Una invitación a dejar de esperar

Una invitación a dejar de esperar

Hace algunos meses escribí en estas mismas páginas, un artículo sobre el documental Demain (2015), dirigido y producido por la francesa Mélanie Laurent y su marido, el también cineasta Cyril Dion. Ahora, desde otra ciudad que nada se le asemeja a Barcelona, vuelvo sobre mis propias divagaciones para hablaros sobre el film, Qu’est-ce qu’on attend? (2016), de la francesa Marie-Monique Robin.

Desde principios de este mes, el documental puede verse en la mayoría de cines de Bruselas, incluida la sala independiente Vendôme, donde tuvo lugar la Avant-Première y en la que Robin se mostró más bien resuelta ante un público hastiado por el calor. A qué esperamos, preguntó como si la respuesta fuese obvia y, al mismo tiempo, ninguno supiese qué contestar. Así es como el documental interpela al espectador, tan sólo mostrando un modo de vida posible, una realidad que de hecho ya existe: la cerca de los 2200 habitantes de Ungersheim, un pequeño pueblo situado en la región francesa de Alsacia.

Ungersheim es una localidad denominada «en transición», esto es, en proceso de abandonar los recursos fósiles como el petróleo para reducir así la huella ecológica. Por ejemplo, con terrenos adquiridos por el ayuntamiento que ahora son huertos ecológicos y de reinserción social; con cooperativas y comedores que abastecen a varias localidades aumentando la empleabilidad local y el autoabastecimiento; con construcciones que respetan el medioambiente y en las que trabajan los propios vecinos, algunos ya jubilados; con una moneda local, los radis; y con jornadas de concienciación en la escuela, a la que los niños, por cierto, llegan cada día en coche de caballos. Éstas son algunas de las imágenes que se muestran en el documental cuyo protagonismo absoluto lo tienen sus vecinos y, en especial, su alcalde y promotor del proyecto, Jean-Claude Mensch.

El documental ha de entenderse como una carta de presentación, también como una invitación a unirse a este «movimiento» que aglutina ya a 460 localidades en todo el mundo. No obstante, se echa en falta una perspectiva crítica por parte de la periodista, quien se limita a filmar –en muchas ocasiones sin previo guión– el día a día de unos vecinos orgullosos con su nuevo estilo de vida. Pero, ¿cómo trasladar estas prácticas a otras localidades? ¿Es posible llevar a cabo estas medidas en grandes ciudades? Fueron preguntas como éstas las que llevaron a Marc de la Ménardière y Nathanael Coste a su particular aventura, a recorrer el mundo en busca de respuestas, a producir a su vuelta a Francia la película Enquête de Sens (2016).

Que en los últimos años el debate sobre el medioambiente y el cambio climático ha ido desplazándose de ciertos sectores afines al ecologismo hasta convertirse en tema de agenda de partidos políticos es un hecho esperanzador. Ahora bien, la Cumbre de París de 2015 fue un fracaso pese a que los medios la catalogaran como el gran «acuerdo histórico» sobre el medioambiente, lo cual explica también por qué el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ahora parece querer salirse del grupo. Y es que ya no se trata tanto de buscar posibles soluciones a los problemas actuales –entre otros motivos porque algunos de los cambios experimentados por el planeta ya no tienen marcha atrás– sino de interrogarse acerca de por qué no los ponemos en práctica. De la importancia de la cohesión social y de los movimientos colectivos, pero también de la necesidad de un cambio de paradigma en el que los valores de sostenibilidad primen más allá del rendimiento económico, versan todas estas producciones cinematográficas. De lo que vendrá en un futuro si no aprendemos de nuestro presente.

Espiritualidad coral en el siglo XX: De Mompou a Britten

Espiritualidad coral en el siglo XX: De Mompou a Britten

Por su carácter colectivo, el canto coral es el vehículo ideal para la música con inclinación espiritual, como demostró el Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana en el concierto titulado Espiritualidad coral en el siglo XX: De Mompou a Britten. La cuidada elección de las obras recorría diversas nociones de espiritualidad: en Mompou y Britten encontramos textos de origen religioso (aunque como veremos luego, se trata de una visión muy particular de la religión, por lo menos en el caso de Benjamin Britten), mientras que Ralph Vaughan Williams y Veljo Tormis dan voz a la espiritualidad secular del pueblo, con textos populares el primero y una selección de textos con gran carga simbólica de Fernando Pessoa el segundo. La propuesta era original y arriesgada, y, precisamente por ello, junto con la excelente calidad de la interpretación, el breve concierto de domingo por la mañana en la sala pequeña del Palau se convirtió en una de las experiencias más estimulantes de toda la temporada. Es una lástima que la sala estuviera tan vacía y que (seguramente a consecuencia de ello) la respuesta del público fuera más bien tímida. Tanto la propuesta como el resultado merecían una sala llena y una recepción entusiasta. A continuación intentaremos explicar el porqué. (más…)

La OBC cierra la temporada: la lección de Joaquín Achúcarro y algunas reflexiones sobre como diseñar un programa

La OBC cierra la temporada: la lección de Joaquín Achúcarro y algunas reflexiones sobre como diseñar un programa

Gustav Mahler es uno de los compositores más interpretados en los cierres de temporada de la OBC, y aunque quizás el austríaco tiene otras sinfonías más imponentes para este menester, Kazushi Ono escogió la que seguramente sea la más popular para el programa número 24 de la orquesta. La «modesta» duración de la Titán ha motivado de nuevo un programa sin coherencia aparente, siguiendo el típico esquema de obra de calentamiento y/o compromiso (Cuadro de presencia, de Fabià Santcovsky), obra con solista (concierto para piano nº20 de Mozart) y para acabar obra de lucimiento para la orquesta (Primera sinfonía de Mahler). (más…)

Don Carlo, o el reto de cantar Verdi

Don Carlo, o el reto de cantar Verdi

Hay óperas que suponen un reto mayúsculo para quienes se decidan a representarlas, incluso si se trata de un teatro del prestigio de la Royal Opera House de Londres. Don Carlo, de Verdi, es una de ellas, con un reparto que requiere seis cantantes excepcionales -soprano, mezzosoprano, tenor, barítono y dos bajos- y un director musical capaz tanto de controlar los complejos números de conjunto como de extraer todo el jugo a una de las mejores partes orquestales del compositor de Busseto. Que a pocos días de la primera función se anuncie la baja de dos de los principales nombres del atractivo reparto (Stoyanova y Tézier) es un golpe duro. Sin embargo, la ROH logró solventarlo con dos excelentes repuestos de última hora: la soprano Kristin Lewis y el barítono Christopher Pohl. (más…)

Como no sucumbir al sueño en el teatro

Como no sucumbir al sueño en el teatro

Portada de la obra «Gerard Richter, une pièce pour le théâtre», del artista Mårten Spångberg

Aquel jueves de mayo amenazaba lluvia, como muchas otras tardes en esta ciudad. Era, por tanto, el día idóneo para acudir al teatro de la rue de Laeken, cuya sala principal acoge desde la edición 2006-2007 el Kunstenfestivaldesarts, el festival internacional dedicado a la creación contemporánea que llena salas y espacios de Bruselas. Con las entradas ya en la mano, releí el título de la obra elegida, un tanto al azar: Gerhard Richter, une pièce pour le théâtre, del artista sueco Mårten Spångberg. Mi acompañante se encogió de hombros también ante el desconocimiento del “chico malo” de la danza contemporánea, como lo definieron en un artículo de The Guardian en julio de 2003. Con algo de retraso, se apagaron las luces y el espectáculo comenzó.

Y siguió comenzando trascurrida más de una hora, pues la sensación de permanecer siempre en el punto inicial de la obra hizo que el público no tardase en toser repentinamente, retorcerse en la butaca hasta acabar por escabullirse de aquel tormento, dejando la sala medio vacía. Me incluyo en el grupo de espectadores aturdidos y aburridos que salieron de allí sin comprender qué estaba sucediendo, sin apenas escuchar el discurso monótono de los bailarines, que movían sus cuerpos en secuencias repetitivas de pasos, de un ir y venir de ninguna lado a cualquier otra parte. Ignoro si quienes aguantaron heroicamente la segunda mitad de la obra lo hicieron por respeto o por ignorancia. O por ambas.

De regreso a casa, algo contrariada y desilusionada, pensé en el libro que esperaba en mi escritorio desde hacía algunas semanas. Aquella noche comencé La civilización del espectáculo, el ensayo del escritor peruano Mario Vargas Llosa, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 2010. Quizás esperaba encontrar una respuesta a la pregunta que da título a este artículo o más bien una explicación a por qué, de unos años a esta parte, hemos dejado de reconocer el arte. “La cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestro días a punto de desaparecer”, sentencia Vargas Llosa a lo largo de un escrito que destila melancolía y también derrota. La banalización de las artes -y en concreto de la literatura-, el desprestigio del periodismo y la frivolidad de la vida política han desfigurado la noción de cultura que hasta nuestros días nos servía de faro, auspiciando así la mediocridad y convirtiendo cada expresión artística en mero entretenimiento.

Según el autor, quien parte de la obra Notes Towards the Definition of Culture, publicada en 1948 por T.S. Eliot y de la posterior reinterpretación que elaboró George Steiner en 1971, son muchos los aspectos que han conducido a nuestra sociedad a esta deploración de la cultura: desde la laicicidad del Estado de Derecho que ha separado la religión de la vida cotidiana de los ciudadanos hasta la casi desaparición de la figura del intelectual propia del siglo XX, pasando por la distorsiones políticas y los juegos de poder, así como la sexualidad y la pérdida del erotismo. La relatividad se impone como eje vertebrador de las experiencias humanas y, por tanto, artísticas.

En una sociedad hiperconectada y acelerada como lo es la nuestra, la perdurabilidad de las obras de arte acaba por difuminarse, aspirando a la obtención de un producto cultural, capaz de aplacar momentáneamente las ansías del saber. Un libro que se olvidará y que se leyó sin demasiado esfuerzo, un retrato que ya no se sabe a quién perteneció, una interpretación despojada de sentido y virtuosismo. Quizás hasta un artículo repleto de dudas y sin solución.