‘Chi-raq’: risas para la paz

‘Chi-raq’: risas para la paz

Chicago es una bañera que desborda sangre. El downtown, con sus rascacielos, stock options, hombres de traje y cartera y promesas de empleo retractan la ceguera voluntaria de una sociedad que ha elegido ignorar lo más importante: el derecho a vivir en paz.

Las estadísticas de las muertes de soldados americanos en Irak y Afganistán durante los últimos años son el pistoletazo de salida de la película a modo de declaración de intenciones.

Con un extravagante Samuel L.Jackson en su salsa relatando los acontecimientos cual episodios, Spike Lee demuestra una vez más su compromiso inquebrantable para con sus propios ideales no ya solo de defensa de la raza negra sino del abandono de las armas como línea roja imprescindible para asegurar la vida de los hijos y familias americanas.

Envuelto bajo desvergonzadas coreografías y unos ocurrentes lemas protesta, el mensaje del filme es narrado mediante un musical fresco y muchas veces desternillante. Para transmitirlo, se basa en la comedia del comediógrafo griego Aristófanes (Atenas, 444 a.C. – 385 a.C.) “Lisistrata “, en la que un grupo de mujeres toman una medida inesperada en pro de la paz.

En Chi-raq, el genio nacido en Georgia da un giro de tuerca abandonando el tono serio de sus reivindicaciones, retomando la comedia irreverente y agresiva de Haz lo que debas (Do the Right Thing,1989) en su inexorable cruzada por los derechos civiles y la oposición a todo tipo de violencia.

La historia comienza a ritmo de temazo de hip-hop de los de ir agradeciendo con la punta del pie contra el suelo, metiéndonos de pleno en una actuación en un club nocturno de Chi-raq (Nick Cannon), un popular rapero de Chicago con las pistolas y el machismo como leitmotivs en sus temas.

Dos bandas gangs en continua guerra se disputan el dominio de la ciudad: los espartanos, liderados por el propio Chi-raq, y los troyanos, por Cíclope (Wesley Snipes)

La aparición en plena calle de un niño muerto por un disparo de bala y la consecuente desesperación de su madre desborda la situación en la ciudad desatando una revolución de las mujeres de los miembros de las bandas, liderada por Lisistrata (Teyonah Parris)

El filme enloquece y nos brinda grandes secuencias cómicas entrelazadas con otras realmente emotivas, muy bien interpretadas por un John Cusack haciendo de Padre de la iglesia; Cusack demuestra que puede hacer buenos papeles cuando se lo propone (o le viene en gana) y dejar de hacer de él mismo.

Las mujeres toman el protagonismo y adoptan una suerte de ley seca que provocará inmediatas consecuencias, brindándonos momentos hilarantes sin descanso hasta terminar la cinta.

 

El mensaje nos llega alto y claro, implantando su semilla mediante la anestesia de la comedia y algunas lágrimas inevitables. Chi-raq es el contraataque reivindicativo de Spike Lee cuyo desenfado no debería impedir ver el bosque a cualquiera que valore el cine de calidad en cualesquiera de sus variantes, como el de esta gamberrada y sus risas para la paz.

Boris sans Béatrice: terapia contra el egoísmo

Boris sans Béatrice: terapia contra el egoísmo

Llenar el imponente Friedrichstadt Palace de Berlín no es sencillo y menos con un film sin un reparto de renombre y encontrandose ya en su tercer pase del festival. Había, sin embargo, una cierta polvareda levantada de expectativas, en parte por el oso de plata que su director Denis Côté obtuvo en la Berlinale 2013 con Vic+Flo Saw a Bear.

Boris (James Hyndman), un espigado y atractivo adinerado, convive en una mansión idílica junto a su mujer mentalmente ausente a causa de una extraña telaraña de depresión y otras patologías que nadie parece poder certificar, permaneciendo siempre en su propia habitación.

Cuenta con una atención 24 horas de una bella joven muy implicada en su labor, así como de una doctora de altísimo prestigio. No es cualquier paciente, sino una ministra del gobierno canadiense y no son pocos los intereses depositados en su recuperación.

La personalidad egoísta, altiva y arrogante de Boris se pone pronto de manifiesto y se nos va mostrando con cuidada realización los obstáculos que el protagonista cree ver y que no son más que intentos de los demás por ayudarlo a él mismo y como consecuencia a su mujer. Su talante mujeriego contrasta con sus sueños, flashbacks donde su esposa estaba sana y eran plenamente felices. Sin demasiada expresividad, su lenguaje gestual y las cosas que no dice más que las que sí, nos cogen poco a poco de la mano y nos acompañan a lo largo de una película hecha con mimo y mucha dedicación.

Algunas secuencias de gran mérito y belleza visual van dando paso a otras más rudas a medida que crece una tensión equilibrada con toques de humor humildes pero muy imaginativos, que el público de la sala agradecía sinceramente con sus risas. Un aire enigmático y envolvente nos llega a hacer dudar de si todo lo que vemos es real, mientras la música se convierte en un amante ideal en el transcurrir de la cinta; si bien no es protagonista, marca a ráfagas y desde su segundo plano el tempo y ritmo de los acontecimientos.

El castillo de Boris parece desmoronarse con la mitad de la historia ya sobrepasada y la tensión e interés por saber que nos depara el siguiente plano están meticulosamente conseguidos. Muy de destacar es el indescifrable papel de un gran y poco reconocido actor como Denis Lavant (Holy Motors, Mister Lonely), vital para hacer pensar al espectador y convertir un drama en un film especial y con gran trasfondo sentimental.

Un camino en definitiva acerca de la personalidad y aprendizaje del ser humano donde cada pieza se junta metódica y armoniosamente para no solo ser disfrutado sino recapacitado. Boris sans Béatrice consiguió con su honestidad para con ella misma y con la historia que se narra que sus misteriosas expectativas fueran más que justificadas y su visionado más que recomendable.

El regreso de Tarantino: Los odiosos ocho

El regreso de Tarantino: Los odiosos ocho

Foto de  Cultural Resuena de  la proyección del 17 de enero en los cines Phenomena Experience de Barcelona.

La casualidad – o los designios de las distribuidoras – ha querido que este 2016 empiece con dos importantes estrenos situados, al menos de entrada, en el terreno del western. Hablamos de Los odiosos ocho (The Hateful Eight, de Quentin Tarantino) y de El renacido (The Revenant, de Alejandro González Iñárritu). En el caso de Tarantino, se trata de su segunda incursión en el género tras la memorable Django desencadenado (Django Unchained, 2012). El cineasta de Tennessee rescata parte del elenco de su película anterior y esta vez devuelve el protagonismo a un Samuel L. Jackson en estado de gracia. Además, saca del baúl cinematográfico a Michael Madsen y a Tim Roth, que no veíamos compartiendo escena desde que dejaran hecho un cristo el garaje de Reservoir dogs. Por si esto fuera poco, la banda sonora corre a cargo de un peso pesado del género como Ennio Morricone. Muchos buenos presagios que se ven, en parte, truncados por culpa de un lamentable tramo final.

El octavo filme del director de Pulp Fiction transcurre casi en su totalidad en el interior de una mercería perdida en las montañas de Wyoming, donde un grupo variopinto de personajes debe refugiarse de la ventisca. La premisa no podía ser más teatral y por eso sorprende el formato elegido por Tarantino a la hora de filmar la película. Amante del celuloide no sólo en su sentido figurado sino también en el literal, esta vez ha optado por rodar con el vetusto formato Ultra Panavision 70, un mastodonte que no se usaba desde 1965 y que ha obligado a cambiar la lente del proyector al único cine de España que proyecta la película tal y como lo querría Tarantino (la sala Phenomena, de Barcelona). Si rodar una película de interiores en 70 milímetros es, hoy por hoy, el equivalente cinematográfico a grabar un discurso de Mariano Rajoy en 3D, el formato ultrapanorámico sí se revela como un gran recurso que Tarantino usa con maestría. Cuando no opta por el travelling circular al que nos tiene acostumbrados, el cineasta convierte los planos fijos en una larga rendija por la que vemos desfilar (y conspirar) a los personajes.

Hablando de personajes, la gran sorpresa del film es Walton Goggins, que termina metiéndose al público en el bolsillo con su interpretación del ¿sheriff? Chris Mannix. Es él quien se encarga de ponerle el ‘spaghetti’ al western, con unos manierismos propios de un bandido de Sergio Leone y la cara aceitosa y morena a la que nos tenían acostumbrados los americanos postizos que vaciaban su revolver en el desierto de Almería. Por lo que respecta al resto de personajes, la mayoría de los actores que les dan vida están a la altura de las circunstancias. Samuel L. Jackson tiene algunas de las mejores frases de la película y sabe cómo entregarlas; Kurt Russell llena de matices a su caza-recompensas otoñal; Bruce Dern refina el personaje de viejo desorientado que ya había interpretado en la celebrada Nebraska y hasta el mexicano estereotípico de Demián Bichir parece esconder un mundo cuando nos mira de reojo. Da más o menos la talla Tim Roth, aunque su personaje parece una versión descafeinada del que interpretaba Christoph Waltz en Django desencadenado. En el otro extremo, en términos de calidad interpretativa, encontramos a Michael Madsen y a Jennifer Jason Leigh. El primero ofrece una interpretación tan acartonada como su cara y parece que esté allí haciendo un cameo. Jennifer Jason Leigh, por su parte, convierte a su maltratado personaje en una caricatura, ofreciéndonos un lamentable ejercicio de expresiones faciales que parecen sacadas de una película de dibujos animada por un cocainómano.

A pesar de tratarse de la segunda incursión de Tarantino en el western, estamos ante un film muy distinto de Django desencadenado. Lo penúltimo del cineasta era básicamente una película de acción, mientras que aquí nos encontramos ante un thriller psicológico mucho más centrado en los diálogos. Si añadimos el protagonismo de la ventisca, la presencia de Kurt Russell y la sospecha continua de que alguno de los personajes no es quien dice ser, Los odiosos ocho se revela como lo que realmente es: un magistral remake en clave western de La Cosa (The Thing, John Carpenter, 1982). Plano tras plano, diálogo tras diálogo, Tarantino exhibe un incuestionable dominio del suspense y consigue dejarnos pegados en la butaca, preguntándonos una y otra vez quien es el malo de la película, buscando matices en las miradas y en los gestos. Quizás ésta sea la razón por la que las revelaciones del último tramo del film saben a tan poco: la película va alimentando unas expectativas que terminan jugando en su contra, abriendo unas puertas que luego no sabe cerrar. También se produce en este tramo final un inexplicable y brusco descenso de la calidad fílmica, con extenuantes e interminables cámaras lentas propias del John Woo más desfasado, un uso sorprendentemente amateur del gore y unos diálogos que parecen escritos por el becario.

El bajón cualitativo a nivel técnico tiene difícil explicación, pero habrá quien achaque los problemas con el desenlace de la trama a las reescrituras que llevó a cabo un muy enojado Tarantino después de que se filtrara el primer borrador de su guion. En mi opinión, el principal sospechoso de este desastre es el método de escritura que sigue el cineasta americano. En una entrevista reciente para el podcast de The Nerdist, Tarantino revelaba que nunca tiene una estructura en mente antes de empezar a escribir y que confía en su destreza para llevar la trama por buen camino. Este método no está exento de riesgos (como bien recordarán los fans de Perdidos) y es una lástima que en esta ocasión el cineasta haya perdido el rumbo en el último tramo. Dicho en pocas palabras, Los odiosos ocho es una película muy buena con un final muy malo. Si esto es una contradicción o no, es algo que deberá decidir el espectador.

Star Wars: El despertar de la fuerza. Mágico relevo generacional [sin spoilers]

Star Wars: El despertar de la fuerza. Mágico relevo generacional [sin spoilers]

En estos últimos años, pocas películas han acumulado tanta expectación antes de su estreno como la nueva entrega de Star Wars. Ya desde el primer teaser, las hordas de fans de la saga galáctica y los aficionados a la ciencia ficción en general habían empezado a segregar saliva con el plano del destructor estelar varado en las dunas. Había razones para el optimismo: George Lucas y sus malas decisiones habían quedado fuera del proyecto, lo que reducía las probabilidades de que se volviera a caer en los errores de las precuelas. Además, J.J. Abrams, su sucesor, tenía a sus espaldas un más que decente reboot de Star Trek. Sin embargo, tan altas eran las expectativas generadas por los impecables trailers y el bombo de estos últimos meses que una decepción, por pequeña que fuera, parecía inevitable. Pues bien, Star Wars: El despertar de la fuerza no sólo no decepciona, sino que logra un equilibrio imposible entre dos generaciones cinematográficas y narrativas.

Lo que hizo grande a la primera trilogía de Star Wars (1977-1983) fue aunar una impresionante imaginería visual con unos protagonistas con los que establecíamos un vínculo emocional casi desde el minuto cero, logrando que hasta una marioneta barriosesamista como Yoda nos hiciera sufrir al verlo toser. Todo esto se perdió con la segunda trilogía (1999-2005): los efectos visuales sudaban píxeles y los personajes sólo conseguían producir indiferencia o repulsión. No ayudaba en absoluto el guion, escrito en solitario por un George Lucas fuera de control.

Esta vez la tarea de elaborar el grueso de los diálogos ha corrido a cargo de Lawrence Kasdan, quien ya había sido uno de los artífices del libreto de El imperio contraataca (The Empire Strikes Back, 1980) y El retorno del Jedi (Return of the Jedi, 1983), además de una obra maestra como es En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981). La pluma de Kasdan devuelve la chispa y el humor a una saga que se había llegado a tomar demasiado en serio a sí misma, al tiempo que la dota de gravedad en los momentos clave. Compartir guionista principal con El retorno del Jedi también ayuda a que esta nueva entrega no se sienta como un apéndice extraño de la trilogía original, sino como una continuación en toda regla.

Uno de mis principales temores era que la nueva generación de protagonistas no estuviera a la altura de las circunstancias. No en vano, muchos recordamos todavía ese lamentable Poochie con gomina perpetrado por Shia LaBeouf en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008). Afortunadamente, los nuevos personajes de Star Wars: El despertar de la fuerza tienen la consistencia necesaria para resultar interesantes y están interpretados por un elenco más que digno. Daisy Ridley, John Boyega, Adam Driver y Oscar Isaac están a la altura de las circunstancias y logran que sus conflictos internos nos importen. La interacción entre ambas generaciones de personajes funciona: las caras conocidas se ven reflejadas en las desconocidas sin que el conjunto rechine.

En el apartado visual y sonoro también se logra una fusión casi sin fisuras. Si la trilogía original se había resuelto a golpe de maquetas, marionetas y rotoscopio, las precuelas habían caído en el abuso de unos efectos digitales demasiado inmaduros para las aspiraciones de George Lucas. El equipo de J. J. Abrams no comete el mismo error y consigue armonizar la tecnología digital con los recursos tradicionales hasta el punto que a veces cuesta saber dónde acaba la maqueta y comienzan los polígonos. También tiene el acierto de evitar el circo visual: pese a la indudable espectacularidad de muchas escenas, los efectos están ahí para ayudar a avanzar la trama o para dotarla de una capa más de simbolismo, no como meros fuegos artificiales destinados a impresionar a la audiencia. Otro gran acierto creativo es seguir la línea de la tecnología sucia que habíamos visto en la trilogía original: los fuselajes de las naves y sus interiores están llenos de ángulos, los cascos se abollan y los robots rezuman óxido. En el aspecto sonoro, los efectos de sonido clásicos (los blásters, los sables de luz) se intercalan con nuevas y muy acertadas contribuciones (el extraño y escalofriante crujido que se escucha cuando el villano de la película intenta leer la mente de sus víctimas). Asimismo, la banda sonora del incombustible John Williams aúna temas clásicos de la saga con otros que, si bien menores y menos memorables, contribuyen a dar fuerza al conjunto.

Habrá quien critique a J. J. Abrams por no haberse arriesgado más, por haber elegido el camino fácil de la continuidad en lugar de dar un nuevo giro a la saga galáctica. Sin embargo, no sé hasta qué punto esta continuidad puede entenderse como un defecto. Es cierto que la nueva entrega repite muchísimos patrones de la trilogía original, pero se trata de algo que ya sucedía en las dos secuelas que sucedieron a la primera película y tiene todo el sentido del mundo si se entiende Star Wars como una serie creada a base de capítulos semi-autónomos y no como un único título cortado en partes, como sería el caso de El señor de los anillos (The Lord of the Rings, 2001-2003). No parece, por cierto, que nos encontremos ante el inicio de una nueva trilogía, sino ante el cuarto capítulo de una serie de seis, con las precuelas relegadas a un prescindible prólogo. Esto explicaría por qué en el título oficial del film no aparece ‘Episodio VII’ por ninguna parte. Es así, escondiendo los midiclorianos bajo la alfombra, como J.J. Abrams y su equipo han logrado devolver a la serie la magia que había perdido décadas atrás. Star Wars: El despertar de la fuerza es cine de aventuras del más alto nivel y un estupendo relevo generacional en una multiplicidad de sentidos.

Ciencia ficción y materialismo (II): The Martian

Ciencia ficción y materialismo (II): The Martian

Continuamos el comentario sobre el ímpetu materialista que se puede apreciar en el cine de ciencia ficción de Hollywood más reciente al representar el espacio, ahora centrándonos en The Martian. En el anterior artículo comentamos cómo Gravity (Alfonso Cuarón, 2013) abrió una línea de exploración narrativa marcada por la idea de que mostrar de forma radicalmente realista la extrañez e imprevisibilidad de los movimientos en el espacio, lejos de la gravedad terrestre, proporcionaba ya un nudo argumental suficiente como para urdir una trama, si bien en aquel caso esto se reducía a un survival bastante plano. Por su parte, Interstellar (Christopher Nolan, 2014) quiso recuperar las grandes preguntas de la ciencia ficción asumiendo el reto de la representación realista del movimiento en el espacio. De esta manera, se reducía en definitiva la idea materialista (tan presente en el imaginario contemporáneo) de que el control del universo es algo que nos excede: nos venía a decir implícitamente que, aunque sea muy difícil y nos tengamos que enfrentar a realidades totalmente ajenas a nuestro entendimiento intuitivo (terrestre), en definitiva, sí que es una cuestión de tiempo que podamos someter el universo a los intereses (y conflictos) humanos. Hay materialismo, pero domesticado: recordemos que el materialismo es, en este sentido, el hecho de que la representación realista de algo típicamente ignorado tenga consecuencias insoslayables. (más…)