por Elio Ronco Bonvehí | Oct 31, 2017 | Críticas, Música |
El nombramiento de Simon Halsey como director del Orfeó Català ha tenido una repercusión claramente positiva en la calidad de los conciertos de la formación coral y en su proyección internacional. Es más que probable que Halsey -también director del London Symphony Chorus- haya ayudado a que el Orfeó participara en los Gurrelieder, que este verano se interpretaron en los BBC Proms, uno de los eventos más esperados del festival londinense que suponía además el debut de Simon Rattle como nuevo director titular de la London Symphony Orchestra.
La inauguración de la temporada del Orfeó Català ha reforzado de nuevo este vínculo internacional, con el estreno europeo de Considering Matthew Shepard, del estadounidense Craig Hella Johnson. Se trata de una desgarradora cantata-musical escenificada que cuenta la historia de Matthew Shepard, un joven homosexual de Wyoming que fue secuestrado, torturado y asesinado en 1998. La reacción pública, con numerosas manifestaciones de carácter homófobo, así como el hecho que la legislación no permitia considerar el crimen como delito de odio, desató una polémica que puso en evidencia el desamparo de la comunidad LGBT.
La partitura de Hella Johnson es una de las múltiples reacciones artísticas que surgieron para condenar el crimen y mantener viva la memoria de Shepard. Y lo hace desde una perspectiva positiva, apostando por la tolerancia y el amor como armas contra el odio, con un libreto especialmente conmovedor que empieza glosando el carácter amable y las esperanzas de un «joven ordinario, que vive días ordinarios en una vida ordinaria que vale mucho la pena vivir«. Musicalmente pretende ser una «pasión moderna», con una sección central claramente inspirada en esa tradición coral, con la participación de un bajo-barítono solista y con referencias explícitas a la crucificción. Junto a estas referencias a Bach (además de la parte central, la obra empieza y acaba con el preludio n.1 del Clave bien Temperado intepretado al piano) la partitura contiene alusiones a distintos generos como el musical (Matthew es interpretado por un tenor, con ciertas similitudes con la música del joven Lloyd Webber, especialmente su Joseph), el gospel o el bluegrass. El resultado musical es un pastiche que no contiene aportaciones demasiado relevantes en cuanto a forma o lenguaje, pero que cumple perfectamente su función expresiva.
La obra es exigente en cuanto a efectivos. Además de un gran coro requiere numerosos solistas (soprano, mezzosoprano, tenor, bajo-barítono, tenor pop, mezzo jazz, y varios solistas del coro) e instrumentistas (clarinete, violín, viola, violoncelo, contrabajo, piano, percusión y guitarra). Los tres coros de la casa (Orfeó Català, Cor Jove de l’Orfeó Català y Cor de Noies de l’Orfeó Català) fueron los grandes protagonistas de una obra principalmente coral, y deslumbraron con su sólida interpretación, luciendo un sonido compacto y trabajado que augura grandes resultados en lo que sigue de temporada. Como solistas destacaron especialmente Marta Mathéu y Joan Martín-Royo, así como la siempre espléndida Big Mama Montse. El reducido grupo instrumental logró una presencia sonora equiparable a una orquesta gracias a la amplificación, siguiendo el método usado en los musicales. Por suerte, la amplificación estaba mucho más cuidada que en Broadway o el West End londinense (donde últimamente parece que la calidad del sonido ya no es necesaria para justificar los abusivos precios), y pudimos disfrutar de la música sin distorsiones. Merece una mención a parte la cellista Laia Puig, para quien la partitura reservaba numerosas intervenciones solistas.
Considering Matthew Shepard en el Palau de la Música de Barcelona. Los coros del Orfeó Català ocuparon el grueso del escenario y las galerias del órgano. En el lateral derecho se pueden ver los integrantes del conjunto instrumental, y a la derecha los solistas vocales sentados alrededor de una mesa, en la que unos técnicos manipulan y graban en directo las imágenes que se proyectan. Vemos en la pantalla la figurilla de juguete que representaba a Matthew. Foto: Lorenzo di Nozzi.
A parte de la excelente interpretación y la vibrante dirección de Simon Halsey, otro de los grandes aciertos fue la puesta en escena de La Brutal. Impactante pero sin sensacionalismos, transmitió con delicadeza y sensibilidad la dureza de la historia. El protagonismo escénico era de los coros y los instrumentistas, tanto por cuestiones prácticas (apenas sobraba sitio en el escenario del Palau) como por la estructura de cantata de la partitura. Los solistas vocales se encontraban reunidos alrededor de una mesa, a la izquierda del director, como si se tratara de un grupo de apoyo que compartia sus experiencias sobre el terrible crimen. Por último, por encima de todos ellos una pantalla mostraba en imágenes lo que el texto contaba. Lo interesante es que esas imágenes eran una grabación en directo de figuras de juguete manipuladas desde el escenario. El encuentro de Matthew con sus agresores en un bar se nos mostraba de esta forma en la pantalla, igual que su secuestro, hasta llegar a la turbadora imagen de la figurilla de Matthew tumbada en el suelo en un charco rojo, frente a la valla a la que estubo atado durante horas mientras se desangraba. Era una imagen necesaria, la obra no tiene sentido sin ella, pero la solución escénica permitió transmitir su dureza sin caer en el mal gusto.
En definitiva, Considering Matthew Shepard es una obra que pone de manifiesto el papel fundamental que debe tener el arte en nuestra sociedad. Los documentales, los reportajes, incluso las crudas imágenes que llenan los telediarios, son solo frios testimonios de los hechos. El arte, ya sea mediante la literatura, la poesía, el cine o la música, permite que el espectador haga suyos los hechos como si los estuviera viviendo, y empatize de verdad con el sufrimiento y el conflicto de los protagonistas. Solo de este modo podremos lograr eso tan ansiado de aprender de la Historia para no repetir sus errores.
Ficha artística
Marta Mathéu, soprano
Marina Rodriguez Cusí, mezzosoprano
Manu Guix, tenor
Joan Martín-Royo, barítono
Els Amics de les Arts, tenor pop
Big Mama Montse, mezzo jazz
Orfeó Català (Pablo Larraz, subdirector)
Cor Jove de l’Orfeó Català (Esteve Nabona, director)
Cor de Noies de l’Orfeó Català (Buia Reixach, directora)
Josep Buforn, piano
Formación instrumental:
Francesc Puig, clarinete
Eduard Iniesta, guitarras
Laura Marín, violín
Albert Romero, viola
Laia Puig, cello
Mario Lisarde, contrabajo
Paco Montañés, percusión
David Espinosa, artista visual
La Brutal (David Selvas y Norbert Martínez) dirección escénica
Simon Halsey, director
por Irene Serrahima Violant | Oct 27, 2017 | Críticas, Música |
El pasado 19 de octubre el Palau de la Música inauguraba la temporada Palau 100 con un concierto en el que la violinista Isabelle Faust ofreció un programa puramente clásico junto al conocidísimo ensemble de música historicista Il Giardino Armonico. Las obras a interpretar fueron los conciertos número 1, 4 y 5 de W.A. Mozart, con el inciso de la sinfonía núm. 49 «La Passione» de F.J. Haydn interpretada sólo por la orquesta.
La orquesta de cámara, dirigida por Giovanni Antonini, característica por su sonido equilibrado y enérgico en sus Monteverdis, Castellos, Corellis etc., ofreció un acompañamiento en los conciertos de violín cargado de ideas musicales muy claras y efectivas, propias del estilo clásico, y que -de manera muy acertada- no tenía ninguna otra pretensión que la de enfatizar al fraseo de la solista.
Isabelle Faust impresionó por la naturalidad y sencillez con que interpretó los conciertos de Mozart, con un estilo libre, ligero y brillante que danzaba sobre el acompañamiento de la orquesta y acentuaba con su lenguaje corporal. Es posible que la elección de la violinista de tocar sin almohadilla (pieza acolchada que sirve para sujetar el instrumento) fuera para adecuarse al estilo, ya que sin esta pieza el instrumento tiene una resonancia más amplia y permite más movilidad al intérprete. La violinista tocó en prácticamente todos los tutti, y el sonido de «solista» sólo sobresalía cuando era totalmente imprescindible. Todo lo que tocaba estaba completamente integrado en el sonido orquestal. La ornamentación -acordada en todo momento con la orquesta- tenía un punto improvisado. Los pasajes que se repetían no lo hacían siempre de la misma forma, sino con alguna que otra variación en los adornos.
Al mismo tiempo, también hubo otro elemento interesante de su versión: sus cadencias. Usualmente la mayoría de violinistas que tocan los conciertos de Mozart se decantan por las cadencias compuestas por el estadounidense Sam Franko o el húngaro Joseph Joachim (en menor medida las de Ysaÿe y Kreisler). Sin lugar a dudas, la gran popularidad de las mismas ha hecho que se consideren parte de las obras. Así que los oyentes conocedores que fueron al concierto y no escucharon la grabación del mismo concierto de harmonia mundi, pudieron ser gratamente sorprendidos por las sofisticadas y dinámicas cadencias del compositor y clavecinista especialista en Mozart Andreas Staier, que fueron compuestas expresamente para Faust. Al parecer,en la grabación del CD, Staier le proporcionó algunas indicaciones a la violinista de cómo quería que se interpretaran.
De forma improvista hubo un pequeño desajuste entre el primer y segundo movimiento del concierto nº5 de Mozart; la afinación de la clavija de la cuerda mi de la solista bajó de forma inesperada, y al no poderla cambiar en el momento, Faust se las apañó tocando en posiciones altas y en pianísimo cuando no había más remedio que tocar la cuerda al aire. Todas estas dificultades, incluída la interpretación de la cadencia -que tenía un desafortunado bariolaje [footnote] Técnica que consiste en la alternancia entre varias cuerdas de forma repetida.[/footnote] con la cuerda mi-, fueron superadas con una gran dosis de humor y buena disposición.
La sinfonía de Haydn «La Passione» en comparación resultó bastante más rutinaria, con una dirección correcta y tocada jovialmente, remarcando sus pequeños detalles y matices contrastantes, pero resultó menos interesante globalmente que los conciertos de Mozart. En cualquier caso la actuación de Isabelle Faust acompañada por Il Giardino Armonico fue digna de elogio y por lo tanto, recomiendo esta versión para todo aquél que quiera escuchar -de una forma atenta y agradable- una interpretación que se sale del guión usual, espontánea y con una pincelada de improvisación.
por Marc Nadal Ferret | Oct 19, 2017 | Artículos, ReCiencia |
¿Pensáis que la ciudadanía tendría que estar más enterada de los progresos de la ciencia? ¿Pontificáis ante vuestros familiares y amigos que el gobierno tendría que meter más pasta en investigación? ¿Sois profesores de secundaria y les habláis a los alumnos de la importancia de los avances científicos? ¿Os pasa todo esto pero luego os dais cuenta de que no tenéis ni idea de avances como, por ejemplo, el Nobel de química de este año? No os preocupéis, yo tampoco tengo ni idea, pero os propongo un itinerario más o menos llano y asequible a través del cual podamos entender un poco de qué va el tema (y si no quedáis satisfechos, en la propia web de la Academia se encuentra información más divulgativa y más avanzada del premio). (más…)
por Elio Ronco Bonvehí | Oct 18, 2017 | Críticas, Música |
El LIFE Victoria, en su faceta de fomento del talento, no solo ofrece formación y visibilidad a jóvenes cantantes y pianistas, también ayuda a consolidarlos. Este es el caso del primero de los tres recitales aperitivo -nuevo formato que se presenta en esta edición del festival-, que el pasado 7 de octubre ofrecieron Mercedes Gancedo y Beatriz González Miralles con el sugerente título de Soufflé. El duo se dio a conocer en la pasada edición cuando sustituyeron a última hora y con gran éxito a las protagonistas previstas del concierto final. Gancedo había actuado precisamente en el recital del día anterior como telonera y la sensación causada por ambas les valió un puesto como artistas principales en la presente edición. (más…)
por Marina Hervás Muñoz | Oct 16, 2017 | Críticas, Teatro |
Fotografías con copyright de Lovis Osternick
La obra comenzaba con un estruendo. Una sombra fantasmagórica se convierte en la silla de ruedas, iluminada brevemente y rodeada por figuras estáticas de Clov. Se apagan las luces, vuelve el estrueno, vuelve la luz. Solo la postura de Clov ha cambiado. Y así se repite unas veinte veces: se trata de una reinterpretación de la construcción del espacio claustrofóbico que abre Final de partida.
Clov (Georgios Tsivanoglou) es un payaso -parece un tema recurrente en esta temporada del Berliner Ensemble– con tendencia a mimo, Hamm (Martin Schneider) una especie de encarnación del Papa Inocencio X de Francis Bacon. Nell (Traue Hoess) y Nagg (Jürgen Holz) dos parias, como unos teleñecos agotados.
Había, además, dos protagonistas más: las visuales y, sobre todo, la música, que se convirtió en un personaje más. Bajo la firma de Hans Peter Kuhn, al principio era solo un complemento para caracterizar a los personajes. Por ejemplo, casi cada vez que Clov se movía, sonaba una melodía circense, él andaba tambaleante y se chocaba con la puerta. Pero, poco a poco, consiguió su nombre propio. Una completa instalación sonora y visual enmarcó las dos intervenciones largas de Hamm. O bien con un fondo marino, que sumía la escena en la soledad de la inmensidad acuática o bien tras una cortina de luces móviles. Esto sería casi decorativo salvo porque solo enmudece el escenario cuando Clov, al final del texto, dice uno de los textos más terribles de los que han salido de la pluma de Beckett:
Me digo algunas veces, Clov, es necesario que sufras más que ahora, si quieres que se cansen de castigarte algún día. Me digo, a veces, Clov, es necesario que estés allá mejor que aquí, si quieres que te dejen partir, un día. Pero me siento demasiado viejo, y demasiado lejos, para lograr adaptarme a nuevas costumbres. Bien, esto no terminará nunca, nunca partiré. (Pausa.)
Luego, un día, de repente, esto termina, cambia, no lo comprendo, se muere, o yo, no lo comprendo, ni esto tampoco. Lo pregunto a las palabras que quedan, sueño, despertar, noche, mañana. Nada saben decir. (Pausa.) Abro la puerta del calabozo y me voy. Voy tan encorvado que tan sólo veo mis pies, si abro los ojos, y entre mis piernas un poco de polvo negruzco. Me digo que la tierra se ha extinguido, aunque nunca la haya visto viva. (Pausa.)
No hay problema. (Pausa.) Cuando caiga lloraré de felicidad.
Se marca así, gracias a la música, el punto culmen de esta concepción de la obra. Así se articula la obra desde los seres sufrientes, desde la soledad del sometido. Es curioso, porque en ocasiones Fin de partida ha sido concebida como una especie de relectura deformada de la dialéctica del amo y el esclavo hegeliana. Para Hegel amo y esclavo se vuelven mutuamente indispensables para cada uno -y no, como se pensaba en la tradición, solo el esclavo necesita a su amo-, en esta interpretación Clov ha salido de tal dialéctica porque ha conseguido articular su sufrimiento y lo asume. Es decir, como si Clov tuviera alguna clave contra lo claustrofóbico de su existencia, pero se resignase a su suerte. Una lectura más que se sume al misterio de esta obra.
Sin embargo, pese a lo afortunado del trabajo sonoro y el excelente trabajo de interpretación de los actores (especialmente de Jürgen Holz, carismático hasta el extremo), el montaje (Robert Wilson) fue un tanto simplista en su caracterización de los personajes, especialmente de Clov. La relación con el clown (una de las interpretaciones canónicas del nombre del personaje), tanto por la musiquita que le perseguía, como por su forma de andar, como su tropiezo incesante (y absolutamente esperable) con la única puerta de la estancia (que no lleva a ningún lado) o un bailecito con chasquido de lengua cuando se topa con la escalerilla simplifican a un personaje que ya tiene todo potencial en el diálogo beckettiano. Parece un innecesario y casi en exceso obvio recubrimiento de un personaje que pareciera que, por sí mismo, no da para mucho más. No me convence tampoco como estrategia para hacerlo destacar en su monólogo final enmarcado en el silencio. Lo mismo sucede con las escenas en las que se proyecta un fondo acuático. Se rompe precisamente lo claustrofóbico de la estancia y ni siquiera encaja con el bloqueo de la realidad que se percibe en las palabras de Beckett:
HAMM: Mira el mar.
CLOV: Es igual.
HAMM: ¡Mira el océano!
(Clov desciende de la escalerilla, avanza unos pasos hacia la ventana de la izquierda, se vuelve para coger la escalerilla, la coloca bajo la ventana de la izquierda, se sube, apunta el catelejo hacia el exterior, mira un buen rato. Se sobresalta, baja el catalejo, lo examina, apunta de nuevo.)
CLOV: ¡Nunca vi cosa igual!
HAMM (inquieto): ¿Qué? ¿Una vela?
¿Una aleta?
¿Humo?
CLOV (sigue mirando): El fanal está en
el canal.
HAMM (aliviado): ¡Bah! Ya estaba.
CLOV (igual): Quedaba algo.
HAMM: La base.
CLOV (igual): Sí.
HAMM: ¿Y ahora?
CLOV (igual): Nada.
HAMM: ¿No hay gaviotas?
CLOV (igual): ¡Gaviotas!
HAMM: ¿Y el horizonte? ¿Nada en el
horizonte?
CLOV (baja el catalejo, se vuelve hacia Hamm, exasperado): Pero, ¿qué quieres que haya en el horizonte?
(Pausa.)
HAMM: Las olas, ¿cómo son las olas?
CLOV: ¿Las olas? (Apunta el catalejo.)
De plomo.
HAMM: ¿Y el sol?
CLOV (sigue mirando): Nada.
Quizá es que a mí me parece que Beckett no necesita más que la fuerza de sus palabras, como en esta representación de Esperando a Godot, donde solo estaban los personajes con su soledad, en un tiempo que ya no es el de aquí -aunque tampoco es simplemente estático, sino cualitativamente otro-, donde la pieza es un hueco donde respirar, aunque solo (paradójicamente) a través de la asfixia. Fue una propuesta algo plana, aunque original en dar herramientas alternativas al lenguaje cotidiano, como la música y lo visual, a un texto que tiende al enmudecimiento -según la lectura de Th. W. Adorno-.