¡Fuego, fuego! Las Ensaldas de Jordi Savall en el Liceu de Barcelona

¡Fuego, fuego! Las Ensaldas de Jordi Savall en el Liceu de Barcelona

Se hace difícil escribir sobre música en Barcelona en unos días en los que hace falta tanta escucha. Aún así, y a pesar de lo acontecido ese viernes 27 de octubre en Cataluña, el concierto de Jordi Savall​ en el Gran Teatre del Liceu pareció ser una realidad completamente ajena a la agenda política catalana, a sólo unos cientos de metros del Palau de la Generalitat.

Desde luego que el ambiente estaba caldeado y​ ​ quizás por​ eso la afluencia de público fue menor de la esperada a pesar de la calidad del repertorio y los músicos de​ la Capella Reial de Catalunya y su joven academia bajo la dirección de Jordi Savall y de, no olvidemos, el tenor y director Lluís Villamajó. Un repertorio, las ensaladas de Mateo Flecha «El Viejo» y Bartomeu Cárceres (publicadas en Praga por el sobrino de Flecha, apodado «El Joven», en ​1581​) acompañadas de dos piezas instrumentales de Francisco Correa de Arauxo y Sebastián Aguilera de Heredia, que se llevaró el título de «la música más antigua jamás interpretada en el Liceu», según rezaba alguno de los anuncios publicitarios del propio teatro.

Aunque antiguas, las ensaladas de Flecha tienen un caracter y un ritmo​ en la acción que, en ocasiones, bien pueden parecer un debate de televisión de La Sexta o un grupo de amigos intentando contarte una historia todos a la vez: cada uno con su tono de voz y ritmo diferente, su particular visión del asunto en cuestión e, incluso, ¡su propia lengua!

Así de vivas son las ensaladas (creedme) y así las cantaron los integrantes de la​ X Academia de Formación profesional de investigación e interpretación musical que, bajo el nombre de Jove Capella Reial de Catalunya y habiendo sido rigurosa (y musical)-mente preparados por Lluís Vilamajó, lo dieron todo (​¡hasta ​se escapó algún baile​!​)​ en el escenario del Liceu. No es fácil cantarse dos o tres ensaladas y conseguir todos los contrastes, matices y momentos de recogimiento que allí se escucharon: unas ensaladas exquisitamente acompañadas (si me permitís la alusión culinaria) por los ministriles y, muy especialmente, por el consort de violas de gamba (alerta broma fácil) y continuo que destacaron sobre todo en la primera de las obras instrumentales.

Tampoco hay que olvidar el papel de los solistas del propio coro (participantes de la academia) y, sobre todo, de los cuatro solistas principales: Lucía Martín-Cartón (soprano), Gabriel Díaz (contratenor), Víctor Sordo (tenor) y Josep-Ramon Olivé (barítono). Los cuatro habían sido antiguos cantantes de la Jove Capella Reial de Catalunya y lucieron unas voces de un color y control destacables con un gran gusto y estilo ideal para cantar música ibérica del siglo XVI, a pesar de que la acústica de​ un​ teatro​ como el Liceu​ no les favorecía en ese registro​, todo hay que decirlo.

Quizás para este repertorio, el formato tradicional de concierto pudo parecer un poco estático y podrían haberse propiciado más interacciones entre los músicos, los cantantes y el texto (alguno de los bajos del coro se metió al público en el bolsillo con sus bromas en uno de los solos). Además, todos los amantes del Renacimiento tenemos nuestra ensalada favorita de Flecha que nos hubiera gustado escuchar ese día (a pesar de que, además de La Justa y El Fuego, se cantaron los fragmentos más conocidos de La Negrina y La Bomba), pero la calidad de la música y de sus intérpretes hicieron que el concierto mereciera, y mucho, la pena.

​Al finalizar, mucha gente del público esperaba que ​se hiciera alg​u​n​a​ alusión a la situación política​ y se aguardaba con expectación para conocer qué habría elegido Jordi Savall como «bis». Su elección fue (aprovechando los textos de Flecha) no echar más leña, sino agua al fuego.

 

«Son cosas de niños»: Petrushka y L’Enfant et les Sortilèges en la Komische Oper de Berlín

«Son cosas de niños»: Petrushka y L’Enfant et les Sortilèges en la Komische Oper de Berlín

Copyright de las fotos: Iko Freese

Si bien está más o menos claro que la música tiene que lidiar con la división entre «alta o culta» y «baja o popular», hay una división más que la articula que se suele tener menos en cuenta: la «música infantil» y la «adulta». El doble programa que presenta la Komische Oper, que junta Petrushka, de Stravinsky y -una rareza del repertorio- L’Enfant et les Sortilèges, de Ravel justamente pone en entredicho tal división.

A principios de siglo XX, quizá por los horrores de la Gran Guerra, el tema de lo infantil tenía cierto protagonismo entre pensadores y artistas. Por un lado, porque a los niños de la guerra les quedaría una herida para siempre, la de haber perdido su infancia entre la metralla. Pero, por otro, porque el mundo de los niños representa ese espacio del juego, de las reglas cambiantes, de la magia. Exactamente lo que la guerra no consigue: hablar de que otro mundo es posible. Ambas creaciones lidian con esto, haciéndose cargo de la «exacta fantasía», aquella que trata de describir esos otros posibles.

De la escenografía se encargó el colectivo 1927, que repite con la Komische Oper después de su exitosa Flauta mágicaSu propuesta, como con Mozart, se basa en la combinación de proyección y personajes reales, con una estética entre los años 20 y 40 del siglo pasado. Se trata de recreaciones visuales de lo que se interpreta de la música. En el caso de Petrushka, el constructivismo ruso se mezcló con el collage, sacándole todo el jugo al sueño infantil con el que Stravinsky juega: la posibilidad de que los muñecos, los acompañantes del juego, se conviertan en reales (como en Pinocho). Precisamente, eso es lo que propone su escenografía. Lo que se supone que pertenece al «mundo real» es lo proyectado, utilizando como recurso de los dibujos a lápiz y fragmentos con texturas, como figuras troqueladas.

Resultado de imagen de petrushka komische oper

Mientras, los muñecos que han cobrado vida son tres acróbatas (Petrushka, Tiago Alexandre Fonseca, La bailarina -en este caso acróbata, Pauliina Räsänen y El moro -aquí el forzudo, Slava Volkov) que intentan sobrevivir al amenazante mundo exterior y también a lo que la vida les ha aportado: sentimientos. Vimos a un Petrushka emocionante, cargado de registros y haciendo sus números acrobáticos como si fueran fáciles. Destacó por encima de sus compañeros de reparto, que resultaron algo fríos y mostraron cierta tensión en sus números, especialmente Slava Volkov. Musicalmente, es imposible no aplaudir el excelente control dinámico de la batuta de Jordan de Souza, que hizo de aquella música lo que estrictamente pide: una detallada música de cámara. Aplaudo especialmente el trabajo del viento madera y, más concretamente, el del fagot solista, con un sonido redondo, bien dirigido y rotundo.

Una de las críticas más famosas a esta obra viene firmada por Th. W. Adorno, que señala que Stravinsky no consigue identificarse con la víctima (Petrushka), sino que se centra en su liquidación y en la interiorización de la maldad en la víctima (por aquello de que al final aparece Petrushka mirando desde arriba «vengativo»). Justamente, este montaje se dirige hacia lo contrario. Aparte de la dirección de la emoción del espectador para generarle compasión por Petrushka, en una versión más compasiva que la del libreto stravinskyano, en el final no se acentúa la fanfarria, sino los tres-cuatro pizzicati finales (que se componen con elementos del «acorde de Petrushka», en do mayor y fa# mayor a la vez), mientras el espíritu de Petrushka se eleva y no vuelve a mirar hacia abajo. Eso rompe, en cierto modo, la lógica de la aparición del primer pizzicato, que los convertiría en cuatro, que es el culmen de la fanfarría: ¿Son esos pizzicati una ruptura con la fanfarria o emergen de ellos? Es curioso, porque el «acorde de Petrushka» suena solo parcialmente, como si lo nombrase y se esfumase al tiempo. La interpretación de este final nos haría situar en qué lado (la de la víctima o la del asesino) se encuentra la música. Muy probablemente Adorno consideraría que no son la melodía de la fanfarria y los pizzicati lo problemático, sino el continuum que constituye el viento metal, un ronroneo que parece indiferente al destino del payaso.

En L’Enfant et les Sortilèges, de nuevo, se invierten los papeles. Mientras que el «mundo real» es la proyección, el sueño en el que se convierte la regañina al niño, mezcla elementos de tal mundo real con el animado. Lo curioso es que musicalmente hay consciencia de esto. El inicio y el final parten de la misma melodía pentatónica, utilizada en la tradición francesa para evocar mundos imaginarios (pensemos en Debussy). O bien los invita a pensar que aquello que parece real va a dejar de ser o bien que dentro de lo que entendemos por real siempre hay un resquicio para lo mágico.


Frente a versiones más literales de los sortilegios, donde los cantantes se vuelven una silla, o algo por el estilo, que lo hace un poco naif (como ésta), aquí exploran los recursos del vídeo para adentrarnos en el país donde las cosas toman la palabra. Precisamente, con los propios recursos de la ficción es como parece posible permitir verdaderamente a los objetos y a los animales que se expresen y no mediante una repetición de lo antropomórfico.

El asunto no se acaba con que el mundo imaginario del niño adquiere vida. Sino que comienza a imitar lo terrible del mundo real: paulatinamente adquiere un tono más macabro. Es, quizá, una forma de llevar a escena la sensación descrita por tantos al verse inmersos en una guerra: de pronto, el mundo parece volverse contra la fragilidad de uno.  Imagínense ese momento en el que la mesa y el gato nos comienzan a hablar y a juzgar: después de la fascinación inicial, comenzamos a darnos cuenta de que nos aterroriza lo desconocido y que, aquello que anhelábamos nos produce pavor. Es la historia del Rey Midas. El nuevo sueño es, precisamente, volver adonde estábamos.

Musicalmente, fue excelente la ejecución del cambio de registro frenético de la pieza, que obliga a los mismos cantantes a interpretar a diferentes personajes. Estuvo muy logrado gracias a la atención del cambio de registro. Precisamente Katarzyna Włodarczyk, en su papel de niño, fue uno de los menos logrados, con una voz excesivamente impostada, que impedía romper con la ilusión de que aquellas voz, efectivamente, fuese la de un niño en edad escolar y no la de una mujer hecha y derecha (algo así como cuando en las series ponen a hacer de adolescentes a tipos entrados en la treintena).

Resultado de imagen de komische oper lenfant et les sortileges

El único pero: la sonorización fue desigual , espacializada e irregular en volumen. Es una lástima, pero también una queja que frente a la calidad escénica, es meramente anecdótica. Déjense llevar por estas «cosas de niños», que tantos secretos fundamentales de la vida adulta nos desvelan.

 

 

La danza como resistencia: Satyagraha, de Philip Glass en la Komische Oper de Berlín

La danza como resistencia: Satyagraha, de Philip Glass en la Komische Oper de Berlín

Fotos con copyright de la Komische Oper

La Komische Oper celebra su 70 aniversario apostando por óperas poco representadas o aún no incorporadas al repertorio. Entre ellas, se encuentra Satyagraha, de Philip Glass, compuesta en 1979 y estrenada un año después. El término, en sánscrito, significa «lealtad a la verdad», y hace referencia especialmente a la filosofía de Gandhi, especialmente en los actos de resistencia y reivindicación de los indios en Sudáfrica. Es una pieza inspirada de cuatro personajes relevantes en la lucha no violenta, según la interpretación del compositor norteamericano, a saber, Gandhi (que es el protagonista de la ópera), Tagore (que articula las tres escenas del primer acto y era amigo de Gandhi), Troski (que da nombre a las tres del segundo y que se carteaba con él) y Martin Luther King (que está a la base de la única escena del tercer acto y que se inspiró en Gandhi para su lucha contra el racismo).

El montaje de la ópera, a cargo del coreógrafo Sidi Larbi Cherkaoui, es de una delicadeza, sensibilidad y elegancia excepcionales, que se ven pocas veces en la ópera y que suponen verdadero aire fresco ante montajes carísimos e insulsos. Toda la pieza está articulada en torno a la danza, que es hipnótica, basada en movimientos circulares y orgánicos. Lo que menos se merecen las piezas que tienen un talante político es incidir superficialmente en eso político como si se pudiese reducir a panfletos o pancartas. Aquí se mostraba, mediante el movimiento de los bailarines, la fragilidad y vulnerabilidad del cuerpo, que a lo largo de la pieza se va magullando, manchando y despojando de la ropa, el único cobijo, la segunda piel. El escenario, apenas una plataforma móvil, parecía que iba a terminar siendo un recurso limitado y simple, pero se convirtió un elemento plástico más con el que se crearon momento de gran potencia visual. En combinación con otras planchas móviles que movían los propios bailarines o cantantes, se construían los rasgos mínimos de un escenario, que actuaba con una mera superficie sin más peso que el estrictamente necesario para el desarrollo de la obra. Este minimalismo también escénico contrasta con esos grandes montajes de escenografía que no tienen fuerza por sí solos, que no terminan de empastar con la música y la narración y que, desde luego, no suponen una aportación a la interpretación de la pieza.

Las transiciones entre escenas, que en algunos casos son radicales (como de la segunda a la tercera escena del primer acto) se hacían de forma equilibrada y medida, de tal forma que había un continuum pero sin caer en la mera indiferencia de escenas. El trabajo de coreografía es inenarrable, pero nada resultaba excesivo, ni con la rigidez de lo ensayado hasta que deja de tener nervio, aunque ciertamente los cantantes carecen de la fluidez de movimientos de los bailarines.

Lo que convoca a esta creación a ser una ópera no queda claro, porque cuenta con numerosos momentos (de duración muy significativa) solo instrumentales, dejando de lado ese egocentrismo a veces cercano al horror vacui de la ópera tradicional. Por tanto, algo nos hace pensar que hay un interés en dejar que la música adquiera su espacio, que en esta propuesta destaca en su unión con el cuerpo y la palabra -escueta pero suficiente. Esta unión es también a veces reivindicada de forma explícita, como en el inicio del segundo acto donde, en una pieza que no tiene percusión, se sustituye la tensión rítmica por la propia construcción de lo dicho-cantado. El coro de hombres que increpa y ataca a Gandhi, hizo una demostración de la comunión de corporalidad, voz y música que aparece en el ritmo de forma casi primitiva, como ya estaba explícitamente en La consagración de la primavera de Stravinsky, por ejemplo.

Vocalmente, escuchamos irregularidades entre las voces femeninas y las masculinas hasta la segunda escena del segundo acto. Stefan Cifolelli estuvo excepcional como Gandhi, especialmente en su solo final, de una calidez extrema, aunque le costó un par de escenas perder la rigidez corporal. En cualquier caso, es sumamente difícil cantar en las condiciones que él lo hizo, después de ser elevado, girado y volteado en numerosas ocasiones, como representación de la violencia acometida contra él. Cathrin Lange (Miss Schlesen) y Mirka Wagner (Mrs. Naidoo), al principio mostraron poca delicadeza en la modulación de las voces, un tanto chillonas y sin redondear. Pero su aparición en el tercer acto fue un giro repentino, como si por fin se hubiesen integrado en la lógica del montaje, tan frágil y cuidado que, sin las pretensiones de lo pulcro y lo terminado de una vez para siempre, se podía resquebrajar en cualquier momento. El coro fue excelente, tanto teatral como vocalmente, y su tratamiento escénico me recordaba mucho al montaje de Moses un Aron que comentamos hace ya unos cuantos meses. A nivel orquestal, celebro el brillante control de la tensión (aunque eché de menos algo más de cuidado en la dinámica) en una pieza extremadamente exigente, por las repeticiones y microvariaciones típicas de la música de Glass. Pero, lejos de resultar monótona, la música fue contenida, de tal manera que actuaba como nervio de la pieza.

En estos días en que la agresividad y la violencia, precisamente por tener presencia absoluta en nuestras retinas, han dejado de afectarnos -mientras no sea contra nosotros, como aquel supuesto poema de Brecht-, la potencia de unos cuerpos se encuentra en la exposición desprejuiciada de su vulnerabilidad. Al igual que Gandhi pidió resistir sin utilizar los recursos que criticaba, los de la violencia, aquí la herramienta es mostrar eso que se oculta en el intento de hacer todo visible sin mediación, mostrar eso que no aparece en las imágenes: el cuerpo de individuos anónimos que se retuercen y se mezclan, que se rompen y dañan. En un mundo en el que no servir para nada es el mayor delito, pues se atenta contra la productividad y la supervivencia del sistema, bailar -que además nos hace felices- es una nueva forma de resistencia y, desde luego, un camino a seguir para la ópera y sus montajes contemporáneos.

Pelléas et Mélisande, de Debussy: polémica puesta en escena en la Komische Oper

Pelléas et Mélisande, de Debussy: polémica puesta en escena en la Komische Oper

El pasado 27 de octubre tuvo lugar en la Komische Oper berlinesa una de las representaciones del Pelléas et Mélisande de Debussy, sin duda una de las grandes apuestas de esta temporada. A pesar de lo que pudiera parecer, llevar a cabo la puesta en escena de esta ópera es siempre un reto comprometido del que es difícil salir sin la sombra de la duda o del reproche. La obra de Debussy, ya blanco de innumerables críticas el día de su estreno -mejor no digamos quién y como, no sea que se nos caigan un par del pedestal- revolucionó la concepción de narración en el género, haciendo de cada escena pequeños versos que nos revelan anécdotas de una trama que ocuparía un acto entero de cualquier ópera coetánea. Esa discontinuidad, ese asomarse a fragmentos de actos enteros nunca compuestos, se suma a un texto de Maurice Maeterlinck donde el drama solo se sugiere y ningún símbolo se vuelve irrebatible. Con estas premisas, parece difícil pensar que el hecho de añadir cualquier cosa de cosecha propia -por muy original que sea- va a reforzar necesariamente la sinergia del conjunto. En una obra como el Pelléas, ir con pies de plomo no es suficiente.

La orquesta de la Komische, dirigida por Jordan de Souza, fue probablemente lo mejor de la noche. El director canadiense supo dar continuidad y frescura a cada escena, destacando la plasticidad de la cuerda y una homogeneidad que nunca se rompía. Es sobretodo a partir del cuarto acto cuando se perciben más intensamente los colores, que hasta entonces de Souza no quiso subrayar demasiado. En cuanto a lo vocal, la calidad de los fraseos y atención al detalle fueron la tónica de todo el elenco. Mención especial merece el Arkel de Jens Larsen, que confirmó la importancia de contar con un rey de Allemonde carismático; y también el Golaud de Günter Papendell, que poco a poco fue imponiendo su rol hasta cargar con todo el peso del drama en las escenas finales.

La dirección de escena por parte de Barrie Kosky sacó gran partido al escenario de plataformas en movimiento, creando muchas momentos de potencia visual indiscutible -en parte también gracias al discreto diseño e iluminación de Klaus Grünberg– y estructurando cambios de escena muy elegantes sin esfuerzo alguno; de estos que casi ni se notan pero sí se notan. Aunque sin lugar a dudas, y a pesar de esas virtudes, lo decepcionante se vinculó al aspecto más puramente teatral -responsabilidad que comparten, dudo que por igual, el propio Kosky y la dramaturga Johanna Wall-. Me sorprende como el texto y la música pudieron ser tratados con tanto automatismo, como si se tratara de crear una dirección de escena para Norma o La Traviata. Todo lo que el texto de Maeterlinck sugiere, Kosky lo concreta. Todas las emociones que Debussy insinúa y refleja como en un juego de espejos, Kosky las explicita y subraya; y si es con caída al suelo de Melisande  (Nadja Mchantaf) ensangrentada mejor aún. La consecuencia de esa exaltación desde el minuto uno de la ópera es una pérdida general de empatía y la disminución considerable del efecto dramático en las últimas escenas.

Lo triste de un proyecto de esta envergadura, es ver como un buen reparto estorba constantemente. Cada gesto exaltado parece acabar con la magia y remar una y otra vez contra corriente. Pero lo más sorprendente es advertir la ironía que comporta. Hace ya años que las puestas en escena más “modernas” rompen todo tipo de estándares y fascinan y horrorizan por igual a todo tipo de público -sobra decir que siempre respetable-. Lo increíble de esta unión Debussy-Kosky es el carácter abiertamente reaccionario que muestra éste último en la dirección de escena; que se acerca a provocar el mismo impacto que los Don Giovanni ochenteros llenos de traficantes de heroína, solo que a la inversa. Lo más trivial y evidente hizo acto de presencia, echando a perder la oportunidad de hacer algo mucho más estimulante. Pero no es solo lo puramente interpretativo: la concepción de los roles y su psicología parece fallar irremediablemente. Un Pélleas aniñado y paranoico desde su entrada -que recuerda a un típico ayudante secundario de villano de Marvel- donde casi todo es ambiguo, no consigue tener la más mínima química con Melisande. Se confirma posteriormente de forma traumática, cuando en la escena del beso -como no, sustituida por sexo salvaje- da la sensación de estar asistiendo a un incesto bastante incómodo; que interrumpe Golaud para alivio del público.

Si hay algo que no se puede perdonar facilmente es la sensación de que “te” han mancillado un “clásico”. Mucho peor es la sensación de hacerte creer que ese “clásico” realmente no merece serlo. Eso sí que es imperdonable. Pero no hay que ponerse dramático, que de eso ya hubo bastante. Quizá solo fue que tomaron demasiado al pie de la letra esa famosa frase de Debussy durante los últimos ensayos de la ópera: “Por favor, olvidad que sois cantantes”. En todo caso, no sería un mal comienzo.

 

 

 

 

Patria, de Fernando Aramburu

Patria, de Fernando Aramburu

Parece que hablar de la patria estos días es peligroso. Si vives en Cataluña es ya demasiado recurrente. Pero este artículo, aunque sí tratará de Patria (Tusquets), la última novela de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), no quiero que trate de política. O no sólo eso.

Patria cayó en mis manos por casualidad mientras esperaba el vuelo que me traería de vuelta a casa tras varios meses de estancia en Bruselas. Vi la novela en el bolso que colgaba del hombro de una amiga y mi mente de pronto viajó otros tantos meses atrás, a la fecha de su publicación, en septiembre de 2016. En ese instante recordé que había leído alguna que otra crítica acerca de la grandiosa y extensa novela de Aramburu, que de nuevo se adentraba en el conflicto vasco, ahora sí para narrar los cuarenta años de fascistización de una sociedad impenetrable y hosca, anclada en el pasado, y cuyo deterioro moral contaminó hasta las propias instituciones del Estado.

Aramburu describe a lo largo un centenar de capítulos, pequeñas píldoras o casi breves cuentos aglutinados, el mundo de la lucha armada de ETA y el encarcelamiento de sus “héroes”, el sufrimiento eterno de sus víctimas y la invisibilidad y el ninguneo por parte de la Iglesia Católica y ciertos líderes políticos. La justificación de la violencia y las amenazas se erigen como sustento de una sociedad patriarcal en la que el máximo agente socializador es la “cuadrilla” de amigos del pueblo. Y también lo es la unidad familiar, en este caso custodiada por dos mujeres, Miren y Bittori, amigas inseparables desde la adolescencia, pero separadas por el conflicto. A través de sus voces, de sus hijos y de sus maridos también, Aramburu entabla una conversación entre generaciones: aquellos que no quieren mirar atrás sino idear un futuro alejado de la violencia; y los que no pueden olvidar todo el dolor y toda la muerte, y luchan por encontrar cierto sosiego.

Algunas frases escritas en primera persona se entremezclan con pasajes en estilo indirecto libre, confundiendo un tanto al lector hasta el punto de no saber quién cuenta qué, siempre desde ese tono personal y propio de Aramburu. El resultado estético de la obra parece apremiar al lector pero también al autor, que se decanta por unos diálogos lúcidos y expresivos a través de los cuales se profundiza en los submundos psicológicos de cada personaje: la dualidad de algunas expresiones, el uso alternado del castellano y el euskera, entre otros aspectos.

Hace algunas semanas, HBO España anunció que adaptaría la novela a la pequeña pantalla, a manos del productor independiente Aitor Gabilondo. Habrá que esperar a ver si en imágenes esta historia acongoja tanto como en palabras.