Apasionante «Catedral» de mujer, de Patricia Guerrero

Apasionante «Catedral» de mujer, de Patricia Guerrero

Con Catedral de la Compañía Patricia Guerrero nos transportamos a una iglesia nada más entrar al teatro con el olor que ya emana esta obra antes de que se levante el telón. En un ambiente que recrea los primeros retratos con aires fantasmagóricos y la oscuridad y el vestuario decimonónicos, los sonidos de las campanas tubulares nos llaman a conocer a una mujer sentada que nos atrapa con su presencia.

Patricia Guerrero es una bailaora y coreógrafa que tiene en su haber un curriculum realmente impresionante. En 2016 presentó su espectáculo Catedral con el que fue finalista como mejor intérprete femenina de danza en los Premios Max 2017 y que también contó con la nominación al mejor vestuario. Con motivo del Día Internacional de la Danza, el 28 de abril presentó su obra en el Teatro Real Coliseo Carlos III (San Lorenzo de El Escorial, Madrid), cuyo ambiente recogido incita a imbuirse en la historia que se narra, la cual tiene como protagonista la lucha de una mujer con lo sagrado y lo profano, las creencias, la lucha consigo misma y  la libertad.

La devoción aparece en escena con la percusión, la bailarina sentada, la mantilla y el vestido que la encorseta más por dentro que por fuera, y la música religiosa. Desde el primer momento Patricia Guerrero despliega tanta energía y expresividad sentada que el público queda atrapado en esa oscuridad mágica. La música religiosa con reminiscencias de canto gregoriano trata de imponer a la mujer lo que ha de hacer y esta se debate entre su devoción y su pasión. Con diferentes cuadros perfectamente enmarcados con cambios lumínicos que nos llevan desde la oscuridad hasta la más luminosa de las fiestas gitanas, este personaje se va desarrollando así como su baile. Desde los más «comedidos» movimientos hasta el más esplendoroso zapateado por todo el escenario donde da rienda suelta a su verdadero ser.

Este gran cambio en el personaje comienza con el quejío de José Ángel Carmona que levanta la pasión religiosa y la prohibida de este personaje femenino con los maravillosos versos Vivo sin vivir en mí [y tan alta vida espero] que muero porque no muero, de santa Teresa de Jesús. Este cantaor tiene una potencia vívida que embellece aún más estos versos y de la conjunción de su voz, el baile, el toque de Juan Requena y la ancestral percusión de David «Chupete» y Agustín Diassera, nos obsequian con una maravillosa reinterpretación del flamenco. En realidad no solo de flamenco, ya que las bailaoras realizan figuras que recuerdan otras culturas, efecto que se ve incrementado por el sonido del gong.

Una de las señas de identidad de esta obra es la fusión entre el flamenco y otros tipos de música en principio tan dispares a este estilo, como son la música antigua y la utilización del lamento de Dido When I am laid in earth de la ópera Dido and Aeneas del compositor inglés Henry Purcell cuando al fin esta mujer se siente liberada pero reaparecen las voces que representan la Iglesia y tratan de que vuelva a ser la que era: Remember me, remember me, but ah! forget my fate. / Remember me, but ah! forget my fate. (Recuérdame, recuérdame, pero ¡ah! olvida mi destino). Las voces perfectamente empastadas del contratenor Daniel Pérez y del tenor Diego Pérez son las encargadas de personificar la lucha representada entre el rojo de la imposición y el rojo de la liberación de la mujer, entre un estilo musical y otro, entre la opresión y la emancipación.

Las obras y artistas que acoge el Teatro Real Coliseo Carlos III lo han convertido en uno de los referentes de las artes de la Comunidad de Madrid y del panorama nacional. Con Catedral conocemos la liberación de la mujer a través de la lucha que ha de llevar a cabo con fuerzas externas que tratan de someterla y con ella misma por el conflicto interno entre lo que cree que debe hacer y lo que realmente ansía ser. Un flamenco feminista. Una maravillosa puesta en escena con un grandísimo arte que embriaga con su talento y energía con el flamenco como arte liberador y catártico que nos muestra el duende que posee Patricia Guerrero y que puso a todo el público en pie en una clamorosa ovación.

(Foto: Óscar Romero)

La exótica «Aida» de Verdi en el Teatro Real

La exótica «Aida» de Verdi en el Teatro Real

Después de 20 años, el Teatro Real ha repuesto Aida (1870) de Giuseppe Verdi, la cual ha estado dedicada al tenor Pedro Lavirgen, un gran intérprete de Radamès. En 1998 fue un espectáculo suntuoso y novedoso que al parecer maravilló al público. En esta ocasión contó con la dirección de Nicola Luisotti y la dirección de escena de Hugo de Ana. ¿Sucedió lo mismo dos décadas después?

El libreto de esta ópera es de Antonio Ghislanzoni y está basado en un guion (1869) de Auguste Mariette. Cuenta con cuatro actos que nos trasladan al Antiguo Egipto, donde se vivieron importantes batallas para ocupar el gran trono, que en esta obra está regido por el faraón de Egipto (a cargo del bajo Soloman Howard) y es disputado desde Etiopía por el rey Amonasro. Uno de los temas universales de la historia del arte es el amor prohibido entre enemigos y aquí está encarnado por el capitán del ejército egipcio, Radamès, y la princesa de Etiopía, Aida, que es capturada por sus enemigos y convertida en esclava. Además, el acceso a ese amor prohibido cuenta con otro inconveniente, ya que la princesa de Egipto, Amneris, también está enamorada de este héroe. Todos lucharán por algún tipo de amor y contra sí mismos por no traicionar aquello en lo que creen.

Y, sobre todo, está la exaltación del país, el amor a la patria, el sacrificio por la tierra amada por encima de cualquier circunstancia. Porque esta ópera fue compuesta cuando Italia estaba en un momento de máximo apogeo nacionalista y fue una época que además estuvo marcada por la historia y el exotismo. Este último a nivel musical está representado por las melodías del oboe, las arpas y la flauta. Por lo que en esta obra tenemos la visión un tanto romántica del Antiguo Egipto que nos ha sido trasladada de diversas maneras ya en pleno siglo XXI.

La obra comienza con un espectacular telón con símbolos egipcios. Uno de los (in)convenientes al tratar el tema del Antiguo Egipto es que hay que conocer muy bien su historia y su mitología. Por ejemplo, algunos símbolos de vida estaban presentes en las telas que amarraban a Radamès cuando es ajusticiado y posteriormente condenado a muerte. ¿Vida o vida eterna?

Las imágenes proyectadas nos llevaron a las pirámides de Gizah (forma parte del área metropolitana de El Cairo) y a algunos de los templos más importantes de ese país, como el de Luxor. De hecho, los dos primeros actos estuvieron presididos por un gran obelisco -en cuya base había esculturas femeninas, algo que sorprende- y los dos últimos, por la gran pirámide de Keops. Uno simboliza el día y la vida. El otro, por el contrario, la noche y la muerte.


En cuanto a las interpretaciones musicales, el pasado día 17 brilló desde el principio la gran Aida (a quien dio vida la soprano Anna Pirozzi) con la que recorrimos estados de ánimo intimistas y dramáticos: nos hizo vivir su amor, su entusiasmo, sus dudas trascendentales y su determinación en la muerte. Estuvo acompañada por George Gagnidze, quien conoce a la perfección los personajes de padre fervoroso, como demostró en Norma de Vincenzo Bellini la temporada pasada en el Teatro Real. Ekaterina Semenchuk fue la antiheroína ideal con quien Aida tuvo que medirse no solo en el amor, sino también en los dúos. Sin embargo, el héroe de esta obra, Radamès (interpretado por el tenor Alfred Kim) no estuvo a la gran altura de sus enamoradas y tuvo una mejor actuación en los dos últimos actos.

La suntuosidad y el colorido del Antiguo Egipto, el exotismo y la magnificencia fueron puestos en escena con el vestuario, la escenografía y los bailarines. Las danzas que realizan fueron espectaculares por transmitir fuerza, sensualidad, determinación y belleza. Incluso en la escena en la que trabajan con telas. Se trata de un guiño a las momias de hace miles de años y de nuevo se puso en escena una dualidad entre la vida (los bailarines) y la muerte (con las telas y los movimientos un tanto extraños de momias vivientes). Un gran trabajo de la coreógrafa Leda Lojodice y de todo el cuerpo de baile.

¿Ópera o musical? «Street Scene» de Kurt Weill en el Teatro Real

¿Ópera o musical? «Street Scene» de Kurt Weill en el Teatro Real

El Teatro Real está apostando esta temporada por obras que se salen del canon clásico de ópera, como Street Scene (1946) de Kurt Weill, la cual está basada en la obra de teatro homónima de Elmer Rice de 1929 por la que este escritor ganó el Premio Pulitzer. En ella se muestra la vida de norteamericanos de clase obrera y su convivencia con emigrantes que también luchan por subsistir y sacar a sus hijos adelante, pasiones y amores prohibidos, y las bajezas del ser humano. La acción se desarrolla en un edificio en el East Side Manhattan de Nueva York.

Street Scene se estrenó en febrero en el Teatro Real y tanto la obra como su interpretación nos plantea: ¿es una ópera o un musical? Este planteamiento ya apareció con Dead Man Walking de Jake Heggie. Sin embargo, Street Scene se trata de una obra con una música impresionante en la que Kurt Weill recogió las fuentes de la ópera europea y las de la música que se desarrolló durante las primera décadas del siglo XX y en esta partitura también aparecen giros de blues y jazz, guiños a los aires italianos hasta de tarantela y uno de los músicos más influyentes mezclando estilos: George Gershwin y su Rhapsody in Blue. Además, uno de los momentos más álgidos fue la increíble interpretación de Sarah-Marie Maxwell y Laurel Dougall de una peculiar nana en la que se mezcla el realismo y su desvirtuación que va pareja con la de la música, junto con la ironía, la frustración mezclada con agresividad y grandes dosis de humor.

Uno de los hilos conductores es el incesante cotilleo por parte de los vecinos en relación a todo lo que ocurre en su edificio. Aquí hay dos vecinas muy destacables que se interesan por la vida ajena para tapar sus propias miserias: Greta Fioretino (Jeni Bern) y Emma Jones (Lucy Schaufer). Esta última hizo una interpretación sensacional a nivel escénico y vocal, de manera que la mezzosoprano le dio auténtica vida a la ubicuidad de esta singular mujer.

La versión presentada el pasado día 16 estuvo dirigida por Tim Murray y la dirección de escena de John Fulljames. Además, Nueva York destaca por sus luces y el diseño de James Farncombe fue muy inteligente reflejando esta característica y el paso del tiempo. La efectiva y realista escenografía estuvo a cargo de Dick Bird. Esa es una de las principales señas de identidad de esta magnífica obra: el realismo. Está presente en el decorado, el vestuario, los personajes y en determinadas interpretaciones. En cuanto a estas, en el primer acto fue un inconveniente la amplificación, especialmente con los instrumentos de viento metal. En relación a las voces, destacó la esposa sufridora Anna Maurrant, interpretada por la soprano Patricia Racette y especialmente el barítono Paulo Szot en el papel del peligroso marido Frank Maurrant, quien también pasa por toda una serie de estados de ánimo y vitales que logró transmitir con expresividad. No así la dubitativa hija, Rose Maurrant, a cargo de Mary Bevan, ya que a esta soprano le faltó adentrarse en el amplio registro de emociones que su personaje ofrece, al igual que sucede con el de su enamorado judío Sam Kaplan (Joel Prieto). Estos tres protagonistas se debaten entre lo que deben hacer y lo que en realidad desearían llevar a cabo. Pasiones encontradas con el amor familiar que los entrelaza y condena, mediante el teatro y la ópera.

Estos personajes contrastan con la alegría de vivir que se exalta en el número de baile por las calles de Nueva York con el que se contagió el escenario de entusiasmo y características de los musicales de Broadway, tanto en la pareja principal en ese momento como en el pequeño grupo de baile que la acompaña. No en vano esta obra fue compuesta para este famoso lugar aunque fue pensada desde un principio por Kurt Weill como una ópera aunque el influjo de los musicales aparece en números como este.

Fue tal la importancia de esta obra, que aparecen matices de ella en West Side Story (1957) de Leonard Bernstein. Además, Street Scene tiene la peculiaridad de acabar igual que comenzó: con la misma música y el ajetreo diario de los vecinos, sus preocupaciones y continuar su vida como si nada aunque hayan acontecido en ese edificio desahucios y asesinatos. En este círculo vital se acogen las tragedias y las comedias con una banda sonora que recoge las peculiaridades de las personas que palpitan en ella. 

En cuanto a si se trata de una ópera o de un musical, en el programa de esta obra el mismo compositor nos puede dar la respuesta:

El concepto de ópera no puede interpretarse en el sentido limitado de lo que predominaba en el siglo XIX. Si lo sustituimos por la expresión teatro musical, las posibilidades de desarrollo aquí, en un país que no debe asumir una tradición operística, se vuelven mucho más claras. Podemos ver un campo para la construcción de una nueva (o la reconstrucción de una clásica) forma.

Lo silenciado en lo real: Las Cartas Imaginarias de Bernardo Chevilly

Lo silenciado en lo real: Las Cartas Imaginarias de Bernardo Chevilly

Llego un poco tarde, según los ritmos que nos marca la modernidad, a escribir estas letras. En marzo me llegaba un ejemplar de Cartas imaginarias, el último libro del escritor canario Bernardo Chevilly. Me pilló en un momento en el que no podía dedicarle la concentración que merece, y eso que el libro se lee en un suspiro. Ahora, por fin, siento que puedo poner algunas letras con sentido a las suyas, que lo tienen tanto. Ya me ha pasado en otras ocasiones, que no me adapto a los tiempos y comento libros cuando los descubro o cuando buenamente puedo. Es, también, una forma de resistencia a la supuesta «novedad» de las obras. Algún día veremos que no hay tal cosas como «novedad» en arte, pues entonces admitiríamos que Picasso es más «nuevo» que Goya. Eso solo pasa por cronología, y a mí la cronología me importa un bledo.

Cartas imaginarias (Editorial Renacimiento, 2017) es un libro que en realidad es tres. Contiene ilustraciones de Ginés Liébana, que hablan por sí solas, pequeños poemitas en el reverso de las ilustraciones (que ¡ojo!, no son mera anotación, sino que constituyen una carta por sí misma, donde Chevilly se desnuda un poco); y luego las cartas que dan nombre al texto. Son cartas que no existieron, pero que podrían haber existido o querríamos que existiesen. Chevilly hace un ejercicio de rebeldía, poniendo en boca de grandes autores de la cultura occidental experiencias, miedos, dudas y alegrías que los acercan a este lado de los seres normales y mortales. Es difícil hacer este ejercicio, pues se nos caerían mitos (y si algo somos es tendentes a la idolatría) y perdería su fuerza la absurda y común relación -que atufa romanticismo- entre lo extraordinario de las dotes artísticas con lo supuestamente extraordinario de la personalidad de estos seres. Es un desfile de humanidad, en el mejor sentido del término, lo que emanan estas cartas. Gente como Stravinsky, brahms, Debussy o Juan Ramón Jiménez se muestran como eso, como gente. Hay dos cosas que destacan: por un lado, algo que Benjamin consiguió con cartas reales en su texto Personajes alemanes: mostrar una «Alemania secreta» (como dice Vicente Valero). Chevilly lo hace con ficticias: abre un mundo subterráneo, una herida real en la historia de estos personajes. Lo segundo, en relación a lo primero, es que no son realmente cartas, sino microrrelatos. En una carta, Jacqueline Du Pré le escribe a Pablo Casals «La muerte es para usted un tránsito. Para mí, una liberación»: se condensa en esta frase el sufrimiento que vivió la virtuosa del cello cuando aparecieron los primeros síntomas de la esclerosis múltiple, que solo se irían (eso lo sabía) con la muerte. También el gesto de un Stravinsky viejo que escribe a Steve Reich y le dice que encuentra en su Come out un lugar donde volver a depositar su interés es significativo: solo algunos autores vieron (¡y se atrevieron a decirlo!) que algo de aquellas propuestas de las vanguardias no solo había sobrevivido, sino que venía dispuesto a cambiar todas las comodidades auditivas y visuales (la zona de confort, como dicen los modernos).

Cada carta es, por tanto, una puerta a otro mundo posible, donde esas cartas realmente hubiesen existido. Chevilly se sitúa así como un mero mensajero y editor de esos mundos posibles que él abre. Nos invita a pasar a la complejidad de cada una de sus frases que, como les digo, no tienen nada de mera anécdota, sino que recogen buena parte de lo que fue constitutivo en la vida de estos personajes ilustrísimos. El libro acaba con una referencia a la Carta a una desconocida de Zweig y así nos da una pista Chevilly de su pícaro objetivo: hacer de estos desconocidos, que creemos conocer bien porque nos deleitamos con sus obras, gente de carne y hueso, como nosotros, porque necesitamos ser algo de ellos (al menos, eso es lo que parece que el fondo hacemos cuando nos sumergimos en su legado cultural). Así que, en resumen, este texto sobre cómo lo imaginario está hecho de lo silenciado en lo real.

Decía que este libro se lee en un suspiro. No me entiendan mal: el suspiro al que hago referencia es de esos de las damas tipo Bovary, que condensan eternidades, o como los de los que comunican algo inenarrable de otro modo. Un suspiro que nos deja sin aliento.

De Madrid a Cuba con el Grupo Compay Segundo y Santiago Auserón

De Madrid a Cuba con el Grupo Compay Segundo y Santiago Auserón

El pasado jueves 25 de mayo el Teatro Joy Eslava en Madrid se llenó por el concierto del Grupo Compay Segundo que está de gira por España. Con su música nos trasladaron a Cuba al ritmo de su son con la colaboración estelar de Santiago Auserón (también conocido desde 1993 como Juan Perro). Tanto el cartel como la interpretación me resultaron de lo más atractivas y les cuento el porqué.

Este grupo le debe su nombre al gran Francisco Repilado, más conocido como Compay Segundo, que fue compositor, cantante y creador de la guitarra llamado armónico, la cual consta de siete cuerdas y cuyo timbre me resulta característicamente metálico. Este artista se dio a conocer cuando formó el dúo Los Compadres junto con Lorenzo Hierrezuelo quien adoptó el nombre de Compay Primo por ser la primera voz, así que Repilado pasó a llamarse Compay SegundoEl grupo actual lo fundó el propio Compay en 1955 y se denominaron Compay Segundo y sus Muchachos. El auge del reconocimiento internacional comenzó en 1997 con el disco Buena Vista Social Club con el que ganó varios premios Grammy.

Después de su muerte en 2003, pasaron a llamarse el Grupo Compay Segundo, y su hijo Salvador Repilado recogió el testigo con esta agrupación donde toca el contrabajo. En ella interpretan las canciones del maestro en las que mezclaba el folklore y el humor picaresco, como en El aguador, que consiguió arrancar no solo movimientos, sino también risas. El folklore cubano le debe -al igual que el español- (gran) parte de su riqueza a la música africana. De la conjunción de ambas a lo largo de los siglos, se obtuvieron los ritmos afrocubanos como puntos, sones, congas, habaneras, guaguancós, guajiras, guarachas, mambos o chachachás, que tan bien interpreta este conjunto. Si contamos con el añadido de la aportación de Santiago Auserón, la mezcla puede ser ecléctica a la par que homogénea, ya que su colaboración no fue una simple eventualidad porque colaboró con Compay hace años y es un estudioso de la música cubana.

El encargado de animar al público con su expresiva voz acompañada de sus maracas y su simpatía fue el cantante Hugo Garzón, quien nos hizo disfrutar, participar cantando y haciendo acompañamientos en algunas canciones. Otro de los que hicieron las delicias del público fue Félix Martínez con el armónico, del que consigue sacar un gran registro de sonoridades que abarcan desde el virtuosismo hasta una gran expresividad pasando por modificar su timbre tocándolo con un reloj. Este número consiguió una gran ovación por lo espectacular que resultó. Por su parte, los clarinetistas Haskell Armenteros, Rafael Inciarte Rodríguez y Rafael Inciarte Cordero me volvieron a transportar con algunos de sus solos a la época del jazz de Nueva Orleans de las primeras décadas del siglo XX. También he de reconocer que me quedé con los ritmos que marcaba Rafael Fournier que además fueron la base que hizo que nos moviéramos al ritmo de sus instrumentos, sobre todo cuando interpretaron La negra Tomasa. ¿Que si bailé con estas canciones? No lo duden.

Uno de los grandes señores del rock español, Santiago Auserón, me conquistó hace años cuando leí su libro El ritmo perdido, por lo que sabía que es un experto -entre otros temas- de la música cubana, de manera que tenía muchas ganas de escucharle interpretar esta música con este grupo. Él posee una voz con carácter y presencia hasta cuando habla y un dominio del escenario que parece que además sea actor. El empaste de las voces de los cantantes fue increíble y entre todos consiguieron hacernos gozar con un concierto memorable y consiguieron que el público les pidiera aún más. Nos regalaron como bis la conocida Guantanamera.

Todo el concierto fue un tributo al gran maestro cubano Compay Segundo en el que hubo buena música, anécdotas, humor, bailes y grandes intérpretes que cuentan con la complicidad entre ellos y con el público. Uno de los momentos más emotivos fue cuando interpretaron Chan chán, de la que quiero destacar -a modo de licencia personal- los versos del estribillo: «De Alto Cedro voy para Marcané / Llego a Cueto, voy para Mayarí».

(Foto: Irene González Cueto)