Foto ©Kickthemachine
“Concebida por Apichatpong Weerasethakul”
Así comienzan los títulos de crédito de Tropical Malady (2004), cuyo título original, Sud Pralad, se traduciría más bien como animal extraño o desconocido, una desconocida cinta tailandesa designada por Cahiers du Cinéma como uno de los tres títulos más relevantes de la década, junto con Elephant (2003) y Mulholland Drive (2001).
La película arranca con una cita del escritor japonés Ton Nakajima que engloba, según el director, el significado de la obra.
“Todos nosotros somos, por naturaleza, animales salvajes. Nuestro deber como seres humanos es llegar a ser como domadores, que mantienen a sus animales bajo control e incluso les enseñan a hacer funciones más allá de su condición de bestias”
Un grupo de militares encuentran un cadáver en la primera escena un y se fotografían junto a él, mientras un hombre desnudo cruza el encuadre a lo lejos.
Tras este prólogo, una familia cena en la noche, en una casa situada en la selva. Un personaje mira a cámara y comienzan los créditos de la película, a partir del minuto diez, marcando la representación que vamos a ver a continuación.
La primera parte de su estructura binomial ha comenzado: el romance se centra en la relación sentimental que desarrollan Tong, un joven de una aldea situada en la selva, y Keng, soldado de la patrulla forestal. La relación se desenvuelve alternando entre paisajes naturales iluminados por la radiante luz tropical y escenas urbanas, una colisión entre la espiritualidad y la modernidad marca del cine de Apichatpong.
En la ciudad contemplamos fragmentos de situaciones: el trabajo en una fábrica de hielo, paseos en moto, un karaoke, cibercafés, un partido de fútbol… Los hechos se van sucediendo en un ritmo pausado y exquisito, de forma natural, no circunscritos a estructura narrativa clásica, simplemente como una serie de fragmentos yuxtapuestos sobre los que se construye la obra.
Esta concepción fragmentaria sitúa la película en la posmodernidad, en tanto que el relato no pretende reflejar la realidad sino establecerse como representación, pues el valor no reside en el objeto sino en la mirada que lo juzga, y sin embargo el ritmo cargado de tiempos muertos acerca la narración al ritmo relajado de la propia vida. Nos encontramos pues, ante una historia más cercana a lo poético que al juego narrativo de expectativas, hilado a través de la casualidad frente a la causalidad aristotélica.
La selva, el motivo natural, es retratado en esta parte como un espacio que permite a los personajes ser ellos mismos, un lugar de tranquilidad, pero a la vez es un espacio fecundo a la leyenda, el mundo del que nacen los mitos y los espectros.
La película da un giro sorprendente a la mitad del metraje, donde comienza la segunda parte del díptico y asistimos a una historia completamente diferente en apariencia. Es imposible (e innecesario) tratar de discernir si esta parte es la “real” y la primera, un sueño dentro de ésta, o se trata de una reformulación en clave mítica de lo anterior. Los amantes podrían no haber existido nunca más que en el sueño del soldado, o quizá estamos ahora en el mundo onírico de la metáfora. El director no lo aclara, aunque hay indicios de que los personajes siguen manteniendo la misma relación en un plano místico, espiritual y metafórico.
En cualquier caso podemos establecer varios nexos entre los dos mundos: las vacas muertas mencionadas en la primera parte, la posibilidad de una bestia legendaria, la selva como telón de fondo que se antoja ahora amenazante, una inquietante maleza oscura de la que puede brotar cualquier peligro, el uso de los mismos actores…
En esta mitad, titulada El sendero del espíritu, se nos introduce a través de grabados e intertítulos en la nueva historia: el espectro de un chamán vaga por la selva, materializado en un gran tigre, y devora los espíritus a su paso. Los aldeanos están asustados, un soldado se adentra en la maleza para dar caza al “espectro”.
Sin más conversación que la de un espíritu-mono, Apichatpong nos introduce progresivamente en la atmósfera asfixiante de una selva mortal, en la tensión memorable del inminente encuentro entre cazador y bestia, a través de un mundo sensorial de sonidos que fluctúan, en un ejercicio técnico y formal sublime donde la luz y los movimientos de cámara se centran ahora en construir una narración más ficcional, sensorial y estética, frente a un cierto realismo documental en la primera parte.
La lucha entre el cazador y la bestia, salvo un breve encuentro previo, es latente: percibimos al tigre por sus huellas, arañazos y rugidos, pero no aparece hasta el final, y sin embargo la inquietud del personaje y la selva amenazante sugieren, hacen presente a la bestia en todo momento.
Finalmente, el cazador es cazado, cazador y bestia se unen a través de la metáfora de devorar: amar es devorar al otro, hacerse uno. ¿Es posible que el cadáver del prólogo fuera el del cazador?
Tropical Malady supone una búsqueda de nuevas pautas narrativas que el director ya ha puesto en práctica en sus otras obras Blisfully Yours (2002) y Syndromes and a Century (2006), donde encontramos el modelo de películas dípticas, donde los mismos actores pasan a ser personajes diferentes en la segunda parte. Se trata de un cine de contrastes, entre lo natural y lo urbano, lo real y la leyenda, lo espiritual y lo mundano, lo narrativo y lo poético, en lo que algunos han calificado como cine impresionista o contemplativo, un cine que no busca golpes de efectos predecibles ni conclusiones grandilocuentes. Simplemente, todo fluye con gran belleza. Frente a las críticas de obra incomprensible, inconclusa, críptica y anti-narrativa, el propio director respondió en una entrevista para The Guardian:
“A veces no hace falta entender todo para apreciar una cierta belleza. Y creo que la película opera del mismo modo. El patrón de pensamiento es bastante aleatorio, saltando de un lado a otro como un mono”
Magnífica poética crítica. Incita al visionado.