La controvertida «Norma» de Bellini en el Teatro Real

La controvertida «Norma» de Bellini en el Teatro Real

El sábado 29 de octubre tuvo lugar la séptima representación de la ópera Norma (1831) de Vincenzo Bellini en el Teatro Real. Esta gran obra del bel canto ha tardado más de cien años en regresar a este teatro para ser representada, por lo que la expectación era máxima, sobre todo en el aria Casta diva. Estuvo bajo la dirección de Roberto Abbado y de Davide Livermore en la dirección de escena.

Se trata de una ópera en dos actos ambientada en el mundo de los celtas de una región de la Galia en torno al año 50 a.C. que quiere conseguir su independencia del Imperio Romano tanto a nivel político como religioso y es ahí donde conocemos a la gran sacerdotisa Norma (representada por la soprano Maria Agresta), una líder espiritual y política para todo su pueblo que la tiene como un gran referente a todos los niveles y quien tiene en su poder convocarles para la guerra contra los romanos o mantener la paz. Como exigencia por pertenecer a la orden del dios Irminsul, todas sus sacerdotisas van vestidas de blanco, como también Adalgisa, debido a sus votos de castidad. Pero este ídolo femenino tiene pies de barro y guarda profundos secretos, ya que ama al procónsul romano Pollione (interpretado por el tenor Gregory Kunde) y tuvo dos hijos con él. Una alta traición en diferentes campos que es elevada al más alto nivel porque este hombre se ha enamorado de la sacerdotisa Adalgisa y quiere huir con ella traicionando a Norma y pretendiendo que la joven también la traicione como ha hecho con su orden y sus votos. Es en este punto donde los sentimientos se expanden porque Norma es pura controversia: amar u odiar, mantener la paz o ir a la guerra, matar a sus hijos o dejarles vivir, perdonar a su amiga o condenarla, salvarse o morir. Y es en el auge de ese conflicto donde esta mujer excepcional resurge en toda su grandeza para darle una lección a Pollione, a su pueblo e incluso a su mismo dios.

La historia de un amor prohibido es atractiva en una ópera y debido a que la ambientación principal es en el bosque sagrado de los druidas, se espera que esté muy bien representado. No obstante, durante toda la ópera hubo una especie de plataforma de color marrón con una escalinata que simulaba a la vez el templo, un tipo de árbol gigante que además servía de escondite y de pira funeraria. Todo en uno. Al menos lo dotaron de movimiento y reconozco que en ocasiones me recordó una especie de coche mecánico gigante teledirigido más propio en ocasiones de un concierto de rock que de una ópera. Porque la escenografía en general fue muy monótona, sin apenas cambios y con esa inmensidad en el escenario de forma casi perenne. Al menos aprovecharon el cuerpo de baile, esos seres del bosque prácticamente invisibles, en los árboles que surgían del cielo y en la mimetización con el gran árbol sagrado con una buena interpretación.

Sin embargo, tras un prometedor comienzo en el que intervienen esos seres divinos, se representa el famoso bosque con imágenes y niebla -la cual prácticamente no abandona la obra-, y donde se nos muestra a este pueblo celta hasta con antorchas pero ese fulgor se fue diluyendo poco a poco a lo largo de todo el primer acto y lamentablemente estuvo acompañado de grandes fallos. Los cantantes principales no tuvieron la mejor actuación de su carrera, sobre todo Agresta, pero hubiese sido de agradecer que hubieran acompañado su actuación precisamente de eso: actuación. Son personajes con un gran estatus social y político, por lo que sus gestos y movimientos debieran ser, a mi entender, majestuosos y en ciertos momentos hasta hieráticos pero no prácticamente todo el tiempo, máxime cuando se interpretan esos momentos trascendentales para la trama en los dúos. En contraposición Karine Deshayes, que le dio vida a Adalgisa, fue sumamente expresiva hasta en sus gestos faciales. En cuanto a las interpretaciones vocales en sí, no fue la noche de Agresta que interpretó la famosa aria Casta diva con todo el coro acompañando sus palabras, una atmósfera nocturna bien lograda con la luna con su divina presencia que iluminaba el acto pero con un manto que no me transmitió demasiado cuando es una pieza sumamente expresiva. De hecho, la soprano a lo largo de la obra pasó algunos apuros de afinación, de empaste con la orquesta (también hubo algunos descontroles del volumen de esta que en ocasiones no permitió escuchar a los cantantes) y hasta un momento de gran descoordinación entre la cantante y la orquesta en el primer acto.

Tras el descanso, el segundo acto fue mejor que el primero -lo cual calmó los nervios de algunos asistentes- y aunque hubo algún que otro error, el resultado fue mucho mejor que en la primera parte, gracias en parte a ese apoteósico y dramático final donde precisamente uno de los puntos a destacar fue la actuación del coro, ya que le dio empaque, solemnidad, fuerza y presencia a las escenas en las que apareció, a la cabeza de Michele Pertusi como Oroveso, jefe de los druidas y padre de Norma.

En esta ocasión voy a destacar un acontecimiento que sucedió fuera del escenario porque entre el público hubo quejas debido a esta representación pero lo realmente lamentable fue cuando a medida que iba transcurriendo el primer acto un hombre del patio de butacas iba abucheando cada vez con más fuerza al final de cada número, hasta que al acabar el primer acto abucheó más todavía, dio patadas muy fuertes en el suelo y le gritó «asesino» al director. He de decir que asistí a muchos actos y representaciones y es la primera vez que viví una actuación tan bochornosa y lamentable por parte de alguien del público. Se puede estar disconforme e incluso hasta enfadado por la mala actuación y la escenografía pero no hay que olvidar que tras cada actuación hay profesionales que pueden tener un mal día -como cualquiera- y, aún más, para llevar a cabo todo eso hay que dedicarle muchas horas de trabajo y estudio. Existen diversas maneras de protestar sin insultar de esa manera. Lo mínimo es tener respeto y educación hacia los que allí estaban trabajando y a los asistentes.

Hablar con los pies: María Pagés en el Mercat de les flors

Hablar con los pies: María Pagés en el Mercat de les flors

¿María Pagés baila? Plantada, como cualquier otro ser humano, sobre la tierra que pisamos, difiere de nosotros en que el suelo donde sus pies van dibujando preguntas y respuestas no es sólo la base indispensable para que el movimiento no se rompa a cada avance o retroceso. Con María Pagés, el suelo adquiere un misterioso poder de levitación, como si a la tierra le fuera imposible desprenderse de la tierra y diluirse en los aires siguiendo los caminos que sus brazos señalan. Que en María Pagés habita el genio del baile, todos lo sabemos y lo proclamamos. Pero hay algo más en esta mujer: ella baila y, bailando, mueve todo lo que la rodea. Ni el aire ni la tierra son iguales después de que María Pagés haya bailado.

José Saramago

El escenario a oscuras. Un foco, desde arriba, se prende. María Pagés, bellísima, elegantísima, baila sin música. No hace falta: su propuesta es ver si somos capaces de oírla con los ojos. La música dentro del gesto, el gesto dentro de un cuerpo. Solo, crudo. Así comienza Óyeme con los ojos, el nuevo proyecto de María Pagés, que se presentaba ayer en el Mercat de les Flors (y que se podrá ver hasta el 6 de noviembre).

En el escenario van a pareciendo poco a poco los personajes que bailan junto a María Pagés. Con su desplazamiento por el escenario, su relación con el baile de Pagés, al principio bajo la estructura de músicos-bailaora, poco a poco se van difuminando para que lo que más importante sea el discurso de fondo, donde se une el baile y el cante de poemas de San Juan de la Cruz, El Arbi El Harti. , RymiJosé Agustín Goytisolo, Ibn Arabi, Tagore , Benedetti, de la propia Pagés o de Sor Inés de la Cruz, que da título al proyecto. La música, una columna fundamental, es de Rubén Levaniegos (que además estaba allí con su guitarra), David Moñiz (con el violín) y Sergio Menem (al chelo). Además, vimos a Ana Ramón y Juan de Mairena  en el cante y a José Barrios con el acompañamiento y las palmas. Especialmente con la voz de Juan de Mairena pude experimentar ese complejo mundo del flamenco en el que incluso las vivencias que se nombran como felices se cantan como si ese instante de felicidad (por ejemplo, en el poema de Rumi «Somos pura felicidad/Tú y yo sentados en la baranda/Somos pura felicidad./ Siempre que la belleza mira, enciende el amor su fuego/en nuestro aliento) ya se palpase efímero. Es decir, cómo se canta con la dureza del que se sabe ya perdido.

Vemos como Pagés se expone, nos cuenta cosas muy profundas y muy difíciles de decir si no es con el baile o con la poesía. De pronto, es posible pensar con los pies, con las manos y con la palabra no cosificada. A veces, la palabra se imponía al baile, y era más fuerte que él. No porque el baile sea insuficiente, sino porque el diálogo entre dos fuerzas no siempre se conduce satisfactoriamente. A veces  (casi siempre) sucedía al revés, porque la armonía entre poesía y baile parecía naturalmente entrelazada y sólo capaz de decirse sin decir nada, sino con todo el cuerpo. En cualquier caso, el viaje a su intimidad, a su interior, que nos propone Pagés, nos hace participar al público con la timidez de aquella primera confesión en una amistad reciente, donde nunca se sabe si es el momento de traspasar el umbral de lo cordial cotidiano a las heridas de la vida. Pagés habla de y a sí misma, baila, recita e incluso actúa en un entremés cómico. El cual, por cierto, aún necesito comprender, pues parece un injerto que rompe con todo lo construido anteriormente, donde se jugaba con luces tenues, cenitales, claroscuros, coreografías desnudas con la sencillez y la complejidad de un baile que baila la banda sonoro-poética de su vida, dañada pero amándola pese a todo. El entremés nos hacía tocar la tierra de nuevo, salir de la cueva secreta en la que nos había invitado Pagés a entrar y pertenecer a un grupo selecto al que se nos revelaría algo importante y difícilmente transmisible (algo a lo que me enfrento en estas líneas), y volver al calor, a la prisa, a la contingencia diaria, esa que precisamente ha dejado de convencernos (y también a la luz absoluta). No sé si eso daña todo el espectáculo, porque de pronto lo quiebra. De pronto sale, por las rendijas del entremés, Rajoy y la pereza que da la política de este país (especialmente ayer, que le nombraban ayer después de un año, con un PSOE roto y alternativas políticas que aún tienen que hacerse cargo de la herencia ideológica). No,aquello era una salida brusca al mundo, no. Quería quedarme con ese otro que nos había preparado Pagés, que culminó en el bellísimo número final, donde las telas del vestido cobraban vida y hacían que tiempo y espacio fuesen, de forma mágica, lo mismo. Me hubiese gustado algo más de riesgo, algo menos del regusto del para todos los públicos. Parece que en ese último paso hacia la intrincada intimidad que nos expone se queda sólo en una mirilla. Quiero abrir la puerta, quiero ver una Pagés menos escurridiza con su propio mundo, aunque me hago cargo de la complejidad de lo que pido. No cambiaría, sin embargo, ninguno de sus pasos, del regalo de coreografías que vimos ayer. Ojalá sus pies escribiesen de nuevo la historia del mundo.

 

 

De la impostura en la literatura y otras mentiras

De la impostura en la literatura y otras mentiras

«Todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas»
Isak Dinesen

La primera vez que oí el nombre de Emmanuel Carrère estaba a punto de subir al avión. Me marchaba a Francia durante unos meses y alguien, que ahora no recuerdo quien o que simplemente no viene al caso, pronunció su nombre diciendo algo así como que L’Adversaire «valía mucho la pena». Fue así como conocí la fascinante historia de Jean-Claude Romand, el falso doctor de la OMS que un día decidió matar a su familia, incluidos sus propios padres, para evitar que su impostura saliese a la luz. Recuerdo que devoré aquel libro, pensando en las similitudes que guardaba con la narración de Truman Capote, A sangre fría, y lo olvidé.

O pensé que lo había olvidado, hasta que un buen día de nuevo el azar −¿quién sino?− me hizo rememorar aquellas páginas, la atrocidad de esa historia de muerte pero también de amor, de la que sobresale la falsedad sin ficción. Y sobre ficción y realidad leía por aquel entonces todo lo que encontraba, como otra de las obras que mencionaré aquí, El impostor, de Javier Cercas. ¿Quién se iba a imaginar que el presidente de la Amical de Mauthausen que decía ser un deportado nazi nunca hubiese estado preso en un campo de concentración? Toda una vida basada en el engaño, buscando el reconocimiento social a una heroicidad envidiable. Y esa fue quizás la gran impostura de Marco, pero sin duda no la única, como bien narra Cercas en su obra, a la que se obceca en catalogar como ‘novela’ pese a la hibridación genérica que recorre cada una de sus páginas. Pero este sería tema para otro artículo.

Preguntémonos: ¿por qué mentir? ¿qué nos empuja a la impostura y a la falsificación, a crear y a creernos otras personalidades? La respuesta no se encuentra en este artículo, ni tampoco en las obras aquí citadas, pues la verdad es que el anhelo por otras vidas condiciona nuestra propio entendimiento de la realidad. Algo parecido escribió Mario Vargas Llosa en su cita quincenal en el periódico El País acerca del pragmatismo literario, del que la autora reniega, en parte: «La literatura no documenta la realidad, la transforma y adultera para completarla, añadiéndole aquello que, en la vida vivida, sólo se experimenta gracias al sueño, los deseos y a la fantasía».

Sueños y fantasía es lo que encontramos en la ficcionalización de la vida de Gregorio Olías, ese personaje caótico y algo deprimente de Juegos de la edad tardía, de Luis Landero. No hay maldad en su intento de evasión, ni siquiera considero que su desinterés por quienes le rodean (en especial su mujer, Angelina) sea cuestionable, pero es cierto que la frustración que le invade es la responsable de la creación de ese otro «yo», el gran Faroni, que vive incontables aventuras como escritor de éxito anclado a la silla de su despacho. Del estilo pulido y acompasado de Luis Landero, destaca esta cita ya en las últimas páginas de la novela, que aquí incluyo más por deleite que otra cosa: «Los hechos menudos no dejan huella, ni sirven luego para nada. Al contrario, caen al olvido, descarnan el pasado y finalmente convierten en ceniza la vida».

A Enric Marco y a Gregorío Olías les pasó un poco como, salvando todas las distancias existentes, a Alonso Quijano, que de pronto dejó de ser él mismo para pasar a ser Don Quijote, en ese arrebato de locura no tan loca que escribió Cervantes, nuestra máximo orgullo literario aunque algunos todavía no lo sepan.

De impostores y de imposturas podríamos escribir largamente, al igual que hace Ignatus J. Reilly en sus diarios cada noche, renegando de la sociedad en la que vive y deseando, también, ser otra persona. O al menos así entiendo yo el planteamiento de John Kennedy Toole en su obra La conjura de los necios, un descarnado y satírico relato de nuestra vida en sociedad.

Mientras leía a Cercas y a Carrère imaginaba un hipotético encuentro entre ellos, en cualquier café de Barcelona o de París, desterrado de turistas. Imaginaba que conversaban sobre las dudas que ambos atesoraron al principio y durante el proceso de escritura de sus libros, y coincidía con ellos al aceptar que la realidad les había superado. Juntos compararían las vidas de Jean-Claude Romand y de Enric Marco, y seguirían asombrándose de que una única persona pueda ser el reflejo irreconocible de todos nosotros.  Cuánta vida le quedan a estos impostores.

Bibliografía

CERCAS, Javier. 2016. El impostor. Barcelona: Debolsillo Penguin Random House, 2014.

CARRÈRE, Emmanuel. 2014.  L’adversaire. Barcelone: P.O.L. Éditeur, 2000.

KENNEDY TOOLE, John. 1992. La conjura de los necios. Barcelona: Anagrama, 1982.

LANDERO, Luis. 2001. Juegos de la edad tardía. Tusquets Editores, 1989.

Gil Shaham, Berg y Beethoven en L’Auditori de Barcelona

Gil Shaham, Berg y Beethoven en L’Auditori de Barcelona

El pasado 21 de octubre en L’Auditori se dio un mix de esos que tanto me disgustan y me ponen la mosca detrás de la oreja -como explicaré más adelante-. Escuchamos, por este orden, la tercera versión de la Obertura Leonore de Beethoven, el Concierto de violín de Alban Berg, la Obertura Alphonse et Leonore ou l’amant peintre de Ferrán Sor y la Séptima Sinfonía de Beethoven, con Constantin Trinks a cargo de la dirección de la OBC (han creado una lista con las audiciones que se puede escuchar aquí).

¿Por qué me disgustan los mixes? Porque se nota que hay una programación artificialmente construida para poder programar el Berg -y más aprovechando la presencia de Shaham, qyue es un gran conocedor de la música «contemporánea» (suponiendo que el concierto de Berg, que tiene ya ochenta y un años, lo siga siendo-) , algo que se corrobora con la publicidad de L’Auditori, que anunciaba a Gil Shaham y la Séptima, como dejando pasar desapercibido que habría música «rara» en medio. No hubo diálogo entre las obras y se vio -o más bien escuchó-, sobre todo en el Sor, falta de concentración, motivada seguro por el mix. Eso sí: valoro que se haya programado el Berg y no, por enésima vez, el concierto de violín de Brahms, Beethoven, Sibelius o Tchaikovsky. Como si no hubiera tantos otros en el repertorio violinístico de excelente factura.

Constantin Trinks trató de salvar distancias y abordó los Beethoven(s) remarcando su modernidad, trabajando al detalle la deconstrucción de los temas -procedimiento que tímidamente se asoma en Beethoven-, los silencios y las dinámicas, que mejoraron a lo largo del concierto. Mientras que en Leonore aún faltaba sacar sonido y dejar brillar la cuerda, que se escondía detrás de los vientos, que tenían un sonido más redondo y compacto; en la Séptima pudimos escuchar todo el sonido que se había condensado a lo largo del concierto. A veces, Trinks mostró un poco de ansiedad por culminar, algo que especialmente afectó al delicadísimo allegretto de la Séptima, uno de los movimientos más difíciles de mantener de toda la escritura orquestal. El viento madera estuvo excelente, en especial las trompas y el oboe solista, y agradecí enormemente la claridad y limpieza de los pasajes más cargados, que a veces se tocan con mucha suciedad.

El Sor, por su parte, pasó sin pena ni gloria, pese al esforzado intento de hacer dialogar las dos Leonoras y destacar al músico orquestal más allá del especializado en música para guitarra. La obra se hizo repetitiva y un tanto facilona, desde luego considerada como mero aperitivo para la Séptima. Creo que, simplemente, estaba fuera de lugar y que no pudo brillar por su situación en un programa montado, como dije, artificialmente.

No puedo negarlo. El Concierto de violín de Alban Berg me parece uno de los más fascinantes y frágiles de la historia de la música. Sólo el comienzo merecería desarrollar un método para fijar la música más allá de la partitura, un formato que permitiese que sonase para siempre. Lo que sucedió en L’Auditori me hizo corroborar una triste sospecha: que nos gusta escuchar lo cómodo, lo bonito, lo que no nos cause demasiado desasosiego, nos gusta creer que entendemos Beethoven pero que Berg es demasiado raro. Esa actitud me parece antimelómana. No quiero alardear de superioridad estética, ni nada parecido. Pero entiendo que a alguien que se toma muy en serio esto de la música, no se queda sin aplaudir ante el Berg que interpretó Gil Shaham  la pasada noche. No fue la mejor versión del concierto, sobre todo por una falta de nivelación sonora que había que muchas veces el violín de Shaham, en general con un sonido muy redondo y cuidado, aunque con poca proyección, que quedaba sepultado por los vientos metales, pero desde luego tuvo momentos muy destacables, en especial aquellos en los que Berg se ocupó de un sonido más intimista, como si contase un secreto muy importante en pequeños fragmentos, usando diferentes colores de la orquesta. Es decir, el sonido fue mucho mejor y más cercano a lo que parece que se esconde detrás de este concierto en lo pequeño. Los tuttis eran puro exceso y se alejaban de los momentos de creación de magia. Como bisShaham nos regaló la Gavotte en rondeau de la Partita n. 3 de Bach, todo un hit en el mundo violinístico. Y ahí sí. Ahí sí que estallaron los vítores: habíamos vuelto a casa, a lo conocido, a lo -supuestamente- aproblemático. Me apena profundamente lo que aún nos queda por hacer para invitar a los -también supuestamente- melómanos a que abran las orejas. No hace falta que les guste. No se trata de eso, esto no se mide por los likes de Facebook. Se trata de que se acerquen a la música como algo distinto a una «cosa ahí» que entretiene.

“Todo o nada”: Sobre “Cartas de amor” en Teatros del Canal de Madrid

“Todo o nada”: Sobre “Cartas de amor” en Teatros del Canal de Madrid

 

Las cartas son, han sido y serán un método imprescindible y precioso de comunicación. Con ellas tanto se han negociado paces y declarado guerras como se han creado vínculos y roto extensas relaciones. Nos hemos escrito con familiares, con amigos, enviado christmas e incluso intentos de terrorismo. En ellas hemos mentido y dicho la verdad infinidad de veces, nos han permitido expresarnos sin límite, las hemos amado y las hemos odiado, probablemente en diferente medida. Casi todos hemos disfrutado del momento de abrir una carta y descubrir un contenido escrito a mano, delicado y lleno de imaginación, que muchas veces nos ha sorprendido y otras nos ha dejado devastados. En ellas hemos dejado nuestra vida y nuestros sentimientos descargando pasiones, alegrías y tristezas. Son un medio de comunicación muy intenso y sencillo, una comunión entre el papel y tu, en donde imprimimos, muchas veces sin darnos cuenta, infinidad de sentimientos y emociones.

“Cartas de amor”, obra teatral estrenada en el Teatro Palacio Valdés de Ávila y que ahora cuelga cartel de entradas agotadas en los madrileños Teatros del Canal, fue originalmente escrita, ahora ya hace más de treinta años, por A. R. Gurney. Narra la historia de una pareja que durante más de medio siglo se intercambia cartas, que poco a poco va leyendo ante el público y en donde se van desvelando sus amores, triunfos, fracasos y desamores.

Es sobre este texto sobre el que trabaja el director de la obra David Serrano, junto los veteranísimos actores Miguel Rellán y Julia Gutiérrez Caba, para construir un singular camino sobre la vida de dos amigos que crecen juntos y que, mediante cartas, nos transmiten las dificultades de vivir. En palabras del propio Miguel Rellán, “(…) la dificultad de estos dos personajes para llevar la vida que quieren, por convenciones sociales, por miedo o por el azar, el caso es que ellos pretenden una cosa y la vida les lleva por otro sitio (…).” (Miguel Rellán, 2016)

Mediante estas cartas, donde la mayoría de las veces dejamos escritas muchas más emociones de las que nos parece, la obra nos conduce por la vida de Melissa Gardner y Andrew Makepeace Ladd III. Los personajes nos cuentan, desde su niñez, como algo mezclado entre la amistad, el cariño y el amor deja paso a algo más. El autor adereza esta mezcla con la distancia y el tiempo, condiciones indispensables entre aquellos que usan las cartas. Y es esta distancia, como inevitablemente siempre ocurre, la que acarrea unos pros y unos contras.

La puesta en escena, cargada de una sencillez deslumbrante que se funde perfectamente con la historia y las magnificas interpretaciones de Miguel y Julia. Con diseño de iluminación y espacio de Ion Aníbal y Mónica Boromello respectivamente, la obra es conducida mediante un bosque de bombillas incandescentes que, muy sutilmente, se van apagando poco a poco hasta finalmente quedar solamente dos, ellos dos, percibiéndose nada más que la vida de dos personas, brillantemente narrada, que desgarrada por un amor totalmente no consumado, llega inevitablemente a su fin. La alegoría de las bombillas, cargadas de una inmensa sencillez, es brillante y , resalta todavía más la actuación de los dos consagrados actores. David Serrano presenta a su reparto como dos mitos de la escena española, con los que ha sido un placer trabajar, porque, “ha sido el proceso de trabajo más tranquilo y relajado que he tenido en mi vida, porque te lo ponen muy fácil y hay que dirigirles tan poco que para un director es casi como tener vacaciones.» (David Serrano, 2016)

Cabe destacar la excelente elección de casting, ya que, aun sabiendo la edad de cada actor, su historia resulta verosímil hasta el punto de plantearse la idea de si, en la vida real, algo así pueda haber ocurrido. Y es que Miguel y Julia, aun siendo ambos veteranos actores de la escena teatral española (y no solo la teatral), nunca habían trabajado antes juntos. Es Rellán quién destaca que trabajar junto a la actriz madrileña es todo un lujo, presumiendo de ello ante sus amigos: «Estoy ensayando con doña Julia Gutiérrez Caba; quién me iba a decir a mí que un día iba a salir mano a mano con ella».

Y mano a mano salen, y nos dejan boquiabiertos a todos. Por su naturalidad en escena, por su frescura aun en su madurez, por sus brillantes actuaciones, por la pasión impresa en cada carta, en cada frase. Porqué si el contenido es bueno, no hacen falta artificios estrafalarios para rematar una ya de por si buena novela, que nos sumerge en una vida que nos emociona, nos divierte y nos entristece. Una vida, excelentemente orquestada mediante cartas, con las cuales, muchas veces, se dice todo y nada.

“Cartas de amor” cierra Teatros del Canal este domingo día 23 de octubre con el cartel de ‘entradas agotadas’. No obstante, su andadura sigue en diferentes teatros nacionales.

Bibliografía:

(Miguel Rellán, 2016)
http://www.lavanguardia.com/vida/20160824/404174469690/julia–gutierrez–
Caba – estreno – en – Aviles – cartas – de – amor – en conjunto – a – miguel -rellan.html

(David Serrano, 2016)
http://www.lavanguardia.com/vida/20160824/404174469690/julia–gutierrez–
Caba – estreno – en – Aviles – cartas – de – amor – en conjunto – a – miguel – rellan.html