Mark Hansen, en su libro Embodying Technesis. Technology Beyond Writing (2000, Univ. of Michigan Press) hace nada menos que 16 años, nos apuntaba ya la carencia de la que aquejaba la filosofía y teoría crítica del siglo XX en lo que respecta a la consideración de la tecnología. El libro ha sido una obra de referencia en esa rama de las ciencias cognitivas que estudia la llamada «cognición corporalizada» (embodied cognition). Curiosamente, a partir de un planteamiento enfocado en la materialidad del cuerpo como base del conocimiento, Hansen aduce que es algo tan aparentemente poco corporal (en el sentido de orgánico o «vivo») como la tecnología lo que nos aporta la clave de bóveda para un análisis consecuente de la experiencia humana.
El libro se enzarza en una batalla conceptual con los grandes nombres de la filosofía contemporánea del siglo pasado: Heidegger, Deleuze, Derrida, Lacan, Foucault, etc. y analiza los giros argumentativos y estrategias conceptuales con los que estos han tratado el problema crucial de la tecnología y su papel en lo humano. Hansen comenta cómo, a pesar de que muchos de ellos achacan un enorme reduccionismo a la «metafísica tradicional» (Heidegger) o a sus críticos (Derrida), ellos no dejan de hacer algo similar cuando se enfrentan al problema de la tecnología: la reducen, nos dice Hansen, a un fenómeno eminentemente lingüístico o conceptual. Siguiendo aquel ímpetu de la Ilustración que prometía la emancipación de los humanos a través de la centralidad de la razón respecto de la religión o la autoridad (que es común a proyectos tan dispares como el sapere aude! de Kant y el saber absoluto de Hegel), los pensadores contemporáneos han querido alejarse de estos modelos tradicionales sin poner en duda, no obstante, la preeminencia de lo conceptual–lingüístico. Esto se aprecia fundamentalmente cuando los autores que comenta Hansen se enfrentan al problema de la tecnología: desarrollan sus distintos planteamientos filosóficos desde la perspectiva de que todo fenómeno filosóficamente relevante es eminentemente lingüístico o conceptual (siendo estas categorías, en última instancia, prácticamente sinónimas). Esta asimilación subjetivista de lo tecnológico es lo que Hansen llama «technesis» (término que se podría traducir sencillamente eliminando la hache y añadiendo una muy castiza tilde: técnesis).
Uno de sus comentarios más interesantes en la obra es el de Heidegger, quien ha marcado los estudios culturales de la tecnología con mayor calado. Siguiendo un tropo aristotélico y recurriendo a la etimología Heidegger habla de la «técnica» (Technik) en clave de «techné» (término del griego clásico que abarca indiferenciadamente desde lo que hoy sería ingeniería hasta la poesía, pasando por la urbanización y la pintura) y nos explica, en este contexto, que la «esencia» de la técnica es la creación, o en griego: poiesis. Hansen apunta al evidente gesto asimilador que esto supone: la tecnología tiene un componente eminentemente material (en vocabulario heideggeriano «óntico») que es perfectamente inconmensurable con el acto subjetivo de la creación (que sería, en tanto que propio del sujeto, «ontológico» en vocabulario heideggeriano). Así, nos dice Hansen, Heidegger presenta la curiosa paradoja de haber inaugurado los estudios culturales de la tecnología argumentando que la esencia de la técnica es algo que propiamente nada tiene que ver con lo tecnológico. O lo que es lo mismo, ha instaurado la técnesis (reducción de lo tecnológico a lo lingüístico) como paradigma fundacional de los estudios culturales de la tecnología.
La técnesis ha gozado de una enorme difusión a través de este planteamiento: autores posestructuralistas como Derrida o Lacan, que se han diferenciado críticamente de Heidegger en multitud de puntos (fundamentalmente en su desmesurada positivización de la ontología), presentan finalmente una secreta afiliación con el filósofo alemán, cuando reducen la tecnología a ámbitos que, si bien presentan un cierto distanciamiento de la inmediatez del sujeto, no dejan de pertenecer al ámbito de lo subjetivo: en Derrida, la equiparación entre tecnología y escritura (la máquina paradigmática sería el texto) en Lacan la idea de lo técnico como realización mundana del deseo (que está, recordemos, estructurado de acuerdo con el lenguaje). En ambos casos seguimos con una contención de la materialidad radical que forma parte sustancial de la tecnología.
En contra de esta centralidad de lo psicológico, conceptual o lingüístico (en definitiva: de lo subjetivo) al explicar la tecnología, Hansen apunta al análisis que hace Walter Benjamin sobre la arquitectura moderna en París (el famoso texto sobre los pasajes) y lee en él una forma de entender la tecnología que considera propiamente adecuada: no aquella que viene del sujeto y queda completamente bajo su ámbito de dominio, sino una que afecta al sujeto corporalmente, en su experiencia vivida (Erlebnis) y no solo conceptual (Erfahrung). La exterioridad de la que nos habla Hansen consiste en la influencia prediscursiva y preconceptual que la tecnología tiene en nuestra cotidianidad. Así, nos explica que la tecnología, a pesar de ser un producto de lo humano, presenta necesariamente un grado sustancial de independencia del sujeto que se traduce en una materialidad externa: una que no nos conforma («subjetiviza») a través de lo conceptual–lingüístico, sino de lo corpóreo. Desde una perspectiva tal, nos dice Hansen, se puede entender el efecto que desarrollos tecnológicos como la invención del automóvil, la bomba atómica, la enorme conectividad aérea o la actual omnisciencia de internet tienen sobre nuestra experiencia en el mundo: que en muchas ocasiones acaban asentando las bases cognitivas sobre las cuales se desarrollan conceptos nuevos, impensables sin esos desarrollos tecnológicos. Desarrollos que difícilmente se explican en su valor real apelando a la «escritura» o al «deseo». Hansen no niega que estos desarrollos estén genéticamente mediados y vinculados a conceptos directamente vinculados al sujeto en mayor o menor medida, pero nos muestra cómo reducirlos a lo subjetivo comporta ignorar el importantísimo aspecto experiencial y corporal de la tecnología. Es Benjamin quien nos apunta más allá del bloqueo de la técnesis y quien nos aporta un modelo que podría permitir a los estudios culturales liberarse de su representacionismo residual. De esta manera, los estudios culturales se abrirían a una comprensión adecuada de las revoluciones culturales que la humanidad lleva ya varias generaciones viviendo y que tienen la carga experiencial de la tecnología en su fuente: los smartphones, los videojuegos, la realidad virtual, el big data, las redes sociales, la hipercultura, etc.
La obra de Hansen es rica en argumentación y detalle conceptual: en cada capítulo se embebe de la terminología de cada autor sin caer en reduccionismos simplistas (como los que uno suele encontrarse en los filósofos analíticos que se molestan en considerar a estos autores) y nos va mostrando su tesis con gran esmero y rigor académico. Hoy en día puede que su tesis no suene tan revolucionaria para una generación filosófica acostumbrada al realismo especulativo, aceleracionismo, posthumanismo, etc. Pero muchas de estas corrientes son resultado de un proceso de liberación del representacionismo en cuya gestación esta obra tuvo un papel clave, aunque aún no haya sido traducida al español. Al leerla, y gracias a su competente y ecuánime contraposición al respecto del concepto de tecnología, también acaban revelándose muchos aspectos de los distintos proyectos filósofos de la tradición posestructuralista, tan acérrimamente opuesta al humanismo, y sin embargo tan cómplice con este en su gesto fundacional.
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