por Marina Hervás Muñoz | Ene 26, 2016 | Críticas, Música |
El pasado domingo 24 en L’Auditori se vivió uno de los conciertos más esperados de la temporada: la visita de Sir John Eliot Gardiner con los dos grupos formados por él, The Monteverdi Choir y The English Baroque Soloists y las soprano Hannah Morrison y Amanda Forsythe. Gardiner, autor de la última gran alegría que nos dio a los melómanos, la publicación de un extenso y necesario estudio sobre Bach, Música en el castillo del cielo (en español en Acantilado); no necesita mucha presentación: su extensa carrera como director -falsamente asumido como exclusivamente experto en barroco- le ha acreditado como uno de los fundamentales en la historia de la dirección que se está escribiendo actualmente. Así que la expectación era máxima.
Inicialmente, la primera parte del concierto tenía programada un greatest hit mozartiano, convertido en tal por las melodías midi de los móviles y los infinitos volúmenes de «Clásicos fundamentales» o algo así: la Sinfonía n. 40 KV. 550. El azar de los dioses y, por visto, por petición expresa del director, se anunció la modificación del programa a favor de la interpretación de la Sinfonía n. 41 KV. 551, la Júpiter, a partir de que el empresario J. P. Salomon considerara llamarla así por su fuerza y luminosidad. No se crean, este es otro greatest hit. Aunque ambas sinfonías son una delicia analítica y auditiva, vuelvo a la pregunta que me hice en mi entrada anterior: queridos programadores del mundo, ¿de verdad que de todas los trabajos de Mozart el público se merece escuchar las mismas siempre? Algunos objetarán, y con razón pero no tanta como para justificar una respuesta suficiente a mi pregunta, que Gardiner sería capaz de hacer algo distinto con unas sinfonías escuchadas hasta la saciedad y que, por eso mismo, maltratan al pobre Mozart más que hacerle justicia. Pero bueno, este es otro tema, como se imaginarán. Ahora bien, ¿qué hizo Gardiner con el reto de volver a entusiasmarnos con esta sinfonía? Su estrategia en el primer movimiento fue optar por una interpretación muy marcada con los tres temas de esta sinfonía, que es altamente operística. Me explicaré. Aparecen tres temas contrastantes: uno marcato, rítmico y con un aire militar; otro lírico, meloso y que epxlota lo melódico; y, por ultimo uno bufo, más juguetón, que combina lo rítmico y lo melódico y se cuela entre el primero y el segundo. Gardiner explotó estos ‘caracteres musicales’ y demostró su fuerza en el plano pianissimo y la preparación de los crescendo. Esto fue evidente en el ‘Andante cantabile’, el segundo movimiento, que fue una delicia; y que hizo todavía mayor el contraste con los dos movimientos restantes. Este segundo movimiento dialoga melódicamente con algunos de otros segundos movimientos de obras como su Concierto de violín n. 3 K. 216. Pero en este caso, un tema relativamente sencillo -que es el de la reverencia- le permite, en la parte media, explorar los colores de la cuerda en contraste con los vientos mediante el uso de pequeños giros cromáticos. El tercero y el cuarto, no terminaron de tener la fuerza de los primeros -salvo la gran coda final, que fue una demostración de claridad y precisión asombrosa- aunque la interpretación técnica fue, como suele ser costumbre por parte del inglés, impecable. Uno de los aspectos más destacables es su búsqueda de la pureza del sonido, prescindiendo prácticamente del vibrato, uno de los recursos más sobreexplotados. Por cierto, si quieren conocer mejor esta sinfonía les remito a mi querido Luis Ángel de Benito y su programa dedicado a la misma en Música y significado de RNE.
Y llegó, tras la pausa, el momento más esperado por todos: la interpretación de la -incompleta, porque la muerte siempre llega en mala hora- Gran misa en do menor KV 427. Si la sinfonía es puro teatro, melodías que parecen frívolas y esconden mucha profundidad y conversan con toda la tradición anterior a Mozart, en esta Misa el compositor austriaco se asoma al futuro, y recupera algunas formas perdidas del renacimiento musical. Este doble juego con la historia es una de las capacidades más admiradas de Mozart. En la Misa apareció, sobre todo, en el Kyrie, en una interpretación excelente -como nunca la había escuchado antes- del solo por parte de Amanda Forsythe. Fue tan delicado, tan adecuado a lo que parece que a partitura exige que a pocos minutos de comenzar, desde mi punto de vista, Gardiner ya había alcanzado la cota más alta con una interpretación inolvidable. Así que era difícil mantenerse a la altura. Pero como ahí se muestra la capacidad de los exigentes, Gardiner supo ofrecer más momentos como aquel con el dúo Domine Deus, un fabuloso Gloria, la fuerza expresiva de Et incarnatus est y un final que impidió a la gente contener el aplauso que llevaban tiempo aguantando tras el Sanctus. A mí me pasa al revés de la gente normal, y tras un concierto así no puedo escuchar más música, porque necesito pensar en todo lo que acaba de pasar sobre ese escenario, sobre toda la complejidad y todas las preguntas que Mozart sigue abriendo, pero el público entusiasmado invitó a los músicos a dar un poco más, con otro greatest hit de Mozart, el Ave Verum Corpus K. 618, una de las partituras más bellas de la historia de la música, en la que parece que Mozart se despedía del mundo. Si Gardiner se despedía así de Barcelona, esperamos que no sea un adiós, sino un hasta muy pronto.
por Elio Ronco Bonvehí | Ene 21, 2016 | Críticas, Música |
La presencia de Valery Gergiev en la temporada de Ibercamara es ya un lujo habitual: dieciocho visitas desde el año 1994, algunas tan extraordinarias como la de diciembre de 2011 con la orquesta del Teatro Mariinski, cuando interpretó en un solo concierto los tres ballets de Stravinski íntegros (el Pájaro de Fuego, Petrushka y la Consagración de la Primavera). De modo que cuando se anunció un Tristan e Isolda en versión concierto para la temporada pasada el público esperaba algo muy diferente de lo que obtuvo: una versión llena de errores, sin un buen discurso y con unos cantantes indignos de cualquier teatro serio que le valieron fuertes protestas y una deserción masiva en las pausas. Por ese motivo el concierto del pasado domingo tenia cierto aire de reconciliación con un público que le quiere y con una promotora que siempre ha apostado por él. El resultado no pudo ser mejor: Gergiev exhibió todo su talento al frente de la Filarmónica de Munich, de la que acaba de asumir la titularidad, y obtuvo un éxito rotundo.
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por Noè Pasies Baca | Dic 21, 2015 | Cine, Críticas |
En estos últimos años, pocas películas han acumulado tanta expectación antes de su estreno como la nueva entrega de Star Wars. Ya desde el primer teaser, las hordas de fans de la saga galáctica y los aficionados a la ciencia ficción en general habían empezado a segregar saliva con el plano del destructor estelar varado en las dunas. Había razones para el optimismo: George Lucas y sus malas decisiones habían quedado fuera del proyecto, lo que reducía las probabilidades de que se volviera a caer en los errores de las precuelas. Además, J.J. Abrams, su sucesor, tenía a sus espaldas un más que decente reboot de Star Trek. Sin embargo, tan altas eran las expectativas generadas por los impecables trailers y el bombo de estos últimos meses que una decepción, por pequeña que fuera, parecía inevitable. Pues bien, Star Wars: El despertar de la fuerza no sólo no decepciona, sino que logra un equilibrio imposible entre dos generaciones cinematográficas y narrativas.
Lo que hizo grande a la primera trilogía de Star Wars (1977-1983) fue aunar una impresionante imaginería visual con unos protagonistas con los que establecíamos un vínculo emocional casi desde el minuto cero, logrando que hasta una marioneta barriosesamista como Yoda nos hiciera sufrir al verlo toser. Todo esto se perdió con la segunda trilogía (1999-2005): los efectos visuales sudaban píxeles y los personajes sólo conseguían producir indiferencia o repulsión. No ayudaba en absoluto el guion, escrito en solitario por un George Lucas fuera de control.
Esta vez la tarea de elaborar el grueso de los diálogos ha corrido a cargo de Lawrence Kasdan, quien ya había sido uno de los artífices del libreto de El imperio contraataca (The Empire Strikes Back, 1980) y El retorno del Jedi (Return of the Jedi, 1983), además de una obra maestra como es En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981). La pluma de Kasdan devuelve la chispa y el humor a una saga que se había llegado a tomar demasiado en serio a sí misma, al tiempo que la dota de gravedad en los momentos clave. Compartir guionista principal con El retorno del Jedi también ayuda a que esta nueva entrega no se sienta como un apéndice extraño de la trilogía original, sino como una continuación en toda regla.
Uno de mis principales temores era que la nueva generación de protagonistas no estuviera a la altura de las circunstancias. No en vano, muchos recordamos todavía ese lamentable Poochie con gomina perpetrado por Shia LaBeouf en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008). Afortunadamente, los nuevos personajes de Star Wars: El despertar de la fuerza tienen la consistencia necesaria para resultar interesantes y están interpretados por un elenco más que digno. Daisy Ridley, John Boyega, Adam Driver y Oscar Isaac están a la altura de las circunstancias y logran que sus conflictos internos nos importen. La interacción entre ambas generaciones de personajes funciona: las caras conocidas se ven reflejadas en las desconocidas sin que el conjunto rechine.
En el apartado visual y sonoro también se logra una fusión casi sin fisuras. Si la trilogía original se había resuelto a golpe de maquetas, marionetas y rotoscopio, las precuelas habían caído en el abuso de unos efectos digitales demasiado inmaduros para las aspiraciones de George Lucas. El equipo de J. J. Abrams no comete el mismo error y consigue armonizar la tecnología digital con los recursos tradicionales hasta el punto que a veces cuesta saber dónde acaba la maqueta y comienzan los polígonos. También tiene el acierto de evitar el circo visual: pese a la indudable espectacularidad de muchas escenas, los efectos están ahí para ayudar a avanzar la trama o para dotarla de una capa más de simbolismo, no como meros fuegos artificiales destinados a impresionar a la audiencia. Otro gran acierto creativo es seguir la línea de la tecnología sucia que habíamos visto en la trilogía original: los fuselajes de las naves y sus interiores están llenos de ángulos, los cascos se abollan y los robots rezuman óxido. En el aspecto sonoro, los efectos de sonido clásicos (los blásters, los sables de luz) se intercalan con nuevas y muy acertadas contribuciones (el extraño y escalofriante crujido que se escucha cuando el villano de la película intenta leer la mente de sus víctimas). Asimismo, la banda sonora del incombustible John Williams aúna temas clásicos de la saga con otros que, si bien menores y menos memorables, contribuyen a dar fuerza al conjunto.
Habrá quien critique a J. J. Abrams por no haberse arriesgado más, por haber elegido el camino fácil de la continuidad en lugar de dar un nuevo giro a la saga galáctica. Sin embargo, no sé hasta qué punto esta continuidad puede entenderse como un defecto. Es cierto que la nueva entrega repite muchísimos patrones de la trilogía original, pero se trata de algo que ya sucedía en las dos secuelas que sucedieron a la primera película y tiene todo el sentido del mundo si se entiende Star Wars como una serie creada a base de capítulos semi-autónomos y no como un único título cortado en partes, como sería el caso de El señor de los anillos (The Lord of the Rings, 2001-2003). No parece, por cierto, que nos encontremos ante el inicio de una nueva trilogía, sino ante el cuarto capítulo de una serie de seis, con las precuelas relegadas a un prescindible prólogo. Esto explicaría por qué en el título oficial del film no aparece ‘Episodio VII’ por ninguna parte. Es así, escondiendo los midiclorianos bajo la alfombra, como J.J. Abrams y su equipo han logrado devolver a la serie la magia que había perdido décadas atrás. Star Wars: El despertar de la fuerza es cine de aventuras del más alto nivel y un estupendo relevo generacional en una multiplicidad de sentidos.
por Cultural Resuena | Dic 20, 2015 | Críticas, Música |
«Moriré sin venganza, pero muero.
Así, aún me agrada descender a las sombras. ¡Que los ojos del dárdano cruel
desde alta mar se embeban de estas llamas y se lleve en el alma
el presagio de mi muerte!»
Virgilio, Eneida IV
Es innegable la conexión entre el discurso barroco y la exuberancia; esa espiral de chiaroscuros danzantes. Con la mirada vuelta hacia el norte de África; Anna Prohaska e Il Giardino Armonico proponen una travesía exótica al corazón de la ópera barroca. El resultado es la urdimbre de African Queens, un programa inteligentemente diseñado para entrelazar musicalmente poco menos de dos siglos y cuyo doble hilo conductor son las figuras míticas de las “African Queens”: Dido y Cleopatra.
Poder, seducción, elegancia y feminidad son las palabras claves para comprender la interpretación de la joven soprano austríaca. Prohaska deleita con una rendición balanceada y consciente, sus recursos vocales son empleados con suma inteligencia para lograr retratos diferenciados de las reinas; una Didone de Cavalli se contrapone a la Dido de Purcell, una Cleopatra de Hasse observa a su doble handeliana; ambas con un sino doloroso empero caracterizadas por medio de un discurso musical antípoda. Así mismo, el conocimiento estilístico de Giovanni Antonini y sin duda la excelencia de Il Giardino Armonico, recrean la atmósfera idónea para ésta travesía barroca.
El viaje comienza con la Obertura de Dido & Aeneas de Herry Purcell en conexión con el aria Ah Belinda, I’m pressed with torment, donde se destaca una elegante elección para el desarrollo del basso continuo y una impecable ejecución y dicción por parte de Prohaska. Durante los aproximados 45 minutos que conforman la primera sección, se entrelazan eclécticamente las arias de Antonio Sartorio y Daniele da Castrovillari (autores de la escuela veneciana del seicento), la interesante Dido, Königin von Karthago de Christoph Graupner y los genios ingleses Henry Purcell y Matthew Locke. De este último cabe destacar la selección instrumental de The tempest (música incidental para la obra homónima de William Shakespeare); Gallard, Lilk y Curtain Tune son ejecutadas con madurez y conocimiento estilístico, sus disonancias deleitan tanto en conflicto como en resolución. Por su parte Sartori y da Castrovillari introducen un nuevo personaje al entramado del programa: la reina Cleopatra. Mientras que Sartorio la describe sensualmente a través Quando voglio, un aria rítmica y lúdica; da Castrovillari la viste de severidad real en el lamento A Dio regni, a Dio scettri.
Es necesario hacer un paréntesis ante la obra de Christoph Graupner. No es de extrañar el uso intercalado de idiomas entre aria, recitativo o coros (ya sea alemán, italiano o francés) en los inicios de la ópera de Hamburgo (un buen ejemplo el Orpheus o La maravillosa constancia del Amor de G.P. Telemann). Este eclecticismo verbal se observa en la Dido, Königin von Karthago de Graupner que sin duda le otorga un carácter doblemente exuberante; el exotismo africano aunado al despliegue de afectos barrocos a través de diversas lenguas.
La complejidad de la segunda parte no recae únicamente en el virtuosismo vocal e instrumental, sino en su congruente estructura y conexión entre las obras. Se inaugura con el concerto grosso en Do menor, op. 6 núm. 8 de G.F. Händel, cuyo movimiento cuarto cita musicalmente al aria Piangeró la sorte mia. He ahí una prolepsis de la selección vocal, un ir y venir entre los fuegos artificiales de Hasse y Händel, siendo ejemplos de un barroco maduro. Entre cambios de programa (Sonata quinta a quattro de Castello en Re) y una retrospectiva a la seconda practtica con la Didone de Cavalli, el programa cierra con una increíble conexión entre la Passacaglia de Luggi Rossi y una última selección de Dido y Aeneas: Oft she visits y Thy hand, Belinda… When I am laid. “African Queens” ha comenzado con la obra de Purcell y cíclicamente termina su viaje por un exotismo barroco. Como bis, Prohaska y Antonini regalan otro memento de Purcell y encore un fois la prometida y citada aria: Piangeró la sorte mia.
En tiempos de propuestas programáticas es agradable toparse con un programa inteligente, desafiante sin abordar lo pretencioso. Una vez más Giovani Antonini e Il Giardino Armonico demuestran su excelencia y gran conocimiento entorno a la música vocal. Por otro lado, Prohaska ofrece una fresca visión vocal: elegante, inteligente y dispuesta a explorar repertorios desafiantes y poco explotados. La travesía ha terminado, en el silencio descansan las reinas.
Por Denise Reynoard
por Cultural Resuena | Dic 3, 2015 | Críticas, Música |
L’Auditori, 28 de noviembre de 2015
Orquestra Simfónica de Barcelona i Nacional de Catalunya (OBC)
Director: Salvador Brotons
Clarinete solista: Víctor de la Rosa
Programa: Samuel Barber, Adagio para cuerdas, op. 11; Aaron Copland, Concierto para clarinete y orquesta; Sergei Prokofiev, Romeo y Julieta (selección): Montescos y Capuletos – La joven Julieta – Fraile Laurence – Escena – Madrigal – Minuet – Máscaras – Romeo y Julieta antes de separarse – Danza de las jóvenes Antillanas – Romeo delante de la tumba de Julieta – La muerte de Tibaldo.
El programa que en esta ocasión interpretó la OBC en la sala 1 de l’Auditori estaba formado por obras de estilos muy diversos (neorromántico, jazz, neoclásico…), todas ellas compuestas en la primera mitad del siglo XX, dando lugar así a un concierto de una gran variedad de matices y colores.
La orquesta inició la primera parte con el intenso Adagio para cuerdas del americano Samuel Barber, en el que mostró una gran efusividad y un buen balance en las cuerdas. Se trata de una pieza que contiene una música pura y evocadora en que la tensión y dramatismo va aumentando poco a poco a medida que va transcurriendo la obra, una pieza “sin intención ni pretensión de explicar nada, pero con capacidad de conmover”, como decía Josep Pascual en el programa de mano. Sin embargo, el empuje que le dio Brotons en su interpretación pareció algo sobreactuado ya que, para conseguir un mayor dramatismo y expresividad, los matices se delimitaron dentro del rango de forte a fortissimo y se incorporaron acentos no escritos en la partitura, dándole un carácter un poco teatral.
La siguiente obra que interpretó la OBC tiene tintes jazzísticos. Estamos hablando del Concierto para clarinete y orquesta del también americano Aaron Copland, obra compuesta por encargo de uno de los clarinetistas de swing más famosos a mediados de los años 30, Benny Goodman. Esta obra, que fue compuesta de forma exclusiva pensando en las capacidades y el estilo del intérprete, contiene dos movimientos (una canción lánguida y un rondó jazzístico) conectados por una cadencia “que le da al solista la oportunidad de demostrar sus virtudes”, como dijo el mismo Copland. También se le añadió a la instrumentación clásica de la orquesta los característicos timbres del arpa y el piano que le dan un toque de dinamismo y diversidad a la pieza. El rol de intérprete solista lo tomó Víctor de la Rosa, un rol que supo cumplir demostrando musicalidad, un sonido cuidado y en general, una ejecución correcta, aunque en el primer movimiento se le notara un poco de inestabilidad en algunos momentos, provocando que en ocasiones fuera eclipsado por la orquesta. Sin embargo, este momento de vacilación fue compensado cuando el solista demostró su destreza en la cadencia y en el virtuoso segundo movimiento. Para terminar, de la Rosa tocó como bis una transposición del Adagio de la Primera Sonata de J.S.Bach para violín, una interpretación no exenta de buen gusto, aunque una curiosa elección dado el extenso repertorio del instrumento.
La orquesta demostró mucha más presencia en la segunda parte, con la obra más extensa y evocadora del programa: una selección de Romeo y Julieta de Prokofiev. Este ballet, que tardó varios años en representarse porque fue declarado “imposible de bailar” por su complejidad rítmica, fue la base de diversas suites orquestales del mismo compositor y destaca por el lirismo y elegancia de los temas y armonías, que evocan todo tipo de imágenes y escenas de los amantes inmortales de Shakespeare. La orquesta recreó con la magnífica música del compositor ruso algunas de estas escenas, destacando en La joven Julieta, por su musicalidad y delicadeza, en la escena de Romeo delante de la Tumba de Julieta por la expresiva sonoridad de la cuerda y en la Muerte de Tibaldo por el virtuosismo y solemnidad de la cuerda y los vientos metales. El público aplaudió con entusiasmo la apasionada versión de Brotons, con la que concluyó el variado recorrido sonoro por la primera mitad del siglo XX de la mano de tres de sus compositores más importantes.
Por Irene Serrahima Violant