por Pablo Mato Cano | Sep 8, 2016 | Artículos, Críticas, Teatro |
Un profesor de interpretación le dijo a Luis Bermejo que los espectadores buscan en el teatro “un desborde de vida” y esa, dice, es su pretensión al subirse a las tablas para interpretar El minuto del payaso, un monólogo tragicómico, íntimo y disparatado a partes iguales que representa en el Teatro del Barrio todos los días hasta el día 18 de septiembre. Se estrenó en la sala Kubik en 2014 y promete girar por los escenarios hasta que no quede un solo espectador sin haberla visto.
Luis Bermejo interpreta, en un extraordinario trabajo de voz, cuerpo y gesto, a Amaro junior, hijo, nieto y bisnieto de payasos, que cuando era niño quería ser domador de elefantes y que lo llamaran “Simbad el de los elefantes”. Aprendió a amar una profesión que considera “una celebración de la vida”. Actor y personaje se enfrentan entonces a un mismo reto: desbordar y celebrar la vida a través del teatro y de la risa. Bermejo lo consigue con creces. En su defensa del oficio del cómico (tanto del payaso como del actor) se filtran los grandes nombres de la profesión: Zampabollos, Raluy, Charlie Rivel, Grock o Pepe Viyuela y, aunque no sean mencionados, se encuentran presentes en la interpretación de Bermejo Faemino y Cansado, Millán Salcedo y Lina Morgan con su pata chula. Pero esta defensa tiene también un componente íntimo a modo de carta al padre, un ajuste de cuentas o una catarsis de rencores viejos, porque para el payaso la vida y el teatro son una misma cosa.

La obra además sugiere una reflexión sobre el humor, sobre la necesidad que tenemos de la risa, sobre sus efectos y sobre su utilidad. Por un lado no nos pasa desapercibida la referencia a El nombre de la rosa de Umberto Eco: cuando el personaje se pregunta por qué el humor ha sido censurado por las religiones, Jorge de Burgos (en el libro y la película, el guardián de la biblioteca que custodia el segundo libro de la Poética de Aristóteles, considerado perdido, que trataba sobre la comedia y la poesía yámbica) le responde que la risa quita el miedo y sin miedo no hay fe, además asegura, cuando nos reimos nuestra cara se deforma y nos parecemos más al mono. La risa es entonces un antídoto contra el miedo. El minuto en que un payaso consigue hacernos reír puede protegernos contra “la vida hijadeputa” al menos durante un rato.
El personaje cita también a Oscar Wilde quien afirmaba que “si quieres decir la verdad a la gente, hazlos reír. Si no, te matarán”, la risa es entonces el vehículo más sofisticado de la verdad. Pero, finalmente, asegura Amaro Junior, no hay nada más hilarante que una caída de culo, un tartazo o un bofetón con la mano abierta (“si cierras el puño no tiene gracia”), por eso él eligió ser un payaso “augusto”, el que recibe todos los golpes y por consiguiente, la compasión del público. Algo de razón tiene Amaro Junior si hacemos caso a Peter Berger (si quieren profundizar sobre la anatomía del humor les recomiendo fervientemente el libro Risa redentora): “El filósofo contempla el cielo y cae en un pozo. El accidente revela al filósofo como una figura cómica. Pero su batacazo es una metáfora de la condición humana en sí. La experiencia cómica hace referencia a la mente inmersa en un mundo aparentemente sin sentido. Al mismo tiempo sugiere que quizá, a fin de cuentas, el mundo no está desprovisto de sentido.”
En la soledad del monólogo (“porque hacer un monólogo es una putada” afirma el actor o el personaje en un momento de la obra) aparecen otros personajes como el ya mencionado padre o el chino de Burgos, compañero circense que conoce todas las anécdotas del mundillo; pero sobre todo está el público. Bermejo consigue la participación de los asistentes carcajeantes, su complicidad, rompiendo en varias ocasiones la cuarta pared, entrando y saliendo del personaje sin previo aviso, del humor más grotesco a la confidencia, haciéndonos, en definitiva, corresponsables del acto teatral. Y una pregunta sobrevuela al final de la obra: “¿Y a ti, cuánto te dura la risa?”
El minuto del payaso de José Ramón Fernández. Del 7 al 18 de septiembre en el Teatro del Barrio.
Interpretación: Luis Bermejo/ Dirección: Fernando Soto/ Producción: Teatro El Zurdo
por Cultural Resuena | Jun 30, 2016 | Artículos, Teatro |
El Teatro Guindalera nació como centro de creación teatral con la voluntad de ser un servicio público, un servicio público para la ciudad de Madrid, con un espacio físico para la creación y difusión de sus producciones. Durante estos trece años y en ese espacio concreto hemos intentado crear un estilo propio, con unas características específicas, que son el sello de nuestras producciones.
Como “verso suelto” que somos en la profesión, hemos buscado la independencia, la dignidad artística, técnica y laboral, así como el equilibrio entre lo que nos interesa a nosotros y a nuestra sociedad, entre la elección de textos sólidos y el deseo de renovación, además del entretenimiento y la búsqueda de temas que hablen de la condición humana y planteen nuevos interrogantes sobre el ser humano en el universo. Nos interesa fundamentalmente el actor como centro de la experiencia teatral y sus procesos creativos, al tiempo que nos alejamos del “efecto teatral”, en la búsqueda de la esencia del arte escénico. Buscamos la magia del juego sin estridencias circenses ni trucos escondidos bajo la manga. En nuestros montajes damos prioridad a la cercanía con el espectador, que siente la proximidad de las emociones desnudas de nuestros actores.
La sala, situada en el número 20 de la calle Martínez Izquierdo, fundamentalmente ha sido ese espacio físico que ha propiciado que el proyecto se desarrollara adecuadamente; un lugar donde poder elaborar y mostrar nuestra propia producción teatral, enriquecida con la aportación de otros espectáculos cercanos a nuestra forma de concebir el arte escénico. De esta forma, el Teatro Guindalera se ha convertido con los años en un espacio de culto con un público fiel, en un referente por la calidad artística y por su modelo de gestión independiente (se paga un precio muy alto por la independencia), en algo que, como servicio público muy localizable, sin los presupuestos de los teatros “oficiales”, enriquece a la sociedad a la que pertenecemos. Es también un lugar que,por sus características,propicia intimidad y cercanía –que se amplía con el licor de guindas que comparten espectadores y actores en al hall al final del espectáculo, como excusa para intercambiar comentarios sobre la obra,o en pequeños debates programados–.
Sin embargo, después de remontar muchas situaciones críticas -que nos llevaban durante varios años a un posible cierre-, nos vemos finalmente en la obligación, definitivamente, de cerrar la sala como centro de exhibición,por la única razón de una total imposibilidad económica para su mantenimiento.
El Teatro Guindalera se convierte así en un lugar donde únicamente se ensayarán nuestros espectáculos -que deberán exhibirse en otros teatros-, o se llevarán a cabo
otros proyectos de investigación teatral. No podemos seguir manteniéndonos como sala de teatro con una programación estable. Es verdad que una posible solución para evitar el cierre sería la derenunciar al centro de creación para convertirnos en sala multiprogramación, programando incluso varios espectáculos diarios o exigiendo un porcentaje superior a las compañías. Pero, por razones que nos alejan de nuestros objetivos anteriormente expuestos o, simplemente, por dignidad profesional, nos negamos a ello. No buscamos la supervivencia a través de un servicio comercial.
Por tanto, después de muchos años buscando soluciones cada vez mas ingeniosas, llega el momento en el que en la balanza pesa más la desesperación del presente (el 21% del IVA es solo un matiz más) que la esperanza de un futuro mejor -en el que siempre habíamos creído-, especialmente porque llegamos a la conclusión de que nuestras administraciones no sólo son incapaces, sino queno tienen interés en proyectos como el nuestro.
Hay que añadir que las instituciones apenas ayudan a las salas de creación, pero se vuelcan con festivales que todo el mundo difunde y de los que se sienten muyorgullosos (FRINGE, TALENT, SURGE…), que no miran por la calidad de la programación ni por la profesionalidad o legalidad de las personas que participan. ¡Nadie premia ni destaca que los artistas estén contratados! La cuestión es ganar dinero o servir de imagen, y no crear un proyecto de calidad y un equipo de trabajo estable… Por otro lado, el teatro profesional tiene que ser cosa de profesionales con la estabilidad necesaria para su desarrollo profesional, y si no están al servicio de las necesidades del mercado, mejor.
Debemos agradecer a todos los ángeles que han desfilado por Guindalera, que han sido multitud, espectadores, colaboradores, artistas y, porqué no, a algún demonio que quiso hacernos daño -aprovechándose de nuestra ingenuidad-, pero que nos abrió los ojos un poco más a la realidad. Nos vamos con la alegría y satisfacción de haber sido fieles a nuestros postulados y con la tristeza de comprobar que el país no puede permitirse proyectos como el de Guindalera o, simplemente, no le interesan.
¡Ojo! Tenemos que cerrar la sala, ¡pero Guindalera seguirá dando que hablar en sus producciones! Seguimos con nuestro montaje de Tres hermanas de Chéjov que en octubre iniciará su gira, y en noviembre El año del pensamiento mágico estará programado en el Teatro de la Abadía.
por Guillermo Etchemendi Varón | Jun 5, 2016 | Cine, Críticas |
La segunda edición de Filmadrid abre con la primera proyección en España de Francofonía, la última película del prolífico Aleksandr Sokurov, aún pendiente de estreno en salas.
Jonathan Rosenbaum, invitado especial de esta edición (donde impartirá un taller por primera vez en España) afirmó tras la sesión que habíamos visto una antítesis, un reverso de El arca rusa, la cinta más conocida del director. Aunque ambas películas están emparentadas por cercanía, son de muy distinta naturaleza.
Francofonía es un video ensayo sobre arte anclado al Museo del Louvre que atraviesa, como un fantasma, diversas épocas y periodos solapándolos en el plano fílmico. Se trata de una obra narrativamente muy compleja que sortea, con cierta dificultad, la frontera entre la fantasía y el delirio, entre el artificio y el capricho autoral. En esta frontera difusa, a la que es peligroso acercarse demasiado (y Sokurov lo sabe), la película hace equilibrios cayendo a veces del lado equivocado. No es para menos tratándose de un ejercicio tan complejo ¿cómo relacionar la ocupación nazi en París, la historia del Louvre, los museos en general, el bolchevismo y un carguero marino que transporta valiosas obras emboscado por una tempestad?
La voz del propio director es su herramienta fundamental, que aúna diversos modos narrativos en un solo tono divagatorio y plural, estableciendo relaciones complicadas de llevar a cabo con imágenes, sin resultar pedante ni obvia. Ese tono que ha encontrado es posiblemente el elemento de mayor peso a la hora de mantener a flote la película frente a la locura de su autor, que integra a Napoleón con La libertad (encarnada en la mujer del famoso cuadro de Delacroix) en un supuesto presente del Louvre nocturno. Pero hay mucho más.
La historia en torno a la cual gira toda la película es la relación entre Jacques Jaujard, el responsable del Louvre antes de la ocupación, y Franz Wolff-Metternich, conde, historiador del arte y encargado de gestionar el museo a partir de la invasión. Aunque estos personajes actúan, como cada elemento, más en un nivel simbólico que en lo concreto: sirven a unos fines superiores ideológicos de fuerzas invisibles: poder, estado, arte… Temas que se articulan para esbozar una reflexión no resuelta: el paradójico esfuerzo de los estados en salvar obras de arte antes que a su propio pueblo (el arca rusa, piensenlo, ¿qué animales pretende salvar del diluvio?).
Es aquí donde interviene Sokurov con apuntes de la historia rusa en una situación análoga, con suficiente moralina para hacer oscilar su propio discurso hacia lo patético. Sucede bastante en la película: cada vez que ha alcanzado un punto agradable de interés y profundidad intelectual, el director corta el fuego y echa en la sartén candente el chorro de agua fría de un torrente de música y palabras encaminados a la manipulación emocional, a la búsqueda de la empatía y el reencuentro con el espectador. Cuando estábamos cómodamente distanciados volvemos a caer, y así hasta el final, entre planos aéreos de París y clips grabados en 4K y pasados por un plugin sepia “old film look” terrible para jugar irónicamente con las connotaciones del soporte. Algunas partes del uso de este material de archivo maquillado se salvan por el cómico choque de diégesis que se da al mezclar personajes disfrazados de rebeldes en la ocupación con personas y coches reales del presente, pasando por detrás y mirando a cámara.
El sonido, sin embargo, está trabajado de forma minuciosa. Pocas filmografías pueden entenderse o tener significado alguno si despojamos la imagen y nos quedamos solo con el audio. Michel Chion, (teórico, el mayor experto en sonido de cine) dice que ninguna película, jamás, puede sostenerse sin la imagen, pero al revés sí, que algo estamos haciendo mal. Yo añado la excepción: la filmografía de Sokurov, que antes de ser cineasta trabajó en la radio y conoce la importancia de la banda de audio. Pueden hacer este experimento: cierren los ojos, abran los oídos, y verán otra película. No hay un instante de silencio en toda esta Francofonía.
Por lo demás queda un regusto agridulce al final: tiene buenas aptitudes para un ensayo interesante y su director sobrado talento y experiencia en este tipo de encargos, pero no llega a ser todo lo genial que podría.
por Irene Cueto | May 31, 2016 | Críticas, Música |
El Teatro Real acoge hasta junio, en colaboración con la Opéra National de Paris, la obra Moses und Aron de Arnold Schönberg, la cual fue estrenada en el Stadttheater de Zúrich el 6 de junio de 1957. En esta ocasión nos vamos a referir a la representación que tuvo lugar el 28 de mayo.
Schönberg compuso el libreto y la música de la ópera en tres actos Moses und Aron basándose en los capítulos 3, 4 y 32 del libro del Éxodo. Para ello, empleó treinta años: los dos primeros actos los creó entre mayo de 1930 y marzo de 1932, y el tercer acto, que no llegó a terminar, le llevó dos décadas. Solo dejó escrito el libreto y, por tanto, la obra finaliza cuando Moisés exclama «O Wort, du Wort, das mir fehlt!» («¡O palabra, tú palabra, que me faltas!»). Curiosamente, es precisamente ese tercer acto, con esa oración, el que parece darle cohesión a toda la obra. Además, el propio compositor aludió a la semejanza entre esta obra y su propia historia personal, relacionando el misticismo religioso de ambas.
Uno de los aspectos más destacables es la gran dirección de Lothar Koenigs quien consigue dotar de un vibrante sonido a esta partitura del compositor austríaco mediante un buen equilibrio tímbrico orquestal y del coro del Teatro Real, cuyo sonido envuelve al público de todo el teatro tanto en los fortísimos como en los susurros aprovechando de manera inteligente la acústica de la sala.
Se nos presenta un primer acto que comienza tras una pantalla que permite dilucidar lo que ocurre mientras el pueblo judío aparece esclavizado detrás de ella, tras lo cual se da paso a una serie de debates personales, internos, grupales e ideológicos en los que el pueblo deambula, sobre todo tras los cuarenta días en los que Moses desaparece y sin él, sin el hombre que trae la palabra de Dios, se encuentran absolutamente perdidos en diferentes desiertos.
Sin duda esta versión de Moses und Aron no es fácil de entender porque no solo se basa en la historia bíblica al uso y como el propio Schönberg afirmó en diversas cartas, parte de su vida se ve reflejada en esta obra. Se trata de una apuesta arriesgada por parte de Romeo Castellucci -quien es el director de escena, escenógrafo, figurinista e iluminador- quien trabaja con una amplia gama de simbología, significados y dualidades, las cuales tienen como base la importancia del texto y de la palabra, que aparece reflejada, entre otras maneras, con la proyección de multitud de vocablos a diferentes velocidades relacionados con el texto principal que se está interpretando. En relación a esa dualidad, se consigue un gran efecto dramático con puntos culminantes de tensión en esa discusión entre Moses y Aron por la importancia de la palabra, ya que los hermanos son representados de manera contrastante: Moses, interpretado por Albert Dohmen, se nos presenta como un hombre poco elocuente que se ve incapaz de expresar las palabras que Dios le revela desde las alturas en la zarza ardiente -que en este caso está representada a través de una cinta magnética que sale de un magnetófono que va descendiendo de las alturas y esta le empieza a envolver el cuerpo- y es algo que que se va desarrollando en los dos actos a través del Sprechgesang que caracteriza a este personaje; mientras que Aron, interpretado por John Graham-Hall, se muestra como un gran orador -caracterizado por un canto más lírico- capaz de convencer al pueblo de Israel de la importancia de olvidar a los antiguos dioses e incluso de obrar tres milagros para mostrarles el poder de Dios. Hasta en sus debates esa tensión es llevada a cabo con una gran capacidad vocal muy expresiva que involucra al espectador en el dilema de cómo poder expresar las leyes divinas sin imágenes y posteriormente sin las propias tablas que Dios le dio en el monte a Moses.
Sin embargo, no solo se tiene en cuenta en esta propuesta el debate entre la imagen y la palabra, la necesidad de tener una imagen a la que adorar y el no deber hacerlo, entre los dioses falsos y el Dios verdadero, sino que también hay una alegoría a la ciencia mediante el cayado que crea Aron para primero enfermar a su hermano con lepra y después de la misma manera curarle mediante una especie de cohete. Asimismo, el líquido utilizado para crear el controvertido becerro de oro y reconvertir al pueblo recuerda al preciado petróleo, lo cual nos lleva a destacar los colores utilizados siendo el blanco y el negro los principales con toda la gran simbología que conllevan y, de hecho, el becerro de oro aparece representado de color negro una vez creado. Resulta interesante la representación de la reconversión del pueblo hacia este nuevo falso dios sumergiéndose en el agua que en lugar de ser un agua purificadora, como suele aparecer en los relatos bíblicos, es un agua contaminadora y las personas que se convierten aparecen totalmente contaminadas de ese color negro que lo va absorbiendo todo.
Se trata de una propuesta diferente que en determinados aspectos puede resultar difícil de comprender en parte por esa gran carga simbólica de la que se le ha dotado pero existe una buen equilibrio entre la escenografía y la música destacando las grandes interpretaciones de la orquesta, el coro y sobre todo Dohmen y Graham-Hall consiguiendo imbuir al espectador en una obra emocionante.
Sin duda, es una gran apuesta que no deja indiferente a quien tenga la oportunidad de presenciarla.
por Marina Hervás Muñoz | May 30, 2016 | Artículos, Libros, Literatura |
Canarias, donde yo nací, es un territorio periférico en todos los sentidos. Pertenece políticamente al territorio español pero geográficamente sufre las inclemencias del africano. Culturalmente ha nacido de la mezcla de invasores, navegantes perdidos, migrantes, colonos, comerciantes y una sinfín variopinto de personajes, y siente un pie al otro lado del charco, en América latina, y otro en esta maltrecha Europa que tantas veces se olvida de sus esquinas. De esa mezcla, surgen otros olvidados, los escritores de las islas. Hoy, que es el día de Canarias, lo trastoco en el día de los que escriben desde Canarias. Aparte de canarios, son buenos escritores. Y no: no hablaré ni de Benito Pérez Galdós ni de Angel Guimerá. Y sí, sólo he escogido dos, pero porque espero que haya otra ocasión no muy lejana en la que pueda seguir dándole un hueco a escritores por conocer. El día de Canarias yo celebro otra Canarias, la otra que no se conoce, la que va más allá del mojo picón, de la corrupción en sus costas, de la que cierra fronteras al Sáhara, de las prospecciones y la especulación medioambiental.
Uno de mis favoritos es el que las buenas lenguas llaman el Rimbaud canario: Félix Francisco Casanova de Ayala. Desaparecido a los 19 años, dejo a su paso poemas excelentes recogidos en diferentes antologías y colecciones, como Cuarenta contra el agua (Demipage) o La memoria olvidada (Hiperión) y algunas digresiones de su diario de 1974 (Yo hubiera o hubiese amado).
«Descansa la vieja reina
y su acerva mirada
penetra en la visera
de su efebo colonial.
En la crismera
jugo de uva turulú
el olor a balausta y
el tierno orujo de mandarina
en su boca cuquera.
En su celdilla de panal
con la láurea entre rizos
y su cadera de necrópolis
agoniza ante el áulico séquito,
riente ahora.
(12-4-4, en Yo hubiera o hubiese amado, Madrid, Demipage, 2010, 5).
Otro ejemplo de sus letras lo pueden ver en el siguiente ejemplo, en el que Jabier Muguruza le puso música a su poema «A veces…»:
Su obra más importante, quizá, fue su única novela, escrita a trompicones, cargada de «alegría creativa», en palabras de Fernando Aramburu. Llama a su cita a Boris Vian, Bukowski, a Kafka y la generación beat: así surge El don de Vorace. Es un texto asombroso para una mano de 17 años, un tratado alucinante y alucinador sobre la inmortalidad que, pese a todas las voces que se cruzan, resulta fresco, novedoso, sin deudas literarias evidentes. Félix Francisco Casanova tenía una escritura que hablaba desde el desgarro cultural de los 70 y los 80, años que daban por inaugurada la ruptura con las formas preestablecidas de expresión, entre casetes, guitarras y confesiones. En su diario explica sobre El invernadero que «todos dicen cosas raras de él, que si espontaneidad y frescura, al par que profundidad y dominio del estilo. Me gusta, sí pero lo que realmente me convence es lo que hago ahora». Su padre, en un intento de explicación de ese fragmento, dice que «escribía a borbotones, manaba como una fuente, y, de pronto, se cerraba». En enero de 1976 se cerró para siempre. Pero la fuerza de lo que nos dejó habla de la promesa de su pluma. Juzguen ustedes mismos.

Hace pocos años tuve la ocasión de leer a Mercedes Pinto. Ella es un signo de valentía. Una mujer extraordinaria. Mientras que conocemos a otros traseuntes del Ateneo de Madrid y algunos de los miembros de la Residencia de estudiantes, así como a María Zambrano o Carmen de Burgos en el círculo intelectual del Madrid de principios de siglo XX, Mercedes Pinto ha pasado desapercibida. Su escritura no asombra tanto por su forma, sino por su contenido y su radical cercanía. Tiene dos libros que van de la mano: Ella (1934, Escalera, 2011) y Él (1926, Escalera, 2011). El primero es un diario de juventud y de hipocresía, de valores que Pinto trató de confrontar durante toda su vida (algo que la condenó al destierro después de hablar de El divorcio como medida higiénica en 1923):
«[…] Además, yo amaba a Pilatos. Pilatos me atraía con su turbación encantadora, cediendo a la inquietud de su mujer, que «sueña con el Nazareno»y le pide su vida… Le encontraba valiente enfrentándose con el pueblo enfurecido y gritando desde el balcón su temor a una equivocación, «matando a un justo»… Y, sobre todo, me agradaba con un gesto que encontraba interesante. Quería limpiarse de aquel posible error… Si él sólo no podía evitarlo, su conciencia al menos quedaría libre.. Mi madre no me pasaba esto […] lloraba mi madre mis ideas liberales y, sentándome a su lado, insistía en que no éramos dueños de pensar lo que queríamos, sino lo que debíamos…Le prometía yo enmendarme, pero seguía pensando en muchas cosas, atormentándome a veces como dos fuerzas contrarias: el temor a condenarme y mi rebeldía triunfadora…» (Ella, Madrid, Escalera, 2011, pp. 59-60)
Él es un relato real de una desgracia radicalmente actual, la de casarse con el hombre equivocado: el que insulta, el que humilla, el que anula, el que pega. Es un libro en primera persona sobre el dolor, sobre los silencios que aguantan tantas mujeres. Es u nlibro valiente, en la que se pone sobre el papel el miedo, las dudas y la paulatina pérdida de fuerza para resistir.
«De mis tristes ideas me despierta la música de un organillo callejero. Me asomo a los cristales del balcón y miro hacia la calle. un viejo húngaro de blancas barbas hace sonar el organillo, mientras levanta de tiempo en tiempo un platillo dorado pidiendo una limosna… Toca una música antigua como él mismo y como el organillo, y sin embargo mis ojos e llenan de lágrimas y envidio al viejo húngaro que, tal vez, a través de penas y dolores muy hondos, tremola al viento su barba blanca como una bandera de independencia y va por el mundo pobre y errante, pero libre…
Yo en cambio interrumpo hasta mis pensamiento al contestar: -¡Voy enseguida»- a una voz que desde el fondo de la casa me llama impetuosa…» (Él, Escalera, 2011, p. 36).