La XIII edición de Documentamadrid nos deja a su paso, como de costumbre, una selección conservadora con algunos documentales interesantes. El que hoy reseñamos no destacaba entre la programación, sin embargo, me parece interesante hablar de él por lo peculiar de sus circunstancias.
Su director, Will Allen, tras graduarse en cine en la universidad, comienza un proceso de búsqueda existencial que le lleva a pasar 22 años viviendo en una peculiar secta. Tras salir de ella firma Holy Hell, su primera película (propia), llena de valiosos fragmentos y testimonios de todo aquel periodo. Hacer una película es un proceso transformador, y creo que las películas tienen siempre algo de exorcismo de su autor, de sacar afuera obsesiones y fobias. Terminar el proyecto como catarsis personal, independientemente del resultado obtenido, demuestra que el cine a veces es útil y lo interesante de la creación como acto terapéutico y liberador. En éste caso ese exorcismo es la función fundamental de una cinta bastante convencional en su forma (quizá por ello triunfó a su paso por Sundance, donde hubo quien la consideró nueva cinta de culto, probablemente la principal razón para llegar a Documentamadrid). Como sucede tristemente en muchos casos, la sinopsis de la película es más atrayente que su ejecución.
En la primera secuencia se da una sucesión alucinatoria y maravillosa (quizá lo mejor del metraje) de imágenes de baja resolución y alto contenido psicodélico que más allá de su fetichista estética vaporwave, fueron generadas desde la inocencia y el convencimiento pleno de promocionar una comunidad, donde nuestro protagonista desarrolla lazos profundos de amistad con sus compañeros. Estas imágenes son un testigo precioso de aquella estética excepcionalmente bizarra: todos son jóvenes musculados, chicas perfectas en bikini ultra bronceadas, bañándose en playas paradisíacas, comiendo, riendo, tocando canciones y amándose (sin sexo, pues la castidad es una de las normas del grupo), y sin drogas de ningún tipo. Pero algo extraño late detrás.
Durante todos estos años, el cineasta militante pone su talento al servicio de una ideología y crea gran volumen de video promociones y propaganda para el grupo, aunque estos videos son una parte muy pequeña de la excentricidad que inunda las prácticas de la secta. La comunidad llega a construir, en un momento de especial megalomanía de su líder (bailarín, asceta, célibe, ex actor porno dado ahora a la castidad) todo un teatro con sus propias herramientas y desarrollan durante un año una función de ballet que solo se representará una vez, para ellos mismos. Toda esta parafernalia me recuerda dos cosas: el valor de la autocrítica y el modo en que Hollywood contamina con sus procesos nuestras mentes.
Holy Hell hace un uso bastante desacertado de la música, quizá la razón de mayor peso para relegarla a la planitud discursiva: la música dirige las emociones todo el tiempo, indicando qué pensar, qué sentir, al compás de la propia estructura de la película, una suma supuestamente dialéctica de ideas maniqueas, carentes profundidad, en lo que podemos denominar abreviadamente como guion clásico de Hollywood. Esta forma de utilizar el sonido y el montaje, tan propia del mainstream norteamericano, convierte a la obviedad en el mayor defecto de una cinta cuyo discurrir toma al espectador por un idiota incapaz de ver qué hay de tenebroso detrás de ese extraño líder, cuando esa tensión convive ya en su propio rostro desde el inicio. Por no mencionar el mal uso del material archivo o la entrevista, intercalados, obvios, predecibles, extremadamente justificados, o la exposición de conclusiones finales sobre el estado psicológico pirado del perverso líder, que hacen de Holy Hell un panfleto, un producto adecuado a la medida de la televisión (y desgraciadamente, esto es algo malo) igual que un Picasso está hecho a la medida del despacho de un banquero. Me pareció curioso cómo una película que critica un sistema de pensamiento único se inscribe formalmente, a su vez, en otro paradigma artístico/industrial/estético cerrado, sobredirigido y con aspiraciones hegemónicas.
Más allá de sus debilidades, la película retrata acertadamente hasta qué punto estamos dispuestos a llegar como seres humanos en nuestra necesidad de aceptación, de integración en la comunidad, y esto nos ofrece un espejo útil para entender los mecanismos generadores de la moral y las relaciones de poder en nuestra propia sociedad, desdibujando las fronteras de lo que es una secta con aquello cotidiano que damos por normal (los integrantes de esta comunidad toman como natural y necesario atender cualquier capricho de su líder, aunque hayan olvidado por qué).
En la película, la comunidad celebra cada cuatro años un ritual que denominan “recibir la iluminación”, donde el maestro introduce en sus cuerpos la energía de dios, sin drogas ni trucos de ningún tipo, presionando con el pulgar en su frente, y ellos convulsionan, arrodillados, sintiendo realmente la catarsis. A mi me recuerda a la forma en que vemos a veces el cine como espectadores, cuando olvidamos el juicio crítico y la predisposición a disfrutar y ser conmovidos es tan fuerte que alcanzamos el objetivo en forma de profecía autocumplida. Pagar por la experiencia y que te la entreguen, ya prefabricada, cerrada y bonita. Volver a casa, dormir tranquilamente. Será cómodo, será fácil, pero el cine es algo más. El cine documental puede ser un contrarrelato, un anti relato, una herramienta poderosa, capaz de hacernos comprender y cuestionar nuestros más profundos convencimientos. Lo interesante de Holy Hell quizá sea el uso que hace su protagonista y creador de su propia práctica fílmica para integrarse en dos sistemas, primero el microcosmos sectario y en segundo lugar el retorno al mundo de la supuesta normalidad, aquel al que todos consideramos pertenecer hasta que se demuestre lo contrario.