por Marina Hervás Muñoz | Feb 18, 2017 | Artículos, Literatura, Recomendaciones |
Fotografía con copyright de F. Heras tomada de aquí
Miguel Delibes es una de las plumas más destacadas del siglo XX español y, quizá, el gran icono literario de las tierras vallisoletanas. No se puede negar que el novelista legó importantes obras a la literatura: con El camino (1950) recorrimos la Cantabria rural junto a Daniel El Mochuelo, descubriendo el valor de la amistad y el fin de la infancia con las primeras experiencias relativas a la muerte; Quico, El príncipe destronado (1973), nos enseñó a entender los sentimientos de un niño en la vida cotidiana de una familia española de la posguerra; en El hereje (1998), Cipriano Salcedo nos hizo revivir el Valladolid de principios del siglo XVI bajo el reinado de Carlos V y en el contexto de la Reforma Protestante.
Las novelas de Delibes le merecieron casi todos los premios importantes de la literatura española, desde el Premio Nadal y el Premio Nacional de Narrativa (que ganó en dos ocasiones), hasta el Premio Miguel de Cervantes y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Le faltó, para algunos inconformes, el Premio Nobel.
Con Nobel o sin él, su calidad literaria es ejemplar y, por ello, la Biblioteca Nacional de España rinde ahora homenaje a este autor y a una de sus novelas más emblemáticas, Cinco horas con Mario (1966). Del 7 de febrero al 2 de mayo de este año se podrá visitar en la sede de la BNE una exposición dedicada a dicha novela como parte de las actividades programadas desde el año pasado por el 50° aniversario de su publicación. Cinco horas son las que pasó con Mario Carmen Sotillo, su mujer, la noche de su velatorio, y cincuenta años son los que ha pasado ya Mario en la cumbre de la literatura española.
Las noticias de la efeméride y de la exposición me hacen recordar la novela, la historia de Mario, las palaras de Carmen y, por supuesto, a Lola. Porque Carmen Sotillo es y será siempre para el público español aficionado a la obra de Delibes, Lola Herrera. Nuestra querida Lola ha pasado con Mario más horas que nadie, podría ser que más horas incluso que el propio Miguel Delibes. Lola lleva interpretando el papel de Carmen desde hace más de treinta y cinco años (aunque no sea una misma puesta ininterrumpida, pocos actores en el mundo han interpretado en tantas ocasiones y durante tantos años a un mismo personaje).
Recuerdo haber visto en el teatro Cinco horas con Mario (y con Lola) hace ya varios años y recuerdo cómo Carmen, mi Carmen Sotillo, la que recreé en mi imaginación al leer la novela, tuvo un antes y un después, después de Lola. Al leer la novela Carmen me cayó mal; era para mí una mujer egoísta y frívola que reprochaba a Mario sus respetables principios (hay interpretaciones para todos los gustos sobre las virtudes –o no– de Mario y el descuido –o no– con el que se ocupaba de su vida marital); pero después de su reencarnación en Lola, después de ponerle voz y rostro, Carmen tomó otro cariz, uno más humano, más comprensible, menos reprobable. Resultó que Carmen, con todos sus defectos, era de carne y hueso, era humana, sentía, y aunque yo no compartía su visión de la vida, ya no podía censurarla sin más.
Cinco horas con Mario es una crítica social a la burguesía española de los años 60, pero más allá de esta importante y aguda crítica, la obra representa la necesidad de la reflexión personal, de una reflexión que parece que Carmen no podría haber hecho con Mario en vida. Sólo como consecuencia de la muerte de su marido, llega para Carmen el momento de enfrentarse a una necesaria meditación, visceral y de reproche al comienzo, y algo más cabal y autocrítica conforme pasan las horas.
El monólogo (monodiálogo en términos unamunianos) reflexivo en el que se enfrasca Carmen le es necesario para percatarse de los errores de la visión que sostiene sobre su matrimonio, su familia y su vida. Ese diálogo con uno mismo, esa reflexión, es la que necesitaba hacer también la sociedad burguesa española de la época y es la que necesitamos, más aún, hoy nosotros, nuestra sociedad: una reflexión seria y franca (a ser posible sin esperar a tener el cadáver de un ser querido ante nosotros) sobre nuestras aspiraciones, expectativas, frustraciones y valores, para devolverle a cada uno de estos aspectos la dimensión que le corresponde.
Por lo pronto (y en lo que nos animamos a la reflexión) queda abierta la exposición para ir a pasar, si no cinco horas, al menos sí un rato con Mario y con Delibes.
por Elisa Pont Tortajada | Dic 3, 2016 | Cine, Críticas, Evento, Libros |
«Queriéndolo, es cierto, uno puede también empeñarse en encontrar un orden en las estrellas, en las galaxias, un orden en las ventanas iluminadas de los rascacielos vacíos donde el personal de limpieza entre las nueve y la medianoche encera las oficinas».
Tiempo cero, de Italo Calvino.
Suena el despertador. Son las siete y cuarto de la mañana. Enciendo la luz. Gasto energía. Todavía somnolienta me dejo llevar por mis pasos torpes hasta el baño. Me ducho con agua caliente, hace frío. Gasto energía. Me tomo un café con leche. Gasto más energía: en calentar, en producir, en consumir. Bajo en ascensor. Más energía. Cojo el coche porque hoy llueve, y gasto más energía. En el trabajo la tecnología, la calefacción, la producción masiva, los ordenadores, el móvil, los desplazamientos… Y así un día tras otro, una persona tras otra, hasta sumar más de 7 mil millones en este planeta. ¿Qué hacer ante el desafío que supone nuestra propia supervivencia?
La interrelación directa entre la calidad de vida, el uso de la energía y la inversión económica es una verdad aplastante. No sólo lo dice el Catedrático del Departamento de Ecología de la Universitat de Barcelona (UB), Narcís Prat, sino que cualquier ciudadano mínimamente interesado por el hoy, que es ya mañana, se percata de esta correspondencia. Así lo expuso el pasado martes el profesor Prat en el Palau Macaya de Barcelona, en una conferencia un tanto desesperanzadora sobre el futuro posible de nuestro mundo. La contaminación que producen las 24 megaciudades que actualmente concentran a más de 100.000 habitantes es el mayor de nuestros retos, así como el gasto descontrolado de energía y recursos naturales, como ahora el agua.
Ante una situación alarmante como es la de nuestro presente, en el que alrededor de 900 millones de personas viven sin agua potable, por aportar un dato más, el debate en torno a un «futuro habitable» parece perderse en consideraciones únicamente consumistas. Por ejemplo, poco o nada se ha hablado de la reducción de los niveles de contaminación por emisiones de CO2 que experimentará Madrid ahora que su alcaldesa, Manuela Carmena, ha decidido restringir el tráfico en el centro de la ciudad en las fechas navideñas. La mayoría de medios de comunicación, tanto en televisión como en prensa, han presentado la noticia desde el punto de vista comercial, con opiniones más bien contrarias o directamente despreocupadas ante esta medida impulsada por el gobierno de la capital.
Y es que la manera en la que se presenta la información −matizo, el uso que se hace de ella−, tiene un papel decisivo en la configuración de un debate público apenas existente en la sociedad española. Estamos viviendo, como sociedad global, un momento crucial en la especie humana, pues los expertos hablan ya de un punto «de no retorno» a las condiciones medioambientales en las que surgió la vida humana, como argumentan Anthony D. Barnosky y Elizabeth A. Hadly en su obra Tipping point for the planet Earth: how close are we to the Edge? (MacMillan, 2015). Y ante esta evidencia aplastante, gobiernos, empresas, instituciones y organismos internacionales parecen querer mirar hacia otro lado. Se celebran cumbres, como la de París, se firman tratados, se hacen fotos, pero poco más.
Precisamente de una entrevista a los dos autores citados anteriormente, nace el documental Demain (2015), dirigido por Mélanie Laurent y Cyril Dion. Una película que pretende ir más allá de la mera exposición de datos y cifras, y muestra un verdadero abanico de posibilidades para cambiar el modelo de vida actual. Un viaje alrededor del mundo, desde Estados Unidos, Copenhague, Francia o la India, para mostrar proyectos pioneros en la reformulación de la agricultura, la economía, la educación y la democracia.También la ciudad en la que vivo –Barcelona es un lugar de ida y vuelta− se están realizando proyectos interesantes, como las Superilles, que tienen como eje vertebrador la sostenibilidad, esto es, la conjunción entre el medio ambiente y el desarrollo social y económico de una ciudad. Y como Barcelona, muchos otros lugares podrían añadirse a esta lista.
No hay soluciones inminente. No esperemos tampoco un milagro.
por Irene Cueto | Nov 20, 2016 | Críticas, Música, Teatro |
The Hole Zero es la precuela de The Hole y The Hole 2, un multiespectáculo que se puede disfrutar en Madrid en el Teatro Calderón. Los espectadores solemos comparar entre las diversas partes de una saga pero en este caso me remitiré solo a esta precuela porque fue la única que vi y para ello voy a romper con una de sus principales premisas: «Lo que pasa en The Hole, se queda en The Hole».
Uno de los aspectos más llamativos de este musical es la sensualidad y la sexualidad que se intuye en el título, en el atractivo de los artistas y la temática, lo cual se palpa nada más entrar al teatro pero si solo nos quedáramos con eso, meramente vislumbraríamos el agujero, no entraríamos de lleno en él.
The Hole Zero nos traslada a la Noche Vieja de 1979 de la mano de la MC (maestra de ceremonias) Mariola Fuentes -durante el mes de noviembre- y su antagonista en forma de conciencia o Conchi, quien resulta ser otro torbellino en el escenario, Noelia Pompa. Con ellas vivimos una época que deja atrás cuarenta años de dictadura en España y parece que está inmersa en la búsqueda de la libertad, así que desde nuestros asientos viajamos a Nueva York, al sin par Studio 54 que albergó a muchos artistas en boga en aquel entonces como Liza Minnelli, Donna Summer o Andy Warhol y su séquito. Allí nos recibe La Diva, el espíritu de esta famosa discoteca encarnado en Marta Ribera quien acompaña sus sensuales movimientos con una voz cálida pero también potente y expresiva. Como en aquel local, no todo es tan glamuroso como en principio parece, ya que los escándalos en Studio 54 fueron habituales debido al consumo de drogas y a la libertad sexual a la que dio cabida y que aquí también se recrea a través de bailes, discursos, bromas,… Sin embargo, ese universo no solo recrea la luz del glamur, la fantasía, la fama, sino también su lado oscuro a través de la adicción a las drogas y uno de los números más expresivos es el solo de la bailarina María Hinojosa, quien interpreta a Lady Fifty Four, en unos intensos movimientos en un éxtasis del personaje necesitado de esa sustancia que la tiene atrapada.
Además, la combinación de luces (o su práctica ausencia en la llamativa actuación del príncipe africano Salomón, representado por Axe Peña) que nos envuelven en diferentes atmósferas nos adentran en cada uno de los números, los cuales necesitan mucha coordinación y resulta evidente el gran esfuerzo que han de realizar para llevarlos a cabo pero el resultado no es mecánico, sino que por encima de todo resalta la gran plasticidad que consiguen a través de actuaciones realmente intrépidas que en el caso de la rueda de la muerte nos llegó a poner el corazón en un puño en algún momento sumamente arriesgado.
Hay que destacar que sobre ese escenario aparecen grandes artistas de diversas especialidades, comenzando por el Duo Ballance cuya fuerza, equilibrio, coordinación y concentración entusiasmó al público. Desde aquella noche la melodía del número de la equilibrista/diosa egipcia Eliza Khachatryan -quien a varios metros de altura ejecuta unos pasos muy complicados en punta- me acompaña. Se trata de Lovin’ you (1975) de Minnie Riperton, ya que la banda sonora de este musical está bien seleccionada y es acorde a la época que retrata. Otro de los artistas que consiguió el clamor de los allí presentes fue el dios caballo -con una crin con los colores de la bandera del orgullo gay- Nacho Sánchez en un número aéreo espectacular y bello. Con las mismas cualidades nos encontramos con la actuación de Oleg Tatarynov, quien elevó la plasticidad a su máximo apogeo.
Y la aparición de un «actor« singular en una apología de la libertad en relación al derecho de ser quien queramos y amar a quien consideremos: la rata Cristóbal. Aunque a la mujer que tenía al lado no le gustó en absoluto porque se levantó y se puso a gritar -parece que últimamente suelo acabar cerca de espectadores chillones-, momento que Mariola Fuentes utilizó para «criticar« su actitud mediante un espontáneo sentido del humor.
Este gran espectáculo resulta complicado de narrar y necesita un guion sólido que sirva de hilo conductor entre las diversas partes y es ahí donde este cabaret flaquea. Por otro lado, es un musical difícil de ejecutar por la variedad de artistas y especialidades que se llevan a cabo; el presentarnos las luces y las sombras de ese universo de manera que la historia tenga sentido; el unir el cabaret, el musical y el circo, además haciendo que el público participe, baile y se divierta. No es fácil desde luego pero lo consiguen. Es más, todos los artistas transmiten un buen ambiente y complicidad entre ellos que se nota sobre el escenario y favorece el espectáculo y el entretenimiento.
por Irene Cueto | Nov 2, 2016 | Críticas, Música |
El sábado 29 de octubre tuvo lugar la séptima representación de la ópera Norma (1831) de Vincenzo Bellini en el Teatro Real. Esta gran obra del bel canto ha tardado más de cien años en regresar a este teatro para ser representada, por lo que la expectación era máxima, sobre todo en el aria Casta diva. Estuvo bajo la dirección de Roberto Abbado y de Davide Livermore en la dirección de escena.
Se trata de una ópera en dos actos ambientada en el mundo de los celtas de una región de la Galia en torno al año 50 a.C. que quiere conseguir su independencia del Imperio Romano tanto a nivel político como religioso y es ahí donde conocemos a la gran sacerdotisa Norma (representada por la soprano Maria Agresta), una líder espiritual y política para todo su pueblo que la tiene como un gran referente a todos los niveles y quien tiene en su poder convocarles para la guerra contra los romanos o mantener la paz. Como exigencia por pertenecer a la orden del dios Irminsul, todas sus sacerdotisas van vestidas de blanco, como también Adalgisa, debido a sus votos de castidad. Pero este ídolo femenino tiene pies de barro y guarda profundos secretos, ya que ama al procónsul romano Pollione (interpretado por el tenor Gregory Kunde) y tuvo dos hijos con él. Una alta traición en diferentes campos que es elevada al más alto nivel porque este hombre se ha enamorado de la sacerdotisa Adalgisa y quiere huir con ella traicionando a Norma y pretendiendo que la joven también la traicione como ha hecho con su orden y sus votos. Es en este punto donde los sentimientos se expanden porque Norma es pura controversia: amar u odiar, mantener la paz o ir a la guerra, matar a sus hijos o dejarles vivir, perdonar a su amiga o condenarla, salvarse o morir. Y es en el auge de ese conflicto donde esta mujer excepcional resurge en toda su grandeza para darle una lección a Pollione, a su pueblo e incluso a su mismo dios.
La historia de un amor prohibido es atractiva en una ópera y debido a que la ambientación principal es en el bosque sagrado de los druidas, se espera que esté muy bien representado. No obstante, durante toda la ópera hubo una especie de plataforma de color marrón con una escalinata que simulaba a la vez el templo, un tipo de árbol gigante que además servía de escondite y de pira funeraria. Todo en uno. Al menos lo dotaron de movimiento y reconozco que en ocasiones me recordó una especie de coche mecánico gigante teledirigido más propio en ocasiones de un concierto de rock que de una ópera. Porque la escenografía en general fue muy monótona, sin apenas cambios y con esa inmensidad en el escenario de forma casi perenne. Al menos aprovecharon el cuerpo de baile, esos seres del bosque prácticamente invisibles, en los árboles que surgían del cielo y en la mimetización con el gran árbol sagrado con una buena interpretación.
Sin embargo, tras un prometedor comienzo en el que intervienen esos seres divinos, se representa el famoso bosque con imágenes y niebla -la cual prácticamente no abandona la obra-, y donde se nos muestra a este pueblo celta hasta con antorchas pero ese fulgor se fue diluyendo poco a poco a lo largo de todo el primer acto y lamentablemente estuvo acompañado de grandes fallos. Los cantantes principales no tuvieron la mejor actuación de su carrera, sobre todo Agresta, pero hubiese sido de agradecer que hubieran acompañado su actuación precisamente de eso: actuación. Son personajes con un gran estatus social y político, por lo que sus gestos y movimientos debieran ser, a mi entender, majestuosos y en ciertos momentos hasta hieráticos pero no prácticamente todo el tiempo, máxime cuando se interpretan esos momentos trascendentales para la trama en los dúos. En contraposición Karine Deshayes, que le dio vida a Adalgisa, fue sumamente expresiva hasta en sus gestos faciales. En cuanto a las interpretaciones vocales en sí, no fue la noche de Agresta que interpretó la famosa aria Casta diva con todo el coro acompañando sus palabras, una atmósfera nocturna bien lograda con la luna con su divina presencia que iluminaba el acto pero con un manto que no me transmitió demasiado cuando es una pieza sumamente expresiva. De hecho, la soprano a lo largo de la obra pasó algunos apuros de afinación, de empaste con la orquesta (también hubo algunos descontroles del volumen de esta que en ocasiones no permitió escuchar a los cantantes) y hasta un momento de gran descoordinación entre la cantante y la orquesta en el primer acto.
Tras el descanso, el segundo acto fue mejor que el primero -lo cual calmó los nervios de algunos asistentes- y aunque hubo algún que otro error, el resultado fue mucho mejor que en la primera parte, gracias en parte a ese apoteósico y dramático final donde precisamente uno de los puntos a destacar fue la actuación del coro, ya que le dio empaque, solemnidad, fuerza y presencia a las escenas en las que apareció, a la cabeza de Michele Pertusi como Oroveso, jefe de los druidas y padre de Norma.
En esta ocasión voy a destacar un acontecimiento que sucedió fuera del escenario porque entre el público hubo quejas debido a esta representación pero lo realmente lamentable fue cuando a medida que iba transcurriendo el primer acto un hombre del patio de butacas iba abucheando cada vez con más fuerza al final de cada número, hasta que al acabar el primer acto abucheó más todavía, dio patadas muy fuertes en el suelo y le gritó «asesino» al director. He de decir que asistí a muchos actos y representaciones y es la primera vez que viví una actuación tan bochornosa y lamentable por parte de alguien del público. Se puede estar disconforme e incluso hasta enfadado por la mala actuación y la escenografía pero no hay que olvidar que tras cada actuación hay profesionales que pueden tener un mal día -como cualquiera- y, aún más, para llevar a cabo todo eso hay que dedicarle muchas horas de trabajo y estudio. Existen diversas maneras de protestar sin insultar de esa manera. Lo mínimo es tener respeto y educación hacia los que allí estaban trabajando y a los asistentes.
por Pablo Mato Cano | Oct 25, 2016 | Críticas, Teatro |
Carlo Giuliani es un nombre y es un símbolo, contra su voluntad es un símbolo de lo peor de nuestro tiempo, un muñeco de trapo reclamado por unos y difamado por otros. Pero Ragazzo, la obra de Lali Álvarez representada estos días en el Teatro del Barrio, cuenta la historia de un joven que podría haber sido cualquiera, que era un joven cualquiera, no solo un militante, sino un chico de 23 años que llevaba el bañador debajo del pantalón porque quería ir a la playa después de pasarse por la manifestación. Carlo Giuliani fue asesinado por la policía italiana durante las manifestaciones antiglobalización en Génova que se produjeron durante la cumbre del G8 en julio de 2001. Era un chico cualquiera, no era un terrorista, no era peligroso, no era solamente un militante, era un joven anónimo que utilizaba su cuerpo como única arma para protestar contra un sistema que él consideraba injusto. El otro, el asesino, era un policía armado, blindado, que formaba parte del despliegue de treinta mil policías que “protegían” la ciudad. No aceptemos la equidistancia.
El monólogo escrito por Lali Álvarez tiene la fuerza de un canto por la libertad y contra la impunidad de la violencia cuando la genera un estado. La extraordinaria interpretación de Oriol Pla nos traslada por los diferentes escenarios de la vida de este joven: la casa donde vivía (de okupa), los conciertos de rock, las calles de su ciudad, la manifestación, etc. La energía del actor nos lleva de un lugar al otro hipnotizados, apelados por la trama que nos recuerda a la Muerte accidental de un anarquista del recién fallecido genio del teatro italiano Darío Fo. Es un montaje provocador, militante y a la vez humanizador, que promete girar por los mejores teatros: se podrá ver cada tarde de esta semana en el Teatro del Barrio y a partir de febrero estarán en el Teatre Lliure de Barcelona, lo que me lleva a la reflexión o más bien, petición, de que es necesario, enriquecedor y exigible que haya mayor diálogo entre la escena teatral de Madrid y Barcelona, puesto que en ocasiones parecen ser campos teatrales cerrados entre los que no se produce interlocución. Alguno me dirá que la mayor parte de las producciones catalanas están en lengua catalana, y así es, pero no debería ser excusa para que los programadores de Madrid se olviden del riquísimo teatro catalán, para eso existen los sobretítulos.
El primer comentario que escuché al terminar la función fue “esto pasa de verdad”, no “esto ha pasado”, “lo recuerdo…”, lo que ejemplifica el doble filo del símbolo: por un lado nos puede hacer tomar conciencia de un hecho particular que se puede extrapolar a un comportamiento habitual, pero a la vez, se pierde la memoria concreta de lo ocurrido, la memoria se convierte en estatua, en piedra, como dice el personaje de Ragazzo: “si en vez de sangre, piedra, si en vez de piel, piedra”. No olvidemos la sangre y la piel, no reconozcamos la estatua. “Esto pasa de verdad”, sí, en la Europa de los derechos humanos, en la Europa premio Nobel de la Paz (recordemos que se lo dieron en 2012, once años después de esto, ¿ya nos lo merecíamos?), en la Europa del Estado del Bienestar. El teatro de la memoria, debe transformar la piedra en sangre, en piel, recordarnos de qué estamos hechos para que no nos conviertan en estatuas.