El escritor y crítico cultural Carl Wilson sorprendió con un libro diferente con un título distinto, Música de mierda (2016), en el que va desentrañando una serie de cuestiones que se fue planteando a nivel personal y que a su vez plantea al lector. En mi caso esta podría ser una historia de amor en la que libro ve a chica, chica ve a libro con título atrevido, sonríen y acaban juntos, ya que el título Música de mierda es más que llamativo pero la verdadera intención del autor está en su subtítulo: Un ensayo romántico sobre el buen gusto, el clasicismo y los prejuicios en el pop.
Este libro comienza con un prólogo de Nick Hornby, autor de High Fidelity (Alta fidelidad), quien ensalza el trabajo de Wilson. Eso no me dijo demasiado porque aunque sé que Hornby es un gran melómano, después de leer su obra tengo mis reservas con él. Sin embargo, Wilson nos descubre su odio -tal cual- hacia Céline Dion por ser como es y sobre todo por la música que interpreta, por lo que nos cuenta sus motivos para albergar esos sentimientos. Aquí en parte le entendí porque quien no haya padecido durante todo un año My Heart Will Go On -tema principal de la película Titanic (1997)- en todas partes sin cesar, no puede apreciar el bombardeo musical exacerbado que hizo que a día de hoy esa canción sea probablemente la única que no soporto escuchar.
Para ello, el autor se plantea una serie de cuestiones en relación al gusto que le hacen indagar en diferentes aspectos. Comienza este ensayo planteándonos el entorno familiar y social de la joven de la preciosa ciudad de Quebec (Canadá) que inicia su carrera como cantante y gana concursos internacionales. También nos descubre el entorno musical en el que creció y el particular mundo musical de esa ciudad que le ha aportado características que, según el autor, no han sido comprendidas por mucha gente.
Hay un capítulo especialmente interesante, «Hablemos de gustos», en el que hace un visionado -tal vez demasiado general- sobre la estética del gusto tomando como referencia la experiencia de los artistas rusos Vitaly Komar y Alexandir Melamid sobre una aproximación a la objetividad mediante una votación por Internet sobre las canciones más y menos deseadas pero solo en Estados Unidos, en el que llegaron a una serie de conclusiones como que el arte no es democrático porque quienes crean sus criterios y sus leyes son quienes realmente tienen el poder, lo que nos llevaría a la conclusión de estar inmersos en una sociedad musical totalitaria. O también se basa en filósofos como David Hume, Immanuel Kant y cómo estos allá por el siglo XVIII trataron de definir en qué consiste el gusto. Basándose en algunas de las ideas de Kant, el crítico de arte Clement Greenberg dijo que la ideología del Romanticismo sobre el arte lo había dotado de un estatus sagrado, además de añadir que nos gusta aquel tipo de arte que nos proporciona placer.
Entonces ¿este libro aclara al fin en qué consiste el gusto? No. Wilson le intenta dar una explicación basándose primero en su experiencia, tanto musical como personal hasta el punto de rozar en determinados pasajes un (auto)psicoanálisis. También en ocasiones tuve la sensación de estar leyendo a uno de esos pseudoculturetas que proliferan sobre todo en las redes sociales (estos son, para mí, aquellos seres que critican de manera generalmente cruel y tosca cualquier tipo de expresión -aunque en este contexto me refiero a la artística- sin haber sido estudiosos de aquello que critican ni dedicarse a ello). Porque tal y como él nos cuenta, este autor caía en muchos estereotipos y prejuicios musicales (y de qué manera) antes de ser uno de los objetos de su ensayo. Sin embargo, dejando esos párrafos a un lado, el autor expone de manera general teorías y planteamientos sobre todo de filósofos (aunque en el caso de Theodor Adorno, me pareció que se quedaba más en la superficie que con otros autores) que van enriqueciendo su descubrimiento y acercamiento personal en lo concerniente al gusto ejemplificado en las canciones de Céline Dion para acabar admitiendo la evolución estilística y musical de la cantante, así como su acercamiento a determinados temas de su compatriota. Además, en la última parte del libro podemos leer la interesante crítica que hizo sobre la reedición del disco Let’s Talk About Love para la revista 33 1/3. En ella también podríamos plantear que los engranajes (de la industria discográfica) de cualquier interpretación no solo pasan por los productores y los artistas, sino que intervienen otros muchos profesionales, como los olvidados por Wilson: los compositores y los arreglistas, quienes saben perfectamente por qué, para qué y para quién componen.
Al final este libro me sirvió para (re)plantearme cuestiones en relación a una serie de temas y me quedo con la reflexión que pueda surgir con la siguiente cita del filósofo Boris Groys: «hoy no es el observador quien juzga la obra de arte, sino la obra de arte la que juzga -y a menudo condena- a su público».
¿Saben esa sensación -extrañísima- cuando algo en lo que habíamos puesto muchas expectativas es mejor que la promesa de esas expectativas? Pues eso es lo que ha sucedido en Tenerife y Gran Canaria con la representación de una obra fundamental para la historia de la música, los Gurrelieder de Schönberg en la que se han unido por primera vez la Orquesta Sinfónica de Tenerife con la Orquesta Filarmónica de las Palmas de Gran Canaria y con el Coro de la ópera de Tenerife y el Coro Filarmónico eslovaco.
Josep Pons, a la batuta, comenzó en sendos escenarios de las islas capitalinas, con gran rotundidad, pese a la facilidad que tiene el inicio de convertirse en un tema pastoral. Creo que en la interpretación de Pons hay una tendencia a encontrar la circularidad entre el inicio y el final de la obra de Schönberg, en la medida en que la obertura y el preludio precedente a “Des Sommers Wilde Jagd” presentaban gran continuidad. Asimismo, rechazar el inicio como pastoral hace que también se vincule con el sonido de las flautas de “Tauben von Gurre!”, donde nos percatamos que Schönberg pinta la tragedia desde el inicio mismo de la partitura.
En ambos conciertos, la orquesta huyó del color atmosférico -típico de algunas versiones- para tener su propio protagonismo. Al igual que el corcel desbocado de Waldemar, a veces el sonido era más potente de lo que las voces de los solistas podían resistir, especialmente en el fortissimo de “Ross, mein Ross!”, en el que Nikolai Schukoff, como Waldemar, al compartir tesitura, era casi inaudible. Schukoff mostró su color más delicado en “Du wunderliche Tove” (a mi parecer una de las intervenciones más bellas de la partitura), con un especial énfasis en el nombre de Tove como premonición de su muerte. Irene Theorin, en el papel de Tove, demostró la contundencia de su voz, aunque teatralmente quedó por debajo de Schukoff, mucho más entregado a su papel de enamorado. En ese sentido, faltó complicidad entre ambos. Aunque no sea una ópera sensu stricto, se agradecen ciertos guiños gestuales a la narración. La aparición de Charlotte Hellekant fue uno de los momentos estelares de ambas noche, con una interpretación de la paloma del bosque llena de dramatismo, patética en su justa medida (de pathos, ¿eh?), con una excelente construcción de su tema de quasi-rondo (“Weit flog ich, Klage sucht’ ich, fand gar viel!”).
Irene Theorin como ToveNikolai Schukoff como Waldemar
Eché de menos que la pausa hubiera sido entre la segunda y la tercera parte, algo con más sentido por la historia y la música, pues la intervención de la paloma termina de la misma forma en la que comienza la intervención monográfica de Schukoff en la segunda parte “Herrgott, weisst du, was du tatest”. Ésta, también construida con grandes forti, fue mucho más equilibrada a nivel de volumen sonoro en ambos escenarios , con un tono desesperado, cercano al desgarro, de nuevo haciendo que el tenor austriaco demostrase sus mejores armas dramáticas. De forma similar aconteció la llamada a levantarse a sus vasallos. Andrew Foster-Williams destacó con un carismático campesino, demostrando su capacidad de cambiar de carácter a la perfección al ocupar el puesto también de narrador. Éste, pese a que parece que cuenta una fábula a niños pequeños, adoptó un tono como el de los charlatanes de feria, que invitan cariñosamente al público a acercarse para timarles. Aquí no había tal timo, sino la amenaza de que el amanecer con el que concluye la obra no sea luminoso, sino una pantomima hasta que vuelva a caer la noche y el ejército de Waldemar vuelva a arrasar con todo lo que se les cruce por delante. El canario Gustavo Peña hizo brillar a uno de mis personajes predilectos, Klaus Narr, el bufón. Vocalmente estuvo magistral (aunque quizá me faltó un poco más de sprech en la Sprechstimme), al igual que teatralmente. Junto con Schukoff, hicieron hacernos querer a sus personajes y hacernos vivir con ellos sus miserias.
El coro, en Tenerife, no pudo demostrar sus mejores armas porque la acústica del Auditorio “Adán Martín”, con la concha metida hacia dentro, hacía un efecto de sordina. No obstante, destacaría (en ambas islas) la delicadeza de los tenores, especialmente al final de “Der Hahn erhebt den Kopf”. Afortunadamente, en Gran Canaria exhibir mejor su capacidad, de forma clave en el pseudofugato de “Gegrüsst, o König”.
La orquesta destacó, principalmente, en una excelente comprensión de la obra como una gran pieza de cámara. El trabajo por grupos separados de músicos, que se va intercalando a lo largo de toda la obra, y la finura de Pons por tejer una trama sonora que crece muy poco a poco, como si fuera una bufanda que sólo vemos que es tal cuando hemos terminado la labor, hizo que el sonido de ambas orquestas juntas fuese muy empastado y de gran potencia tímbrica. Lástima que en Gran Canaria el preludio orquestal previo al final estuviera marcado por una irregularidad en el tenuto de las flautas, de gran expresividad. Sin embargo, en el otro gran solo orquestal, después del “Du wunderliche Tove”, se pusieron todas las cartas sobre la mesa en ambas islas: ambas orquestas, juntas, han sido uno de los grandes aciertos de este festival. No sólo, claro, por la novedad, sino porque demostraron estar a la altura de cualquier otra orquesta de quizá más renombre por aquello de los azares de la vida.
Existen dos tipos de cine: el representativo y el atemporal. El primero aborda los retos a los que se enfrenta el hombre de cada época, un espejo de celuloide de la sociedad; pueden tratar acontecimientos pasados, actuales o vaticinadores, bien sujetos a la realidad o a la ficción. En el segundo, el atemporal, no importa tanto un periodo o escenario político-social determinado sino la simple idiosincrasia de sus personajes y la interacción entre sus protagonistas, buscando así respuestas mediante la reflexión sobre su vida misma. Nos centraremos en éste, el atemporal, donde Paterson es un buen ejemplo y, con el tiempo, será un exponente.
El movimiento se demuestra andando. Vamos a andar.
Para hacernos un cuadro mental sobre Paterson cojamos un triángulo. Por su lado derecho, el minimalismo. “Menos es más” es una cita del arquitecto germano-americano Ludwig Mies Van der Rohe, jefe por excelencia de este estilo y padre de la arquitectura moderna, allá por los inicios del siglo pasado. Me explico.
Vivimos en una época con una exposición a estímulos como ninguna otra. Una sobreexposición, en realidad, ineludible a menos que el sujeto elija dejarlo todo e irse a vivir en medio de la naturaleza, como el protagonista de Into the Wild (2007). A más exposición, más ansías de alcanzar lo que nos exhiben y más frustración por no conseguirlo o no alcanzar lo suficiente. Paterson busca protegerse de esta feria de excitación y desnudar la realidad para incitarnos a pensar de un modo diferente, llevándonos al detalle despojado de distracciones superfluas.
Por el lado izquierdo del triángulo, la mirada. Suele decirse que los ojos son el espejo del alma. Para que el cine nos convenza, para que una historia nos agrade y nos compense haber gastado en ella dos horas de nuestro tiempo, las miradas deben de ser verídicas y convincentes. El ritmo, el guion, la música o la fotografía de poco sirven si las miradas de los protagonistas no son creíbles, si yerran y nos desconectan de la pantalla impidiendo el fin principal de cualquier película: la abstracción. En Paterson las miradas son auténticas y están cocinadas a fuego lento, sin prisas, por lo que uno no es consciente de que ha visto una excelente película hasta que ha llegado a casa y su mente la procesa, ya en la cama.
Y en la base del triángulo está el director de la cinta, Jim Jarmusch. Su cine, personal e independiente, paladea la calma, mima los diálogos con esmero y prima la sencillez por encima de todo lo demás. El protagonista de Paterson se llama Paterson y la ciudad donde vive se llama Paterson. Esto ejemplifica mucho de lo previamente expuesto. Paterson, encarnado por el actor Adam Driver (California, 1983) se despierta cada mañana a la misma hora sin necesidad de despertador, entre las 06:15 y las 06:25. Tras comprobar la hora en su reloj, acaricia los buenos días a su novia, que duerme plácidamente junto a él. Desayuno, trabajo, vuelta a casa, pasear al perro y cerveza en el bar: la vida de Paterson es una rutina metódica cuya única decoración son la poesía y los nuevos proyectos en los que con gran alegría se embarca su novia cada día. Esto es una simple rima asonante, ni siquiera merece llegar a poesía. Pero Paterson sí que la tiene.
Paterson, el protagonista, escribe en su cuaderno poesías sobre cotidianeidades, objetos tan simples como una caja de cerillas o una jarra de cerveza. Escribir es igual que soñar. Si tienes una vida trepidante soñarás con cosas trepidantes y si tienes una vida ordinaria soñaras con cosas ordinarias. La frase es de Pepe Colubi, un poeta bien diferente a Paterson pero asimismo reflexivo cuando habla de temas trascendentes y deja de lado la masturbación y el sexo con ancianos.
Y hay que reflexionar para conseguir apreciar la belleza en lo sencillo. La belleza en un diamante de 50 quilates es más clara de distinguir que en una copa de vino artesanal de madera. Paterson, la película, es esa copa de madera. Porque Paterson, el protagonista, ni tiene teléfono móvil ni lo quiere, así como tampoco grandes sueños o altas metas para el futuro porque no los necesita, es completamente feliz con la vida que tiene. El carácter efusivo y soñador de su novia Laura, interpretada por Golshifteh Farahani (Teheran, 1983), es un necesario contrapeso para equilibrar la película y demostrar que, en el amor, los opuestos se atraen. Él ama la vivacidad e ingenuidad infantil en ella y ella la serenidad y la bonhomía de su madurez en él.
Sin ser propiamente una comedia, las ocurrencias de Paterson provocan una risa sincera y espontánea, donde no se fuerza para agradar al espectador: el humor está diseminado en pequeñas dosis, interpretadas con tal naturalidad que encajan en la película con la facilidad de las piezas de un puzle para niños. La cinta muestra la vida de la pareja con un sosiego de ritmo constante, donde la voz en off de Paterson, el protagonista, nos relata poesías mientras éstas se escriben en la pantalla, a la vez que el poeta las escribe en su cuaderno.
Cada fragmento y cada objeto están cuidadosamente elegidos, donde no sobra ni falta ningún plano, porque todo lo que aparece tiene una función y lo que no aparece es porque no era imprescindible: el minimalismo. Los ojos de los personajes son francos, no tienden a la sobreactuación y transmiten fidedignamente mediante buenas interpretaciones lo que cada escena requiere de ellos: el poder de la mirada. Una obra tranquila y bonita, de diálogos muy elegidos y de humildad para con el proyecto: el cine de JimJarmusch. Triángulo cerrado. El cierre y el reforzamiento del mismo son la expresión facial de Adam Driver, que debería llevarle a una nominación en los Oscar. Paterson tiene una finalidad y es la de recordarnos, a través de la poesía y de una pequeña gran película, que la rutina también puede ser bella y sanamente edulcorante. La misión es, en resumen, valorar lo que uno tiene.
Durante semanas nos inundan con mensajes e imágenes sobre la Navidad y su significado, en el que cobra una especial relevancia el amor, la fraternidad y los compromisos sociales. También los villancicos navideños de diferentes estilos musicales nos acompañan durante estas señaladas fechas, desde los más tradicionales como Los peces en el río a versiones de lo más dispares. A muchas personas les gusta esta época del año pero a otras muchas no por diversos motivos como pueden ser su cada vez mayor espíritu consumista, la ausencia de personas importantes o simplemente la saturación de los tipos de mensajes mencionados.
Leí recientemente en unartículo de Diario16 que todas las canciones sobre la Navidad «hablaban de magia, ilusión y felicidad». Dejando a un lado que las generalizaciones suelen llevar a terrenos peligrosos, no comparto esa opinión porque hay grupos que aprovechando los tradicionales villancicos crearon otros que siguen una línea muy diferente a través de la cual hacen críticas sociales, como Soziedad Alkoholika que en 1999 hizo un tema muy crítico llamadoFeliz Falsedad, Ska-P con suVillancico o K.O. con su Qué asco de Navidad. Algunas de sus características son el sonido más potente, las letras reivindicativas y la mención directa a una época del año donde, según la letra de las canciones, la hipocresía luce con más brillo. Desde luego no son los típicos villancicos aunque estén basados en ellos.
Sin embargo, también hay otro tipo de villancicos que utilizan el humor como base. De hecho, hace unos días apareció una nueva canción navideña: Falaz Navidad, creada por el cantautor Víctor Lemes e interpretada por la actriz Antonia San Juan, quienes utilizando la sátira y el humor también hacen una crítica de la sociedad -como ya hicieron con el tema Hater Hater– y más concretamente de la pequeña/gran sociedad que es una familia. Parece que ha habido un cierto revuelo por el tema que tratan pero permítanme decirles que al lado de las canciones anteriores, el contenido de esta me parece bastante light. ¿O acaso ha sorprendido que hayan hablado sobre un tema en parte tabú como son las relaciones familiares en estas fiestas?
En el vídeo comenzamos viendo una familia idílica como la que nos venden en los anuncios pero en cuanto el personaje de Antonia San Juan aparece vestida de rojo (aparentemente un color muy acorde a las cenas en estas celebraciones), comienza a desarrollarse esa falsedad que da título a la canción y ella se ve en la obligación de saludar cordialmente a gente que no soporta. Se desarrolla una cena como todos los años anteriores, con los mismos invitados, conversaciones y clichés, donde hay que mantenerse cordial aunque se toquen temas que son motivo de discusión como la política o las propias relaciones personales, ya que este tipo de reuniones sirven como base para largas conversaciones a lo largo del año sobre lo que sucedió y lo que no, y las posteriores relaciones (o no) entre los miembros de esa familia.
Lo que sucede es que esta mujer rubia vestida de rojo (símbolo del poder, la pasión, la acción, la sangre,… En definitiva, las pasiones) encarna la tentación y se fija en un joven invitado, aparentemente pareja de una pariente, al que desnuda con la mirada y nos deja claro que le desea. Otro tema poco tratado actualmente y que aquí también se refleja es el de las relaciones de mujeres con hombres más jóvenes. A esto hay que sumarle cuando ella le intenta seducir a su manera delante de todos los presentes mientras se hacen una foto para inmortalizar lo feliz que está siendo esa familia de 13 miembros, cuya díscola componente central no está dispuesta a acatar las aparentes normas preestablecidas e ignora los dedos acusadores y a todos los asistentes que parecen pedirle explicaciones en la foto que hacen que muestra la realidad de esta familia.
He de reconocer que viendo esta parte final sonreí ante la audacia que parece haber pasado desapercibida pero no para alguien que haya contemplado muchas obras de arte. Porque el final de este vídeo representa La última cena de Leonardo da Vinci, una obra maestra no solo del Renacimiento, sino del arte universal. Una manera de meter de nuevo en este vídeo el tema de lo sacro y lo profano en una celebración familiar. Es una alegoría a la última cena de esta familia, tanto la de la canción que nos ocupa como la del cuadro, en la que la figura central se mantiene impasible y en paz vestida de rojo -aunque en la canción sea una mujer quien parece adoptar a su vez la personalidad de Judas pero en esta ocasión traicionando a un familiar-, mientras el resto de parientes adoptan exactamente las mismas posturas que los apóstoles en aquella santa cena que acabó siendo tan dramática por la traición de uno de aquellos miembros a Jesús. Como en el cuadro, aquí los personajes aparecen agrupados en cuatro grupos de tres y poner en la parte central a «la traidora» representa todo un cúmulo de mensajes.
Todo ello nos muestra que cualquier tipo de canción puede servir para añadirle significados que en un principio no tenían asociados y en estos casos concretos una feliz o falaz Navidad depende del contenido de la letra de dichas canciones.
Con Phil Collins me sucede como con el actor Robin Williams,con quien por cierto pudo trabajar en la película Hook (1991) de Steven Spielberg: me transmiten una gran afabilidad a través de su semblante y su mirada. Mediante su autobiografía Aún no estoy muerto (octubre de 2016), Collins se nos acerca con esa expresión y un título un tanto inquietante. Sin embargo, suelo leer las autobiografías de cualquier personaje con una trayectoria pública con escepticismo, no en vano en más de una ocasión me encontré con el mero ensalzamiento de dicha persona y poco más.
Personalmente tengo una serie de imágenes, o más bien músicas, asociadas a este polifacético intérprete. La primera corresponde a la banda sonora de la canción principal de Tarzán (1999), con cuyo tema You’ll Be in My Heart ganó un Oscar, y de ahí en adelante toda una serie de canciones que me acompañaron a través de diversas emisoras como la MTV cuando todavía era una cadena de vídeos musicales. Mi sorpresa fue mayúscula cuando siendo más mayor descubrí a ese señor que cantaba con una voz cálida y que se acompañaba del piano, tocando en un concierto la batería como un auténtico virtuoso. Y es con este gran instrumento con el que su vida estuvo relacionada con la música y así nos lo cuenta, desde su más tierna infancia a sus primeras experiencias con baterías creadas con diferentes materiales, su necesidad de tocar, cómo descubrió que además era capaz de componer y que después de una mala experiencia en el musical Oliver! en Londres por su cambio de voz, descubrió que -citando al autor- «no cantaba mal». Pero su relato no se basa solo en la cara amable y no escatima en contar los acontecimientos como sucedieron, que tal y como él mismo puntualiza, no tuvieron que ser exactamente así ni como los vivieron los demás, sino que es como él los recuerda. Por lo que conocemos su historia familiar y la relación con su padre que tanto le marcó y que hasta la fecha le supone motivos de reflexión como hijo y como padre.
Además, nos encontramos con un texto que es la radiografía de varias décadas de música y comenzamos conociendo las vicisitudes de un músico muy joven que está empezando, «el chico del final de la línea [de metro]», tiene talento, es un gran admirador de The Beatles y especialmente de George Harrison, y tiene que dedicarle muchas horas a su instrumento para mejorar y poder vivir de ello, ya que no todo fueron éxitos desde el principio, vivió grandes decepciones y una vez que consiguió entrar en el grupo de rock Genesis, aun congeniando muy bien con los miembros del grupo, deja claro las tensiones internas que hubo desde ese comienzo -donde la personalidad de Peter Gabriel les ayudó a darse más a conocer gracias a su voz y sus ideas, como la del disfraz de la señora Zorra (esto es, vestido de mujer y máscara de zorro) en un concierto en Dublín en la canción The Musical Box (1971) sin que los demás miembros supiesen que iba a aparecer así, lo que les supuso un gran éxito- y cuando los conciertos fueron un fracaso. La marcha de un artista como Peter Gabriel les llevó a una encrucijada y por aquella misma época Collins empezó a colaborar con el grupo Brand X, lo que conllevó que la prensa diera a Genesis por acabado. Sin embargo, consiguieron un nuevo cantante -a pesar de sus inseguridades- que dejó la batería para pasar a estar con el micrófono. De hecho, su inseguridad y su (casi) obsesión por el trabajo es una de las tónicas que al parecer le han acompañado toda su vida, dentro y fuera del escenario porque ha colaborado con muchos grupos y artistas como los anteriormente mencionados y otros como Eric Clapton, Robert Plant,… Porque además es productor y nos cuenta los entresijos de la producción de discos propios y ajenos, sus fallos y sus aciertos, lo cual es aplicable a su vida profesional y también la personal. Se trata de un hombre muy consciente de las críticas que se le hicieron a lo largo de toda su carrera en diferentes medios y por motivos de diversa índole pero un ejemplo de que él puede llegar a ser su peor crítico lo tenemos con el mega concierto Live Aid realizado en el estadio Wembley de Londres (mítico por acoger conciertos muy importantes de grandes bandas como Queen), y en Filadelfia el 13 de julio de 1985, ya que ese día tocó en ambos continentes con todo lo que eso conlleva y supuso una gran hazaña que tuvo sus consecuencias en la calidad de las interpretaciones -y un reaparecer con Led Zeppelin gracias al parecer a un malentendido- aunque huelga decir que no fue el único y los demás artistas no hicieron aquel viaje.
Durante décadas vivió en una espiral de ocupación constante -dentro de la que volvió a actuar, produjo, compuso, cantó y tocó- en la que se entremezcla la pasión, la devoción y la obligación rozando la adicción al trabajo. Es más, en ocasiones leyéndole tuve la sensación de que se ha juzgado con severidad en multitud de ocasiones y que se exigió a sí mismo el 200%, lo que le ocasionó no pocos problemas con sus (ex) esposas y el poder cuadrar su abarrotada agenda con las estancias/visitas de sus hijos quienes vivieron en diferentes países y continentes durante bastantes años. Pero hubo un punto de inflexión en su vida cuando teniendo algo más de cuarenta años conoció a una mujer bastante más joven que él en Suiza y se enamoró. Sopesó durante mucho tiempo lo que esto podía suponerle a nivel personal (estaba casado con su segunda mujer con quien tenía una hija) y profesional porque llevaba tiempo pensando en abandonar el estilo de vida de las grandes giras mundiales con Genesis y también el grupo. No es difícil imaginar la lluvia de críticas de aquella época. Hubo un gran escándalo en diferentes sectores por todo ello pero al fin pudo alcanzar la paz en un nuevo país con su nueva mujer. «Libertad», dice. Lo que sucede es que a estas alturas de su historia, el lector ya conoce un poco a este músico y sabe que libertad no es sinónimo de ociosidad, ya que creó una big band de jazz donde pudo colaborar con Tony Bennett (permítanme un inciso: por si no le conocen, les recomiendo sus sublimes discosDuets I y Duets II) y descubrió que tras décadas en el rock, las relaciones en este nuevo mundo musical eran un tanto más complicadas. Por si esto fuera poco, le surgió la oportunidad de trabajar con Disney primero en la banda sonora de la mencionada Tarzán -con su posterior musical en Broadway también compuesto por él- y más tarde en Hermano oso (2003), realizando ambos proyectos entre Suiza y Estados Unidos.
¿Se imaginan estar trabajando prácticamente sin descanso durante más de tres décadas a caballo entre varios continentes mientras desarrolla su carrera con su grupo y su carrera individual, con sus consiguientes giras además de compaginarlo con colaboraciones de diversa índole? Debe ser emocionante a la par que muy exigente y es precisamente ese ritmo el que le llevó a su cuerpo a decir basta. Creo que como músicos una de las peores cosas que nos pueden suceder es perder la audición -una de las muchas razones por las que admiro a Ludwig van Beethoven es que compuso su Novena sinfonía estando completamente sordo- y a él le sucedió perder de pronto la audición de uno de sus oídos, al igual que la sensibilidad en uno de sus brazos, cuya consecuencia fue que no pueda volver a tocar la batería. Estamos hablando de alguien que ante todo profesionalmente se considera batería. Esta es sin duda la parte más humana de todo su relato porque se desnuda aún más delante de millones de lectores -lo que no tiene que ser nada fácil- para mostrarnos a un hombre que de repente se encuentra con los huesos debilitados, diversas operaciones, con sus hijos muy lejos y un grandísimo problema con el alcoholismo que a punto estuvo de costarle la vida. Porque cuenta cómo fue su cruda realidad sin adornos y entiendo que no haya querido obviar ni un solo nombre de todas las personas que tanto le ayudaron durante aquellos años.
Este extenso texto es como tener una conversación mientras te tomas un café -bien cargado- con un amigo de toda la vida, solo que dicho «amigo» en este caso es Phil Collins. Tal es su proximidad y en realidad es ahí donde reside su éxito como transmisor de su mensaje. Saboreando este gran café pasé de estar muy interesada en cómo fue construyendo su faceta profesional a cómo consiguió mantener varias carreras a la vez -y por qué no admitirlo, con algún pasaje con demasiados nombres y otros en los que me hizo reír- para acabar quedándome con esa humanidad que desarrolló todavía más en la última parte de su relato.