2017) es un libro que en realidad es tres. Contiene ilustraciones de Ginés Liébana, que hablan por sí solas, pequeños poemitas en el reverso de las ilustraciones (que ¡ojo!, no son mera anotación, sino que constituyen una carta por sí misma, donde Chevilly se desnuda un poco); y luego las cartas que dan nombre al texto. Son cartas que no existieron, pero que podrían haber existido o querríamos que existiesen. Chevilly hace un ejercicio de rebeldía, poniendo en boca de grandes autores de la cultura occidental experiencias, miedos, dudas y alegrías que los acercan a este lado de los seres normales y mortales. Es difícil hacer este ejercicio, pues se nos caerían mitos (y si algo somos es tendentes a la idolatría) y perdería su fuerza la absurda y común relación -que atufa romanticismo- entre lo extraordinario de las dotes artísticas con lo supuestamente extraordinario de la personalidad de estos seres. Es un desfile de humanidad, en el mejor sentido del término, lo que emanan estas cartas. Gente como Stravinsky, brahms, Debussy o Juan Ramón Jiménez se muestran como eso, como gente. Hay dos cosas que destacan: por un lado, algo que Benjamin consiguió con cartas reales en su texto Personajes alemanes:mostrar una «Alemania secreta» (como dice Vicente Valero). Chevilly lo hace con ficticias: abre un mundo subterráneo, una herida real en la historia de estos personajes. Lo segundo, en relación a lo primero, es que no son realmente cartas, sino microrrelatos. En una carta, Jacqueline Du Pré le escribe a Pablo Casals «La muerte es para usted un tránsito. Para mí, una liberación»: se condensa en esta frase el sufrimiento que vivió la virtuosa del cello cuando aparecieron los primeros síntomas de la esclerosis múltiple, que solo se irían (eso lo sabía) con la muerte. También el gesto de un Stravinsky viejo que escribe a Steve Reich y le dice que encuentra en su Come out un lugar donde volver a depositar su interés es significativo: solo algunos autores vieron (¡y se atrevieron a decirlo!) que algo de aquellas propuestas de las vanguardias no solo había sobrevivido, sino que venía dispuesto a cambiar todas las comodidades auditivas y visuales (la zona de confort, como dicen los modernos).
Cada carta es, por tanto, una puerta a otro mundo posible, donde esas cartas realmente hubiesen existido. Chevilly se sitúa así como un mero mensajero y editor de esos mundos posibles que él abre. Nos invita a pasar a la complejidad de cada una de sus frases que, como les digo, no tienen nada de mera anécdota, sino que recogen buena parte de lo que fue constitutivo en la vida de estos personajes ilustrísimos. El libro acaba con una referencia a la Carta a una desconocida de Zweig y así nos da una pista Chevilly de su pícaro objetivo: hacer de estos desconocidos, que creemos conocer bien porque nos deleitamos con sus obras, gente de carne y hueso, como nosotros, porque necesitamos ser algo de ellos (al menos, eso es lo que parece que el fondo hacemos cuando nos sumergimos en su legado cultural). Así que, en resumen, este texto sobre cómo lo imaginario está hecho de lo silenciado en lo real.
Decía que este libro se lee en un suspiro. No me entiendan mal: el suspiro al que hago referencia es de esos de las damas tipo Bovary, que condensan eternidades, o como los de los que comunican algo inenarrable de otro modo. Un suspiro que nos deja sin aliento.