por Elio Ronco Bonvehí | Jun 2, 2017 | Críticas, Música |
Gustav Mahler es uno de los compositores más interpretados en los cierres de temporada de la OBC, y aunque quizás el austríaco tiene otras sinfonías más imponentes para este menester, Kazushi Ono escogió la que seguramente sea la más popular para el programa número 24 de la orquesta. La «modesta» duración de la Titán ha motivado de nuevo un programa sin coherencia aparente, siguiendo el típico esquema de obra de calentamiento y/o compromiso (Cuadro de presencia, de Fabià Santcovsky), obra con solista (concierto para piano nº20 de Mozart) y para acabar obra de lucimiento para la orquesta (Primera sinfonía de Mahler). (más…)
por Elio Ronco Bonvehí | Abr 10, 2017 | Críticas, Música, Sin categoría |
El programa número 18 de la OBC era a priori uno de los más interesantes de la temporada: significaba el debut en Barcelona del violinista Ray Chen y de la directora Simone Young, y además con una obra extraordinaria pero inusual como la Serenata de Bernstein. Es una lástima que el programa de mano no estuviera a la altura de la ocasión. El texto de Javier Pérez Senz no contenía más que información superficial sobre las obras, sin ofrecer claves para facilitar la comprensión de las mismas y potenciar su disfrute. No es de extrañar que el público no muestre mayor interés por ciertos repertorios si aquellos que deberían formarles y motivarles no hacen su trabajo. (más…)
por Marina Hervás Muñoz | Abr 8, 2017 | Críticas, Música |
El Elogio de la sombra (2012), de Alberto Posadas, es la obra que abría el concierto del Cuarteto Diotima del pasado 6 de abril en L’Auditori de Barcelona, dentro del ciclo Sampler Sèries en colaboración con el Festival Mixtur. Es una obra basada en unos versos de J. A. Valente y, presuntamente, explora las posibilidades plásticas y materiales de la sombra: como superficie, como resto, como marca, como creadora de espacio, etc. A nivel sonoro, encontramos un trabajo minucioso del carácter constructivo del efecto, con especial hincapié en el glissando. A nivel interpretativo, el cuarteto se concentró en un equilibrio absolutamente milimétrico de cada plano sonoro, demostrando así su dominio de lo camerístico y de las dinámicas. La tensión se dirigió al pianíssimo del último tercio, donde los instrumentos son insonorizados; y al final, con el solo de cello, que mostraba la absoluta fragilidad de todo lo construido anteriormente. La obra, según la interpretación de Diotima, quedaba articulada entonces en cuatro grandes bloques dinámicos contrastantes. Siempre tengo mis dudas con que aquello programático que el propio Posadas sugiere que se esconde tras sus obras se escuche, es decir, no sé si en este caso (como me sucede con obras como las del ciclo basado en las pirámides de Egipto) allí había sombras o no, mucho menos la rimbombante promesa del programa de mano (firmado por Vicent Minguet), que rezaba: «Posadas treballa amb un univers sonor que també és una metàfora de la realitat: el filtratge com a sinònim del difuminat, l’espectre acústic desmarxat com a metàfora de l’ombra. Assistim així a la travessia que la memòria recorre des del foc fins a la cendra, de la llum fins a l’ombra. L’elogi, el trobem en la dissolució de les formes, productes efímers de la memòria, i es palesa a través de la repetició difuminada dels gestos». Pero sí que, no sé si a colación de las sombras o no, en general -y de ello se ocuparon los intérpretes- uno de los puntos fundamentales era la paulatina modificación de las células y su extensión por todas las voces, entendidas en este caso como color.
Leaves of reality (2006-2007), una obra de juventud del aún joven y reciente ganador del Premio Nacional de Cultural que otorga el Consejo Nacional de Cultura Hèctor Parra -su primer cuarteto- son miniaturas enmarcadas por el silencio. El hilo conductor en todas ellas es el contraste entre el tenuto de alguna de las voces en contraste con la panoplia sonora del resto. Esta panoplia estaba marcada por los sforzandi. La versión del Cuarteto Diotima fue más dulce que la del Cuarteto Arditti, que se encargó de su grabación en 2007. En Leaves of reality ya se muestra, de una forma más inmediata que en obras posteriores, el interés de Parra por lo matérico. A diferencia de la pieza de Posadas, construida mediante grandes planos sonoros, mediante esos bloques de dinámicas que comentábamos, en esta obra Parra trabaja en y desde lo pequeño, tanto por esa subdivisión silenciosa entre piezas y como por la puntillista construcción melódica. En contraste con lo que el nombre sugiere, no sé si se colaba aquí la realidad o, por el contrario, mundos posibles que, de pronto, irrumpen en lo real, lo inundan con su sonido y vuelven a desaparecer, desbaratando la presunta tranquilidad sonora cotidiana. Más que a «la fragmentació del jo davant la urgència que sentim enfront de l’inabastable o l’extrema paradoxa de la plenitud que provoquen determinats estats fugaços», como sugiere Vicent Minguet, esta pieza me parece que apunta a eso que Walter Benjamin exigía de la filosofía, ser capaz de filosofar desde los posos del té. La música de Parra vibra desde eso pequeño, minúsculo, que pasa desapercibido, pero que unido posee una fuerza arrolladora que solo a duras penas, mutilado, puede calmar el silencio.
El concierto finalizó con el Cuarteto n. 7 de Georg Friedrich Haas, uno de los recuperadores fundamentales del cuarteto de cuerdas de los últimos años (2011). Este cuarteto se basa en una revisión crítica de lo consonante. El trabajo con glissandi era, en realidad, micromodulaciones del sonido que, casi de forma casual, alcanzaban sonoridades que -tradicionalmente- se han considerado como consonantes. ¿Se puede aún hablar de que algo es consonante en un contexto tal de micromodulaciones de lo sonoro? Si algo es tema en este cuarteto, es de la fragilidad de lo que se asume como consonante. El Cuarteto Diotima se concentró en dos aspectos. Por un lado, remarcar la irrupción de lo forte como elemento de interpelación, como intervención sobre capas más o menos estables, algo que rompía con las lógicas del continuum melódico que prometía la concentración en los glissandi. Y, por otro, su posición fue de oposición frente a la electrónica, como si ésta usurpase, de alguna manera, el legítimo -y diminuto frente a lo tecnológico- de lo humano. Por terminar de glosar las notas de Vicent Minguet, en las que señala que « l’austríac Georg Friedrich Haas tenia clar des del primer momento que els dotze semitons temperats no eren una eina suficient per expressar amb exactitud els matisos finíssims que la música ha de suscitar en l’ànima humana. D’aquesta manera, l’equilibri entre raó i emoció, entre la llibertat expressiva i el càlcul de l’espectre sonor, deixa lloc a una música que, en el cas del Quartet de corda núm. 7, troba en l’electrònica una projecció i una integració perfectes», creo que es fundamental aclarar dos cosas: que ya no estamos -aunque parezca una perogrullada- ni en el siglo XVIII ni en el XIX como para seguir hablando de que la música debe o no suscitar nada en el “alma” humana y, sobre todo, que precisamente lo que muestra Haas es el rastro de una herida: de la que adolece toda la música desde el derrumbe de la tonalidad, en la que toda composición es siempre una afrenta contra la técnica, lo tecnológico, lo formal y el sentido. No hay “integración perfecta” si se trata de música, como la de Haas, que aún tenga cosas que decir.
por Marina Hervás Muñoz | Mar 14, 2017 | Críticas, Música |
Hay una pregunta que recorre, como un fantasma, las consciencias de todos los programadores de música y, también a los gerentes orquestas y salas de música -clásica: ¿cómo hacer para atraer “nuevos públicos” -sea lo que sea eso- y cómo motivar a la gente joven a que escuche este repertorio? Muchos, en los últimos años, apuestan por la moficiación de formatos: renovarse o morir.
Y en este contexto cabría entender la atrevidísima propuesta de Vox Harmónica que presentaban el pasado 12 de marzo en el Teatro Maldá, el “Cabaret Monteverdi”. Teniendo como hilo conductor un bar de copas y cocktails, los perfiles de tinder o gayromeo como nuevas formas de ligoteo y mucho desparpajo, el sexteto nos ofreció una nueva imagen de Monteverdi. O, quizá, no es nueva en absoluto, sino que hace que el trasfondo de la música de Monteverdi de repente nos siga diciendo cosas a nuestra época. La creencia de que su música es algo “bonito”, “relajante”, etc. le hace un flaco favor a la potencia de la descripción -con sus medios- de la sensualidad, el complejísimo mundo emocional y el amor no necesariamente puro e impoluto, sino atravesado por la carne. Ariadna, Orfeo, Neptuno o Euridice eran, de repente, perfiles de redes sociales de ligoteo y exploraban sus personalidades a través de la música. Se tocaban, se seducían, exploraban su deseo. Y funcionaba maravillosamente bien. Por ejemplo, el Puor ti miro, uno de los hits de Monteverdi -donde el “sí, sí, sí” no es, precisamente, algo casto, sino con mucha probabilidad la expresión del orgasmo-, que casi siempre es cantado como una especie de balada renacentista, aquí se tomó en serio ese lado carnal de la música, a veces en exceso espiritualizada y alejada de su origen, que es lo más terrenal. Es, desde luego, un Monteverdi más fiel que algunas de las versiones más mojigatas del asunto -se nos olvida, muchas veces, que la moral tan rígida en materia amorosa es algo posterior y, especialmente, marcada por nuestro concepto de amor romántico decimonónico- pero no apto para aquellos que esperan un concierto de gente seria y vestidos con frac. Aquí, Monteverdi se canta en vaqueros y con pinta de hipster. Porque es la forma de hacer que la música -en general- no quede como algo petrificado, como algo muerto, sino que tenga algo que decir al presente. Por eso, para los más escépticos: no, no hubo una banalización de Monteverdi. Más bien todo lo contrario. Su gesto de irreverencia, quizá, de con la clave de lo que esconde su música y la protege, precisamente, de aquellos que se creen guardianes de lo que ella tiene de falsamente inmaculado.
Y todo esto, sin perder un ápice de calidad musical. Vox Harmónica lo formaban, para este proyecto, Anaïs Oliveras, soprano, Eulàlia Fantova, mezzosoprano, Mariona Llobera, alto, Carles Prat, tenor, Antonio Fajardo, bajo y Edwin García, tiorba. Destaco, especialmente, el trabajo de Anaïs Oliverdas, con un vibrato delicadísimo y una deliciosa conducción de voces; y la labor de Antonio Fajardo, que demostró grandes dotes para el teatro que, unida a su potencia vocal, hacían de sus personajes algo hipnótico
Esta propuesta es un revulsivo. No sólo revisa la música de Monteverdi, sino que hace una pregunta para todos los que estamos en el mundo de la música sobre la dirección que deben tomar los conciertos. Los músicos interactuaban con el público, invitaban a una copa de cava al empezar -para hacernos sentir dentro del ambiente del bar donde sucedía la escena-, reían, bailaban: se divertían tanto que nos lo transmitieron y tuvieron a todo el público sonriendo de principio a fin. Esto de sonreír en un concierto es algo que se nos olvida a veces en los entornos habituales de clásica, donde parece que el músico, como un funcionario de turno, va, toca y se va, tratando en la medida de lo posible de darle a aquello un hálito de seriedad suprema que siga alimentando la idea de que la música clásica es complejísima, dificilísima, y que sólo se abre para algunos agraciados -algo que no siempre coincide con los que pueden pagar la entrada-.
¡Aire fresco, eso es lo que ha traído el Club Monteverdi al abrir sus puertas! ¡Chin chin!
por Marina Hervás Muñoz | Feb 24, 2017 | Críticas, Música |
Ficha:
Almudena Gonzalez Vega, flauta
Miriam Félix, violoncello.
Núria Andorrà, percusión.
Agustín Fernández, piano expandido.
Ferran Conangla, diseño de sonido.
El pasado 22 de febrero se estrenó Frec 3, una obra que continúa explorando la fricción, al igual que sus sucesoras Frec (2013) y Frec 2 (2016) y que refortalecen la relación creativa entre Agustín Fernandez y Hèctor Parra. La fricción puede referir, en general, al contacto estrecho entre dos cuerpos, pero también al “restregar”, esto es que esos dos cuerpos se froten. En este sentido, esta obra aporta un catálogo nutrido de las posibilidades de la fricción, pero no tanto -aunque también- en el sentido literal del tacto sobre los instrumentos, sino la fricción de cuerpos sonoros. La cuestión que se abre aquí, claro, es la de cómo fricciona lo no matérico, lo que no tiene extensión ni es sólido, como parece que le sucede al sonido. Es un desplazamiento del concepto de “materia” hacia el de “material”. Por eso, aparte de frotar y explorar las posibilidades de los objetos-instrumento, también se trabajaba la fricción posible de lo que ocupa el espacio, como el aire: eso era cómo estaba trabajada la flauta o la articulación de la voz: el intento de solidificar el aire.
Hèctor Parra explicando su obra antes de comenzar el concierto
La obra se dividía acústicamente en tres partes. La primera de ellas consistía en el catálogo de fricciones sonoras, donde convivía la violencia, la detención, la expansión y la ralentización. A veces la obra se construía mediante su conversión en el gesto duro; otras, se trataba de una la exploración intimista, colorista, de puntos; otras, el protagonismo era para el despliegue, como si escuchásemos a cámara lenta. Fue especialmente brillante la relación entre la percusión y el piano, que solían ser los protagonistas de la fricción violenta. La segunda parte, se encargaba de la fricción ondulatoria. Sucedía algo así como una espacialización de la estructura de los trinos y se exploraba, de forma extendida, la posibilidad de la microondulación. Si bien, en la primera parte, el protagonismo había sido más el sonido seco, cortante, aquí el interés se concentraba mucho más en la renuncia a lo seco para pensar la unión. La tercera parte nos sacaba del mundo sonoro anterior hacia algo más melódico, con intervalos definidos y trabajo melódico que dejaban esa cercanía a lo matérico lejos. Ésta fue, a mi juicio, la parte más forzada, una suerte de renuncia a todo lo anteriormente construido. Aunque, al mismo tiempo, creaba un curioso contraste entre el inicio y el final de la pieza: ésta comienza con una fricción pequeña, íntima, por parte de Agustín Fernández, el pianista, frente a un micrófono, con la misma fascinación con la que los artistas trabajan en sus piezas con sonidos que buscan el ASMR, como Neele Hülcker. Termina con la saturación sonora, un gran tutti que queda engullido por la resonancia de los platillos: el paso paulatino de lo mínimo a lo grande, lo extendido, lo que no deja tregua a que eso mínimo tenga, de nuevo, espacio.
El piano, que era el único instrumento que permanece fiel en las tres Frec, potenció su labor gracias a la percusión y a la flauta, que cuando abandonaba todo atisbo melódico dejó un gran trabajo de efectos sin caer en la mera fascinación o fetichismo del efectismo. No obstante, el cello trabajó con una paleta estrecha de fricciones, que lo situaban en clara distancia sonora con el resto.
Frec 3 es una obra fresca, que abre muchos mundos posibles a explorar. El primero de ellos, el de la recuperación del contacto, de lo matérico. Una especie de traducción en términos sonoros de aquello que nos contaba Valèry de que lo más profundo es la piel.