por Marina Hervás Muñoz | Dic 13, 2015 | Literatura, Recomendaciones, RESONANDO |
Llego tarde a celebrar las letras de Isabel Mellado. Pero llegué -que parece que es lo que importa-, gracias a mi gran amigo Luis, que a su vez llegó a Isabel Mellado por consejo de Margarita, que tiene un proyecto que vale la pena conocer. El perro que comía silencio es el libro debut de Isabel Mellado, editado por Páginas de Espuma en 2011.
Escribir sobre este libro, que es tan delicado y delicioso, me parece casi sacrílego. No tanto porque sea un objeto sagrado, sino porque todo está tan bien puesto, tan bien escrito, que faltar al don de la escritura sería algo así como mancharlo. Cuando empezamos a leer los cuentos (y microcuentos) de El perro que comía silencio, ya sabemos que nos estamos adentrando en las cosas más serias de la vida, pero contadas con ese sentido del humor cargado de tristeza, es decir, de verdad; como ya supo hacer el viejo Charlot. Algunos dicen que es surrealista. Ella dice que no, que es hiperrealista. Sus cuentos tienen la fuerza de toda buena literatura: absorben, transfiguran, rompen y recomponen; y una es diferente cuando acaba de leer. Yo suelo decir que sé cuando estoy delante de un texto bueno cuando me obliga a cerrarlo por la fuerza de sus letras. E Isabel Mellado me obliga a cada rato, y a intentarlo de nuevo, a releerla y a paladearla, para no perderme nada. Aunque ella siempre gana, y yo siempre me he perdido algo, porque sus cuentos son poliédricos pero al mismo tiempo de una sencillez radical, la de la palabra justa. Va a las entrañas de lo que más duele: «De nuevo dormí como una piedra: rígida, machacada, sola». También dijo, con tan pocas palabras, tantas cosas: «Me desperté sin dinosaurio y sin ti. Soy una cucaracha»
«Mi primer recuerdo es mi madre y su voz de galleta remojada en leche. Nunca vi su rostro, nací ciego», empieza «Perspectiva», y de pronto Mellado te obliga a pensar en la voz de una madre, que es de los sonidos que nunca se olvidan si se han escuchado alguna vez, y si es posible que el de la propia no sea más bien fresas con zumo de naranja o a manzanilla en los campos del pueblo. También, Mellado nos habla del olvido, y dice «Llevo días tratando de olvidarte. Ya al menos te borré la nariz». Esa experiencia, que todos pasamos, de no conseguir borrar lo que hay que borrar, y que cuanto más se intenta más fuerte aparece. Lo cifra así también «Lucía se fue hace dos años. Desde entonces era yo un lamentable estribillo de mí mismo», en donde un pintor se queda sin colores por la pena. Es la impotencia, el agotamiento, ¡como si fuera tan fácil!. Porque no es fácil, precisamente, aparece en los cuentos (o microcuentos -o incluso aforismos) de Mellado. se pone también en la piel de algunos que no suelen tener voz, y habla desde el cuerpo de un perro, y del de un chelo, y la del número cinco, y un largo etcétera de ser enmudecidos. Recuerdo que a Mozart le criticaban que era capaz de ponerle música a todo, incluso a las «cosas normales» de la vida, aquellas que no tienen, de por sí, potencial… lírico. En su Le nozze di Figaro, comienza poniéndole música al proceso de medir una habitación para poner un cama, y es una música fantástica. Algo parecido le pasa a Mellado. Ella saca fuerza literaria (que me gusta más que eso de lírico) de las albóndigas, de los estornudos, de las rebajas. Mellado desbarata el mundo, desordena el pelo y se marcha; y deja a sus lectores con otros ojos y otros oídos para enfrentarse a una realidad donde la tarde puede oler a moras y el día puede tener la piel suave. Sí, también se oye diferente, porque estos cuentos están escritos por una violinista, y divididos en tres partes, como un concierto clásico, y suenan y resuenan. Si se atreven al viaje, es un libro que se volverá imprescindible aunque, como muchas veces, no figure en los círculos habituales donde se supone que habita la cultura.
por Javier Santana | Sep 10, 2015 | Literatura |
Javier Marías el 09/09/2015 ©Hartwig Klappert
El Internationales Literaturfestival goza ya de una longeva tradición (¡decimoquinto año!) en el panorama cultural del Berlín de septiembre, umbral entre el ajetreo veraniego y el recogimiento no menos ajetreado del duro invierno. Si algo distingue a este festival de literatura, es el hecho de que consigue, por un lado, reunir autores de primerísima línea de todo el mundo y, por otra, ofrecer veladas verdaderamente exquisitas para todo aquel que dé en aparecer por allí, haya o no leído a los autores que tienen a bien presentarse. Un festival de literatura que afortunadamente sabe huir de ese errado deber moral que por desgracia sobrevuela todo evento literario en los países de habla germana: la soporífera tradición de la Lesung, o la lectura en voz alta de extractos de algún libro de los autores invitados. En lugar de ello, los ponentes se involucran en debates y conversaciones en las que ineludiblemente sale a colación su producción literaria, pero sacando de ella más una invitación a la reflexión, a la carcajada o al sobrecogimiento, que páginas y páginas de narración descontextualizada. (más…)
por Camilo Del Valle Lattanzio | Ago 31, 2015 | Artículos, Cine, Literatura |
Foto Aurélien Arbet and Jérémie Egry, I would prefer not to (2005)
Al parecer el arte se gesta como un coqueteo con el fracaso, una inclinación al vacío, al silencio, pero solamente una inclinación cuya acrobacia es el centro y la esencia de la producción artística. El objeto artístico como aquel objeto que está allí por sí y para sí mismo, esa maquina inservible se rebela desde adentro en el contexto capitalista de la producción en masa. Detrás de un empleado inservible, de un Bartleby callado y melancólico, se esconde el artista que se rebela constantemente, con su silencio incómodo. El arte es producción pero producción inservible, sin progreso, no comprable ni vendible. El arte tiene que desertar a la sociedad y en una segunda instancia, para poder sobrevivir, vuelve a ella inevitablemente dejando que esta se lo devore y lo convierta de nuevo en un objeto de consumo. El arte se fracasa entonces en su última instancia inevitablemente a sí mismo; del fracaso dentro de la sociedad al fracaso a sí mismo. Todo comienza con la acrobacia, una acrobacia sobre el vacío. Esto por lo menos en nuestros tiempos: el arte todavía como vanguardia, como revolución, renuncia y es rebelión contra los axiomas de la sociedad de consumo, todo esto parece colarse entre las líneas poco comerciales pero muy bien consumidas de Enrique Vila-Matas, pero sobre todo en la nueva exitosa película sobre la vida llena de fracasos de Amy Whinehouse.
Amy Whinehouse, aunque suene ridículo, fue realmente una fracasada, eso parece ser el mensaje de la película; Amy fracasó en su intento por fracasar. La fama y sus intentos en vano por auto-sabotearse le impidieron lograr lo que siempre había querido, vivir la música como una rebelde, una cantante de jazz disidente de toda aquella absorbente industria del pop. Quería ser una cantante de cantina no una vedette del mundo plástico. Antes de lograrlo la sociedad se la devoró y la convirtió en un símbolo hipster, en un nuevo símbolo pop. La fama era lo último que buscaba con la música, y su vida parece ser la prueba vehemente de esto. Una ingenua, una eterna adolescente, una perdedora de verdad, una artista. Su mayor intento de fracaso fue entonces el enamorarse de un perdedor, y la película le da la importancia necesaria a este hecho. Fue ese amor adolescente, el amor que la llevó a hacerse a un cuerpo vacío de drogas y alcohol; él significaba entonces la única oportunidad para sabotear su vida exitosa que cualquier Britney Spears hubiera deseado. Él era la salida a ese camino asfixiante de la fama, la puerta al fracaso, a su íntimo éxito. El amor fue aquella mano que se le tendió, una mano desde la oscuridad del fracaso, sí, la mano de la muerte. Pero fracasa incluso en el fracaso, una y otra vez y esta racha llega a su mayor esplendor, ya llegando al final de la película, cuando frente a unos cincuenta mil espectadores, haciendo un berrinche de niña chiquita se niega a cantar, se planta enfrente de un bullicio de chiflidos y linchamientos y decide no cantar, decide renunciar, sabotear toda la maquinaria de fama en la que estaba ya sumergida hasta la coronilla, mucho más de lo que se hubiera imaginado. La cámara entonces muestra por primera y última vez una cara feliz, satisfecha; la cámara captura tal vez los únicos minutos de felicidad de su vida. Ese es el clímax de la película y el de su vida, y muy bien acentuado en la película, ya que su muerte carece en definitiva de importancia existencial. Después de aquel concierto en Belgrado, justo después de haber alcanzado su libertad como artista, lo que le sigue es, una vez más, otra cadena de fracasos. Decide volverse la nueva Ella Fitzgerald y seguir el camino de su ídolo Tony Benett, pero la sociedad ya la ha aprisionado demasiado, es demasiado débil y sucumbe ya de forma definitiva en la muerte. Justo después de haber saboteado el destino de su desgracia, la fama, ya es demasiado tarde para tomar las riendas de su vida miserable. La película lo deja a uno con un sinsabor extraño, entre conmiseración y desesperanza, y al mismo tiempo con la impresión de habernos reflejado nuestra realidad de la forma más directa, nuestra muy contemporánea forma nihilista de ver la vida, nuestra vida que solamente es una racha de fracasos a la búsqueda de un fracaso mayor. Nuestra vida en la que el arte parece ser un tipo de acrobacia sobre un vacío con el que no se deja de coquetear hasta desaparecer. El arte es entonces efímero como aquellos momentos de libertad, silenciosos frente a miles y miles de personas. I would prefer not to, decimos entonces con una tristeza ácida.
Enrique Vila-Matas escribe libros sobre fracasados, libros en los que no pasa absolutamente nada y en los que solamente se habla sobre el vacío del mismo libro. Escribir sobre autores que no quieren escribir nada es al mismo tiempo coquetear literariamente con la nada. El resultado es fantástico, la literatura termina siendo sin embargo todo lo contrario al entretenimiento, por otro lado el aburrimiento se vuelve exquisito. El escritor catalán es tal vez uno de los autores más aclamados en Europa de los últimos tiempos. Su fama es una fama igualmente hipster: se vende como alternativo, como rareza, pero lo que es claro es que su literatura es demasiado aburrida para ser un best seller. Al hipster le gusta apartarse de lo «mainstream» y coquetear con lo aburridor, con lo no consumible, con el tedio; la literatura Vila-matesca pasa entonces muy bien con esta tendencia, se vuelve popular sin dejar de ser interesante de verdad. Y allí radica el mayor humor de su obra, su mayor grandeza, lo extraordinario de su juego literario. Vila-Matas acepta la fama que le es dada pero la sabotea a cada instante dejando juegos abiertos, imágenes que no se dejan consumir, profundidades que se escapan al ojo lector-consumidor. Cada libro es una llaga abierta en todos nosotros, y se consumen, se leen como hamburguesas de McDonalds sin saber el veneno que se está consumiendo. Un veneno exquisito al fin y al cabo, pero para el que sabe que se trata de un veneno. El autor barcelonés sabotea constantemente su literatura y con una gran carcajada se da cuenta de cómo el auto-sabotaje no es más que aquello que la sociedad espera de él, el producto que se ha vuelto contra sí mismo y por consiguiente Vila-Matas fracasa constantemente al igual que Amy. Pero es precisamente su humor el que lo salva, su literatura refresca por eso mismo, porque es autosuficiente, autodestructiva. Nos damos cuenta entonces que el arte hipster, aquel arte que coquetea con el fracaso para tratar de salirse de la cárcel del consumo en la que ha sido encerrado está destinado a fracasar, está destinado a ser uno más de los productos del estante: Nos hemos vuelto grandes consumidores del fracaso, tal vez conforme a nuestra nueva forma de vivir la vida, una acrobacia sobre el vacío.
Amy sucumbe, mientras que Enrique triunfa en el coqueteo; es cuestión de peripecia, no todos son tan acrobáticos al margen del vacío. Dos síntomas con valores distintos, expresiones de un mismo diagnóstico: búsquedas en el silencio, en nuestro auto-sabotaje, búsquedas de nosotros mismos lejos de lo que hemos sido. I would prefer not to, seguimos diciendo con ahínco como si ya nos estuvieran empujando al precipicio.
por Marina Hervás Muñoz | Jul 20, 2015 | Críticas, Literatura |
El febrero pasado Tusquets publicó el último libro de Leonardo Padura (La Habana, 1955), la colección de cuentos Aquello estaba desean ocurrir escritos entre 1987 y 2009. El que hasta hace unos meses fuese un escritor sólo conocido en algunos círculos de lectores, gracias a los numerosos premios que ha ganado comienza a poblar librerías y nuevas estanterías familiares. ¿Es este libro una imposición editorial para tener un producto más del escritor o tiene un sentido en el conjunto de su obra? No tengo palabras mágicas, pero sí que parece que hay elementos en este libro que apuntan a dar por afirmativas las dos opciones. Vamos a ello.
Este libro parece que abre, como si fuese una caja de recuerdos, los primeros escritos de Padura que dibujan los rostros, las manías y las derrotas de los personajes que dan vida a la colección de Mario Conde (para los que no han leído aún a Padura y son españoles: no se asusten. Por suerte no tiene nada que ver con el maltrecho Mario Conde de la prensa rosa del país). En el libro aparecen las punzadas de premonición que le suelen dar al Conde ante una pista para resolver un caso (esta vez, le pasa a Alborada Almanza, en «La muerte feliz de Alborada Almanza»), o los años en el preuniversitario, recordados al más estilo el Flaco-Conde en «Según pasan los años», donde Lucrecia a veces es Tamara, el amor nunca caducado de Mario, o los trágicos recuerdos del Flaco, su mejor amigo, en Angola, relatados en «La puerta de Alcalá» y en «Los límites del amor». Con «Nueve noches con Violeta del río» da los primeros pasos para La Neblina del ayer (Tusquets, 2005) -Lo confieso, mi favorito del cubano-. También aparecen algunos personajes que transitan los misterios que el Conde tiene que resolver, como el del travestí de Máscaras (Tusquets, 1997) en el protagonista de «El cazador». Los homosexuales, los chinos y los judíos son algunos de los grupos que, en La Habana, han sido o son esos «parias de la tierra» que el himno comunista trataba de generalizar para su lucha. Ellos los trae Padura a sus libros. Contando su historia, como en Herejes (Tusquets, 2013) o La cola de la serpiente (Tusquets, 2011), Padura pone rostro a esas voces silenciadas. Para la mayoría de este lado del mundo, la existencia de comunidades chinas, judías o la situación de los homosexuales en Cuba es un misterio. Padura también trae a sus historia a otro grupo maltratado por la sociedad: los ancianos, los viejos. En la madre del Flaco, Alborada (de «La muerte feliz de Alborada Almanza») o en Adelaida (en «Adelaida y el poeta»), Padura le da voz a los ancianos, tan olvidados por los literatos. La vejez entra en ese tácito grupúsculo de temas tabú que no hacen fácil (si es que alguna vez lo es) la tarea al escritor. Precisamente, ése es uno de los puntos fuertes de Padura: su -por así decir- poética de lo cotidiano. Habla del ron, del tabaco, de los frijoles y el arroz, de lo austero y del sexo con la belleza de lo simple, con el detalle del orfebre, como si en esos instantes se escondiese la verdad de algo muy serio y profundo. A veces esa combinación resulta redonda, como el pequeño regalo que supone «El destino: Milano-Venezia (vía Verona)» o «La Pared». Lo mejor de este libro es que en él se conjuran algunas de las mejores cosas que ya nos mostró en sus libros sobre Mario Conde y consigue, en la mayoría de los casos, que deseemos, como con el Conde, que esos personajes sean reales y ser nosotros los que nos vamos a tomar un ron o de paseo con ellos. De pronto, su tragedia es también la nuestra: el tránsito del desencanto, de las promesas que no llegan a cumplirse y el vivir pese a todo es su marca. El deseo de aquello de ocurrir es también nuestra única esperanza.
A favor de la postura más conspiranoica, vemos algunos cuentos (sobre todo los que pasan la década de los 80 y de los primeros 90), en los que parece que Padura estaba haciendo ejercicios de escritura, pero se nos vende como un producto terminado. Carlos Zanón, de Babelia, dice que Padura parece que tenía, a veces, el piloto automático. Estas páginas las pueblan algunos tópicos de más y el recurso al lugar común que ya sabemos que funciona, que no pasa del efectismo, algo que parecía sólo en escasas ocasiones en sus textos anteriores y que Padura trataba, a veces, con melancolía, y otras, con ironía. En «Nochebuena con nieve», importa más lo que no se dice y la estructura que se repite en otros cuentos que es casi un círculo conductor, si los filólogos me permiten esa palabreja. A lo que me refiero, es que sus cuentos suelen empezar con un tema que levita por toda la historia y es la que pone el broche final y lo redondea (de ahí lo de círculo conductor). Lo demás de este cuento es, a mis ojos, un ejercicio que por sí solo se tambalea. Algo parecido pasa con «Mirando al sol». Padura, que incluso saca luz de los escombros de los suburbios de La Habana, en este cuento es puro exceso y se va hacia una prosa que le queda grande (o pequeña, para ser más exactos) y no convence. La fuerza de la escritura de Padura está en lo implícito, en la fuerza de lo que por sí mismo hace estallar todas las costuras, que lo dice todo sin decir nada, porque ponerle palabras no es posible. Lo único deseable es que Padura no se convierta sólo en un escritor de moda (con las imposiciones editoriales que eso exige), sino que siga siendo fiel a lo que le ha hecho llegar ahí: esa (su) sensibilidad exacta por lo cotidiano, por su forma de contar la escasez de ron y de café, por la melancolía que arrastran sus personajes y que hablan cara a cara con la vida, que nadie dijo que era un camino de rosas. Que nadie pueda decir y tener argumentos para afirmar en el futuro que Padura escribe con el piloto automático, por respeto a lo que él ya ha hecho por la literatura en español y lo que aún le queda por decir. Por todo esto, espero que mi teoría cospiranoica sea sólo eso, una teoría.
por Camilo Del Valle Lattanzio | Jul 13, 2015 | Críticas, Literatura |
La nueva novela de Michel Houellebecq se trata en efecto de la sumisión, sí, de una que produce una gran carcajada. La carcajada que damos al vernos ante el espejo repitiendo las mismas muecas, al vernos inevitablemente efectuando una acción vergonzosa del pasado. Nos vemos de nuevo, siendo irremediablemente ese humano que se equivoca una y otra vez, entonces nos reímos a carcajadas. La nueva novela del escritor francés publicada en París el pasado siete de enero, no solamente trata con un humor muy negro la principal problemática europea del momento, el terror y el hecho de la islamización del continente, sino que plantea una idea propia del tiempo y de la historia que nos deja perplejos, como ante un thriller que nos revela nuestro futuro e irrefutable rostro, el más íntimo.
La novela retrata a Europa en un futuro próximo (el año 2022) que no es más que el reflejo de la Europa de un pasado no muy lejano. El personaje principal, un profesor un tanto deprimente, dedicado a la obra de un no menos triste autor canónico de la literatura francesa (Joris-Karl Huysmans), presencia el cambio definitivo de la sociedad en la que vive. El candidato oficial del partido islámico francés le gana a la candidata de la extrema derecha (Jean Marie Le Pen de Le Front National), cambiando así por completo el panorama de la sociedad. Este cambio de valores morales conlleva a uno burocrático que hace que el personaje pierda su empleo y emprenda así un muy novelesco viaje hacia sí mismo y, al mismo tiempo sin saberlo, hacia lo más profundo de su alter ego, el autor francés del fin de siècle. Los dos principios de siglo se entrecruzan en la novela, haciendo de la idea del fin de la cultura europea una idea a-histórica, un sentimiento perenne desde hace siglos, tal vez el fantasma principal de toda nuestra modernidad. Pero en la decadencia de la imagen de Europa, que comienza tal vez con la secularización del renacimiento y con la despedida de la edad media, asistimos al mismo tiempo al entierro de la religión que no es más que los preparativos para su inevitable regreso. Y es que en el centro de la novela está ese temible regreso ocasionado por una nostalgia de la religión. Según la novela de Houellebecq nuestra sociedad está virando de nuevo, de nuevo a una era religiosa, donde nos desprenderemos por fin del materialismo del liberalismo que nos ha llevado a este caos social. Pero para que esto ocurra tenemos que devenir en otras personas, en «la otredad», rechazar nuestra realidad y dar la bienvenida a otra, en este caso al islam.
Huysmans marca en la novela el hilo conductor de ese futuro y su vertimiento. Su vida, y sobre todo la del personaje principal de su mayor novela (À rebour) des Esseintes, es lo que nos deja anticipar el advenimiento de una nueva era religiosa. Huysmans escribe À rebours de la misma forma que Houellebecq escribe su novela, como un desdoblamiento de sí mismo. Los dos libros no son otra cosa que la expresión de odio a una sociedad que se pierde entre el crash de culturas que se vive en dos antesalas de la guerra. El contexto de Huysmans es muy parecido al nuestro: El crecimiento de las ciudades, el fin de la hegemonía religiosa, la muerte de Dios, la ciudad como la torre de babel, el inicio de la sociedad de consumo como regla general, etc. Des Esseintes se retira entonces de la sociedad para reencontrar en el pasado de la decadencia latina (la caída del imperio romano) esa otra época que se repite inevitablemente en la Francia del fin de siglo. El decadente busca en el pasado el éxtasis de una estética perdida que lo llevará inevitablemente a una conversión al catolicismo. Al referirse a la caída del imperio romano, va des Esseintes mucho más atrás que el inicio de la modernidad que es la cuna de su tragedia, huyendo así a una especie de alteridad en su propia cultura. Pero el que al final se convierte al catolicismo es el mismo autor, Huysmans, el cual logra reflexionar sobre su propia vida en el libro, y encuentra que no existe otra salida distinta al regreso a la religión. Houellebecq opera de una forma similar en su novela, no va hasta el siglo III para encontrar una solución, prefiere referirse sin embargo a la situación parecida en la época de Huysmans y marca así una línea entre el pasado, el presente y el futuro, cuya única constante es el hombre y sus pasiones.
La novela parece plantear la tesis, partiendo de una perspectiva a-histórica, de que las ideologías solamente son efectos superficiales, efectos en la superficie de un hombre que siempre ha sido lo mismo: deseo. Sea el islam o el cristianismo, sea Le Front National o la NSDAP, todo está destinado a repetirse en el marco general de las pasiones humanas. La novela refracta e invierte la política actual y muestra un ambiente en el que los valores que tomábamos como universales (la igualdad entre la mujer y el hombre, el libre desarrollo de la academia, la secularización del estado, el rechazo al antisemitismo, etc.) pueden muy fácilmente venirse abajo. Se presenta al hombre en este ambiente apocalíptico con una tranquilidad y una aceptabilidad que hace del cuadro completo un panorama grotesco y sarcástico. Sin embargo algo es claro, el ambiente propicio para la llegada de los despotismos al comienzo del siglo pasado, no es algo que hayamos dejado detrás de nosotros, es el reflejo de la realidad de nuestra sociedad que se sigue reengendrando constantemente. Seguimos habitados por los mismos fantasmas, seguimos siendo víctimas y, como el protagonista de la novela y su deseo insatisfecho de macho, cegados por el deseo y lo seguiremos estando, ya que nuestra historia no es más que la respuesta a ese único deseo.
La novela retrata, por otro lado, la irrisoria maquinaria de la academia de los estudios literarios. Se trata pues también de la academia, esa institución política que solamente produce monografías largas, inservibles y aparatosas sobre literatura ignorando tal vez el valor principal de esta misma: la literatura es comunión con el otro que soy yo mismo, es el contacto con esa otra consciencia que abre espacios en mi vida y no se deja reducir a referencias bibliográficas o a análisis etimológicos. La literatura adquiere, al igual que la religión en ese futuro próximo, de nuevo en la sociedad que ha perdido tal vez el gusto por la lectura, un nuevo protagonismo. La visión futura de Houellebecq no representa más que el regreso de anacronismos, la destrucción de nuestro ideal de progreso: la decadencia de ayer es la misma de hoy.
El hombre no tiene más remedio que someterse a esa naturaleza y a esa historia que lo ata a un futuro ya pre-escrito, ya señalado, nuestra propia naturaleza. La sumisión no se refiere pues, como han querido ver muchos, a aquella frente el islam; ese es su significado superficial, cuyo fondo irónicamente revelado va mucho más allá de eso. Soumission es una mezcla entre ensayo (su trama no es libre y está subordinada a un discurso que quiere sobresalir constantemente), una novela histórica y un tratado de teoría literaria, una sátira social y un documento histórico. Ignorando sus grandes y aburridores pasajes sobre la política interna francesa, la obra trata de ser espejo del hombre común y corriente. Todos estamos sometidos a ese ciclo demoníaco de la historia que parece no ofrecer otra salida más que la del regreso a la fe, y he allí donde el nihilismo y la religión se reconcilian, he allí donde Nietzsche deviene Cristo, donde la vida de Huysmans cobra colorido. ¿Estamos destinados, nosotros humanos desilusionados de este mundo, a repetir la vida de aquel decadente escritor? Hace mucho tiempo que ningún libro resumía de tan perfecta manera el Zeitgeist de nuestra época, remontándolo a otra anterior. Si pensábamos que íbamos en línea recta, en progreso, Houellebecq nos muestra lo ilusorio de ese sueño, mostrándonos nuestro caminar en círculos, y entonces claro, nos morimos de risa.
por Camilo Del Valle Lattanzio