La XIII edición de Documentamadrid nos deja a su paso, como de costumbre, una selección conservadora con algunos documentales interesantes. El que hoy reseñamos no destacaba entre la programación, sin embargo, me parece interesante hablar de él por lo peculiar de sus circunstancias.
Su director, Will Allen, tras graduarse en cine en la universidad, comienza un proceso de búsqueda existencial que le lleva a pasar 22 años viviendo en una peculiar secta. Tras salir de ella firma Holy Hell, su primera película (propia), llena de valiosos fragmentos y testimonios de todo aquel periodo. Hacer una película es un proceso transformador, y creo que las películas tienen siempre algo de exorcismo de su autor, de sacar afuera obsesiones y fobias. Terminar el proyecto como catarsis personal, independientemente del resultado obtenido, demuestra que el cine a veces es útil y lo interesante de la creación como acto terapéutico y liberador. En éste caso ese exorcismo es la función fundamental de una cinta bastante convencional en su forma (quizá por ello triunfó a su paso por Sundance, donde hubo quien la consideró nueva cinta de culto, probablemente la principal razón para llegar a Documentamadrid). Como sucede tristemente en muchos casos, la sinopsis de la película es más atrayente que su ejecución.
En la primera secuencia se da una sucesión alucinatoria y maravillosa (quizá lo mejor del metraje) de imágenes de baja resolución y alto contenido psicodélico que más allá de su fetichista estética vaporwave, fueron generadas desde la inocencia y el convencimiento pleno de promocionar una comunidad, donde nuestro protagonista desarrolla lazos profundos de amistad con sus compañeros. Estas imágenes son un testigo precioso de aquella estética excepcionalmente bizarra: todos son jóvenes musculados, chicas perfectas en bikini ultra bronceadas, bañándose en playas paradisíacas, comiendo, riendo, tocando canciones y amándose (sin sexo, pues la castidad es una de las normas del grupo), y sin drogas de ningún tipo. Pero algo extraño late detrás.
Durante todos estos años, el cineasta militante pone su talento al servicio de una ideología y crea gran volumen de video promociones y propaganda para el grupo, aunque estos videos son una parte muy pequeña de la excentricidad que inunda las prácticas de la secta. La comunidad llega a construir, en un momento de especial megalomanía de su líder (bailarín, asceta, célibe, ex actor porno dado ahora a la castidad) todo un teatro con sus propias herramientas y desarrollan durante un año una función de ballet que solo se representará una vez, para ellos mismos. Toda esta parafernalia me recuerda dos cosas: el valor de la autocrítica y el modo en que Hollywood contamina con sus procesos nuestras mentes.
Holy Hell hace un uso bastante desacertado de la música, quizá la razón de mayor peso para relegarla a la planitud discursiva: la música dirige las emociones todo el tiempo, indicando qué pensar, qué sentir, al compás de la propia estructura de la película, una suma supuestamente dialéctica de ideas maniqueas, carentes profundidad, en lo que podemos denominar abreviadamente como guion clásico de Hollywood. Esta forma de utilizar el sonido y el montaje, tan propia del mainstream norteamericano, convierte a la obviedad en el mayor defecto de una cinta cuyo discurrir toma al espectador por un idiota incapaz de ver qué hay de tenebroso detrás de ese extraño líder, cuando esa tensión convive ya en su propio rostro desde el inicio. Por no mencionar el mal uso del material archivo o la entrevista, intercalados, obvios, predecibles, extremadamente justificados, o la exposición de conclusiones finales sobre el estado psicológico pirado del perverso líder, que hacen de Holy Hell un panfleto, un producto adecuado a la medida de la televisión (y desgraciadamente, esto es algo malo) igual que un Picasso está hecho a la medida del despacho de un banquero. Me pareció curioso cómo una película que critica un sistema de pensamiento único se inscribe formalmente, a su vez, en otro paradigma artístico/industrial/estético cerrado, sobredirigido y con aspiraciones hegemónicas.
Más allá de sus debilidades, la película retrata acertadamente hasta qué punto estamos dispuestos a llegar como seres humanos en nuestra necesidad de aceptación, de integración en la comunidad, y esto nos ofrece un espejo útil para entender los mecanismos generadores de la moral y las relaciones de poder en nuestra propia sociedad, desdibujando las fronteras de lo que es una secta con aquello cotidiano que damos por normal (los integrantes de esta comunidad toman como natural y necesario atender cualquier capricho de su líder, aunque hayan olvidado por qué).
En la película, la comunidad celebra cada cuatro años un ritual que denominan “recibir la iluminación”, donde el maestro introduce en sus cuerpos la energía de dios, sin drogas ni trucos de ningún tipo, presionando con el pulgar en su frente, y ellos convulsionan, arrodillados, sintiendo realmente la catarsis. A mi me recuerda a la forma en que vemos a veces el cine como espectadores, cuando olvidamos el juicio crítico y la predisposición a disfrutar y ser conmovidos es tan fuerte que alcanzamos el objetivo en forma de profecía autocumplida. Pagar por la experiencia y que te la entreguen, ya prefabricada, cerrada y bonita. Volver a casa, dormir tranquilamente. Será cómodo, será fácil, pero el cine es algo más. El cine documental puede ser un contrarrelato, un anti relato, una herramienta poderosa, capaz de hacernos comprender y cuestionar nuestros más profundos convencimientos. Lo interesante de Holy Hell quizá sea el uso que hace su protagonista y creador de su propia práctica fílmica para integrarse en dos sistemas, primero el microcosmos sectario y en segundo lugar el retorno al mundo de la supuesta normalidad, aquel al que todos consideramos pertenecer hasta que se demuestre lo contrario.
Con motivo de la exposición ‘All Yesterday’s Parties. Andy Warhol, música y vinilos (1949-1987)’ que tiene lugar en el MUSAC hasta el 4 de septiembre, vamos a recoger parte del trabajo del controvertido artista en relación a la música y su relación con la obra de otros artistas de diferentes campos.
Sin duda Warhol fue uno de los máximos exponentes del Pop Art, el cual supuso dar un paso más allá de las vanguardias aparecidas hasta entonces y significó poder hacer arte con cualquier cosa, con cualquier objeto, ya que podía ser considerado arte sin tener un lugar exclusivo como ocurría con las antiguas obras de arte. En esta nueva forma de expresión el urbanismo fue uno de los temas más importantes, guardando una cierta relación con el Futurismo, y las técnicas utilizadas se basaron principalmente en el mecanizado o el semimecanizado.
En el caso de Warhol, se valió de iconos fácilmente entendibles por el gran público a través de formas y colores llamativos que estaban basados en objetos de la vida cotidiana, como es el caso de las famosas Campbell’s Soup Cans(1962) o Brillo Box (1964). Es precisamente esa cultura popular en la que se basó lo que le llevó a trabajar con el tema de la música popular.
Uno de los trabajos más conocidos de Warhol probablemente sea la portada del disco de The Velvet Underground & Nico (1967), -grupo del cual fue manager- con la imagen de un plátano con el provocativo mensaje «Peel slowly and see». Sin embargo, vamos a hacer un recorrido por la portada de un disco tal vez menos conocida, en este caso una que está basada en una composición de música clásica.
Una de las primeras portadas que hizo para una discográfica fue la de la cantata Alexander Nevsky op. 78 para coro, mezzosoprano y orquesta de Sergei Prokofiev, bajo la dirección de Eugene Ormandy para Columbia Records en 1949. Esta composición está basada en la banda sonora que el compositor ruso creó para la película homónima del director Sergei Eisenstein en 1938. El tema patriótico fue exaltado durante el régimen de Iósif Stalin y este pidió a ambos artistas que crearan una obra que pusiera de manifiesto el peligro de una invasión alemana nazi, así como la importancia de un líder poderoso y salvador de su pueblo. La trama está basada en uno de los caudillos de la historia de ese país: Alexander Nevsky (1220-1263), quien defendió el territorio de la antigua Rusia de la invasión sueca en el río Nevá al noroeste del país y posteriormente contra la Orden Teutónica que había invadido dos ciudades también del noroeste. Una de las escenas principales de Eisenstein está basada en la batalla del lago Peipus, donde Nevsky con su ejército ruso ortodoxo derrotó a los teutones católicos.
La importancia de la película se amoldó a las conveniencias políticas soviéticas, ya que el 23 de agosto de 1939 la URSS y Alemania firmaron el conocido como Pacto Ribbentrop-Mólotov -por el que no habría agresión mutua y tratarían de resolver sus conflictos de manera pacífica- y la película fue retirada. Sin embargo, tras la invasión alemana en junio de 1941, volvió a proyectarse como propaganda del régimen soviético.
Esta cantata es un arreglo de la banda sonora de la película y se divide en siete partes:
Rusia bajo el control mongol.
Canto sobre Alexander Nevsky.
Los cruzados de Pskov.
Levántate, pueblo ruso.
La batalla sobre el hielo.
El campo de los muertos.
La entrada de Alexander Nevsky sobre Pskov.
En esta obra el compositor utilizó una música descriptiva que va narrando las diferentes partes y escenas a través de pasajes contrastantes. Entre otros recursos, los diferentes personajes están caracterizados a través de diversos temas como por ejemplo el pueblo ruso mediante algunas melodías tranquilas o el ejército nazi con otras marciales. Pero es sin duda La batalla sobre el hielo la parte más extensa de esta cantata, ya que tuvo una gran importancia histórica.
Es por ello que Warhol diseñó una portada utilizando la impresión con relieve y tipografía en la que aparecen guerreros luchando sobre una superficie de color verde con fondo blanco que representa la batalla sobre el hielo. Los guerreros rusos están representados como en la película: con cascos con forma puntiaguada y un león en sus escudos mientras que los guerreros alemanes llevan unos yelmos más redondos y el blasón de la cruz en sus escudos.
Sin embargo, entre 1955 y 1960 se modificaron algunos materiales se utilizó un método diferente de impresión, así como colores más brillantes (naranja, verde y rosa) para conseguir una mayor nitidez en la imagen.
Pocos medios más potentes que la música como creadora y desarrolladora de ideas, sentimientos, sensaciones…y de vida. John Carney (Dublín, 1972) tenía que haber sido músico (The Frames, 1991-1993) irremediablemente antes que director para conseguir dotar a sus películas de ese amor y esa pasión por la música que se refleja en ellas. Con mucho talento y un presupuesto de apenas 160,000$ – algo más de 140,000€- salió adelante en el 2007 y rodada en su ciudad natal “Once”, su cuarto largometraje y el proyecto por el cual el artista irlandés se hizo un nombre en el panorama internacional; el filme recaudó más de seis millones de euros en apenas tres meses y entre decenas de galardones, un Oscar bajo el brazo a la mejor canción original por la maravillosa pieza “Falling slowly”. Su protagonista, Glen Hansard, es en la vida real cantante y guitarrista de la arriba mencionada banda, lugar donde Carney y él se conocieron.
El cine irlandés viene gozando en las últimas dos décadas de una salud envidiable, gracias a una generación de oro de realizadores que nos regalan pequeñas grandes historias y un mimo a la hora de abordarlas muy diferenciable de la habitual impostura del cine americano actual y la sobriedad del inglés. Neil Jordan, Jim Sheridan, Ken Loach, Steve Mcqueen, Lenny Abrahamson, John Carney…una lista en continuo crecimiento.
Carney estudió en la escuela de secundaria Synge Street CBS de Dublín, homenajeando con su nombre a este último film, en el que plasma sus propias experiencias de la adolescencia. Sing Street (2016) -ambientada en la capital irlandesa de los 80- recita acerca del poder de la música como conductor de vida entre personas humildes y mundanas, con sus problemas y sus miserias, siendo el salvavidas para su protagonista, el empuje de un soplo de aire puro para encontrar un sentido y una vía de escape, donde las relaciones humanas lo son todo pero siempre con la música como actor principal.
Once fue una romántica artesanía musical indie, que desbordaba sentimientos con un reparto anónimo y que nos encandiló con sus canciones, convirtiéndose desde el primer instante en película de culto. Su debut norteamericano Begin Again (2013) tomaba Nueva York como sede y con actores de altura, dejándose impregnar por el sello Carney, para conquistarnos otra vez y cantarnos con la colaboración de Adam Levine -Maroon 5- que todos somos estrellas tratando de iluminar la oscuridad (Lost Stars). Sing Street vuelve a casa, a Dublín, relatando en claves de humor e ingenio la historia de Conor -interpretado por Ferdia Walsh-Peelo– un introvertido joven de 14 años de una familia humilde en plena crisis. En el filme, el muchacho decide formar un grupo musical para impresionar a la modelo enigmática (The Riddle of the Model), una guapa chica mayor que él, quien se planta cada día maquillada y provocativa en las escaleras de una calle delante de su colegio, con expresión de esperar a alguien, desconociendo el ingenuo Conor la verdadera profesión de la “modelo”.
Carney repite una vez más con éxito la fórmula “vamos a montar una banda”; con un talento notable, consigue envolver de nuevo a una historia que nos es familiar de un aire novedoso y sin pretensiones. Abandona en esta ocasión su característico tono esbelto y melancólico del amor en la madurez, pues su protagonista está en edad entre niño y proceso de adulto; enfoca el filme desde el prisma del humor tierno que generan las primeras relaciones, en las que nos vemos reconocidos en nuestra propia adolescencia. Las continuas referencias a los grupos e hits estadounidenses de los años 80 encajan a la perfección en la ambientación de la película, donde parte importante de su triunfo lo tiene Brendan (Jack Reynor), el hermano mayor de Conor, cuya habitación se asemeja a un museo de la música de la época.
Si bien la primera mitad de la película respira un aire fresco a través de un humor imaginativo y desenfadado, en su segunda retoma el dramatismo indie que Carney tan bien sabe hacer, pero los clichés y algunos altibajos en el ritmo de la historia le restan unos puntos de potencia visual y auditiva que hasta el momento venía acumulando: durante el progreso de la historia, la falta de autenticidad entra en escena, en parte por un desarrollo demasiado acelerado del crecimiento de su protagonista. Remonta sin embargo la cinta y consigue mantenerse alto gracias a la evolución del papel de la modelo (Lucy Boynton), quien se marca una recta final de película excelente y pasa a soportar el peso del relato.
Las impresiones que deja esta cinta tras su desenlace son un tanto contradictorias. A este respecto y un tiempo posterior al estreno del filme, el director irlandés expresaba su opinión en una entrevista, donde se lamentaba de que la audiencia no había parecido entender su intención en la manera de terminar la historia, a lo que añadía que a una parte de él le gustaría haberla rematado de otra manera bien distinta. Estos apuntes me parecieron muy reveladores para apreciar las bifurcaciones de su todavía corta pero ya destacada carrera.
Durante los siete años que separan a Once de Begin Again, John Carney rodó dos películas más: una comedia de humor absurdo y una de terror que bailaba entre el pavor y la sensualidad; dos géneros muy distintos, dos filmes que no entusiasmaron donde abandonó a la música como leitmotiv, tras lo que decidió retomar la fórmula del éxito rodando esta vez en Estados Unidos. Ahora, parecería que su paso por aquellas tierras le ha inoculado parte de esa impostura americana de la que hablábamos al principio y que podría aproximarle al artificio en futuras cintas.
Pese a todo, deberíamos y debemos mantener el foco y las expectativas, porque así se la ha ganado a pulso, en el artista dublinés, creador de un género único en un mercado abarrotado de filmes de géneros ya creados; en definitiva, nos muestra en Sing Street una vez más una historia que nos suena, pero con un sello emotivo y encantador; canciones y personajes llenos de vida y de un potente transmisor de sonrisas de cansancio tranquilo. Un relato que recompensa con gratitud su visionado y una filmografía, la de su director, que merece un adentramiento para quienes ahora le han descubierto. Intuimos que no olvidará cual es el verdadero protagonista de sus películas. Ya lo decía Nietzsche: la vida sin música sería un error, así como el cine actual contemporáneo sin la pasión por la música de John Carney.
Fuentes: The Verge, entrevista de Tasha Robinson a John Carney el 16 de abril de 2016
Normalmente, un remake no es más que el intento de crear una novedad allí donde ya existe un producto cultural definido. La necesidad de esa novedad hace que Hollywood esté siempre necesitando producir nuevos relatos. Pero cuando la producción de cultural empieza a encontrar sus límites, lo que le queda es la creación de la apariencia de novedad. En ese instante, lo que se presenta intenta mostrarse como completamente nuevo. Sin embargo, es muy fácil descubrir dónde está el truco. En este caso concreto, como ocurre también en The Force Awakens, el salto generacional se usa para presentar al nuevo público aquello que ya fue novedad hace mucho tiempo. Lo único que demuestra esta pequeña trampa es que, poco a poco, la industria cultural va encontrándose con que todo lo que tenía que contar y producir ya empieza a agotarse.
Por eso, si la película original de los 90 todavía tenía una cierta ingenuidad en la historia de cuatro surferos que atracaban bancos para poder dedicarse a viajar por el mundo en busca de la ola perfecta, en este nuevo relato la ingenuidad se ha perdido. Ahora se trata de cuatro deportistas de élite que viven por y para los deportes de riesgo. No faltan los esponsors y las fiestas en yates de lujo. Lo que en el primer caso se entendía desde una cierta relación new age con el océano a través del personaje principal de Bodhi, aquí se sustituye por la mística de la naturaleza y la necesidad de rendir tributo a su fuerza.
Secretamente, la intención del nuevo Bodhi y su grupo es cumplir con las «8 de Ozaki», una leyenda inventada por la propia película que consiste en 8 pruebas físicas en la naturaleza con las cuales se rendiría el tributo necesario a la fuerza primigenia de la Tierra, consiguiendo así un tipo de lucidez espiritual y de comunión entre el sujeto y la tierra. Obviamente, la relación con la naturaleza y su mística aparece mediatizada por la estética capitalista y postmoderna de los deportes extremos. La adrenalina y el riesgo están siempre subsumidas en esa forma de experiencia casi chamánica con las fuerzas naturales.
Pero hay otra misión más profunda: luchar contra la destrucción ecológica del planeta. Para ello, no sólo roban dinero de los ricos para repartirlo entre los pobres (la enésima ejemplificación del mito de Robin Hood, pero ahora con tatuajes y músculos) sino que atacan las formas de explotación de la naturaleza, buscando recobrar una armonía preestablecida originaria. Así, esta nueva versión intenta rizar el rizo de una forma más bien artificial: si la primera conseguía dejar la conciencia más o menos subversiva en un deseo de poner por delante una vida basada en la autenticidad, aquí queda absolutamente mediatizada por una forma de entender la naturaleza ingenuamente romántica.
Obviamente, una apuesta de este tipo tiene que acabar en tragedia según el relato de Hollywood. La vitalidad de esa especie de «romanticismo revolucionario» parece que siempre se tiene que confrontar con el límite de la ley. Pese a que el agente del FBI Johnny Utah comparte la pasión por la adrenalina y el riesgo debido a su pasado como deportista extremo, al final acaba sucumbiendo a la razón. No piensa en la idoneidad de los «crímenes» de Bodhi; simplemente están fuera de la ley, y como tal tienen que ser perseguidos. Un concepto de razón profundamente autoritario y ligado al derecho empírico triunfa por encima de la propia pulsión romántica.
Pero, ¿y qué pasaría si el final del relato fuera otro? ¿Qué pasaría si la audacia y el atrevimiento, más o menos ingenuo, no tuviera que enfrentarse necesariamente con la ley y con la categoría de delito? ¿Qué pasaría si fuera posible ganar? La ideología de la industria cultural no puede permitir mostrar de ninguna forma que el capital pueda ser vencido, ni que pueda existir la victoria frente a los que se arriesgan por derrotar, aunque sólo sea de forma ínfima, el modo de explotación. En su lugar, es capaz de disfrazar una victoria por la fuerza como si se tratara de un destino inevitable. La tragedia es el final necesario para aquellos que intentan luchar con lo que debe ser. Por eso, pese a toda su pátina más o menos progresista de denuncia de la degradación ecológica se esconde, como casi siempre en estos casos, el mensaje de que dicha degradación es absolutamente inevitable, y que es la tragedia y el límite lo que le espera a aquellos que piensan que la historia pertenece a quien la hace.
«I don’t think I’m capable of answering problems that have been here for many years. But I think the best I can do is present them in a way where one wants to solve these problems.» Charles Burnett
Aprovechamos la reciente publicación del libro “Charles Burnett, un cineasta incómodo” por Shangrila en colaboración con Play-Doc para adentrarnos en la figura de un cineasta imprescindible y poco conocido en nuestro país.
El libro reúne una larga entrevista de 60 páginas así como varios artículos académicos.
Killer of Sheep es el primer largometraje del director afroamericano. Consagrada como película de culto, fue escrita como trabajo final de máster en UCLA y grabada en fines de semana a lo largo de cinco años (entre otras cosas, por el encarcelamiento de uno de los actores).
El valor increíble de esta película no solo reside en el contra-relato que plantea sobre los estereotipos de los negros en Hollywood, nos encontramos también ante una obra cargada de una maravillosa gramática experimental. La Biblioteca del Congreso de los EEUU la declaró como tesoro nacional para su preservación (no tanto por lo de experimental, sino más probablemente por apaciguar su conciencia de clase-raza explotadora y dominante).
Para su rodaje, Burnett escogió historias reales de afroamericanos de clase obrera (amigos y conocidos) y les hizo recrearlas. A pesar de que el reenactment esté muy en boga en nuestros días, ensalzado por grandes obras como el díptico de Joshua Oppenheimer o la figura Pedro Costa, el origen de éste método se remonta a tiempos tan remotos como 1914 (adelantándose incluso a Flaherty, quien dirigía a los esquimales), fue el año de estreno de In the Land of the Head Hunters, primerísimo intento. En 1998 el austríaco Michael Glawogger lo utiliza para ofrecernos un retrato global de la marginalidad en Megacities. Volviendo a Burnett: aunque hay quien relaciona Killer of Sheep con el Cinema Verité francés o incluso el Neorrealismo italiano, el autor se inscribe en el movimiento L.A. Rebellion (Los Angeles School of Black Filmmakers, directores afroamericanos que de mediados de los 70 a finales de los 80 quisieron combatir los clichés racistas de Hollywood creando obras que reflejasen su cotidianidad y circunstancias reales). Podríamos enmarcar, (por su vocación de reenactment, quizá)a nuestra película en el cajón de sastre de la docu-ficción, pero lo cierto es que éste trabajo extraordinario trasciende clasificaciones.
La vida de una familia de clase trabajadora ejerce como centro gravitacional de un mundo hecho (de) polvo, sangre, miseria, música y desesperanza. Es extraño apreciar cómo la película, en lugar de estar compuesta por una suma forzada de escenas y acontecimientos, actúa como un organismo complejo, completamente conectado: las diferentes facetas de la estructura socioeconómica de la precariedad de la clase trabajadora, y la cultura asociada que engendra, conectadas como comunidad en un mismo espacio-tiempo cinematográfico. Así, navegamos indiferentemente entre infancia, violencia, juego, comunidad, resignación, erotismo, y el matadero como alegoría del rebaño social de ovejas que van juntas, apelotonadas, hacia la muerte, sin más explicación ni conciencia de clase. Son abundantes los elementos que apuntan a la naturaleza de una película profundamente marxista.
El juego interpretativo amateur de los actores adultos (personas que se interpretan a sí mismas, visiblemente forzadas) frente a la espontaneidad sin control de los niños, están envueltos en una forma estética sublime: las posiciones de cámara y la segmentación de la acción-tiempo son totalmente magistrales. Lejos del fallo técnico, sus saltos de raccord, desenfoques y reencuadres recuerdan a la frescura de un joven Cassavetes. Frente al cine de altos presupuestos, Killer of Sheep y su sucia imagen 16mm emanan una autenticidad inalcanzable a los estándares hollywoodienses de rígido canon técnico. El organismo es una bestia, y la bestia está viva, ruge, muestra los dientes y corre hacia nosotros.
Navegar a medio camino entre documental y ficción, con decorados naturales, no es impedimento al director para lograr una puesta en escena que le revela enorme conocedor del arte cinematográfico narrativo. Lo genial es que a veces el curso de la acción cambia, y otras veces no ocurre nada, volviéndose la circunstancia transparente, permitiendo ver el problema social que late en su interior. Además, y esto no es necesariamente una obviedad, se trata de una película de cuerpos que se mueven, todo el tiempo, de una forma particular, como animados por una fuerza vital apabullante, o en ocasiones una delicadeza estremecedora. El movimiento de los cuerpos en el encuadre, sumados genialmente en el montaje, hacen la experiencia de disfrutar la película un placer de doble y triple lectura, bañado por el buen manejo en la ecuación de las palabras: pocas dicen mucho. Cada elemento significativo es controlado con tal dominio que resulta desconcertante pensar en su condición documental (y por tanto, quizá, fuera hora de comenzar a disociar definitivamente las ideas documental e improvisación, o más aún, reconocer la dificultad de definición del documental).
La música es un factor fundamental, utilizada de una forma que hoy día sería considerada a contracorriente del documental contemporáneo (si es que existen las modas). Las canciones se suceden todo el tiempo sin cesar, irrumpiendo y cortándose de repente, tanto en la banda sonora como cantadas por los propios personajes, especialmente los niños. La música es indisoluble de la cultura retratada. La banda sonora es abundante, va desde jazz a blues a ópera, desde Dinnah Washington, hasta Gershwin o Rachmaninov, una música que hace agridulce lo amargo y da belleza a la tristeza. Dota a toda la película de un tono que quizá sea lo único que hace que no queramos pegarnos un tiro, aparte de los niños. Uno no puede evitar pensar en las muestras culturales que llegan a la burguesía del momento, emanadas de otro mundo en profundo contraste con el primero: el universo sin escapatoria en el que residen los obreros protagonistas, cuya escasez material impregna toda circunstancia vital, desde lo cotidiano del trabajo (alienante) al sustento y configuración de sus familias, hasta sus comportamientos sexuales, hasta sus juegos infantiles.
Así es como, poco a poco, vamos entendiendo que esta familia retratada es una representación honesta de todo un estrato social (la honestidad en el trato a los actores era una de las pocas reglas del director toma estrictamente, y una diferencia radical con el tratamiento que Hollywood hace de cualquier realidad). Los niños se ven pronto enfrentados al peligro que supone el mundo, a los conflictos entre hombres y mujeres adultos. En este mundo acechado por la delincuencia como salida fácil y peligrosa, el obrero se enfrenta al obrero, unos se aprovechan de otros, sobreviviendo de pequeños trapicheos, mientras que todos en conjunto conforman esa galaxia de los dominados por su lugar en la estructura de poder socioeconómica. Son los explotados, los condenados a vivir al borde de la pobreza, cuya necesidad de supervivencia no deja lugar a la reivindicación de una mejor vida (y no, aquí no hay sueño americano que valga).
Me quedo con una imagen: la del padre abatido, en la cocina, el padre que renuncia al sexo con su mujer porque no pueden permitirse más hijos, su mujer al borde del llanto de frustración, frustración que expiró del rostro del padre aplastada por el peso insoportable de una esclavitud a su presente, sin solución, sin respuesta. Y la pequeña hija de cuatro años, que masajea sus hombros agotados, colocada en el centro, manteniendo con su inocencia el equilibrio de una vida que es cárcel, cadena perpetua. Esa vida es la que Charles Burnett, al retratar, reivindica como problema fundamental de los negros de su país. No nos queda tan lejana, esa vida precaria y miserable. He aquí la necesidad de esta película: mientras exista el capitalismo, seguiremos necesitando éste cine. Luego ya veremos.