El pasado 18 de marzo se dieron cita en la Haus der Berliner Festspiele, bajo el abrigo del esperado Maerzmusik, dos mentes tan dispares como complementarias. La angustia existencial, la reclusión en su faceta más exasperante y los más lóbregos psicogramas sonoros de la sociedad moderna fueron los temas de la noche. El neoyorquino y minimalista experimental Charlemagne Palestine y la cantante y compositora Eva Reiter conformaron juntos un programa intenso que invitaba a la introspección, haciéndonos recorrer algunos senderos incómodos de nuestro universo emocional y mostrando los matices más imprevisibles de algunos de ellos. La propuesta, a riesgo de desembocar en una cierta monotonía, resultó lo suficientemente heterogénea como para provocar momentos de risas nerviosas y algunos silencios incómodos, algo que ciertamente no todos los espectáculos hoy consiguen ofrecer.
La primera parte del programa la protagonizó la proyección de Island Song y Island Monologue, dos vídeos de Charlemagne Palestine filmados en 1976 en la isla de Saint Pierre, en la costa de Terranova. El autor, una de las figuras de vanguardia norteamericana más controvertidas de los setenta, exploró desde sus comienzos los límites de la repetición radical y del concepto performativo del hecho musical. Su obra, de origen profundamente interdisciplinar, abarca desde experimentos con esculturas cinéticas luminosas hasta improvisaciones al piano y al órgano. En Island Song, tras colocar una cámara sobre su moto, Palestine nosmuestra un recorrido a lo largo de la pequeña isla mientras murmura incesante algunas frases que aumentan la sensación de impotencia. Estas coletillas, que van desde el ánimo del comienzo “Ok, here…” hasta el último y desesperado “Gotta get outta here!”, se intercalan con largos cantos llanos en forma de lamentos que se mezclan con el sonido del motor. Lo cómico que pudiera tener el hecho de que alguien intente escapar de una isla con su moto es pronto ensombrecido por el obsesivo plano de la cámara, siempre enfocado hacia dentro de la isla y hacia la carretera, creando una especie de claustrofobia aumentada por la borrosa calidad de la imagen. El silencio del plano final, con la moto haciendo vanos intentos por adentrarse en el mar, cierra ese círculo de aislamiento y asienta el sabor amargo de la impotencia.
Con Island Monologue la representación de ese estado emocional va más allá e incide en sus matices más enfermizos. Palestine, esta vez cámara en mano, recorre la costa en medio de la noche, atravesando las capas de bruma y huyendo de las voces y luces de coches que encuentra a su paso. El discurso se enriquece con susurrantes “I want to get out of my mind” y refuerza la sensación de angustia con el sinsentido y desconexión entre las frases y la ausencia de un objetivo claro. Al acercarse al faro del puerto creyendo encontrar en el la liberación, la intensidad se desinfla gradualmente, aunque al final su luminosidad solo parezca ser una solución provisional. Después de estas dos proyecciones, y sin apenas espacio para un respiro, el telón abrió paso directamente a la segunda parte del programa: Lichtenberg Figures de Eva Reiter.
El espectáculo de luces y escenografía de Nico de Rooij y Djana Covic aumentó elcontraste con la propuesta anterior. El escenario de plataformas luminosas que albergaba a los doce músicos unido a los efectos de humo y el amplio uso de la electrónica se sumaban en un despliegue de medios que pocas veces encontramos fuera de otros círculos musicales más populares. La rebeldía de la puesta en escena casaba a la perfección con la obra de Reiter, que interpretaba también el papel de voz solista. Sobre algunos sonetos del libro Lichtenberg Figures del poeta estadounidense Ben Lerner, la compositora presentó un mundo sonoro descarnado, con momentos de densidad casi impenetrable y de una gama tímbrica exhuberante. La elección de los textos de Lerner, uno de los representantes más importantes de la poesía postmoderna, ya era razón suficiente para suponer lo estimulante de esta segunda parte y sobretodo para confirmar la lógica de la línea temática de la noche. El universo de la poesía de Lerner, cuyos textos fueron proyectados sobre el escenario, van desde la violencia autobiográfica y la crítica a la sociedad estadounidense hasta las referencias satíricas la jerga de internet o a las comedias más escatológicas.
En su versión musical de Lichtenberg Figures, estructurada en siete canciones que corresponden a siete sonetos, Eva Reiter juega con la contraposición entre texturas de extrema densidad y otras de intimismo un tanto perturbado. Gran parte de los momentos más genuinos se encuentran en los intermezzos instrumentales situados entre cada una de las Songs, donde la compositora despliega su creatividad en el uso de modernos altavoces de juguete o haciendo girar los grandes altavoces de antiguos tocadiscos. Los recursos vocales empleados por Reiter, muchos de ellos también típicos de otros círculos musicales, refuerzan el eclecticismo del conjunto, que emplea sin complejos cualquier medio acústico y electrónico. Quizás en ocasiones, sobretodo en las tres últimas canciones, la obra se resiente por saturación, y es que da la sensación de que la pausa que puede tomarse el lector entre la lectura de varios sonetos de Lerner es aquí necesariamente obviada. Algunos de los contrastes que al comienzo resultan más efectivos se convierten sin embargo, a pesar de los frescos intermezzos, en algo planos y repetitivos casi al final de la obra. La genial interpretación a cargo del ensemble Ictus, bajo la dirección de Georges- Elie Octors, destacó por su precisión y energía, sobretodo el flautista Michael Schmid y el percusionista Gerrit Nulens que no pudo apenas sentarse al frente de la batería.
Después de semejante programa cualquier miembro del público podría preguntarse si esa noche encontraría algún hueco en la mente para imágenes apacibles antes de dormir o algún rincón emocional que transmitiera una tierna y transparente seguridad. En efecto, los que buscaban eso podían haberse quedado en casa, aunque por las reacciones deduzco que a la mayoría le gustó bucear en esos ecosistemas del mundo interior y además, dicho sea de paso, empleando “sustancias” totalmente legales.
Hay una pregunta que recorre, como un fantasma, las consciencias de todos los programadores de música y, también a los gerentes orquestas y salas de música -clásica: ¿cómo hacer para atraer “nuevos públicos” -sea lo que sea eso- y cómo motivar a la gente joven a que escuche este repertorio? Muchos, en los últimos años, apuestan por la moficiación de formatos: renovarse o morir.
Y en este contexto cabría entender la atrevidísima propuesta de Vox Harmónica que presentaban el pasado 12 de marzo en el Teatro Maldá, el “Cabaret Monteverdi”. Teniendo como hilo conductor un bar de copas y cocktails, los perfiles de tinder o gayromeo como nuevas formas de ligoteo y mucho desparpajo, el sexteto nos ofreció una nueva imagen de Monteverdi. O, quizá, no es nueva en absoluto, sino que hace que el trasfondo de la música de Monteverdi de repente nos siga diciendo cosas a nuestra época. La creencia de que su música es algo “bonito”, “relajante”, etc. le hace un flaco favor a la potencia de la descripción -con sus medios- de la sensualidad, el complejísimo mundo emocional y el amor no necesariamente puro e impoluto, sino atravesado por la carne. Ariadna, Orfeo, Neptuno o Euridice eran, de repente, perfiles de redes sociales de ligoteo y exploraban sus personalidades a través de la música. Se tocaban, se seducían, exploraban su deseo. Y funcionaba maravillosamente bien. Por ejemplo, el Puor ti miro, uno de los hits de Monteverdi -donde el “sí, sí, sí” no es, precisamente, algo casto, sino con mucha probabilidad la expresión del orgasmo-, que casi siempre es cantado como una especie de balada renacentista, aquí se tomó en serio ese lado carnal de la música, a veces en exceso espiritualizada y alejada de su origen, que es lo más terrenal. Es, desde luego, un Monteverdi más fiel que algunas de las versiones más mojigatas del asunto -se nos olvida, muchas veces, que la moral tan rígida en materia amorosa es algo posterior y, especialmente, marcada por nuestro concepto de amor romántico decimonónico- pero no apto para aquellos que esperan un concierto de gente seria y vestidos con frac. Aquí, Monteverdi se canta en vaqueros y con pinta de hipster. Porque es la forma de hacer que la música -en general- no quede como algo petrificado, como algo muerto, sino que tenga algo que decir al presente. Por eso, para los más escépticos: no, no hubo una banalización de Monteverdi. Más bien todo lo contrario. Su gesto de irreverencia, quizá, de con la clave de lo que esconde su música y la protege, precisamente, de aquellos que se creen guardianes de lo que ella tiene de falsamente inmaculado.
Y todo esto, sin perder un ápice de calidad musical. Vox Harmónica lo formaban, para este proyecto, Anaïs Oliveras, soprano, Eulàlia Fantova, mezzosoprano, Mariona Llobera, alto, Carles Prat, tenor, Antonio Fajardo, bajo y Edwin García, tiorba. Destaco, especialmente, el trabajo de Anaïs Oliverdas, con un vibrato delicadísimo y una deliciosa conducción de voces; y la labor de Antonio Fajardo, que demostró grandes dotes para el teatro que, unida a su potencia vocal, hacían de sus personajes algo hipnótico
Esta propuesta es un revulsivo. No sólo revisa la música de Monteverdi, sino que hace una pregunta para todos los que estamos en el mundo de la música sobre la dirección que deben tomar los conciertos. Los músicos interactuaban con el público, invitaban a una copa de cava al empezar -para hacernos sentir dentro del ambiente del bar donde sucedía la escena-, reían, bailaban: se divertían tanto que nos lo transmitieron y tuvieron a todo el público sonriendo de principio a fin. Esto de sonreír en un concierto es algo que se nos olvida a veces en los entornos habituales de clásica, donde parece que el músico, como un funcionario de turno, va, toca y se va, tratando en la medida de lo posible de darle a aquello un hálito de seriedad suprema que siga alimentando la idea de que la música clásica es complejísima, dificilísima, y que sólo se abre para algunos agraciados -algo que no siempre coincide con los que pueden pagar la entrada-.
¡Aire fresco, eso es lo que ha traído el Club Monteverdi al abrir sus puertas! ¡Chin chin!
Almudena Gonzalez Vega, flauta
Miriam Félix, violoncello.
Núria Andorrà, percusión.
Agustín Fernández, piano expandido.
Ferran Conangla, diseño de sonido.
El pasado 22 de febrero se estrenó Frec3, una obra que continúa explorando la fricción, al igual que sus sucesoras Frec (2013) y Frec 2 (2016) y que refortalecen la relación creativa entre Agustín Fernandez y Hèctor Parra. La fricción puede referir, en general, al contacto estrecho entre dos cuerpos, pero también al “restregar”, esto es que esos dos cuerpos se froten. En este sentido, esta obra aporta un catálogo nutrido de las posibilidades de la fricción, pero no tanto -aunque también- en el sentido literal del tacto sobre los instrumentos, sino la fricción de cuerpos sonoros. La cuestión que se abre aquí, claro, es la de cómo fricciona lo no matérico, lo que no tiene extensión ni es sólido, como parece que le sucede al sonido. Es un desplazamiento del concepto de “materia” hacia el de “material”. Por eso, aparte de frotar y explorar las posibilidades de los objetos-instrumento, también se trabajaba la fricción posible de lo que ocupa el espacio, como el aire: eso era cómo estaba trabajada la flauta o la articulación de la voz: el intento de solidificar el aire.
Hèctor Parra explicando su obra antes de comenzar el concierto
La obra se dividía acústicamente en tres partes. La primera de ellas consistía en el catálogo de fricciones sonoras, donde convivía la violencia, la detención, la expansión y la ralentización. A veces la obra se construía mediante su conversión en el gesto duro; otras, se trataba de una la exploración intimista, colorista, de puntos; otras, el protagonismo era para el despliegue, como si escuchásemos a cámara lenta. Fue especialmente brillante la relación entre la percusión y el piano, que solían ser los protagonistas de la fricción violenta. La segunda parte, se encargaba de la fricción ondulatoria. Sucedía algo así como una espacialización de la estructura de los trinos y se exploraba, de forma extendida, la posibilidad de la microondulación. Si bien, en la primera parte, el protagonismo había sido más el sonido seco, cortante, aquí el interés se concentraba mucho más en la renuncia a lo seco para pensar la unión. La tercera parte nos sacaba del mundo sonoro anterior hacia algo más melódico, con intervalos definidos y trabajo melódico que dejaban esa cercanía a lo matérico lejos. Ésta fue, a mi juicio, la parte más forzada, una suerte de renuncia a todo lo anteriormente construido. Aunque, al mismo tiempo, creaba un curioso contraste entre el inicio y el final de la pieza: ésta comienza con una fricción pequeña, íntima, por parte de Agustín Fernández, el pianista, frente a un micrófono, con la misma fascinación con la que los artistas trabajan en sus piezas con sonidos que buscan el ASMR, como Neele Hülcker. Termina con la saturación sonora, un gran tutti que queda engullido por la resonancia de los platillos: el paso paulatino de lo mínimo a lo grande, lo extendido, lo que no deja tregua a que eso mínimo tenga, de nuevo, espacio.
El piano, que era el único instrumento que permanece fiel en las tres Frec, potenció su labor gracias a la percusión y a la flauta, que cuando abandonaba todo atisbo melódico dejó un gran trabajo de efectos sin caer en la mera fascinación o fetichismo del efectismo. No obstante, el cello trabajó con una paleta estrecha de fricciones, que lo situaban en clara distancia sonora con el resto.
Frec 3 es una obra fresca, que abre muchos mundos posibles a explorar. El primero de ellos, el de la recuperación del contacto, de lo matérico. Una especie de traducción en términos sonoros de aquello que nos contaba Valèry de que lo más profundo es la piel.
Fotografía con copyright de F. Heras tomada de aquí
Miguel Delibes es una de las plumas más destacadas del siglo XX español y, quizá, el gran icono literario de las tierras vallisoletanas. No se puede negar que el novelista legó importantes obras a la literatura: con El camino (1950) recorrimos la Cantabria rural junto a Daniel El Mochuelo, descubriendo el valor de la amistad y el fin de la infancia con las primeras experiencias relativas a la muerte; Quico, El príncipe destronado (1973), nos enseñó a entender los sentimientos de un niño en la vida cotidiana de una familia española de la posguerra; en El hereje (1998), Cipriano Salcedo nos hizo revivir el Valladolid de principios del siglo XVI bajo el reinado de Carlos V y en el contexto de la Reforma Protestante.
Las novelas de Delibes le merecieron casi todos los premios importantes de la literatura española, desde el Premio Nadal y el Premio Nacional de Narrativa (que ganó en dos ocasiones), hasta el Premio Miguel de Cervantes y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Le faltó, para algunos inconformes, el Premio Nobel.
Con Nobel o sin él, su calidad literaria es ejemplar y, por ello, la Biblioteca Nacional de España rinde ahora homenaje a este autor y a una de sus novelas más emblemáticas, Cinco horas con Mario (1966). Del 7 de febrero al 2 de mayo de este año se podrá visitar en la sede de la BNE una exposición dedicada a dicha novela como parte de las actividades programadas desde el año pasado por el 50° aniversario de su publicación. Cinco horas son las que pasó con Mario Carmen Sotillo, su mujer, la noche de su velatorio, y cincuenta años son los que ha pasado ya Mario en la cumbre de la literatura española.
Las noticias de la efeméride y de la exposición me hacen recordar la novela, la historia de Mario, las palaras de Carmen y, por supuesto, a Lola. Porque Carmen Sotillo es y será siempre para el público español aficionado a la obra de Delibes, Lola Herrera. Nuestra querida Lola ha pasado con Mario más horas que nadie, podría ser que más horas incluso que el propio Miguel Delibes. Lola lleva interpretando el papel de Carmen desde hace más de treinta y cinco años (aunque no sea una misma puesta ininterrumpida, pocos actores en el mundo han interpretado en tantas ocasiones y durante tantos años a un mismo personaje).
Recuerdo haber visto en el teatro Cinco horas con Mario (y con Lola) hace ya varios años y recuerdo cómo Carmen, mi Carmen Sotillo, la que recreé en mi imaginación al leer la novela, tuvo un antes y un después, después de Lola. Al leer la novela Carmen me cayó mal; era para mí una mujer egoísta y frívola que reprochaba a Mario sus respetables principios (hay interpretaciones para todos los gustos sobre las virtudes –o no– de Mario y el descuido –o no– con el que se ocupaba de su vida marital); pero después de su reencarnación en Lola, después de ponerle voz y rostro, Carmen tomó otro cariz, uno más humano, más comprensible, menos reprobable. Resultó que Carmen, con todos sus defectos, era de carne y hueso, era humana, sentía, y aunque yo no compartía su visión de la vida, ya no podía censurarla sin más.
Cinco horas con Mario es una crítica social a la burguesía española de los años 60, pero más allá de esta importante y aguda crítica, la obra representa la necesidad de la reflexión personal, de una reflexión que parece que Carmen no podría haber hecho con Mario en vida. Sólo como consecuencia de la muerte de su marido, llega para Carmen el momento de enfrentarse a una necesaria meditación, visceral y de reproche al comienzo, y algo más cabal y autocrítica conforme pasan las horas.
El monólogo (monodiálogo en términos unamunianos) reflexivo en el que se enfrasca Carmen le es necesario para percatarse de los errores de la visión que sostiene sobre su matrimonio, su familia y su vida. Ese diálogo con uno mismo, esa reflexión, es la que necesitaba hacer también la sociedad burguesa española de la época y es la que necesitamos, más aún, hoy nosotros, nuestra sociedad: una reflexión seria y franca (a ser posible sin esperar a tener el cadáver de un ser querido ante nosotros) sobre nuestras aspiraciones, expectativas, frustraciones y valores, para devolverle a cada uno de estos aspectos la dimensión que le corresponde.
Por lo pronto (y en lo que nos animamos a la reflexión) queda abierta la exposición para ir a pasar, si no cinco horas, al menos sí un rato con Mario y con Delibes.
¡Las hierbas! Se cayeron las estatuas al abrirse la gran puerta. ¡¡Las hierbas!!
Federico García Lorca
Este documental relata el proceso de creación de uno de los discos que revolucionó el panorama musical en los años 90. Imagínense un cantaor flamenco acompañado de una banda neo-punk cantando versos de Federico García Lorca con melodías de Leonard Cohen.
En su nacimiento el proyecto se situaba en esa fina línea entre la incomprensibilidad y la genialidad, Enrique Morente y Lagartija Nick se embarcaron en una fusión muy arriesgada para la época que les llevaría de Granada a Manhattan.
El disco fue grabado en Armilla, una pequeña localidad cerca de Granada. Allí los ritmos de bulerías tocados con batería mientras guitarras eléctricas y flamencas lo acompañaban, podían transportar a cualquiera al mismísimo Sacromonte donde la rutina era una ruina y la única salvación tenía un sonido cuasi ditirámbico.
A lo largo del documental se puede apreciar que muchas veces ni ellos mismos eran conscientes de lo que estaba pasando en esa sala, pero aún así mantenían una fe ciega en el proyecto. La fusión que se hizo en Omega no fue bien recibida en los pequeños círculos del flamenco los cuales defendían que eso era simplemente ruido y un insulto para lo que el flamenco significaba, sin embargo tuvo una gran acogida en otros sectores de la población. En aquél momento se estaba viviendo un punto de inflexión en la ciudad de Granada y más concretamente en la cultura del flamenco, éste se había fusionado con un género audible y comprensible para la gran mayoría de la población, el rock, acercando al pueblo lo que es del pueblo y lo que le corresponde: su espíritu
Indudablemente este movimiento ya fue iniciado por Paco de Lucía y Camarón, aunque a mi modo de ver Omega significó una ruptura con todo lo anterior tal y como había sido conocido. Dijo Camarón en una entrevista que flamenco solo hay uno: el que se siente, y partiendo de eso hay diferentes palos: alegrías, bulerías etc. Entonces, si el flamenco se caracteriza por el sentimiento podríamos ver Omega como la exaltación del mismo.
En el documental se puede disfrutar de contenido audiovisual inédito que se conserva de la época, así como testimonios actuales de los que vivieron y compartieron aquel momento: Estrella Morente, Tomatito, Alberto Manzano, Laura García Lorca (sobrina del poeta y presidenta de la fundación), Leonard Cohen, Antonio Arias y Lee Renaldo.
Tal y como su nombre vaticinaba este proyecto fue el principio del fin, hubo intentos desesperados por retomar la vereda que había sido abierta pero nada estuvo a la altura de Omega. A lo mejor su poco reconocimiento se deba a que fueron unos adelantados a su época, o que simplemente fueron unos locos jugando como niños con los sonidos.