Llego tarde a celebrar las letras de Isabel Mellado. Pero llegué -que parece que es lo que importa-, gracias a mi gran amigo Luis, que a su vez llegó a Isabel Mellado por consejo de Margarita, que tiene un proyecto que vale la pena conocer. El perro que comía silencio es el libro debut de Isabel Mellado, editado por Páginas de Espuma en 2011.
Escribir sobre este libro, que es tan delicado y delicioso, me parece casi sacrílego. No tanto porque sea un objeto sagrado, sino porque todo está tan bien puesto, tan bien escrito, que faltar al don de la escritura sería algo así como mancharlo. Cuando empezamos a leer los cuentos (y microcuentos) de El perro que comía silencio, ya sabemos que nos estamos adentrando en las cosas más serias de la vida, pero contadas con ese sentido del humor cargado de tristeza, es decir, de verdad; como ya supo hacer el viejo Charlot. Algunos dicen que es surrealista. Ella dice que no, que es hiperrealista. Sus cuentos tienen la fuerza de toda buena literatura: absorben, transfiguran, rompen y recomponen; y una es diferente cuando acaba de leer. Yo suelo decir que sé cuando estoy delante de un texto bueno cuando me obliga a cerrarlo por la fuerza de sus letras. E Isabel Mellado me obliga a cada rato, y a intentarlo de nuevo, a releerla y a paladearla, para no perderme nada. Aunque ella siempre gana, y yo siempre me he perdido algo, porque sus cuentos son poliédricos pero al mismo tiempo de una sencillez radical, la de la palabra justa. Va a las entrañas de lo que más duele: «De nuevo dormí como una piedra: rígida, machacada, sola». También dijo, con tan pocas palabras, tantas cosas: «Me desperté sin dinosaurio y sin ti. Soy una cucaracha»
«Mi primer recuerdo es mi madre y su voz de galleta remojada en leche. Nunca vi su rostro, nací ciego», empieza «Perspectiva», y de pronto Mellado te obliga a pensar en la voz de una madre, que es de los sonidos que nunca se olvidan si se han escuchado alguna vez, y si es posible que el de la propia no sea más bien fresas con zumo de naranja o a manzanilla en los campos del pueblo. También, Mellado nos habla del olvido, y dice «Llevo días tratando de olvidarte. Ya al menos te borré la nariz». Esa experiencia, que todos pasamos, de no conseguir borrar lo que hay que borrar, y que cuanto más se intenta más fuerte aparece. Lo cifra así también «Lucía se fue hace dos años. Desde entonces era yo un lamentable estribillo de mí mismo», en donde un pintor se queda sin colores por la pena. Es la impotencia, el agotamiento, ¡como si fuera tan fácil!. Porque no es fácil, precisamente, aparece en los cuentos (o microcuentos -o incluso aforismos) de Mellado. se pone también en la piel de algunos que no suelen tener voz, y habla desde el cuerpo de un perro, y del de un chelo, y la del número cinco, y un largo etcétera de ser enmudecidos. Recuerdo que a Mozart le criticaban que era capaz de ponerle música a todo, incluso a las «cosas normales» de la vida, aquellas que no tienen, de por sí, potencial… lírico. En su Le nozze di Figaro, comienza poniéndole música al proceso de medir una habitación para poner un cama, y es una música fantástica. Algo parecido le pasa a Mellado. Ella saca fuerza literaria (que me gusta más que eso de lírico) de las albóndigas, de los estornudos, de las rebajas. Mellado desbarata el mundo, desordena el pelo y se marcha; y deja a sus lectores con otros ojos y otros oídos para enfrentarse a una realidad donde la tarde puede oler a moras y el día puede tener la piel suave. Sí, también se oye diferente, porque estos cuentos están escritos por una violinista, y divididos en tres partes, como un concierto clásico, y suenan y resuenan. Si se atreven al viaje, es un libro que se volverá imprescindible aunque, como muchas veces, no figure en los círculos habituales donde se supone que habita la cultura.