Imagen cedida por Camille Blake, camille-blake.com
El filósofo francés Alexandre Kojève, en su interpretación de la filosofía de la historia de Hegel, entendía que, desde la Revolución Francesa, la humanidad se acerca inexorablemente a lo que Hegel denomina «fin de la Historia». Si bien es una denominación que suena apocalíptica, lo único que en su opinión llega a su fin es la Historia entendida como la serie de luchas y conflictos de los seres humanos. Es curioso que Kojève cita a Japón como una sociedad típicamente post-histórica: ausencia de guerras civiles, un aislamiento nacional artificioso, vida en función de valores y rituales totalmente formalizados (a pesar incluso de las diferencias sociales persistentes), etc. Kojève comenta cómo en la cultura japonesa es incluso concebible la idea de un suicidio estético, perfectamente «gratuito» a los ojos de un occidental, que no entendería esta idea sino como expresión de un callejón sin salida vital, inestabilidad emocional o conflictos radicalizados (factores todos ellos de «contenido»). Esta idolatría de la forma (tan presente en los rituales japoneses) sería el modelo típicamente post-histórico de relacionarse con el mundo. Kojève nos dice que es cuestión de tiempo que Occidente se «japonice».
Las ideas de Kojève sobre el fin de la Historia, popularizadas por Francis Fukuyama tras la caída del Muro de Berlín, han perdido frescura después de la crisis económica de 2008, que ha venido a «rehistorizar a la humanidad» (en todo caso a Occidente) al abrir el escenario de un nuevo conflicto de clases en sociedades en las que se nos decía que ya no lo había. No obstante, ciertos productos culturales provenientes de Japón le dan la razón una y otra vez, y nos muestran cómo quizás la idea del fin de la Historia (que tiene ese aire tan ingenuamente megalómano) no sea tan fácil de disolver como parece. Uno de esos productos es Hatsune Miku (初音ミク, que es la abreviación de una expresión japonesa que se traduciría como «primer sonido del futuro»).
Miku es una pop idol virtual diseñada con el estilo manga tan propiamente japonés y reconocible por su melena azul turquesa y sus dos grandes coletas con aires de Sailor Moon. Lo especial de esta cantante virtual es, sin embargo, que es un producto colaborativo de sus fans. Sus canciones y vídeos están producidos enteramente por internautas mediante la tecnología Vocaloid (un programa de síntesis de voz en el que el usuario solo debe introducir letra y melodía para que se produzca una canción a partir de extractos de voces de actores de doblaje) y renderizado 3D o 2D estilo manga para los vídeos. Miku ha llegado a colmar el top de ventas Oricon (la lista de la músca más vendida en Japón) en más de una ocasión y ha dado conciertos multitudinarios de entradas agotadas no solo en Japón.
Los organizadores de la transmediale, el festival de arte y cultura digital de Berlín, no han podido dejar pasar este año un fenómeno tan suculento como el de Hatsune Miku, pues en él coagulan todos los elementos en los que se basa el festival: medios, digitalidad, economía colaborativa, virtualidad, etc. En el espectáculo central del festival, realizado los pasados 5 y 6 de febrero en la Haus der Kulturen der Welt, y titulado irónicamente «Still be here» (con la colaboración del festival de música techno CTM), llevaron a cabo una deconstrucción de este personaje mediante una performance visual en la que mostraron no solo ejemplos de sus conciertos y de las distintas creaciones que tienen a Miku como centro neurálgico, sino además las bases sociales de su construcción: la mostraron como una «cristalización del deseo colectivo». El concierto parte de una idea original de la artista Mari Matsutoya, y cuenta en su realización con nombres como Laurel Halo, Darren Johnston y LaTurbo Avedon, todo producido por el artista digital Martin Sulzer. La instalación incluía tres enormes pantallas y un escaparate en el centro del escenario sobre el que se proyectaba un holograma de Miku. A nivel técnico, la inclusión de este holograma parecía responder más a la intención de dar realidad a la ficción de Miku que a una posibilidad verdaderamente realizable: apenas se veía y estaba constantemente eclipsado por las luces rojas de las cámaras de los espectadores rebeldes, que no aceptaron el pacto propuesto por los organizadores: no sacar fotos a cambio de poder subir al escenario al finalizar el espectáculo para sacarse una selfie con Miku.
A parte de este y algún otro problema técnico (como los subtítulos difíciles de leer), la performance mantuvo un ritmo trepidante y supo mantener la tensión de mostrarnos por un lado en qué consiste el personaje de Miku (para un público occidental al que esto no le puede parecer sino la enésima extravagancia japonesa) y, por otro, poner de relieve el fetichismo que la mantiene viva y la convierte en el bien de consumo idóneo para una sociedad de masas como la nuestra. Se intercalaban entrevistas a los creadores de Miku con declaraciones hechas por fans: entre ellos un e-mail del todo espeluznante que prácticamente le declaraba el amor al más puro estilo del Joaquin Phoenix de Her (Spike Jonze, 2013): «Nunca pensé que algo hecho de lógica y matemáticas pudiera ser tan cálido». Las entrevistas se mostraban usando la técnica de superponer la voz del entrevistado al personaje de Miku, que movía los labios y gesticulaba como si ella fuera la persona entrevistada, dejando así una sensación entre repulsiva y pavorosa en el espectador. De esta forma se alienaba al personaje de Miku y se ponía de relieve la vacuidad que la caracteriza: un personaje que es pura forma, que podemos ser todos y que, por tanto, no es nadie. También se incluyó el testimonio de fans de distintas partes del mundo, entre ellos un cosplayer alemán que había fabricado un disfraz de Miku al que le había añadido, entre otros, «cohetes para que pueda volar» y «cañones para destruir edificios». El público reía ante lo grotesco de esa idea, que resultaba ser un absurdo tan solo añadido. Eso sí, la performance no explotó tanto el factor feminista anunciado en el programa, que decía entender a Miku como un ejemplo de la «mercantilización del cuerpo de la mujer».
Hatsune Miku pone de relieve la realidad de una sociedad que idolatra imágenes y nos demuestra que el hecho de que estas imágenes pertenezcan a personas reales no es una seguridad ontológica (que nos vaya a asegurar que no nos perdemos en la ficción), sino un obstáculo a superar, pues una vez eliminamos ese resquicio realista, accedemos a la posibilidad de identificarnos plenamente con nuestro icono: hacerle cantar nuestras canciones, bailar nuestros bailes, etc. no son sino rituales perfomativos para salvar la distancia entre el icono y su consumo. Suturar completamente esa separación es posible solo si detrás de nuestro ídolo no hay nada. Así, la imagen pura se autonomiza y deviene fin en sí misma: una chica de rasgos exagerados y eternos dieciséis años se convierte en el producto perfecto. Idolatría de la forma por la forma, como decía Kojève. Es cuestión de tiempo ver si Occidente importa este modelo, sea bajo la forma de Hatsune Miku o de cualquier adaptación para un público en el que las imágenes manga se vinculan demasiado a lo freak y a lo otaku como para volverse masivas. No hace falta mucha imaginación para visualizar las maneras en que una estrategia así podría tener éxito.