por Marina Hervás Muñoz | Ago 20, 2017 | Críticas, Música |
Fotografía bajo copyright de Javier Cotera para el FIS
Dentro del Festival Internacional de Santander (FIS), el pasado 16 de agosto se acogió el estreno absoluto de la última obra de Tomás Marco, La isla desolada, que pone música a un texto de Luciano González Sarmiento. Se trata de una cantata profana, como él mismo la subtitula, para narrador (Manuel Galiana), mezzosoprano, que asume el rol de Sombra (Marina Rodríguez Cusí), tenor, en el rol de Crespúsculo (Eduardo Santamaría), dos pianos (Gustavo Díaz-Jerez y Javier Negrín), percusión (Antonio Domingo y Pedro Terán) y coro (Camerata Coral de la Universidad de Cantabria). Raúl Suarez se encargó de la dirección coral y José Ramón Encinar llevó la batuta del conjunto.
El texto que sirve de base a La isla desolada se resume de la siguiente manera: “Estructurada en cinco episodios, la isla desolada es una descripción del hombre en su ocaso (Crepúsculo), su soledad (la isla) y el agónico dilema de vivir o morir (Sombra), resuelto por la opción de vivir reconstruyendo la vivencia amorosa desde el mar de las Nereidas”. Sin embargo, nada de eso se evidencia en la escucha, donde más bien aparece, por un lado, un texto abigarrado, excesivo (la abundancia de palabras «biensonantes» rozaba la pedantería), recargado y con poco calado narrativo y, a nivel musical, un horror vacui compositivo que impide entender la estructura de la cantata, pese a su división -artificial a mis oídos- en cinco partes (más introducción).
La música de esta cantata es de Tomás Marco y de muchos otros: se cuelan en su composición muchos rostros conocidos: Stravinsky, Satie, Glass, Gesualdo, Bach, etc. No lo oculta, solo hay que tener los oídos abiertos para ir siguiendo estos préstamos estilísticos. Sin embargo, eso provoca que su voz se desvanezca, sin saber muy bien dónde está Marco en esa reunión de amigos. Y, al mismo tiempo, esta técnica de collage provoca que se difuminen los posibles hilos conductores, resultando en una pieza -simplemente- deshilachada: no funcionan la mayor parte del tiempo las transiciones, ni la unión de voces, ni la lógica constructiva. Dicho en breve: no se entiende nada, incluyendo la unión música-texto. Destacan, por interpretación (tocadas con mucho gusto y delicadeza) y construcción (las únicas con personalidad idiomática y verdaderos pilares de la pieza), las partes de piano y percusión. Sin embargo, vimos a un coro inseguro, con problemas en los agudos y más necesidad de empaste, aunque es muy meritorio que un coro amateur se enfrentase a esta partitura, de gran complejidad por esa lógica de collage que la caracteriza. Enfrentó notablemente los exigentes glissandi a los que se le expuso. No era de esperar, por el contrario, ver comprometidas las voces solistas. Mientras que Santamaría estuvo correcto pero con un vibrato, a mi juicio, inapropiado en esta pieza, Rodríguez mostró su incomodidad en el poco cuidado de los finales de las frases. El trabajo dinámico de ambos, además, fue prácticamente inexistente, manteniéndose en un cómodo binomio mezzoforte-forte. Es una lástima que el FIS haya limitado en esta edición su programación de contemporánea a esta pieza, poco representativa, a mi juicio, de lo mejor de la composición española actual.
por Elisa Pont Tortajada | Ago 9, 2017 | Artículos, Cine, Críticas |
Los veranos de la infancia eran felices, escuché decir desde la cocina mientas abría otra botella de vino. Faltaba poco para la cena. Ahora que aquí también es verano, aunque el sol se deje ver más bien poco, todos solemos recurrir a aquellos meses eternos y calurosos en los que el tiempo se difuminaba hasta perder consistencia y tus mayores preocupaciones distaban mucho de serlo. Ahora que trabajamos en un país que no es el nuestro, echando de menos lugares, cosas, gente, como escribió Leila Guerriero, recordamos aquellos veranos sumidos en la nostalgia de lo que sabemos no volverá.
Los veranos de la infancia suelen ser felices. Pensé cuando se apagaron las luces de la sala, casi vacía, del Cinéma Les Galeries. Al menos, el verano de 1993 no fue especialmente feliz para Frida, la protagonista de Estiu 1993, el primer largometraje de la cineasta Carla Simón. Con apenas seis años, la pequeña Frida –alter-ego de la directora catalana–, se queda huérfana: su madre muere víctima del SIDA, enfermedad que posiblemente también se llevó a un padre conflictivo y ausente. Desconcertada, con el dolor de la pérdida adentro, Frida se ve obligada a abandonar Barcelona y a mudarse al campo con sus tíos (interpretados por Bruna Cusí y David Verdaguer) y su prima pequeña, Anna (la bonita Paula Robles). Las primeras imágenes de la película muestran a una niña reservada, enfadada con el mundo, que no derrama ni una lágrima al subirse al coche y despedirse de sus amigos, su barrio, su casa. El silencio se interpone entre Frida y todo lo demás. Ahora que su mamá ya no está, poco importa lo que suceda a su alrededor.
Algunas escenas son clave para entender el sentido último del relato: Frida maquillándose y fumando recostada en una tumbona, Frida imitando a su madre, siempre indispuesta para jugar con ella. O la manera indirecta en la que se nos hace ver la posibilidad de que Frida también esté enferma. El rojo vivo de la sangre en las rodillas de la niña cuando se cae en el parque sugiere desconocimiento, temor, también prejuicios hacia una situación dolorosa para toda la familia. Los abuelos que la consienten, quizás porque se sienten culpables de los sucedido; los tíos que ahora son responsables de ella, que la integran como si fuese su propia hija, en un proceso de adaptación receloso y complejo para ambos. La relación entre las primas, ahora hermanas, centra la trama del film, pasando de la desconfianza e incluso de la violencia a cierta armonía fraternal. Los días calurosos en esa casa de campo, entre juegos y riñas, entre lechugas que son coles, y un lago y gallinas y música noventera. Durante la proyección se escucharon algunas risas: el público se veía reflejado en la moda y la música de otra época.
Los ojos de Frida. Los primeros planos de Frida. La película es ella, por suerte. La atmosfera que se crea a su alrededor es lo suficientemente potente para que el espectador comprenda su historia, su dolor canalizado en rabietas y discusiones. Hasta que al fin consigue explotar. Llora, llora Frida.
por Elio Ronco Bonvehí | Jul 23, 2017 | Críticas, Música |
La presente edición del mayor festival de música clásica del mundo, los BBC Proms 2017, empezó con fuerza, concentrando en el primer fin de semana algunas de las propuestas más interesantes. Nos referimos a la presencia de la Staatskapelle de Berlín, una de las mejores orquestas del mundo, que junto a su director titular, Daniel Barenboim, ofreció las dos sinfonías de Edward Elgar. A pesar de ello, el Royal Albert Hall presentaba una asistencia moderada el pasado domingo, cuando la formación alemana ofreció un programa íntegramente británico, con una nueva obra de Harrison Birtwistle complementando la segunda sinfonía de Elgar.
La obra de Birtwistle, Deep Time, es un encargo conjunto de la BBC y la Staatskapelle Berlin, estrenada por esta última el pasado 5 de junio en Berlín. El concepto de tiempo geológico o tiempo profundo refleja la inmensidad de las escalas temporales usadas en geología en comparación con la percepción humana del tiempo. Birtwistle ha dejado claro que no pretende describir ningún proceso geológico. Sin embargo su interés en el flujo del material musical y, en particular, sobre cómo reflejar en la partitura un estado de discontinuidad permanente, conecta de forma natural con la visionaria idea del padre de la geología moderna, el escocés James Hutton, que afirmó que en los procesos geológicos «no encontramos vestigio de un comienzo, ni prospecto de un final». De modo que en Deep time no debemos buscar un discurso musical que fluya a lo largo de la pieza como en una sinfonía, sino que más bien encontramos una serie de elementos que se suceden o que suenan en diferentes capas de forma disconexa. La pieza transmite la sensación de que algo avanza inexorablemente pero sin mostrar evolución alguna, como si del mismo tiempo se tratara, y no podemos señalar ni un principio ni un fin más allá de los que marcan formalmente el comienzo y el final de la ejecución de la pieza. A pesar de que el compositor admite que no se trata de una obra descriptiva y por lo tanto queda eximido de toda exigencia de rigor científico, en mi caso debo reconocer que el título me creó una expectativa que chocó con la realidad de la obra y me desconcertó: la gran cantidad de cosas que suceden en la pieza transmite una sensación de velocidad muy superior a la que sugiere la noción de tiempo profundo. El público recibió la obra con entusiasmo y premió con largos aplausos tanto al compositor como a la orquesta, que interpretó a la perfección la exigente partitura.
La segunda parte estuvo dedicada por entero a la Segunda sinfonía, en mi bemol mayor, de Edward Elgar. Barenboim abordó con pericia la inmensa obra (casi una hora de duración) consiguiendo una interpretación vibrante e intensa, en la que destacó el voluptuoso sonido de la excelente orquesta. Juzguen ustedes mismos: el audio del concierto estará disponible para escuchar en streaming hasta mediados de agosto.
El discurso de Barenboim
No hay duda que Daniel Barenboim es un músico excelente, pero su ego y su inagotable ansia de protagonismo (incluso hay quien piensa que trata desesperadamente de hacer méritos para ganar el Nobel de la Paz) a menudo ensombrecen su labor. Esto mismo sucedió al final de su segundo y último concierto en los BBC Proms 2017, cuando después de la deliciosa versión de Nimrod que ofreció de propina, interrumpió los aplausos del público para pronunciar unas simpáticas palabras sobre la orquesta que derivaron en un largo sermón anti-brexit. El problema no es el contenido del discurso, con el que es casi imposible no estar de acuerdo (precisamente porque se trata de un discurso fácil, lleno de tópicos, por muy ciertos que sean, como que «el principal problema de la actualidad es que no hay suficiente educación»), sino que Barenboim se aproveche de su ventajosa posición, delante de 5000 espectadores y con micros y cámaras retransmitiendo en directo sus palabras por radio y televisión. Todos los conciertos de los Proms se retransmiten por la radio, y muchos de ellos también por televisión, ¿qué pasaría si todos los directores y solistas decidieran seguir el ejemplo de Barenboim y aleccionarnos con sus elevadas reflexiones sobre los problemas del mundo? ¿Y si el próximo discurso es pro-brexit? ¿Donde está el límite?
Es cierto que el Brexit afecta al mundo de la música de forma especial ya que, igual que pasa con la comunidad académica, la movilidad de sus miembros es crucial para la calidad de su trabajo. La diversidad cultural de una orquesta contribuye a su riqueza, y el brexit, especialmente con la actitud xenófoba que propagan algunos de sus promotores, es una amenaza directa. Pero encima del escenario hay otras maneras más elegantes y efectivas de protestar, como demostró dos días antes en la primera noche de los Proms el pianista Igor Levit sin necesidad de pronunciar una sola palabra. Luciendo un pin con la bandera europea en la solapa, su significativa y emocionante interpretación como propina de la Oda a la Alegría de Beethoven (que en un arreglo de von Karajan se usa como himno europeo) fue mucho más elocuente que todo el discurso de Barenboim.
por Elio Ronco Bonvehí | Jul 21, 2017 | Críticas, Música |
Luciano Berio afirmó en una ocasión que Puccini había inventado la mitad del musical americano, y Andrei Serban parece querer añadir la otra mitad en su vistosa propuesta escénica para Turandot, llena de movimiento, color y acrobacias. En general, la producción es muy recomendable para aquellos que deseen ver una Turandot tradicional, de ambientación oriental y de gran impacto visual. La cuestión es si tiene sentido repetir la misma producción 16 veces en 33 años, por muy espectacular que esta sea, ya que el público habitual de la Royal Opera House difícilmente repetirá por enésima vez a no ser que el reparto sea excepcional, y este no fue el caso.
Primer acto de Turandot en la ROH, producción de Andrei Serban. Nótese el verdugo afilando su arma en la piedra gigante y las máscaras colgando de la estructura de madera, con tiras rojas representando la sangre que brota del cuello rebanado de los pretendientes. ©Tristram Kenton.
La estética es claramente oriental, con un vestuario inspirado en el tradicional hanfu y la presencia constante de máscaras que remiten a las máscaras chinas (aunque los rasgos grotescos sugieren una influencia balinesa en el diseño). Precisamente uno de los elementos estéticos más interesantes de la producción es el uso de mascaras gigantes para representar las cabezas de los pretendientes ejecutados. El primer acto es el más logrado en todos los sentidos, con un ritmo trepidante que iguala al de la partitura. Serban traduce en movimientos casi la totalidad de los ritmos que se escuchan, ya sea con las coreografías de los bailarines que llenan el escenario o con los saltitos -algo ridículos- de los ministros Ping, Pang y Pong, imitando el martilleo del xilófono y el picado de la flauta que los acompañan. De echo, estos últimos, con ropas de vistosos colores, caras pintadas a lo payaso y movimientos llenos de saltos y piruetas, se convierten en manos de Serban en unos simples bufones, a diferencia de la también tradicional pero más ingeniosa propuesta de Mario Gas que comentamos hará casi un año, en la que adoptaban un rol de observadores y comentaristas críticos. En el resto de actos coro y bailarines tienen menos presencia, dejando todo el peso escénico a una dirección de actores cumplidora sin más. Tampoco el impacto visual del primer acto tiene continuidad en el resto, con algunos elementos innecesarios y más bien risibles, como la especie de ciclorama que se despliega mientras los ministros recuerdan con nostalgia sus hogares (como si la música de Puccini no fuera lo suficientemente descriptiva), o la aparición del Emperador Altoum montado en un trono en forma de nube que desciende del cielo. Dos únicos detalles, pequeños pero importantes, dan interés a la propuesta más allá de lo visual: para golpear el gong con el que desafía a Turandot, Calaf arrebata el bastón a Timur, su anciano y ciego padre, arrojándole al suelo sin contemplaciones; por último, mientras el coro entona su canto triunfal para celebrar la victoria del amor y Calaf y Turandot se besan apasionadamente, el anciano Timur cruza lentamente el escenario arrastrando el carro con el cadaver de Liù, para recordarnos el precio del «final feliz».
Acto primero. Calaf (Aleksandrs Antonenko, de azul) observa al verdugo Pun-Tin-Pao (el pitufo radioactivo en el centro) que se prepara para ejecutar al Príncipe de Persia, el último pretendiente que se sometió sin éxito a la prueba de Turandot. ©Tristram Kenton.
El rol de Turandot es de gran dificultad, además de ingrato. Solo canta en la segunda mitad de la obra, con pocas pero exigentes intervenciones, y el personaje no inspira precisamente simpatía, al contrario que la otra soprano en escena, la esclava Liù. Por desgracia no es extraño que más que cantada, la parte de Turandot sea gritada. Pero este no fue el caso, con una Christine Goerke tan impactante como precisa. Igual que pasa con Iréne Theorin -otra notable Turandot de la actualidad-, el repertorio natural de Goerke es el germánico, especialmente los roles de Elektra y Brünhilde. Esto marca su interpretación, con un sonido que tiende a ser más agresivo, a diferencia de la aproximación más belcantista de grandes Turandots del pasado como Sutherland, Callas o Caballé. Su entrada en escena con In questa reggia impresionó por el volumen de su voz y la seguridad en la emisión, aunque resultó algo monótona. Más interesante resultó la escena de los enigmas, con un fraseo sugerente y una actitud que reflejaba el progresivo temor de la princesa ante los aciertos de Calaf. Pero donde Goerke se mostró más inspirada fue en el dúo final con Calaf, con gran cantidad de matices que lograron hacer creíble la rápida capitulación de Turandot.
Timur (In Sung Sim, en el centro) intenta disuadir a Calaf (Aleksandrs Antonenko) de su intención de someterse a los enigmas de Turandot. Liù observa preocupada (Hibla Gerzmava). ©Tristram Kenton.
Por su parte, Aleksandrs Antonenko fue un Calaf absolutamente insuficiente, con evidentes signos de fatiga vocal. Si el pasado diciembre contamos como logró salir relativamente airoso de una función de Manon Lescaut a pesar de encontrarse indispuesto, esta vez los problemas vocales no pueden achacarse -que sepamos- a una enfermedad. Su voz suena gastada ya desde la primera nota, con constantes oscilaciones, cambios de timbre, una afinación imprecisa y enormes problemas en la zona del pasaje (especialmente en el fa), donde invariablemente se le rompía la voz. Tampoco su interpretación pudo disimular sus carencias vocales. El tenor letón nunca ha sido un prodigio de sutileza, pero en la citada Manon Lescaut demostró una importante mejora en este aspecto. Sin embargo, el personaje de Calaf es menos agradecido en este sentido y Antonenko, posiblemente condicionado por su estado vocal y más preocupado por terminar la función sin problemas mayores, se limitó a ofrecer un príncipe intrépido y orgulloso, pero que rivalizó en frialdad con la mismísima Turandot. En la tanda de aplausos parecía más aliviado que satisfecho.
El público dejó claro que, para ellos, la gran triunfadora fue Hibla Gerzmava en el papel de Liù. Es evidente que el carácter trágico del personaje así como la bellísima música que Puccini le proporciona incita a una respuesta entusiasta, a veces en exceso. Gerzmava tiene una voz atractiva, rica y dúctil, de una dulzura ideal para Liù. El problema es que no siempre la controla adecuadamente, mostrando cambios demasiado bruscos de dinámica y timbre, especialmente cuando pasa de piano a mezzoforte. Sus primeras intervenciones, incluida la esperada aria Signore ascolta, fueron algo irregulares por culpa de estas imperfecciones. En el tercer acto y con una emisión más cuidada, Gerzmava demostró su verdadero potencial, con una conmovedora aria final cantada, esta vez si, con una elegante y sólida linea vocal. Muy correctos y ágiles Michel de Souza, Aled Hall y Pavel Petrov como Ping, Pang y Pong respectivamente, en la acrobática e histriónica versión del trio de ministros que propone Serban. Muy bien In Sung Sim como Timur y correcto Robin Leggate como Emperador.
Acto tercero. Los tres ministros Ping, Pang y Pong (Michel de Souza, Aled Hall y Pavel Petrov) torturan a Liù (Hibla Gerzmava) para que les diga el nombre del principe desconocido. ©Tristram Kenton.
Impecable el coro de la Royal Opera House, en una partitura especialmente exigente. La orquesta aportó la densidad y el carácter necesarios para desplegar la suntuosa paleta de colores pucciniana (¡como se echa de menos en el insatisfactorio final de Alfano!). Dan Ettinger tuvo algunos problemas para mantener a los metales sincronizados en un par de fragmentos del primer acto. Por lo demás, su lectura fluyó con naturalidad entre la delicadeza de los momentos más íntimos y la grandiosidad de los más solemnes.
- La función del viernes 14 de julio de Turandot estará disponible en el canal de Youtube de la Royal Opera House hasta mediados de agosto, con un reparto alternativo que contó con Roberto Alagna, Lise Lindstom y Aleksandra Kurzak.
Acto tercero. Turandot (Christine Goerke) cede finalmente ante Calaf (Aleksandrs Antonenko) para alegría del pueblo y del emperador (Robin Leggate) que los observan. ©Tristram Kenton.
Sábado 15 de julio de 2017, Royal Opera House, Londres
Turandot
Música de Giacomo Puccini (final completado por Franco Alfano) i libretto de Giuseppe Adami y Renato Simoni.
Director de escena – Andrei Serban
Decorados – Sally Jacobs
Iluminación – F. Mitchell Dana
Coreografía – Kate Flatt
Choreologist – Tatiana Novaes Coelho
Director musical – Dan Ettinger
Princesa Turandot – Christine Goerke
Calaf – Aleksandrs Antonenko
Liù – Hibla Gerzmava
Timur – In Sung Sim
Ping – Michel de Souza
Pang – Aled Hall
Pong – Pavel Petrov
Emperador Altoum – Robin Leggate
Mandarín – Yuriy Yurchuk
Royal Opera Chorus
Orchestra of the Royal Opera House
por Blanca Amorós | Jul 19, 2017 | Artes plásticas, Críticas |
Desde el 8 de julio al 8 de octubre, el Centre de la Imatge La Virreina acoge la exposición retrospectiva de Paula Rego “Léxico Familiar”.
En este tiempo nuestro del “click”, en el que el feminismo en su forma más pervertida y mainstream copa las portadas de los periódicos principales de nuestro país, hacer una exposición de Paula Rego se antoja de lo más adecuado. Cualquier motivo es bueno si el fin es disfrutar de la obra de esta maestra del dibujo que, efectivamente, lleva desde los años 50 dinamitando las formas típicas de representación de la mujer en el arte.
Se dice que solo a través de la historia del arte se puede hacer historia del arte. Paula Rego representa claramente el paradigma de esta idea. Ya nos los indica el panfleto de la exposición, pero no hace falta: es imposible no ver a Goya en sus trabajos. La artista portuguesa mama de los grandes maestros, los utiliza para sus propios y brutales fines. Como ellos, trabaja generalmente del natural, monta complejas escenografías en su taller que luego trasladará al lienzo o al papel. La modelo se coloca en algún lugar dentro de estas composiciones barrocas, acompañada de grotescos muñecos creados por la propia la artista. Una vez dibujados, se borran las barreras entre lo natural y lo artificial, lo real y lo ficticio: las figuras humanas parecen marionetas y los muñecos cobran vida. Con una línea expresiva pero precisa, los cuerpos se representan volumétricos y algo deformes, toda la superficie del papel tiene importancia, no se deja nada al azar. Tampoco faltan las referencias al imaginario católico, solo que esta vez la crucificada es una señora-vaca-calavera, las piedades muestran marionetas o monos en el lugar de Cristo, y en el Oratorio (este es, precisamente, el nombre de la única obra tridimensional que encontramos en la exposición) ya no están dibujadas imágenes de la vida de los santos, sino escenas de aborto clandestino. No hay posibilidad de redención en Rego.
“Léxico familiar” compone un buen muestrario de la obra de Rego. Piezas de distintas épocas se reparten por las salas de La Virreina, principalmente trabajos realizados entre los años 80 y la actualidad. Los grandes pasteles se imponen; entre ellos, algunas de las joyas de la corona, como Blancanieves y su madrastra o el tríptico El hombre almohada. Las arropan numerosas obras gráficas de menor tamaño, que dan buena cuenta del interés de la artista por las técnicas gráficas tradicionales –de nuevo, die alte Meister–. Entre estos grabados, litografías y dibujos a tinta, también se cuela, por suerte, alguna que otra de sus piezas de tendencia Art Brut. En total, un gran número de obras que, sin embargo, suponen solo una pequeña parte dentro de la vasta producción de esta artista tan prolífica que morirá con un clarión en la mano.
Cuentos populares, fábulas, sátira política, tradición, Balzac, Shakespeare, el subconsciente, la burguesía, la familia, Freud. Las fuentes de las que bebe Rego son inagotables, y cada pieza invita a comentarios e interpretaciones múltiples. Pero sea cual sea el tema de cada obra, todas ellas, con su salvajismo contenido y su violencia callada, son una reflexión sobre las relaciones de poder. Así, Rego juega constantemente con el tamaño de los personajes como elemento jerarquizador en sus perturbadoramente coloristas escenas, en las que la figura de la mujer interpreta, como decía, el rol principal. Vemos a la cuidadora que limpia al anciano, la joven forzada a abrirse de piernas, la hija que sujeta a la abuela moribunda en su caminar… Las hembras –con toda la animalidad de la palabra– protagonizan estos relatos de sometimiento, no desde la fragilidad, sino como fieras encadenadas obligadas a actuar en el circo, esperando un momento de despiste para comerse a su domador (la madre de Caperucita vistiendo las pieles del lobo); sus cuerpos se representan rudos, morenos, fornidos, no padecen debilidad alguna. La Venus de Boticelli se ha extinguido para siempre.
La obra de Paula Rego es absolutamente contemporánea y, a pesar de ello, no parece disfrutar aún –ni entre los amantes del arte o los historiadores– de la posición que se merece. Sí que es vieja conocida, en cambio, en las facultades de Bellas Artes, donde aparece de forma recurrente junto a Lucian Freud en los Power Points que se muestran durante las sesiones de dibujo o pintura con modelo. Este hecho, más allá de la anécdota, no carece de importancia, pues lo que tratan de decirnos estos profesores (además del “¡Lourdes, tienes que pintar la celulitis como Freud!”), es que aún en el siglo XXI hay nuevas maneras de afrontar la representación figurativa. Entre otros, fueron Rego, Hockney, Bacon, Kitaj y Freud, los valientes –o insensatos– que, desde su sede londinense, le dieron una nueva vida al retrato en la pintura cuando ésta ya había muerto. De todos ellos, Paula Rego es quizá la que más carga política ha derramado en su superficie. Esa una de las razones por las que esta exposición debe visitarse.