Imagen: Jacopo Ligozzi [1547-1627], Mandragora, Florencia, c,1580
Existir y resistir: palabras que comparten algo más que una raíz etimológica. El profesor de Filosofía Política en la Universidad de Barcelona Josep Maria Esquirol nos invita en su último ensayo La resistencia íntima (2015, Acantilado) a reconsiderar el concepto de «resistencia» en clave antropológica y a ver, en torno a él, toda una metafísica vinculada a conceptos como la cotidianidad, la proximidad o la sencillez.
No se trata, ni mucho menos, de la ya clásica romantización de la resistencia política como forma de vida (tan propia de según qué formas de marxismo o anarquismo), pues el giro fundamental que Esquirol desde el principio nos propone para la idea de «resistencia» supone entenderla como algo previo al terreno político: la resistencia no se juega aquí frente a un enemigo (oposición típicamente política), sino frente a la disgregación: «…también podemos usar la palabra resistencia para referirnos […] a la fortaleza que podemos tener y levantar ante los procesos de desintegración y corrosión que provienen del entorno e incluso de nosotros mismos. Es entonces cuando la resistencia manifiesta un hondo movimiento de lo humano».
De entre estas fuerzas disgregadoras, que nos amenazan constantemente y son del todo diversas (desde el imperio de la actualidad hasta la propia pretenciosidad), Esquirol destaca una, que ha sido muy tratada en la filosofía del siglo XX: la experiencia nihilista. «El nihilismo, antes que una tesis teórica, es una experiencia». La experiencia de la falta de sentido, del abismo, del vacío, de la oscuridad, de la noche… Esquirol comenta muchas de las imágenes que se han usado para caracterizarla (la decadencia en Nietzsche, la angustia en Heidegger, el tedio en Pascal, la náusea en Sartre, etc.), pero siempre remarcando sesudamente que se trata de un proceso, de algo que debe ser vivido y previo a toda teoría. Una experiencia que, dice, no se supera, pues nunca se deja completamente atrás, sino que se afronta, se resiste. Aquí, lo fundamental de esta experiencia no es la nada en tanto que ausencia, sino que tanto que indiferencia: «…el nihilismo no es sólo el nihilismo de la nada (o del vacío), sino, igualmente, el nihilismo de lo mismo (de una realidad toda igual)». Parece ser, nos dice, que para resistir al nihilismo habrá que defender la diferencia. Es la diferencia lo que articulamos en tanto que resistentes-existentes.
Para defender la diferencia, Esquirol nos propone una metafísica de la proximidad, de lo cotidiano. Comenta que la categoría de la cotidianidad ha recibido un fuerte rechazo por parte de la filosofía contemporánea, que ve en ella el ámbito de lo inauténtico y lo repetitivo. Esquirol nos propone una revalorización de la misma mostrando cómo la casa (con sus cuatro paredes y su separación dentro-afuera) es un cimiento no solo material, sino que goza de valor ontológico, una especie de barricada existencial. Pero la casa no es un refugio escapista del aislamiento y el anonimato, sino que está fuertemente vinculada al otro, al prójimo, de quien obtenemos cobijo y abrigo. La casa y la calidez de la compañía, la familiaridad (en el amplio sentido de este término), conforman un oasis en el desierto nihilista. Solo en esa cercanía puede dibujarse una diferencia rica en significado, solo así resistimos al nihilismo. Esquirol desecha en varias ocasiones la separación estricta entre soledad y compañía, y nos invita a repensarla en el eje intimidad – anonimato: existe un aislamiento empecinado y enfermizo que nada tiene que ver con la reflexión, de la misma forma que hay formas de estar en grupo que solo esconden el miedo a la compañía real. «Así, por ejemplo, una cosa es el silencio de las masas (las masas tanto pueden ser silenciosas como ruidosas) y otra el silencio de la soledad y la compañía. Diferentes: el de las masas es el silencio sordo, mientras que el de la soledad y la compañía es el silencio que permite recibir la palabra e iniciar el pensamiento». La soledad reflexiva y la proximidad cálida del otro son modalidades de la resistencia, mientras que el aislamiento narcisista y la masificación del rebaño significan una capitulación ante la disgregación.
La resistencia íntima es una obra que se mueve constantemente en el límite entre filosofía, teología y autoayuda, aunque se distancia sistemáticamente de esta última. Esquirol reclama para la primera espacios que han sido atribuidos ilegítimamente a la tercera, todo a la vez que coquetea con una conceptualidad típica de la segunda. Batalla en prácticamente cada página por reivindicar el cuidado de sí (tema propio de la tradición socrática y ampliamente tratado en la filosofía de los clásicos latinos) frente a la pseudoterapia narcisista tan extendida hoy en día. De hecho, su obra puede leerse como un intento de actualizar aquella temática clásica con una conceptualidad asequible al lector de principios del siglo XXI, que después de decenas de siglos de filosofía occidental puede darla por despachada u obsoleta. Recuperando el ímpetu fundador de la idea socrática de una «vida examinada» como ideal y viendo esta actitud vital como una respuesta a la experiencia nihilista, Esquirol nos muestra cómo la reflexión, la filosofía y, en definitiva, la metafísica bien entendida, son una forma de resistencia. Una resistencia a la disgregación, al ímpetu homogeneizador de los poderes fácticos, a la pérdida de sí; una resistencia, eso sí, que no es inmediatamente política, sino fundamentalmente íntima, que no privada.
Esquirol apunta una posible reflexión sobre otros temas con base en estos conceptos: por ejemplo, la idea de que la esencia del lenguaje es el amparo, tal y como se muestra en el ruego (antes que la comunicación o el intercambio de información, como se ha reivindicado desde la lingüística últimamente); la idea de lo humano como juntura (usa la imagen extraída del ámbito de la costura para remarcar aquella defensa de la diferencia); la resistencia como oposición al «dogmatismo de la actualidad» (la efímera fascinación con la inmediatez de lo actual, las noticias, la omnisciencia periodística, los discursos de los «enterados», etc. puede ser disuelta con humildad y con persistencia en lo inactual o lo que tiene valor por sí mismo y no por ser nuevo), etc. Además, nos propone hermosísimas reflexiones sobre las profesiones del médico y el profesor (que aquí es sinónimo de filósofo) o un apunte sobre el origen de la religión con la metáfora del desierto (la indigencia) y distanciándose de la del océano (o el llamado «sentimiento oceánico»: la impresión por la cual estamos en armonía y conexión con el mundo; en realidad, un falso consuelo). Todas estas ideas elaboran la centralidad de la proximidad y la intimidad en el quehacer humano. A su manera nos muestran que, en muchos casos, madurar consiste, también, en volverse más simple. Además, conforman una alternativa a la preeminencia de lo político que, sobre todo en la filosofía continental posmarxista, se ha acabado estableciendo como el fundamento indudable de toda reflexión sobre lo humano. Es cierto que utiliza un lenguaje aureolado de religiosidad, pero también lo es el hecho de que articula con él reflexiones netamente filosóficas y absolutamente transversales. En ellas, Esquirol nos muestra cómo la categoría central de toda política emancipatoria, la resistencia, tiene su origen en una manera de relacionarse con uno mismo y con los demás, porque, en definitiva, resistir significa no solo ya aceptar, sino llegar a creerse la propia finitud.
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