«Cuando se carece de una estructura que brinde inserción y reconocimiento, una legitimación de la autoestima a través del amor y de la valoración, en una estructura donde están todos sostenidos muy frágilmente y en una situación social con alta desocupación, surgen síntomas violentos, se genera silencio, frialdad, y se llega a una situación de pérdida de sentido de la vida, de reclamo de atención a través de conductas autoagresivas muy fuertes, como el alcoholismo o el suicidio, y en algo que se podría llamar melancolía social. La de Las Heras era una situación de emergencia».

Así describe la periodista Leila Guerriero la localidad de Las Heras, un pueblo del norte de Santa Cruz (Argentina) provincia gobernada desde 1991 y hasta 2003 por quien sería después presidente de la República, Néstor Kirchner. Esta ciudad perdida de la Patagonia se colocó en los mapas a raíz de una oleada de suicidios: 12 jóvenes, entre 18 y 28 años, se quitaron la vida en Las Heras entre 1997 y 1999, sin que el resto del mundo fuese consciente de ello. Leila Guerriero viajó por primera vez a aquel «pueblito fantasma» en otoño de 2002 y, entonces supo que aquello era el sur. «El sur del país pero también del mundo. El fondo, el confín, el sitio del que todo queda lejos. Y viceversa. Muy viceversa».

La singularidad, o mejor dicho, la destreza de esta crónica periodística reconvertida en obra literaria es el tono realista de la situación económico-social de Las Heras, ciudad construida artificialmente con la llegada del ferrocarril en 1911 y que creció a un ritmo desaforado debido, en parte, al comercio de la lana. Ya en los años 60, el optimismo se expandió al constatarse que la ciudad se encontraba a orillas de uno de los nacimientos más importantes de la Patagonia, Los Perales. La instalación de una planta petrolífera de YPF atrajo a miles de personas a aquel recóndito lugar en busca de empleo, riqueza y oportunidades de progreso. De pronto, la ciudad se masificó debido al aumento de la inmigración, principalmente trabajadores provenientes del sur de Argentina. Buena parte del presupuesto local se invirtió en la construcción de viviendas y en el desarrollo del comercio. No obstante, Las Heras continuaba siendo un lugar inhóspito donde vivir, en el que no había «ni ríos ni arroyos ni pájaros ni ovejas, los cielos van cargados de nubes espesas, un viento amargo muele y arrasa a cien kilómetros por hora y la tierra se desmigaja a veinte grados bajo cero».

Este paraíso situado en el fin del mundo comenzó a desaparecer aquel año de 1991 cuando se inició el proceso de privatización de YPF a través de Repsol. La desocupación, la ausencia de contención social y la falta de expectativas laborales y de estudio hicieron de la ciudad un lugar inhabitable en el que las personas luchaban por ser alguien sin ser, ellos allí, nadie, nada.

¿Fue ésta una situación de emergencia? Si entendemos la emergencia como una «situación de peligro o desastre que requiere una acción inmediata», según la definición de la Real Academia Española de la Lengua, la respuesta podría variar desde la afirmación más rotunda a la indiferencia o incluso la negación. Porque es cierto que el peligro o el desastre que ocurrió en Las Heras fue prolongado en el tiempo, silencioso, casi invisible para alguien ajeno a aquella dinámica de vida, de habituación a la inexistencia, difícil en cualquier caso de detectar. Una emergencia relegada al margen, entendiendo ésta en su sentido más heideggeriano. Pero la emergencia existió, y todavía persiste, y así lo describen los protagonistas de esta historia, cuyos nombres han sido modificados para preservar su intimidad.

«Las épocas y las culturas preindustriales eran sociedades de la catástrofe. En el curso de la industrialización, se convirtieron y se están convirtiendo en sociedades del riesgo calculable», afirma el sociólogo Ulrich Beck en su obra La sociedad del riesgo global (2000). Es la descripción pragmática de lo que ocurrió en Las Heras, donde se puso de manifiesto que las emergencias no son tales puesto que han perdido su carácter de improvisación, de sorpresa: hoy en día las emergencias se planifican en función de demasiadas variables.

Si la lectura de esta crónica de desolación y muerte fascina, o más bien inquieta, es por sus descripciones sobrias, directas, sin ambages o excesivos ornamentos. Por ejemplo: «La ciudad tiene límites claros. Sus catorce manzanas de ancho brotan anilladas por un cordón terroso más allá del cual hay pocas cosas: las vías del tren en desuso, un galpón oxidado, la ruta y un cementerio». Y un poco más avanzado el libro: «Caminé por ese mar de postigos clausurados pensando en la ruta cortada, en los rumores: que el piquete se había levantado, que seguía hasta ese lunes o hasta el otro o el siguiente. No importaba. Podía estar ahí o haberse ido. El tiempo era un  río inmóvil, igual, un río de piedra».

Estos 12 suicidios de los que aquí hemos hablado no fueron los únicos. Con la llegada del nuevo milenio, vinieron más: Marcos Iván Barrientos (12 años) se ahorcó el 3 de enero de 2003; Jorge Alejandro Ruiz (25 años) se ahorcó el 28 de abril con su propio cinturón; Jonatan E. González (16 años) se ahorcó en el camping municipal el 4 de mayo de ese mismo año; Ignacio Palacios (25 años) decidió ahorcarse en la cancha de fútbol del club Tehuelches el 8 de junio; Víctor Fabián Cayumil (23 años) se colgó  de un tanque de agua el 30 de enero de 2005; Raúl Moye (82 años) también falleció ahorcado el jueves 3 de febrero del mismo año; y Pedro Parada (62 años), se suicidó de igual manera el 8 de febrero. Nada dijeron de los muertos del Sur los periódicos de Buenos Aires. Ese fue el fin de todo.

 

Detalles de la publicación: GUERRIERO, Leila. Los suicidas del fin del mundo. Crónica de un pueblo patagónico. Argentina: Tusquets Editores, 2005. 1ª edición. 230 páginas.