por Rubén Fausto Murillo | Mar 28, 2018 | Críticas, Música |
“Tristeza insondable”, “La desdicha de gatos con sueños perturbados”, “La horrible longitud”, “La música interminable, desorganizada y violenta” y “No es imposible que el futuro pertenezca a este pesadillezco… estilo, un futuro que, por lo tanto, no envidiamos”, estos son los términos que el poderoso y vengativo Eduard Hanslick dedicó a la Sinfonía núm. 8 en Do menor de A. Bruckner en la crónica que realizó para su estreno en Viena el 18 de diciembre 1892.
La historia que precede a este estreno, que pese a lo que Hanslick escribió, fue un absoluto éxito, describe perfectamente el modo en que Bruckner pasó casi la totalidad de su vida creativa. Primero, la composición de una ambiciosa sinfonía en la que su autor pone todo su ingenio y trabajo; posteriormente, vendrán las dudas sobre la misma obra; el envío a varios directores esperando que alguno acceda a estrenar la nueva partitura, es el siguiente paso de este proceso; la insoportable incertidumbre sobre el destino de su nueva criatura será constante y no abandonará nunca a Bruckner en todo este proceso. Cuando por fin llegan noticias de alguna orquesta, suelen venir acompañadas con la solicitud para que la obra sea revisada y ello sumirá al compositor en periodos depresivos cada vez más prolongados y dolorosos; para concluir este complejo proceso, con el estreno de la obra, que habitualmente suele ir acompañado de críticas como la que hemos leído al inicio de este texto. En el caso de la octava sinfonía, lo anterior se cronifica drásticamente.
Cuando inicia la composición de la octava, Bruckner viene del clamoroso éxito obtenido con el estreno de la séptima sinfonía. Hermann Levi en Munich, ha sido su gran valedor y a él envía la nueva partitura en la que había trabajado durante tres años y medio, seguro de su apoyo. Él, tras revisarla, contesta mediante un amigo común que no programará la obra. La depresión que ello causó en Bruckner fue inmensa y lo llevó a un proceso de revisiones y reelaboraciones sin fin, intentando obtener la aprobación de algún director que accediera a estrenarla. Finalmente, tal estreno se llevó a cabo en la ciudad en la que vivía Bruckner, Viena, y de la que tanto recelaba por ser el bastión de personajes como Eduard Hanslick, crítico poderosísimo que podía hacer naufragar dicho estreno. Al final, hemos leído lo que Hanslick publicó sobre aquel evento, pero lo cierto es que, como ya lo he mencionado antes, la obra triunfó clamorosamente, constituyéndose para muchos, en la cumbre no solo del catálogo de su autor, sino, del sinfonismo del siglo XIX.
La sinfonía cuenta con varias versiones, fruto de las revisiones llevadas a cabo por Bruckner y que han complicado mucho llegar a una versión, dijéramos, definitiva de la partitura. La más utilizada suele ser la que la OBC utilizó en su concierto del 17 de marzo. Me refiero a la publicada por Leopold Nowak en 1955 y que es, sin duda, la más espectacular al utilizar una orquestación con maderas a tres, dos arpas y tubas wagnerianas. Ahora bien, en cualquiera de sus diferentes versiones, la octava sinfonía es una obra muy exigente que pone a prueba a la orquesta que la ejecuta, por varias razones. La primera de ellas, es que es muy extensa, su ejecución dura casi una hora y veinte minutos de pasajes de una complejidad técnica tremenda; mantenerse concentrado y en constante tensión es todo un reto para cualquier agrupación sinfónica. Un segundo problema se deriva del anterior, y es que para lograr una ejecución brillante de la pieza, hay que poder realizar un discurso bien articulado de frases muy extensas y prolongadas, lo que exige una concentración muy profunda por parte de todos; dijéramos que, en la octava sinfonía, al igual que en toda la obra de Bruckner, se está ante una pieza de dilatada elaboración, que requiere de procesos lentos pero muy concentrados, para que al público llegue un discurso coherente y atractivo.
Para tal fin, se necesita primero de una orquesta con un nivel técnico muy elevado, y después es indispensable un director que logre ver y crear esas dimensiones tan extensas. Dennis Russell Davies, director huésped en esta ocasión de nuestra orquesta, es sin duda un director que entiende perfectamente a Bruckner y que logró una buena lectura de esta sinfonía frente a una OBC atenta y siempre dispuesta a dar lo mejor. La sonoridad lograda fue brillante y bien trabajada, con unos tempos rápidos y potentes que favorecían el decurso de la obra, y que la hicieron por momentos muy espectacular. Sinceramente, creo que ha sido un acierto la programación de una obra de esta envergadura. Su efecto suele ser siempre beneficioso para la orquesta que trabaja en ella, en todos los sentidos. Ello se hace posible, sobre todo, si se tiene la oportunidad de colaborar con un director tan inteligente y con tanto oficio como Dennis Russel Davies.
El público congregado en el Auditori de nuestra ciudad, se mostró muy entusiasmado con la buena lectura de la sinfonía bruckneriana, misma que costó tantos sinsabores a su autor. Mientras la sala se desbordaba en aplausos, pensaba en el profundo contraste existente entre la personalidad pública de Bruckner, siempre muy austera y sencilla, propia de un hombre de campo, sin apenas inquietudes intelectuales ni apenas viajes, y lo impactante que es su obra sinfónica. Parece imposible que un hombre tan francamente anodino y lleno de tantas manías como las que tenía el maestro, creara semejantes obras, y en ese punto es donde uno descubre, que el alma humana es realmente asombrosa y que basta solo un pequeño análisis de nosotros mismos para descubrirlo. En Bruckner esto es más que patente.
por Rubén Fausto Murillo | Mar 13, 2018 | Críticas, Música |
Aún recuerdo muy vívidamente la impresión que recibí la primera vez que entré a la capilla Sixtina. Recuerdo que le pedí a mi ahora esposa, que por favor me ayudara a llegar a uno de los pocos asientos que había libres en el recinto, no me veía ni si quiera con las fuerzas para llegar solo a él. Las piernas me temblaban y por momentos me sentí tan agobiado por aquella súbita explosión de color, forma y genialidad por todas partes, que literalmente perdí el control sobre mí mismo.
Esta experiencia que algunos podrían denominar como de síndrome de Stendhal es muy parecida a la que Grigory Sokolov causa en nosotros, cuando se le escucha con atención. Es absolutamente increíble lo que logra hacer con el piano.
Sokolov pertenece a ese linaje de grandes artistas, casi en extinción, que han hecho de su carrera casi un sacerdocio. Cada concierto suyo es todo un acontecimiento estético en sí mismo. Hombre austero donde los haya, se prodiga muy poco en entrevistas, tiene apenas discos grabados y su agenda de conciertos es más bien pequeña en relación con la maratónica agenda de muchos grandes nombres de la actualidad. Sus programas están muy bien diseñados y normalmente tienen un mensaje de fondo. En el caso del que interpretó el pasado miércoles 28 de febrero ante un Palau de la Música completamente lleno, se trataba de mostrar una pequeña muestra de lo que podríamos llamar, la más tierna infancia del piano como instrumento de altos vuelos y tras de solazarnos en esta dulce infancia, llevarnos a una adolescencia llena de emociones y sensaciones infinitas.
El programa en cuestión estaba en su primera parte integrado por tres sonatas de Franz Joseph Haydn, en concreto las número 32 en Sol menor, 47 en Si menor y 49 en Do sostenido menor, obras que beben directamente de la tradición iniciada por C.P.E. Bach en Berlín con sus “Sonatas Prusianas” o su Versuch über die wahre Art das Clavier zu spielen (Ensayo sobre el verdadero arte de tocar los instrumentos de tecla). Sobre todo, las dos primeras sonatas están llenas de un Empfindsamkeit evidente. El virtuosismo que reclama del interprete, radica en la necesidad extrema de articular cada una de las notas escritas con exquisita precisión de toque y matiz. Los elementos mostrados en el texto por esta literatura pianística son justos los necesarios, desprovistos de ningún tipo de adorno ni superficialidad innecesaria. Así que el intérprete está literalmente arrojado en un mundo sonoro tremendamente austero que exige de el: precisión técnica, musicalidad, buen gusto y una idea muy clara sobre la construcción de la obra. No se me ocurre nadie mejor que Sokolov para tocar este repertorio.
Envuelto en la penumbra, Sokolov salió para regalarnos una lectura luminosa de estas tres sonatas. Era realmente apabullante escuchar cada una de las notas escritas por Haydn, perfectamente colocadas en un todo así mismo armónico y congruente. Nada, absolutamente nada, estaba fuera de su lugar. Por nuestros ojos y nuestros sentidos en general, era como si pasaran pequeñas perlas diminutas que corrían por todas partes a colocarse en su justo lugar, causando en nosotros ya no solo el asombro ante tanta precisión técnica, sino sincera emoción por el conjunto construido por el genial pianista.
Tras la media parte del concierto, llegó una de esas joyas de la literatura pianística de inicios del siglo XIX: me refiero al opus póstumo D.935 de Franz Schubert integrado por cuatro deliciosos Impromptus, que son verdaderos poemas de un exquisito gusto.
Curiosamente, ni Haydn ni Schubert en su tiempo, fueron considerados virtuosos del piano, al modo de por ejemplo Mozart o Beethoven y, sin embargo, su obra es fundamental para entender cabalmente la evolución técnica y musical del instrumento. En el caso de Haydn, incluso, muchos grandes nombres han obviado su maravillosa obra pianística, centrándose en las canónicas sonatas del maestro de Salzburgo o del propio Beethoven. Que Sokolov abordara con tanto mimo este tipo de literatura pianística, alejándose de los caminos seguros que aportan el canon establecido, nos habla de un artista que conoce perfectamente todos los resortes históricos que han actuado para desarrollar toda una vasta tradición en torno al actor principal de este concierto: el piano.
Si con Haydn fue maravilloso, con Schubert era inaudito lo que lograba generar un solo instrumento en medio de la sala. Quizás el mismo ambiente creado por la oscuridad de la sala, te llevaba a vivir de un determinado modo el momento, pero, sinceramente, era increíble pensar que un solo hombre, pudiera crear dentro de cada uno de nosotros, toda esa gama de emociones y de matices. Las obras seleccionadas por el maestro pertenecen ya al último Schubert, que, pese a la proximidad de la muerte, no pierde nunca la frescura y la espontaneidad. Es ya una escritura mucho más compleja en todos los niveles, donde las hermosas melodías están llenas de complejidades técnicas para el intérprete. Estamos ya ante obras típicamente pianísticas, tal como lo concebimos en la actualidad, con un lenguaje ya muy maduro y consolidado: una adolescencia llena de vida e ilusión.
Al finalizar la ejecución de la segunda parte, el Palau se desbordó en aplausos para Sokolov, que agradeció el gesto muy generosamente, dando 6 propinas más para un público absolutamente entregado al maestro.
Como apunté al inicio de esta humilde crónica, cuando Sokolov confecciona sus programas, suele querer comunicar algo. Y sinceramente tras disfrutar del concierto del miércoles 28 de febrero me quedó claro que: el piano se hizo hombre y sonó para nosotros. Será el Stendhal que hace que me ponga místico. Ustedes perdonen.
por Rubén Fausto Murillo | Mar 9, 2018 | Críticas, Música |
Era llena de gracia, como el Avemaría.
¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar!
Hay conciertos que sabes mientras los disfrutas que su recuerdo te acompañará siempre. Algo muy grande ocurre en cada uno de nosotros cuando determinada música toca lo más hondo de nuestro ser y trasforma de manera irreversible nuestra vida. Quizás es esto lo que hace que estas experiencias sean trascendentes en tanto que son profundamente trasformadoras de nuestra realidad.
En el Palau de la Música Catalana el pasado sábado 24 de febrero, muchos pudimos vivir una experiencia similar, en un estupendo concierto protagonizado por tres consumados artistas: la soprano Diana Damrau y el tenor Jonas Kaufmann acompañados al piano por el maestro Helmut Deutsch.
El programa anunciado era uno de los ciclos de lieder más celebres de la historia. Me refiero al Italienisches Liederbuch de Hugo Wolf y que su propio autor definió como: “mi trabajo más original y artísticamente logrado”. Escritos sobre textos de antiguos poemas italianos traducidos por Paul Heyse, constituyen una de las más bellas muestras del lied de finales del siglo XIX. Organizadas en dos libros de 22 y 24 Lieds cada uno, en ellos Wolf muestra todo su oficio y maestría como compositor de una de las más depuradas formas musicales de tradición alemana. Para poder entender cabalmente ante lo que estamos, y dejar de escuchar comentarios como “a mí me gustan más las napolitanas de toda la vida” tenemos que ver el peso que tiene el Lied como quinta esencia del arte musical alemán por excelencia. Si tiráramos del hilo del tiempo, veríamos que estos lieder beben de una tradición iniciada por los Minnesänger en Alemania durante los siglos XII y XIII a imagen de los trobadours (trovadores) provenzales. Ellos cantaban generalmente al amor cortés, o sobre grandes gestas heroicas, entre otros temas,pero siempre a través de poemas muy bien elaborados, donde la música suele complementar o enfatizar lo dicho por la palabra escrita. Es en el siglo XIX cuando el Lied logra un grado de refinamiento hasta ese momento no conocido, F. Schubert, R. Schumann, o J. Brahms entre otros grandes nombres, producen auténticas joyas en los innumerables ciclos de canciones donde el común denominador es la poesía de altísimo nivel por la cual estos maestros se expresan.
J.W.von Goethe, F. Schiller, J. Mayrhofer o J.von Eichendorff entre otros ilustres autores, son la fuente de la que parten los compositores para crear pequeñas obras de arte, donde la música solo remarca, ahonda, sensibiliza aún más la profundidad de la obra poética. Cuando escuchamos por ejemplo, «Der Erlkönig” de F.Schubert, la obra nos comunica muy vívidamente la angustia de un padre que sabe que un ser fantástico está literalmente arrancándole de los brazos la vida de su hijo enfermo, mientras cabalga por en medio de una noche oscura y cerrada. El poema original de Goethe se ve potenciado por la música de Schubert, desvelando todo su potencial dramático.
Wolf, personaje lleno de claroscuros. Polémico, siempre insatisfecho, hipersensible a la más mínima critica, pero de una sensibilidad exquisita, aporta a esta tradición, grandes títulos entre los que destacan mucho los italienisches Liederbuch por su sencillez y al mismo tiempo por la perfección técnica con que une hasta el más mínimo detalle en un todo lleno de vida y emoción. Son pequeñísimas gotas de un perfume muy delicado que cuando es percibido por los sentidos, logra cautivarte profundamente.
Para ejecutar estas obras, hay que estar realmente en estado de gracia. Damrau, Kaufmann y Deutsch lo estaban. Los cantantes, mostraron un soberbio dominio tanto del escenario como de la canciones, hasta en sus mínimos detalles. Recreando los breves poemas que lo mismo hablaban del amor más profundo, como lo hacían sobre la muerte. Actuando y atrapando al público con sus gestos, demostraron por qué tienen la estatura artística que tienen. Deutsch al piano, por otra parte, siempre en el lugar justo, dando soporte, acompañando, impulsando en la medida justa tal o cual frase, dando pie a que la magia ocurriera, completando el círculo virtuoso que las voces tejían lentamente. Por momentos, y permítanme la licencia poética, era como sin en el recinto el ambiente se percibiera casi perfumado ante la ambrosia que en el aire flotaba.
Sería injusto decir quién de los cantantes brilló más sobre el escenario, porque los dos lo hicieron. Pero quizás, el momento más hermoso del concierto lo viviéramos muchos cuando, Kaufmann, haciendo un alarde de musicalidad y profundidad, cantó el hermoso lied “Sterb’ ich, so hüllt in Blumen meine Glieder” (cuando muera, cubran mi cuerpo con flores) lleno de frases lentas y muy sentidas, que exigen ser cantadas pausadamente, construyéndolas nota a nota con un fino hilo de voz.
Por la misma época en que Wolf escribía este ciclo de lieder, en París, el poeta mexicano Amado Nervo, escribía en memoria de su difunta esposa los versos arriba citados, y que tras terminado el concierto vinieron a mi memoria. Realmente los tres intérpretes estaban llenos de gracia y tras escucharlos esa noche será muy difícil olvidarlos.
por Rubén Fausto Murillo | Feb 20, 2018 | Críticas, Música |
Seguramente estimado lector, alguna vez has recibido un regalo de esos que prometen. La sola vista sobre el paquete perfectamente envuelto anuncia que el regalo será de esos que atolondran los sentidos. Te dispones a abrir el obsequio y sientes palpitar tu corazón lleno de emoción, y tras penetrar en el secreto oculto por tanto adorno, tu alma directamente se va por el sumidero al ver que aquel tan espléndidamente anunciado regalo no es otra cosa más que… un objeto, cosa u articulo más y que además, sinceramente, no sabes dónde vas a colocarlo en tu casa.
Al que escribe, se le quedó cara de ¿de verdad esto es mí regalo? El pasado sábado 9 de febrero al salir del concierto dado por la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya. Saber que Maria João Pires vendría a tocar Mozart era causa suficiente para llenar, como de hecho sucedió, l’Auditori. Su dilatada carrera la avala como una exquisita intérprete del genio de Salzburgo. Aún recuerdo las tardes que pasé en mis juveniles años de formación en el conservatorio, escuchando sus maravillosas lecturas de las sonatas de Mozart. Esto hacía que el regalo estuviera asegurado, y si además agregamos, que en reciente fecha su agente en Londres anunciará que tras casi 70 años de carrera se retira de los escenarios, la cita era ineludible. Quedan muy pocos mitos vivos para dejar pasar la oportunidad de disfrutar de ellos.
El programa era potente, primero una obra de estreno del maestro Ferran Cruixent comisionada por la FUNDACIÓN SGAE, AEOS y la misma OBC. Deus ex machina es una obra interesante, con un lenguaje atractivo al público, aunque necesitada de más desarrollo en todas sus potencialidades. Nos plantea una serie de reflexiones interesantes sobre lo que el mismo autor denomina “la fascinación por la dependencia humana de la tecnología“. La expresión fue acuñada por Aristóteles, refiriéndose a que dentro de las tragedias griegas, era una maquina quien traía a escena a los actores que, haciendo los papeles de dioses, resolvían el entuerto planteado en la trama de la tragedia. La máquina entonces, se constituía en la portadora de una ayuda resolutiva, externa y divina, en este punto Cruixent se pregunta y nos confronta ante ese constante depender de las máquinas y en concreto, de nuestros móviles, para resolver casi todo en nuestra vida. Utilizando entre otras técnicas el Cyber Singing, los músicos utilizaban durante la ejecución de la obra sus teléfonos móviles donde previamente se habían descargado un archivo MP3 enviado por Cruixent y que es un elemento más de la obra.
Llegó el plato fuerte, el concierto para dos pianos y orquesta núm.10 en Mi bemol mayor KV 365 de W.A.Mozart y junto a Maria João Pires apareció Ignasi Cambra, estupendo pianista catalán que desde hace años trabaja con la maestra Pires en el proyecto “Partitura”. Kazushi Ono inició la ejecución de la obra y ya desde los primeros compases la sensación de “¿es esto mi regalo?” lo impregnó todo. Por un lado la OBC se tomó literalmente como un bolo más la obra de Mozart, cosa nada extraña por cierto (se ve que el Salzburgués es demasiado clásico para el ecléctico paladar de muchos músicos) en una lectura plana y fría del acompañamiento orquestal. Ciertamente, en el plan original de Mozart, el peso de la obra recae sobre los solistas, restando mucho de su habitual papel a la orquesta. Pero lo que se escuchó en la sala Pau Casals esa noche fue algo absolutamente rutinario y casi burocrático. Se creó sobre el escenario algo realmente sorprendente, en una interpretación, dijéramos a tres niveles: en un nivel muy alto, Maria João Pires, mostró por qué es quien es, leyó la obra dándole una musicalidad y una elegancia maravillosas. A una buena distancia de ella Ignasi Cambra, que pese a todos sus esfuerzos nunca logró hacer un todo con la maestra Pires. Se le notaba nervioso, por momentos apresurado y esto, influyó y mucho en su calidad musical. El resultado fue que el dúo de pianos nunca logró cuajar cabalmente y la obra, en su parte solista, quedó muy deslucida, al ser escrita por Mozart para dos intérpretes en igualdad de condiciones. En un último nivel, la OBC que, como ya apunté, trató a la obra de Mozart como requisito más para dar continuidad al concierto, cosa que preocupa y mucho, porque demuestra que cuando el programa gusta a los músicos, logran interpretaciones de primer nivel, cuando por las razones más peregrinas, el programa o alguna obra no les interesa, el esfuerzo es mínimo y la calidad de la misma orquesta, antes maravillosa, es francamente muy deficiente.
La última obra del programa fue la Primera sinfonía en Do menor, Op. 68 de Johanes Brahms. Obra maravillosa, llena de la energía y el vigor de un Johanes Brahms que se sabe poseedor de una maestría absoluta a la hora de trabajar. Todo está perfectamente meditado y contrastado en esta partitura que su autor trabajó durante casi catorce años. De hecho, la obra sinfónica de Brahms en su conjunto es fruto ya de un compositor muy maduro y con muchas obras a sus espaldas, lo que hace harto difícil poder decantarse por alguna de ellas como la mejor. Todas son perfectas en su escritura y todas son un universo perfectamente bien concatenado en sí mismas. La lectura de Kazushi Ono siguió la tónica del concierto, no logramos escuchar la mejor versión de nuestra orquesta, quizás para hacerlo tengamos que esperar un nuevo programa, dijéramos, más inspirador que saque lo mejor de todos. De cualquier manera, pese a que regresé con cara de “vaya, esto fue mi regalo” la oportunidad de haber escuchado a Maria João Pires en su última gira de conciertos, es un hecho a guardar en la memoria, y muchos lo haremos. Muchos le debemos grandes momentos, de esos que no se olvidan.
por Rubén Fausto Murillo | Feb 12, 2018 | Críticas, Música |
Se cuenta, que en los tiempos en que Wilhelm Furtwängler era director titular de la Filarmónica de Berlín, la sola presencia del maestro en la sala de ensayos, hacía que el sonido de la orquesta cambiara de una manera ostensible pese a que no estuviera él dirigiéndola. Se dice, que había logrado crear en el grupo un sonido propio, personal, y que la orquesta respondía de un determinado modo con solo ver la figura de Furtwängler.
Este tipo de simbiosis orquesta-director es prácticamente imposible en la actualidad. Nuestra época, bebe de una visión eminentemente comercial en lo referente al mundo de las grandes orquestas. Un director de altos vuelos, actualmente, está realmente unas pocas semanas al año con la orquesta de la que ostenta la titularidad. El resto del tiempo, está como huésped en otras tantas agrupaciones o siendo titular a tiempo parcial de otras cuantas orquestas que suelen pagar muy bien este tipo de, dijéramos, promiscuidad musical. El resultado es bien claro, desde hace ya décadas, existe un sonido estándar en casi todas las orquestas de alto nivel del mundo. Atrás ha quedado el sello característico de agrupaciones míticas, quizás, solo algunas pocas agrupaciones alemanas se resisten al este tipo de globalización.
Ahora bien, este panorama que a muy pocos parece importar, en tanto que los estados de cuenta sean positivos, no se ha generalizado en el mundo de la llamada “música antigua”. Muy probablemente porque, además de que los integrantes de las diversas agrupaciones no suelen ser músicos que solo van a ganar un sueldo por un determinado número de servicios (característica de muchas orquestas sinfónicas), lo cierto es que, al menos en el caso de los grandes grupos, suelen estar dirigidos casi en exclusividad por sus directores fundadores o titulares desde hace ya muchos años. Tal es el caso de Collegium Vocale Gent que ha sido dirigido desde su inicio en 1970 por su fundador Philippe Herreweghe y que el pasado jueves 1 de febrero presentó en la sala Pau Casals de l’Auditori, un hermoso programa, integrado en su totalidad por obras de J.S.Bach.
Las cantatas Ärgre dich,o Seele, Nicht, BWV 186 y Herr, gehe nicht ins Gericht, BWV 105 junto con la Missa brevis, BWV 234 integraron un programa realmente interesante. Desde su fundación, el Collegium Vocale Gent ha tenido en J.S.Bach a un autor en el que han logrado hacer lecturas de una belleza extraordinaria. Su director, el maestro Herreweghe, es sin duda, junto con el británico Sir John Eliot Gardiner y el neerlandés Ton Koopman, uno de los máximos referentes en la interpretación del maestro de Leipzig. Cada uno de ellos imprime un sello muy especial en sus lecturas, siempre fieles a la nota escrita, ello no impide que podamos encontrar claras diferencias entre ellas. Así Gardiner suele imprimir unos tempos siempre asociados a la danza y a la teatralidad y por ello suelen ser rápidos y vivos, siempre llenos de una perfección técnica y musical pasmosa. Por el contario, los continentales Herreweghe y Koopman suelen hacer tempos mucho más relajados y lecturas muy intimistas, y en el caso de Herreweghe, busca los colores entre las voces y la mezcla de estas con los timbres de la orquesta.
En el concierto que nos congregó el pasado 1 de febrero, fue muy palpable que Philippe Herreweghe imprime, como lo hacía Furtwängler con sus músicos, un sonido muy personal con su sola presencia. De aspecto casi frágil, siempre próximo y atento no solo con sus músicos, a los que dispensa un trato exquisito de camaradas de viaje, en cuanto da inicio el fluir de la música es como si dentro de él sucedieran cosas a un nivel muy profundo y ellas fueran comunicadas al resto de intérpretes presentes. Sus gestos, son casi crípticos, no se atienen a una determinada escuela de dirección, de hecho, el maestro nunca cursó ningún tipo de estudio al respecto, pero su efectividad es muy clara. Una buena técnica lo único que garantiza es que logres comunicar bien tus intenciones al resto de los músicos, pero si no tienes nada que decir, la sola técnica solo hace que te veas bien en el podio y en las fotografías que tu agente envíe a la prensa. Pero en este caso, no es solo que el grupo esté primorosamente preparado y que cada uno de los músicos y cantantes sean profesionales de muy alto nivel capaces de dar solos un estupendo concierto, es que Herreweghe, logra generar la alquimia misteriosa de mezclar en su justa medida estos elementos de primera categoría, para entregar al público congregado algo no solo bello, sino realmente trascendente.
Y esta música lo es. Bach compuso sus cantatas en su mayoría cuando se afincó en la ciudad de Leipzig y en ellas vive el corazón religioso de su autor. En estas pequeñas perlas que el maestro tenía que componer en apenas unos pocos días, viven los pensamientos más profundos de J.S.Bach. Luterano convencido desde su infancia, cuando aborda cualquier texto sacro, realmente hace una exégesis del mismo. Podemos encontrar en sus textos, pero sobre todo en su música, la profunda confianza que Bach había depositado en Dios. Desde muy pequeño, la muerte lo había acompañado: primero perdió a sus padres siendo muy pequeño, después, perdió a su primer esposa y a lo largo de su vida, vio morir a 10 de sus hijos. Este hombre al igual que casi todos sus contemporáneos quizás, solo podía encontrar refugio ante la dureza de la muerte, en la religión y muy concretamente, en la música que el escribía para ese Dios en el que creía. Herreweghe y sus músicos, abordan la obra de Bach con un profundo respeto, lo que hace que sus interpretaciones estén llenas de vida, de consuelo, de un profundo amor que trasmiten a su público, lo que los convierte en el actual páramo musical, en verdaderas flores en el asfalto.