Holy Hell, el cine como secta

Holy Hell, el cine como secta

La XIII edición de Documentamadrid nos deja a su paso, como de costumbre, una selección conservadora con algunos documentales interesantes. El que hoy reseñamos no destacaba entre la programación, sin embargo, me parece interesante hablar de él por lo peculiar de sus circunstancias.

Su director, Will Allen, tras graduarse en cine en la universidad, comienza un proceso de búsqueda existencial que le lleva a pasar 22 años viviendo en una peculiar secta. Tras salir de ella firma Holy Hell, su primera película (propia), llena de valiosos fragmentos y testimonios de todo aquel periodo. Hacer una película es un proceso transformador, y creo que las películas tienen siempre algo de exorcismo de su autor, de sacar afuera obsesiones y fobias. Terminar el proyecto como catarsis personal, independientemente del resultado obtenido, demuestra que el cine a veces es útil y lo interesante de la creación como acto terapéutico y liberador.  En éste caso ese exorcismo es la función fundamental de una cinta bastante convencional en su forma (quizá por ello triunfó a su paso por Sundance, donde hubo quien la consideró nueva cinta de culto, probablemente la principal razón para llegar a Documentamadrid). Como sucede tristemente en muchos casos, la sinopsis de la película es más atrayente que su ejecución.

En la primera secuencia se da una sucesión alucinatoria y maravillosa (quizá lo mejor del metraje) de imágenes de baja resolución y alto contenido psicodélico que más allá de su fetichista estética vaporwave, fueron generadas desde la inocencia y el convencimiento pleno de promocionar una comunidad, donde nuestro protagonista desarrolla lazos profundos de amistad con sus compañeros. Estas imágenes son un testigo precioso de aquella estética excepcionalmente bizarra: todos son jóvenes musculados, chicas perfectas en bikini ultra bronceadas, bañándose en playas paradisíacas, comiendo, riendo, tocando canciones y amándose (sin sexo, pues la castidad es una de las normas del grupo), y sin drogas de ningún tipo. Pero algo extraño late detrás.

Durante todos estos años, el cineasta militante pone su talento al servicio de una ideología y crea gran volumen de video promociones y propaganda para el grupo, aunque estos videos son una parte muy pequeña de la excentricidad que inunda las prácticas de la secta. La comunidad llega a construir, en un momento de especial megalomanía de su líder (bailarín, asceta, célibe, ex actor porno dado ahora a la castidad) todo un teatro con sus propias herramientas y desarrollan durante un año una función de ballet que solo se representará una vez, para ellos mismos. Toda esta parafernalia me recuerda dos cosas: el valor de la autocrítica y el modo en que Hollywood contamina con sus procesos nuestras mentes.

Holy Hell hace un uso bastante desacertado de la música, quizá la razón de mayor peso para relegarla a la planitud discursiva: la música dirige las emociones todo el tiempo, indicando qué pensar, qué sentir, al compás de la propia estructura de la película, una suma supuestamente dialéctica de ideas maniqueas, carentes profundidad, en lo que podemos denominar abreviadamente como guion clásico de Hollywood. Esta forma de utilizar el sonido y el montaje, tan propia del mainstream norteamericano, convierte a la obviedad en el mayor defecto de una cinta cuyo discurrir toma al espectador por un idiota incapaz de ver qué hay de tenebroso detrás de ese extraño líder, cuando esa tensión convive ya en su propio rostro desde el inicio. Por no mencionar el mal uso del material archivo o la entrevista, intercalados, obvios, predecibles, extremadamente justificados, o la exposición de conclusiones finales sobre el estado psicológico pirado del perverso líder, que hacen de Holy Hell un panfleto, un producto adecuado a la medida de la televisión (y desgraciadamente, esto es algo malo) igual que un Picasso está hecho a la medida del despacho de un banquero. Me pareció curioso cómo una película que critica un sistema de pensamiento único se inscribe formalmente, a su vez, en otro paradigma artístico/industrial/estético cerrado, sobredirigido y con aspiraciones hegemónicas.

Más allá de sus debilidades, la película retrata acertadamente hasta qué punto estamos dispuestos a llegar como seres humanos  en nuestra necesidad de aceptación, de integración en la comunidad, y esto nos ofrece un espejo útil para entender los mecanismos generadores de la moral y las relaciones de poder en nuestra propia sociedad, desdibujando las fronteras de lo que es una secta con aquello cotidiano que damos por normal (los integrantes de esta comunidad toman como natural y necesario atender cualquier capricho de su líder, aunque hayan olvidado por qué).

En la película, la comunidad celebra cada cuatro años un ritual que denominan “recibir la iluminación”, donde el maestro introduce en sus cuerpos la energía de dios, sin drogas ni trucos de ningún tipo, presionando con el pulgar en su frente, y ellos convulsionan, arrodillados, sintiendo realmente la catarsis. A mi me recuerda a la forma en que vemos a veces el cine como espectadores, cuando olvidamos el juicio crítico y la predisposición a disfrutar y ser conmovidos es tan fuerte que alcanzamos el objetivo en forma de profecía autocumplida. Pagar por la experiencia y que te la entreguen, ya prefabricada, cerrada y bonita. Volver a casa, dormir tranquilamente. Será cómodo, será fácil, pero el cine es algo más. El cine documental puede ser un contrarrelato, un anti relato, una herramienta poderosa, capaz de hacernos comprender y cuestionar nuestros más profundos convencimientos. Lo interesante de Holy Hell quizá sea el uso que hace su protagonista y creador de su propia práctica fílmica para integrarse en dos sistemas, primero el microcosmos sectario y en segundo lugar el retorno al mundo de la supuesta normalidad, aquel al que todos consideramos pertenecer hasta que se demuestre lo contrario.

La España que nos parió, en dos actos

La España que nos parió, en dos actos

Para aquellos que pensamos que el teatro es el arte político por excelencia, hablar de “teatro político” como género resulta casi redundante. Consideramos el hecho teatral como un hecho político, en tanto que ambos consisten en el intercambio de ideas entre distintas personas que se reúnen para ello. Partiendo de esta premisa, en el Teatro del Barrio siempre han apostado por las obras de contenido específicamente político, más aún, apuestan por creaciones contemporáneas que hablen de la situación social y política actual. Esta apuesta suele contar con un público ya politizado que asiste con ganas de ver en el escenario reflejadas sus propias ideas. Resulta ingenuo pensar a estas alturas que el teatro pueda realmente cambiar la sociedad, pero por intentarlo que no quede. En cualquier caso esta cooperativa, creada entre otros por Alberto San Juan, se convierte, como el propio barrio de Lavapiés, en un lugar donde se habla permanentemente de política desde una perspectiva de izquierdas (solo hay que pasear por las terrazas y poner un poco la oreja para darse cuenta de ello), proyectando alternativas, ilusiones y también nostalgias. No faltan en estas conversaciones escenas del tipo de aquella tan conocida de La vida de Brian:

-¿Sois del Frente Judaico Popular?

-¿Frente Judaico Popular? ¡Vete a la mierda! ¡Somos del Frente Popular de Judea!

Una extensión de esta escena, como metáfora de las divisiones de la izquierda española, podría considerarse la obra que representará en este espacio de jueves a domingo durante el mes de mayo: “A España no la va a conocer ni la madre que la parió”. Se trata de un texto escrito a cuatro manos por Lucía Carballal y Víctor Sánchez Rodríguez, dirigido por este último junto con la compañía Wichita Co, recientemente galardonados con el premio Max al Mejor Espectáculo Revelación 2016 por “Nosotros no nos mataremos con pistolas”. El elenco formado por Ana Adams, Carlos Amador, Lorena López, Albert Pérez y Lara Salvador, representa a dos generaciones de jóvenes de una misma estirpe: en el primer acto, los que vivieron la victoria de Felipe González en 1982 y en el segundo, los mismos actores representan a los hijos de estos, tras la hipotética victoria de Podemos en 2018.

ACTO I: “El villano sevillano de socialista no tiene ná”

Amparo, la matriarca de la familia, se ha encerrado en el sótano: no quiere ver la victoria de Felipe. Sabe que con él no ganan los suyos: los que sufrieron las servidumbres de la lucha clandestina durante el Franquismo, los que formaron parte de la resistencia. Prefiere, por eso, encerrarse con sus recuerdos en el sótano y entonar la “famélica legión” en solitario. Mientras, en el piso de arriba, sus dos hijos, con sendas parejas, y la prima yonqui, venida de Londres, se plantean qué hacer con su madre y con la casa.

La obra presenta un retrato irónico de las distintas izquierdas de la Transición: por un lado el hijo de Amparo es soldador y está casado con una púdica chica católica que no entiende de política ni de lucha de clases. Quiere una casa de nueva construcción, con espacio para ellos y el hijo que espera su mujer, pues acabó harto de las estrecheces materiales de la disciplina comunista de su madre, de tener que compartir cuarto, e incluso cama, con su hermana para acoger a camaradas en la clandestinidad. Por otro lado, la hija de Amparo y su novio representan a los jóvenes liberados, acaso frívolos y pasotas, de la Movida madrileña. Tienen su propio grupo de música (“Peluquería de señoras”), quieren romper con la familia y con todo aquello que implique control, quieren hacer lo que les venga en gana a cada momento. Amparo, la matriarca, viendo cómo sus hijos esperan con ilusión el cambio que va a traer Felipe y, en general, las transformaciones de la Transición, trata de reconducirles a través de poemas de Miguel Hernández hacia la filosofía de la resistencia, “no sea que llegue la revolución y no hayamos leído lo suficiente”.

En estos arquetipos muchos reconocemos a la generación de nuestros padres y abuelos, y otros a sí mismos. Todos ellos forman parte del imaginario colectivo, y con eso juegan los actores para dar paso a una secuencia de momentos hilarantes e irónicos, que nos hablan del pasado para reflexionar sobre el presente.

ACTO II: “Nacimos en medio de la nada y vamos a reventar de nostalgias”

Para incidir en la analogía, la obra nos transporta a 2018, después de la victoria de Podemos. Los nietos de Amparo vuelven a la casa familiar para decidir qué hacer con ella, después de la muerte de la abuela. El panorama resulta casi más desolador que en el acto anterior: un país que es un páramo, una juventud que no ve posibilidades de futuro y culpa a sus padres por la situación en que se encuentra. De nuevo el binomio que funciona entre estos nuevos izquierdistas es el de la nostalgia, los símbolos de las luchas del pasado, las cámaras analógicas, el gusto por lo vintage frente a la ilusión del cambio, en el que se vuelcan deseos individuales y colectivos: el progreso entendido de mil maneras. La conclusión, parece decirnos la obra, es que ambos tienden al fracaso: los nostálgicos por recelosos y los ilusionados por la mala gestión de las expectativas.

Con la metáfora de la casa representando el país, los personajes presentan su alternativa, cada una de las cuales busca ironizar sobre las distintas pretensiones de las izquierdas. Considero, como nota negativa, que esta búsqueda del personaje alegórico, acaso excesivamente pedagógico puesto que tiene que explicarse a sí mismo, debilita su entidad dramática en aras del concepto que han de representar. Este suele ser uno de los defectos del teatro “político” en la actualidad: exceso de pedagogía, lo teatral sometido a la idea que se quiere transmitir. Sin embargo la obra no se queda en un sermón o en una reflexión política al uso desde el teatro, sino que gracias a su finísimo sentido del humor, a unos actores espléndidos (llama especialmente la atención la comicidad y la naturalidad de Lorena López, en ambos personajes) y a un texto muy bien trabajado salimos de la sala con la sonrisa en la boca y con la certeza de que el teatro es un muy buen lugar para pensar en común, para reírnos de nuestros propios fracasos y aprender de las ilusiones del pasado para no frustrarnos con las futuras.

Mayorga y la escritura a pie de escena

Mayorga y la escritura a pie de escena

Juan Mayorga, recientemente galardonado con el Premio Europa de Realidades Teatrales, suele decir que “el texto sabe cosas que su autor desconoce”, defendiendo así que el teatro es el arte de la colaboración y que sus textos se encuentran siempre abiertos a las aportaciones de actores, directores y demás participantes del hecho teatral y, por tanto, son susceptibles de reescritura. También suele decir que “el lenguaje es la cuestión política por excelencia”. Sobre estas dos afirmaciones podemos empezar a comprender dos obras de su autoría que se pueden (y deben) ver estos días en Madrid:

 

Famélica

 

FAMÉLICA

Me referiré en primer lugar a Famélica, que estará en el Teatro del Barrio hasta el día 27 de junio, aunque ya lleva un tiempo en escena (yo tuve la oportunidad de verla en el Teatro Lara el verano pasado). La idea surge del encuentro de Mayorga con la compañía teatral La Cantera y consiste en un experimento por el cual el autor enviaba a los actores y al director, Jorge Sánchez, escenas sueltas que iba escribiendo, y estos trabajaban sobre ellas sin saber qué ocurriría a continuación, de tal manera que la obra se mantenía viva y en conversación tanto en el escenario como en el papel.

El resultado es una comedia irreverente, de diálogos frenéticos y frases vertiginosas, en la que se plantea la creación de una “sociedad secreta, insólita, extravagante”, en palabras del autor, una organización comunista dentro de una gran empresa, una multinacional que podría ser cualquiera. La organización fundamenta sus virtudes en la fraternidad, o el encubrimiento de los compañeros, y sobre todo en la improductividad absoluta, en la resistencia pasiva contra el capitalismo: sus miembros pueden dejar de trabajar en sus tareas y dedicarse a aquello que realmente les guste, pareciendo además trabajadores modélicos a ojos de sus jefes.

La obra se recrea en el lenguaje al servicio del disparate: las fórmulas propias del lenguaje político comunista, los símbolos, himnos y demás nomenclatura otorgan consistencia al propósito libertario de los personajes y sentido del humor al conjunto de la obra. “Estamos construyendo una sociedad secreta de hombres sin cadenas”, “Somos la organización del momento” o cantar en voz baja la «Famélica legión» son algunos ejemplos del tono de la obra. No es exactamente una parodia del comunismo, tampoco una crítica feroz del sistema del mercado; es una comedia, una farsa iconoclasta, que pretende agitar la discusión política desde la sátira, sin dejar de formular preguntas.

 

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ANIMALES NOCTURNOS

En 2002 la Royal Court de Londres invitó a Mayorga, junto a otros dramaturgos a presentar una escena sobre un tema de especial relevancia en la actualidad española. Eligió la ley de extranjería, recientemente aprobada por el parlamento, que permitía a cualquier ciudadano denunciar a otro por no tener papeles. Esa escena, «El buen vecino», se convirtió en una obra más larga, Animales Nocturnos, que se estrenó en el teatro La Guindalera un año después. La joven compañía el Aedo Teatro acaba de estrenar en el Fernán Gómez un nuevo montaje de la obra dirigido por Carlos Tuñón e interpretado por Jesús Torres, Pablo Gómez-Pando, Viveka Rytzner e Irene Serrano. Se podrá ver hasta el próximo 5 de junio.

La premisa de la obra es sencilla: dos vecinos, un hombre alto y un hombre bajo, se cruzan cada día en la escalera; el primero vuelve de su trabajo nocturno y el segundo se dirige hacia el suyo (diurno). El día en que se aprueba la Ley de Extranjería su relación cambia: el Hombre Alto es un “sin papeles” mientras que el Hombre Bajo es español. La frase “el zorro sabe muchas cosas, el erizo una pero importante” se convierte en un mantra que evidencia la naturaleza de la relación entre estos personajes y la trascendencia del secreto compartido.

Se trata de un montaje repleto de signos y guiños, en el que nada resulta aleatorio o arbitrario, construido en estrecha colaboración entre la compañía y el propio autor, que durante el proceso ha reestructurado parte del texto y depurado pasajes, en un nuevo ejemplo de reescritura a pie de escena. Mención especial merece la escenografía: una versátil caja de madera cuyo movimiento y disposición nos traslada de una escena a otra de la obra, diferenciando espacios y sugiriendo emociones, miedos y necesidades encerradas en los muros de nuestra intimidad. Desde esta humilde tribuna quisiera destacar el trabajo de Jesús Torres, que comprende y muestra las sutilezas y los matices del personaje del Hombre Bajo: sus frustraciones, sus deseos insatisfechos, su mediocridad y, a la vez, una ternura difícil de transmitir bajo las premisas de la obra, que consigue, como suelen conseguir los textos de Mayorga, que salgamos de la sala con más preguntas que certezas.

Para Mayorga, esta sociedad “nos está educando para dominar o ser dominados” y el teatro es el lugar idóneo para mostrar la violencia cotidiana, las relaciones de poder entre entre distintos tipos sociales, para analizar al individuo tanto en su vertiente emocional como política, defendiendo así su ideal de que “el teatro debiera ser un sitio tal que los cobardes quisieran alejarse de él”.

El Quijote a través de sus mujeres en el Teatro Español

El Quijote a través de sus mujeres en el Teatro Español

Como buen filólogo y admirador de Cervantes que soy me acerqué ayer, a pocos días del IV centenario de la muerte del autor (de este en concreto no del autor así en general, como le gustaba a Barthes), al Teatro Español donde se representa la obra “Quijote. Femenino. Plural.”, que se podrá ver en la sala Margarita Xirgu hasta el día 1 de mayo. La propuesta sobre un texto de Ainhoa Amestoy con dirección de Pedro Víllora, presenta a las “juglaresas de Lavapiés del siglo XXI” interpretadas por la propia Ainhoa Amestoy y por Lídia Navarro que nos mostrarán un recorrido alternativo por la obra cumbre de la literatura española: un recorrido por los personajes femeninos de la obra.

La protagonista de este relato es la hija de Sancho Panza, Sanchica, Sancha o Mari Sancha, quien, hostigada por su madre, seguirá a los dos aventureros para controlar que el bueno de Sancho sea fiel a su esposa. Sanchica hablará durante su peregrinaje con muchas de las mujeres que aparecen en la obra que, además de contarle sus historias, la ayudarán a resolver sus propios conflictos. Porque Sanchica está enamorada de un “mozo rollizo y sano” de su aldea, Lope Tocho, pero a la vez se obsesiona con la posibilidad de que las aventuras de su padre lo conviertan en el gobernador de la ínsula de Barataria y a ella, en consecuencia, en princesa de la misma. Si esto ocurriera, Sanchica debería aspirar a un candidato de mayor alcurnia que el mozo que la pretende. La mirada inocente e idealista de Sanchica nos conduce por entre las aventuras quijotescas para descubrir o recordar el placer de la gran literatura.

Cada siglo, cada corriente crítica, cada desocupado lector ha tenido a bien hacer su propia interpretación de la llamada “primera novela moderna”, del libro por antonomasia de la hispanidad y, claro, cada uno barre para su propia casa. Probablemente sea esta una de las grandes virtudes de El Quijote, que a todos contenta. El teórico de la literatura hablará de la parodia de los géneros literarios precedentes (novela de caballerías, pastoril, morisca…), la lectura política convertirá la novela en un alegato cuasi libertario, el romántico se deleitará con la locura discreta e idealista del viejo hidalgo y la lectura feminista se encontrará con un sinfín de mujeres para defender ya sea el machismo de la obra o la moderna aproximación a la mujer liberada que propone el manco de Lepanto. A todos contenta.

Es cierto que la figura de Don Quijote es más conocida que la novela en sí y que el imaginario colectivo ha reducido la obra a unos pocos personajes y a unas pocas anécdotas. No hay que dramatizar tampoco. Pero lo cierto es que hay casi tantas mujeres en la obra como historias intercaladas. Todos pensamos en Dulcinea, aunque no aparece más que mencionada en el libro (Alonso Quijano se “enamora de oídas”, recordemos), pero nos olvidamos de la pastora Marcela, esa a la que quieren linchar unos pastores acusándola de haber llevado a Grisóstomo al suicidio tras rechazar sus propuestas amorosas. La defensa de la libertad de la mujer para elegir marido que hace convence al hidalgo con estas palabras:

“Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles destas montañas son mi compañía; las claras aguas destos arroyos, mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo, ni a otro alguno, en fin, de ninguno dellos, bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad.”

Puede, en cambio, que recordemos a Maritornes, la hija del ventero, por la grotesca descripción que de ella hace Cervantes: “moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera.”. El encuentro de Sanchica con la pobre Maritornes sirve a las juglaresas para hacer reír al público actual tanto como los lectores del s.XVII lo hacían con la novela (y si no que se lo digan al grupo de adolescentes carcajeantes que asistieron a la representación). Sirvan estos dos ejemplos como aperitivo de las muchas historias que encontrará quien se acerque al teatro en estos días aunque solo sea (y no es poco) para pasar un buen rato.

La fiesta de Spiro Scimone o la violencia simbólica

La fiesta de Spiro Scimone o la violencia simbólica

Un cuadrado perfecto es un espacio limitado, cerrado, asfixiante incluso, tan regular en sus ángulos y lados, tan idéntico a sí mismo, que provoca en las almas inquietas la misma opresión que una rutina o una tradición inalterable. Puede representar un ring de boxeo o un tablero de ajedrez o una cocina, todos ellos, espacios propicios para la representación teatral. Así es el escenario que contiene la obra estrenada el 30 de marzo, en la Cineteca del Matadero de Madrid: La fiesta de Spiro Scimone, que se podrá ver hasta el próximo 24 de abril.

La cocina, coronada por voluminosas bombillas, cuya luz marca los tiempos, y flanqueada por dos objetos tan cotidianos como un calendario y una foto familiar, es el territorio donde sucede toda la acción. Apenas dos metros cuadrados donde la mujer, típica madre italiana (en el texto original se trata de una familia siciliana, mientras que en la representación del Matadero podría ser española, aunque no se identifica claramente), pasa sus días con la única e intermitente compañía de su marido y su hijo. La obra nos muestra la vida cotidiana de una familia tradicional en un día que sería como otro cualquiera, si no fuera el veinte aniversario de la pareja. “Hoy es nuestro aniversario”, le recuerda ella, “¿Otra vez?” le contesta el marido. Esta mezcla de humor y de amargura impregna toda la obra, llevándonos constantemente de la risa al estupor, de lo cotidiano a lo grotesco. Es una muestra más de la capacidad del teatro para poner al espectador frente a la violencia soterrada de lo cotidiano, frente a las actitudes heredadas que perpetúan las relaciones de dominación social, en este caso dentro de la familia. El diálogo, construido a base de repeticiones, de actitudes hostiles (los dos hombres utilizan casi exclusivamente el modo imperativo), crea una atmósfera impregnada de tristeza y de melancolía, de esa violencia cotidiana que solo se manifiesta en su crudeza más explícita con el golpe en la mesa al que recurren padre e hijo para hacer callar a la mujer. A la creación de esta atmósfera patética contribuye la estupenda selección de canciones tradicionales italianas.

Dos actores en estado de gracia dan vida al texto: el extraordinario Jorge Basanta representa tanto al padre como al hijo en un desdoblamiento muy bien ejecutado, que recuerda al de Miguel Rellán en Amanece que no es poco el que, ante semejante prodigio, afirma: “Me habré desdoblado, es una de esas cosas que hacemos los borrachos sin darnos cuenta”. Para más inri Miguel Rellán estaba entre el público y los personajes del padre y el hijo son sendos borrachos irredentos. Ella, Marta Betriu, representa a la madre y esposa permanentemente preocupada por los cuidados de sus dos hombres, en un constante vaivén entre la contención y el histrionismo, que provocan en el espectador a la vez misericordia y exasperación. Porque este retrato de la mujer y madre dentro de una cultura católica, permanentemente asediada por el sentimiento de culpa, la permisividad y sumisión con respecto a su marido, no nos mueve solamente a la contemplación compasiva o a la denuncia de la sociedad patriarcal, sino que incide en lo que Pierre Bourdieu denominó como “violencia simbólica”, es decir, aquella violencia indirecta (no física) ejercida por un “dominador” sobre unos “dominados” que no son conscientes de la misma o que la permiten. En este caso, por ejemplo, ella se enorgullece de haber llegado “intacta” al matrimonio, a pesar de que esto no ha hecho que sea más feliz o su convivencia con el marido más amable, y desea para su hijo una mujer que pueda vanagloriarse igualmente de su pureza. De tal manera que, siguiendo el concepto de Bourdieu, se convierte en cómplice de la misma dominación a la que está siendo sometida. Lo cual no quiere decir que la culpabilice sino que pretende retratar cómo se perpetúan los esquemas de dominación patriarcal a partir de la asunción acrítica de los mismos.

Los personajes tienen algo de beckettiano en su fragilidad, su patetismo, sus obsesiones, su desvalimiento, en su incapacidad para comunicarse, etc. Es una obra que nos mueve a la reflexión, al análisis de actitudes cotidianas, que se revelan patéticas o deleznables al mostrarse en un escenario. La incomunicación, la represión, la culpa, la injusticia, parece decirnos la obra, son enfermedades sociales que se transmiten de generación en generación.